Capítulo 21

Cuando Heather salió de su despacho y llegó al pasillo, se sorprendió al ver a través de la ventana del fondo que era de noche. Miró su reloj.

¡Las once!

Entró en el lavabo de señoras, cuya puerta se abrió tras comprobar la huella de su pulgar. Se sentó en la taza, que tenía una refrescante solidez, y reflexionó sobre cuanto había sucedido. Su primer pensamiento fue contarle a todo el mundo lo que había descubierto, salir corriendo por el campus gritando «¡Eureka!».

Pero sabía que tenía que contenerse. Esto era el hallazgo que podría conseguirlo no sólo la plaza de profesora (¡y la cátedra!) en la Universidad de Toronto, sino en cualquier otra universidad que quisiera, en cualquier lugar del mundo. Necesitaba retrasar el anuncio hasta que supiera con qué estaba tratando, pero no tanto para dejar que alguien la adelantara. Había vivido suficientes años en el mundo del publica-o-perece para saber que apuntar con un dedo en la dirección equivocada era la diferencia entre un premio Nobel y la nada.

Descubrir qué era aquel extraño reino sería el verdadero hallazgo; eso era lo que el público querría saber.

Terminó en el lavabo; luego salió al pasillo. Maldición, sí que estaba cansada. Quería desesperadamente hacer otro viaje, si «viaje» era la palabra adecuada para un trayecto que en realidad no iba a ninguna parte.

¿O sí? Tendría que coger una videocámara y grabar los procedimientos; Kyle tenía la que les pertenecía a ambos. Tal vez el hipercubo se plegaba de verdad con un espectacular registro de efectos especiales… y tal vez ella iba allá donde nadie había ido jamás.

Pero…

Heather luchó por contener un bostezo, por convencerse de que no estaba agotada. Pero aún notaba la falta de sueño por la sesión que había pasado anoche construyendo el aparato.

Volvió a entrar en el despacho y se sorprendió, como siempre, de lo brillante y cálida que estaba con los focos encendidos, y se sorprendió por la fosforescencia verde de la pintura.

Aquella extraña palabra que Paul había empleado para describir la pintura resonaba una y otra vez en su mente: piezoeléctrica.

No era sólo que sonara curiosa. No, había algo más. La había escuchado ya en alguna parte, de eso estaba segura. ¿Pero dónde?

No podría haber sido en un contexto geológico; Heather nunca había estudiado ese tema, y no tenía ningún amigo que trabajara en el Departamento de Geología.

No, estaba segura de que cuando la escuchó, tuvo algo que ver con la psicología.

Se acercó a la mesa, luchó por contener otro bostezo, y accedió a la red.

Y no pudo encontrar nada sobre el tema. Por fin, consultó un diccionario online y descubrió que había deletreado mal la palabra. Se escribía P-I-E-Z-O, no P-I-E-Z-Z-O, aunque le parecía que su versión se acercaba más a la transcripción de la pronunciación de Paul.

De repente la pantalla se llenó de referencias: estudios de la Sociedad Geológica de Estados Unidos, informes de varias compañías mineras, incluso un poema donde el autor había hecho rimar «piezoelectricidad» con «el gobierno y su duplicidad».

Había también diecisiete referencias a las señales extraterrestres. Naturalmente, era difícil que Paul Komensky fuera la primera persona que advirtiera que la fórmula de uno de los productos químicos que los alienígenas habían enviado era piezoeléctrica. Tal vez fuera eso; sin duda ella había visto referencias a ese hecho hacía diez años, y simplemente se le había olvidado. No había dado mucha importancia a los productos químicos entonces.

Pero no. No, había sido en otro contexto. De eso estaba segura. Siguió repasando la lista, saltando de enlace en enlace…

Y entonces lo encontró. Aquello que recordaba sólo a medias.

Michael Persinger. Un insumiso americano, como habían sido muchos académicos canadienses en las últimas décadas del siglo veinte. A mediados de los noventa, Persinger era jefe del Laboratorio de Psicofisiología Medio Ambiental de la Universidad Laurentiana del norte de Ontario; Heather había acudido una vez a una reunión de la APA.

Como el más famoso de los investigadores cerebrales canadienses, Wilder Penfield, Persinger había empezado tratando de encontrar curas eléctricas para desórdenes como la epilepsia, el dolor crónico, y la depresión.

Construyó en su laboratorio una cámara a prueba de sonidos, y a lo largo de los años, introdujo en ella a más de quinientos voluntarios. Dentro de la cámara, los sujetos de sus pruebas se colocaban un casco de motorista especialmente modificado, que Persinger había manipulado para que transmitiera al cerebro pulsos eléctricos rítmicos de baja intensidad.

El efecto no fue algo que nadie pudiera haber predicho.

La gente que se ponía el casco de Persinger experimentaba todo tipo de cosas raras: desde alucinaciones extracorpóreas a encuentros con alienígenas y ángeles.

Persinger llegó a la conclusión de que la sensación de auto-identidad estaba relacionada con las funciones lingüísticas, que se centran normalmente en el hemisferio izquierdo del cerebro. Pero sus ondas eléctricas hacían que la conexión entre los hemisferios izquierdo y derecho se rompiera, haciendo que cada mitad cerebral sintiera como si algo o alguien más estuviera presente. Dependiendo de la predisposición psicológica del individuo, y de si el cerebro izquierdo o el cerebro derecho eran más afectactos por la estimulación eléctrica, la persona que llevaba puesto el casco percibía una presencia benigna o maligna… ángeles y dioses en la parte izquierda; demonios y alienígenas en la parte derecha.

¿Y cómo encaja la piezoelectricidad en todo esto? Bueno, Subdury, donde estaba situada la universidad Laurentiana, era conocida por ser una ciudad minera; hizo su fortuna saqueando los restos de un meteoro de hierro y níquel que cayó en tierras canadienses hacía varios millones de años. Así que tal vez no era sorprendente que Persinger supiera más sobre mineralogía que la mayoría de los psicólogos. Sostenía que las descargas piezoeléctricas naturales, causadas por tensiones sobre rocas cristalinas, podrían provocar aleatoriamente el tipo de interferencia eléctrica que él podía reproducir a voluntad en su laboratorio. La experiencia de abdución alienígena, decía, tal vez tuviera más relación con lo que hay bajo tus pies que con lo que tienes en la cabeza.

Bueno, si las descargas piezoeléctricas podían inducir experiencias psicológicas…

Y si el artilugio extraterrestre estaba cubierto con pintura cristalina piezoeléctrica…

Eso podía explicar lo que Heather había experimentado dentro del hipercubo.

¿Pero si era sólo una alucinación, una respuesta psicológica a la estimulación eléctrica del cerebro, cómo podían saber los alienígenas que diseñaron la máquina que funcionaría con los humanos? Era de suponer que jamás habían visto a uno. Oh, claro, tal vez habían detectado señales de radio y televisión procedentes de la Tierra, y tal vez incluso las habían decodificado, pero sólo porque veas imágenes de seres humanos no tienes por qué saber cómo funcionan sus cerebros.

A menos…

A menos que, como Kyle solía decir, tal vez no hubiera más de un modo de despellejar a un gato. ¡Dios, las conversaciones de sobremesa que había soportado sobre este tema! Tal vez sólo había un método posible de conseguir verdadera consciencia; tal vez sólo había un modo en todo el universo de crear seres pensantes, conscientes de sí mismos. Tal vez los alienígenas no necesitaban haber visto a un ser humano. Tal vez sabían que su cámara funcionaría para cualquier forma de vida inteligente.

Pero, con todo, parecía un esfuerzo demasiado grande para lo que parecía ser un truco de feria.

A menos…

A menos que no fuera un truco.

A menos que fuera una auténtica experiencia extracorpórea.

Sí, el aparato no había salido volando a través del tejado de Sid Smith, llevándola a las estrellas. Pero tal vez había hecho algo parecido. Tal vez ella podría viajar desde aquí hasta el mundo de los centauros sin tener que salir de su despacho.

Tenía que saberlo. Tenía que probarlo, encontrar algún modo de decidir si era una alucinación o era real.

En el fondo, sabía que tenía que tratarse de una alucinación.

Tenía que serlo.

Jung acabó interesándose en la parapsicología antes de morir, y al estudiar su obra Heather tuvo que investigar también ese tema. Pero todos los casos que había investigado eran explicables en términos normales y cotidianos.

Bueno, realizaría la prueba, lo descubriría con seguridad. Se dio la vuelta, dispuesta a entrar en el aparato una vez más.

Pero, maldición, ya era más de medianoche, y apenas podía mantener los ojos abiertos…

… lo que significaba, naturalmente, que acabaría rematerializando el maldito artilugio a su alrededor.

Era demasiado tarde para coger el metro, y también probablemente para caminar sola por las calles. Llamó a un taxi y luego bajó los amplios escalones de Sid Smith para esperarlo.

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