Hacía casi diez años que llegaban los mensajes del espacio. La recepción de una nueva página de datos comenzaba cada treinta horas y cincuenta y un minutos, un intervalo que supuestamente era la duración del día en el mundo original de los remitentes. Hasta el momento, se habían recogido 2.841 mensajes.

La Tierra no había contestado nunca a ninguna de las transmisiones. La Declaración de Principios Referidos a las Actividades a Seguir tras la Detección de Inteligencia Extraterrestre, adoptada por la Unión Astronómica Internacional en 1989, decía: “No debe enviarse ninguna respuesta a señales u otras pruebas de inteligencia extraterrestre hasta que hayan tenido lugar las adecuadas rondas de consultas internacionales”. Siendo ciento cincuenta y siete los países miembros de las Naciones Unidas, el proceso iba para largo.

No había ninguna duda de la dirección de donde procedían las señales: ascensión derecha 14 grados, 39 minutos, 36 segundos; declinación menos 60 grados, 50,0 minutos. Y los estudios paralácticos revelaban la distancia: 1,34 parsecs de la Tierra. Los alienígenas que enviaban los mensajes vivían al parecer en un planeta que orbitaba la estrella Alfa Centauri A, la estrella que más se parecía a nuestro sol.

Las primeras once páginas de datos se habían descifrado con facilidad: eran sencillas representaciones gráficas de principios físicos y matemáticos, además de las fórmulas químicas de dos sustancias aparentemente benignas.

Pero aunque los mensajes eran de domino público, nadie había sido capaz, en ninguna parte, de encontrar sentido a las imágenes decodificadas posteriormente…

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