Capítulo 10

El laboratorio de Kyle estaba abarrotado. La decana estaba apoyada contra una pared, el jefe de departamento estaba encaramado al estante que sobresalía del pie de la consola de Chita, un abogado de la unidad de patentes de la Universidad estaba sentado en la silla habitual de Kyle, y los cinco estudiantes de postgraduado que trabajaban en el equipo de ordenador cuántico de Kyle deambulaban también por allí.

—Muy bien —le dijo Kyle al grupo—. Como saben ustedes, desde 1996 existe una técnica para producir sencillas puertas de lógica cuántica; esa técnica se basó en el uso de la resonancia magnética nuclear para medir los espines atómicos. Pero se encontró con el lastre de que a medida que se añadían bits, la señal de salida se hacía exponencialmente más débil: un ordenador cuántico de treinta bits basado en ese principio produce una salida de sólo una cienmillonésima parte que el ordenador de un bit basado en la misma técnica.

»Bueno, el método que hoy vamos a demostrar aquí es, según creemos, ese logro que andamos buscando desde hace tanto tiempo: un ordenador cuántico que, en teoría, puede emplear un número ilimitado de bits sin reducción de su cualidad de salida. Para nuestra demostración de hoy, vamos a tratar de descomponer en factores un número de trescientos dígitos generado aleatoriamente. Hacer eso en el ECB-5000 del departamento requeriría aproximadamente cien años de cálculos constantes. Si tenemos razón, si esto funciona, obtendremos una respuesta aproximadamente unos treinta segundos después de que yo comience el experimento.

Cruzó la sala.

—Nuestro prototipo de ordenador cuántico, que llamamos Demócrito, no tiene sólo treinta registradores, sino un millar, cada uno de los cuales consta de un solo átomo. Los resultados serán una serie de pautas de interferencia, que otro ordenador —ese de allí— analizará y reducirá a una lectura numérica.

Contempló todos los rostros.

—¿Todo preparado? Allá vamos.

Kyle se acercó a la sencilla consola negra que contenía el ordenador Demócrito. Para aumentar la sensación de dramatismo, habían colocado en un lateral un enorme interruptor de palanca, digno del laboratorio de Frankenstein. Kyle lo bajó, hasta que la hoja tocó los contactos de metal. Una brillante luz roja DEL se encendió y…

… y todos contuvieron la respiración. Kyle siguió contemplando a Demócrito, que naturalmente operaba en completo silencio. Una parte de él echaba de menos los viejos tiempos de los relés que hacían ruido. Los demás observaban el reloj digital montado junto a la señal roja de SALIDA en la pared curva.

Pasaron diez segundos.

Luego diez más.

Luego otros diez.

Y entonces la luz DEL se apagó.

Kyle dejó escapar el aire contenido.

—Ya está —dijo, el corazón redoblando.

Indicó a los demás que lo siguieran al otro extremo de la sala. Allí, otro ordenador analizaba lo que había producido Demócrito.

—Tardará unos cinco minutos en decodificar la pauta de interferencia —dijo Kyle. Se permitió una sonrisa—. Si están pensando que eso es mucho más tiempo del que tardó en producir la pauta, tienen razón… pero ahora estamos tratando con un ordenador convencional.

—¿Cuántos cómputos habría que hacer para descomponer en factores un número tan grande? —preguntó la decana, con tono claramente intrigado.

—Aproximadamente diez elevado a quinientos —dijo Kyle.

—¿Y no hay forma de hacerlo con menos pasos? —preguntó ella—. ¿No se trata de que Demócrito tome un atajo?

Kyle negó con la cabeza.

—No, en realidad tiene que dar esos diez elevado a quinientos pasos para descomponer en factores un número tan grande.

—Pero Demócrito no ha dado tantos pasos.

—Este Demócrito no… de hecho, sólo realizó un cálculo, usando un millar de átomos como hacen las piedras de un ábaco. Pero si todo salió bien, otros diez elevado a quinientos Demócritos en otros universos también habrán hecho un cálculo… lo que implica, naturalmente, un total de mil veces diez elevado a quinientos átomos, que son diez elevado a quinientos tres átomos. Y eso, amigos míos, es un número muy significativo.

—¿Cómo es eso? —preguntó el jefe del departamento.

—Bueno, el valor exacto no es importante. Lo que sí es importante es cómo relaciona con el número de átomos de nuestro universo — Kyle sonrió, esperando la pregunta inevitable.

—¿Y cuántos átomos hay en nuestro universo? —preguntó la decana.

—Llamé a Holtz, del Laboratorio de Física McLennan y se lo pregunté —dijo Kyle—. La respuesta, un par de órdenes de magnitud arriba o abajo, es que hay diez elevado a ochenta átomos en el universo.

Los demás se quedaron boquiabiertos.

—¿Ven? —dijo Kyle—. En ese periodo de treinta segundos, para descomponer en factores nuestro número de prueba, Demócrito debe de haber accedido a muchos trillones más de átomos de los que hay en nuestro universo entero. Otras demostraciones anteriores de computación cuántica nunca han implicado suficientes bits para sobrepasar la cantidad de átomos disponibles en nuestro universo, dejando abiertas algunas dudas sobre si realmente accedieron a universos paralelos o no, pero si este experimento funciona, la única respuesta será que nuestro Demócrito trabajó al unísono con ordenadores de otros universos.

El ordenador convencional delante del que se hallaban soltó un pitidito y uno de sus monitores cobró vida. Dos filas de números aparecieron en la pantalla, cada una con docenas de dígitos de longitud.

—¿Son los dos primeros factores? —preguntó el abogado, obviamente ansioso por empezar a funcionar como notario.

Kyle sintió que el alma se le caía a los pies.

—Ah, no. No.

Tragó saliva. El estómago le daba vueltas.

—Quiero decir que sí, desde luego, son sin duda factores de nuestro número fuente, pero… pero…

Uno de los estudiantes de postgraduado de Kyle lo miró y entonces dijo las palabras que, en ese momento, el propio Kyle no era capaz de pronunciar.

—No tendrían que haber aparecido en pantalla hasta que todos los factores estén listos. A menos que por algún tipo de milagro el número fuente sólo tenga dos factores, entonces el experimento no ha funcionado.

El jefe de departamento se abalanzó hacia la pantalla y colocó el dedo índice en el último dígito del segundo número: era un cuatro.

—Eso es un número par, así que tendría que haber factores más pequeños que no se muestran —se enderezó—. ¿Qué ha salido mal?

Kyle sacudía la cabeza.

—Funcionó… más o menos. Nuestro Demócrito hizo sólo un cálculo. El otro número debe de haber venido de un universo paralelo.

—No puede demostrar eso —dijo la decana—. Sólo dos cálculos significa que sólo hubo implicados dos mil átomos.

—Lo sé —dijo Kyle. Resopló—. Lo siento. Seguiremos trabajando en ello.

La decana frunció el ceño, al parecer pensando en todo el dinero que ya se habían gastado. Abandonó la sala. El jefe de departamento colocó brevemente una mano sobre el abatido hombro de Kyle antes de que también él se marchara, seguido del abogado.

Kyle miró a sus estudiantes y se encogió de hombros. Nada salía bien últimamente…

Después de que los estudiantes se marcharan a casa, Kyle se sentó delante de la consola de Chita.

—Lo siento —dijo Chita.

—Sí —respondió Kyle. Sacudió la cabeza—. Tendría que haber funcionado.

—Confío en que averiguará usted qué salió mal.

—Supongo —miró el poster de «Christus Hypercubus»—. Pero tal vez no funcionará nunca; los investigadores llevan veinte años intentando lograrlo, sin éxito —miró el suelo—. Sigo perdiendo el tiempo en proyectos que nunca dan fruto.

—Como yo —dijo Chita, sin rencor.

Kyle no dijo nada.

—Yo tengo fe en usted —dijo Chita.

Kyle hizo un ruidito con la garganta, abortando la risa.

—¿Qué?

—No sé. Tal vez ese sea todo el problema. Tal vez sea mi falta de fe.

—¿Quiere decir que Dios le está castigando por ser ateo?

Kyle se rió, pero sin humor.

—No ese tipo de fe. Me refiero a mi fe en la física cuántica —hizo una pausa—. Cuando era estudiante de postgraduado, nada me entusiasmaba más que la mecánica cuántica… expandía la mente, era infinitamente fascinante. Pero estaba seguro de que algún día todo encajaría, todo tendría sentido. Algún día lo vería por fin. Pero no ha sido así. Oh, comprendo las ecuaciones de un modo abstracto, pero no lo consigo, ¿sabes? Tal vez ni siquiera creo en ello.

—Me ha perdido —dijo Chita.

Kyle se encogió de hombros, tratando de encontrar un modo de explicarlo.

—Una vez estaba yo en una fiesta, y en eso entró un tipo gordo, y tenía una cinta en la cabeza donde brillaba una geoda. Nunca le pregunté nada… si te encuentras con un tipo así, no haces preguntas. Pero su compañera, una mujer delgada, debió advertir que yo estaba mirando la geoda, así que vino y me dijo: «Ese es Cory, tiene el don del tercer ojo». Y yo me puse a pensar, Jesucristo, sácame de aquí. Más tarde, Cory se me acerca y me dice: «Eh, tío, ¿qué hora es?» Y yo pensé que de qué servía el tercer ojo si ni siquiera sabía qué jodida hora era.

Chita guardó silencio durante un instante.

—¿Y el argumento sería…?

—El argumento es que tal vez hace falta algún don especial para comprender… para comprender de verdad, profundamente, la mecánica cuántica. Einstein nunca lo hizo, sabes: nunca se sintió cómodo con ella, y la llamó «acción fantasmagórica a distancia». Pero algunos de esos tipos de la mecánica cuántica, lo entienden… lo entienden o lo falsean muy bien. Yo siempre pensé que sería uno de ellos, que todo encajaría algún día. Pero no ha sido así. No he desarrollado mi tercer ojo.

—Tal vez debería pedir un trozo de geoda en el Centro de Ciencias Terrestres.

Kyle gruñó.

—Tal vez. Supongo que en el fondo, a nivel básico, no me creo la mecánica cuántica. Me siento como un charlatán.

—Demócrito se comunicó con al menos una realidad alternativa. Eso parece confirmar la interpretación de los mundos múltiples.

Kyle miró las lentes de Chita.

—Eso es —dijo sencillamente—. Ese es el problema. Este tipo de computación cuántica gira sobre la interpretación de los mundos múltiples, pero venga, va, ¿hasta qué punto es eso plausible? Seguramente no existe todo universo concebible, sino más bien aquellos que tienen al menos una probabilidad de haber ocurrido.

—¿Por ejemplo? —preguntó Chita.

—Bueno —dijo Kyle—, no hay casos fehacientes de que nadie haya muerto jamás porque un meteoro les haya caído encima, pero podría suceder. Así que, ¿hay un universo donde yo morí de esa forma ayer? ¿Otro en donde morí de esa forma anteayer? ¿Un tercero donde morí de esa forma hace tres días? ¿Un cuarto, quinto, sexto donde fue mi hermano, no yo, quien murió? ¿Un séptimo, octavo y noveno donde ambos morimos en esos días por impactos de meteoros?

Chita no vaciló.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque los meteoros no tienen voluntad propia… en todos los universos, exactamente los mismos meteoros golpean la Tierra.

—Muy bien —dijo Kyle—, pero pongamos que hoy cae uno en… no sé, digamos la Antártida. Yo nunca he estado en la Antártida, y nunca he pretendido ir allí, ¿pero existe algún mundo paralelo donde fui, y donde me mató ese meteoro? ¿Y no hay siete mil millones de universos, uno para cada persona viva que podría haber ido a la Antártida?

—Parecen demasiados mundos paralelos, ¿no? —dijo Chita.

—Exactamente. En ese caso, debe de haber algún tipo de proceso de filtración, algo que distinga entre universos concecibles y plausibles, entre aquellos que simplemente podemos imaginar y los que tienen alguna posibilidad razonable de existir. Eso podría explicar por qué sólo recuperamos un factor en el experimento.

—Supongo que tiene usted razón y… oh.

—¿Qué? —dijo Kyle.

—Veo adonde quiere ir a parar.

Kyle se sorprendió; él mismo no estaba seguro de adónde quería ir a parar.

—¿Y es?

—La ética de la interpretación de los mundos múltiples.

Kyle reflexionó.

—¿Sabes? Creo que tienes razón. Digamos que encuentro una cartera que contiene una tarjeta SmartCash abierta con mil dólares. Digamos que la cartera tiene también un carnet de conducir. Tengo el nombre y la dirección de su verdadero propietario allí mismo.

Chita tenía un diagrama de DEL en su consola. Podía activar la columna vertical o la fila horizontal para simular que asentía o que negaba con la cabeza. Esta vez asintió.

—Bien —dijo Kyle—, según la interpretación de los mundos múltiples, todo lo que pueda suceder de dos formas sucede de dos formas. Hay un universo donde devuelvo el dinero a la persona que lo perdió; pero también hay un universo donde me lo quedo. Ahora bien, si tiene que haber dos universos, ¿por qué demonios no soy yo el tipo que se queda el dinero?

—Una pregunta intrigante, y sin impugnar su carácter, un dilema semejante parece dentro del reino de lo posible. Pero sospecho que sus preocupaciones morales son más profundas. Sospecho que se está preguntando por usted y Rebecca. Aunque en este universo usted no la molestara, se está preguntando si hay algún universo concebible donde lo hizo.

Kyle se desmoronó en la silla. Chita tenía razón. Por una vez, la maldita máquina tenía razón.

La mente humana era algo insidioso. La simple acusación era suficiente para ponerla en marcha, incluso contra sí misma.

¿Y existía un universo semejante? ¿Un universo donde realmente se colaba en la habitación de su hija después de medianoche y le hacía aquellas cosas terribles?

No aquí, por supuesto. No en este universo. Sino en otro… un universo, tal vez, donde no tenía trabajo, donde su control sobre la vida se le había escapado, donde bebía más de la cuenta, donde Heather y él peleaban por cualquier motivo… o donde se habían divorciado ya, o él era viudo, y su propia sexualidad no encontraba ninguna salida normal.

¿Podía existir un universo así? ¿Podrían los recuerdos de Becky, aunque falsos en este universo, ser un reflejo verdadero de otra realidad? ¿Podría ella tener acceso, a través de alguna aberración cuántica, a aquellos recuerdos de un mundo paralelo, igual que un ordenador cuántico accede a información de otras líneas temporales?

¿O era la sola idea de que abusaría de su hija completamente imposible, impensable… un meteoro que le golpeaba en la cabeza en la Antártida?

Kyle se levantó e hizo algo que nunca había hecho antes. Le mintió a Chita.

—No —dijo—. No, te equivocas por completo.

Salió del laboratorio. Las luces se desconectaron automáticamente mientras lo hacía.


Algunos pensaban que tal vez los centauros simplemente habían tenido un día de vacaciones en su mundo natal, o estaban indicando algún tipo de signo de puntuación en el mensaje general. Si ese era el caso, el siguiente mensaje vendría a las 6:36 de la tarde del día siguiente, viernes 28 de julio.

Heather había pasado gran parte de las treinta y una horas tratando con periodistas: de la mañana a la noche, los mensajes alienígenas habían pasado de no tener ningún interés general a aparecer como noticias de primera plana en todo el mundo. Y ahora la CBC estaba haciendo una transmisión en directo desde el despacho de Heather.

El grupo de periodistas había traído un gran reloj digital, que había colocado con cinta transparente en lo alto del monitor de Heather. Habían traído tres cámaras: una enfocaba a Heather, otra al reloj, y la tercera a la pantalla del monitor.

El reloj descontaba los segundos. Faltaban dos minutos para el momento previsto.

—Profesora Davis —dijo la reportera, una mujer negra que tenía un agradable acento jamaicano—, ¿en qué está pensando? ¿Cuáles son sus sentimientos mientras esperamos otro mensaje de las estrellas?

Heather había hecho otras cinco apariciones televisivas en las últimas treinta y una horas, pero aún no había encontrado una respuesta con la que se sintiera feliz.

—En realidad no lo sé —dijo, tratando de seguir las indicaciones de la periodista y no mirar directamente a la cámara—. Siento como si hubiera perdido a un amigo. Nunca llegué a saber qué estaba diciendo, pero allí estaba, todos los días. Podía contar con él. Podía confiar en él. Y ahora eso se acabó.

Mientras hablaba, se preguntó si Kyle estaría viendo el programa.

—Veinte segundos —dijo la periodista.

Heather se volvió a mirar el monitor.

—Quince.

Alzó la mano izquierda, cruzando los dedos.

—Diez.

No podía haber terminado.

—Nueve.

No podía llegar a su fin.

—Ocho.

No después de tanto tiempo.

—Siete.

No después de una década.

—Seis.

No sin una respuesta.

—Cinco.

No sin la clave.

—Cuatro.

No mientras continuaba siendo un misterio.

—Tres.

Su corazón latía con fuerza.

—Dos.

Cerró los ojos y se sorprendió al advertir que estaba rezando en silencio.

—Uno.

Heather abrió los ojos, contempló la pantalla.

—Cero.

Nada. Se había acabado.

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