Capítulo 96

El fuego mismo

Desperté con algo rozando las orillas de mi memoria. Abrí los ojos y vi árboles que se alzaban hacia un cielo crepuscular. Estaba rodeado de almohadones de seda, y un poco más allá estaba tendida Felurian, dormida, con el cuerpo desnudo y desmadejado.

Parecía lisa y perfecta como una estatua. Suspiró en sueños, y me reprendí por haberlo pensado; sabía que Felurian difería mucho de una fría piedra. Era cálida y flexible, y a su lado, el mármol más liso era una piedra de afilar.

Estiré un brazo para tocarla, pero me detuve, pues no quería alterar la escena perfecta que tenía ante mí. Empezó a inquietarme un pensamiento lejano, pero lo ahuyenté como habría hecho con una mosca molesta.

Felurian despegó los labios y suspiró, y el sonido que produjo fue como el arrullo de una paloma. Recordé la caricia de aquellos labios. Sentí ansias, y me obligué a desviar la mirada de su boca, suave como los pétalos de una flor.

Me fijé en sus párpados cerrados, cubiertos por un dibujo que asemejaba los de las alas de mariposa, con suaves volutas de color morado oscuro y negro y tracerías doradas que se fusionaban con el color de su piel. Cuando movió débilmente los ojos, todavía dormida, el dibujo cambió, como si la mariposa agitara las alas. Solo aquel suspiro ya valía, seguramente, el precio que los mortales debían pagar por verlo.

La devoraba con los ojos, consciente de que todas las canciones y las historias que había oído ni siquiera se acercaban a describirla. Felurian era el sueño de todo hombre. En todos los lugares donde he estado, entre todas las mujeres que he visto, solo una vez he encontrado a una que la igualase.

Algo en mi mente me gritó, pero yo estaba absorto por el movimiento de los ojos de Felurian bajo los párpados, por la forma de sus labios, que parecían querer besarme incluso estando dormida. Volví a ahuyentar aquel pensamiento, irritado.

«Voy a enloquecer, o a morir.»

La idea consiguió llegar por fin hasta mi conciencia, y de pronto noté que se me erizaba todo el vello del cuerpo. Tuve un momento de lucidez absoluta que parecía ascender para tomar aire, y cerré rápidamente los ojos tratando de sumergirme en el Corazón de Piedra.

No lo conseguí. Por primera vez en mi vida, ese estado de fortaleza y sosiego me rehuyó. Aun con los ojos cerrados, Felurian me distraía. La dulzura de su aliento. La suavidad de sus senos. Los suspiros apremiantes y algo desconsolados que escapaban por aquellos labios ávidos y tiernos como pétalos…

«Piedra.» Mantuve los ojos cerrados y me envolví en la serena racionalidad del Corazón de Piedra como en un manto antes de atreverme a pensar en ella otra vez.

¿Qué sabía? Recordé un centenar de historias sobre Felurian y arranqué los temas recurrentes. Felurian era hermosa. Hechizaba a los mortales. Ellos la seguían al mundo de los Fata y morían en sus brazos.

¿Cómo morían? Era muy sencillo deducirlo: a causa de un esfuerzo físico extremo. Sí, había sido muy intenso, y un hombre sedentario o frágil quizá no hubiera salido tan bien parado como yo. Me fijé y comprobé que sentía todo el cuerpo como un trapo retorcido. Me dolían los hombros, me escocían las rodillas, y en el cuello tenía los dulces cardenales de los chupetones; empezaban en la oreja derecha, descendían por el pecho y…

Se me encendió todo el cuerpo e hice un esfuerzo para sumergirme aún más en el Corazón de Piedra, hasta que mi pulso se enlenteció y pude apartar los pensamientos sobre Felurian de la superficie de mi mente.

Recordaba cuatro historias sobre hombres que habían regresado con vida del mundo de los Fata, todos ellos resquebrajados como baldosas de arcilla. ¿Qué clase de locura presentaban? Comportamiento obsesivo, muerte accidental por desconexión de la realidad y consunción debida a una profunda melancolía. Tres murieron al cabo de un ciclo. El hombre de la cuarta historia había durado casi medio año.

Pero había algo que no tenía sentido. No podía negarse que Felurian era encantadora. Y muy hábil, sin duda. Pero ¿hasta el extremo de que todos esos hombres murieran o enloquecieran? No. Sencillamente, no era probable.

No pretendo minimizar la experiencia; no pongo en duda que en el pasado, como es lógico, bastara para despojar a los mortales de sus facultades. Sin embargo, sabía que yo estaba bastante cuerdo.

Brevemente le di vueltas a la idea de que estaba loco sin saberlo. Entonces contemplé la posibilidad de que hubiera estado siempre loco; reconocí que esa era más probable que la anterior, y luego las aparté a ambas de mi mente.

Seguí allí tumbado, con los ojos cerrados, disfrutando de una tranquila languidez como nunca había sentido. Saboreé el momento; luego abrí los ojos y me preparé para huir.

Eché una ojeada al pabellón, las colgaduras de seda y los almohadones esparcidos. Aquello solo eran ornamentos para Felurian. Ella estaba tumbada en medio de todo aquello, caderas redondeadas, piernas bien torneadas y músculos ágiles que se movían bajo la piel.

Y me observaba.

Si dormida era hermosa, despierta lo era el doble. Dormida era el cuadro de un incendio. Despierta era el fuego mismo.

Quizá os sorprenda que en ese momento sintiera miedo. Quizá os sorprenda que tan cerca de la mujer más atractiva del mundo recordara, de pronto, mi propia mortalidad.

Compuso una sonrisa que era un cuchillo sobre terciopelo y se desperezó como un gato al sol.

Su cuerpo parecía hecho para desperezarse; la curva de su espalda y la suave extensión de su vientre se tensaron. Sus pechos turgentes ascendieron con el movimiento de sus brazos, y de pronto me sentí como un ciervo en celo. Mi cuerpo reaccionó ante ella, y fue como si alguien golpeara la fría impasividad del Corazón de Piedra con un atizador caliente. Perdí momentáneamente el control, y una parte menos disciplinada de mi mente empezó a componer una canción para Felurian.

No podía prescindir de la atención necesaria para refrenar esa parte de mí mismo, así que me concentré en permanecer a salvo en el Corazón de Piedra, ignorando el cuerpo de Felurian y aquella parte desbocada de mi mente que componía pareados en algún rincón de mi cerebro.

No era fácil. De hecho, hacía que los rigores habituales de la simpatía parecieran tan simples como brincar. De no ser por la instrucción que había recibido en la Universidad, me habría visto reducido a un ser roto y lamentable, capaz únicamente de concentrarme en mi propia fascinación.

Poco a poco, Felurian dejó de desperezarse, se relajó y me miró con unos ojos arcaicos. Unos ojos como yo no había visto nunca. Tenían un color asombroso…

Tenía en los ojos un anochecer de verano.

… una especie de azul crepuscular. Eran fascinantes. De hecho…

cual alas de mariposa el párpado

… no tenían ni pizca de blanco…

y los labios encendidos como el cielo en el ocaso.

Apreté la mandíbula, separé esa parte de mí charlatana y la encerré en un rincón remoto de mi mente para que se cantara a sí misma.

Felurian ladeó la cabeza. Tenía unos ojos penetrantes e inexpresivos, como los de un pájaro, «¿por qué estás tan callado, mi llama amante? ¿te he extinguido?»

Su voz tenía un sonido extraño. No contenía ni la más leve aspereza; era pura finura, como un cristal perfectamente pulido. Pese a su extraña suavidad, la voz de Felurian me recorrió la espalda y me hizo sentir como un gato al que han acariciado hasta la punta de la cola.

Me aislé aún más en el Corazón de Piedra, y noté su tranquilizador frescor. Sin embargo, pese a que la mayor parte de mi atención estaba concentrada en el autocontrol, aquella parte pequeña, loca, lírica de mi mente saltó adelante y dijo: «No me extingo. Aunque estoy empapado de ti, ardo. El movimiento de tu cabeza al volverse es como una canción. Es como una chispa. Es como un aliento que me infla y sopla para avivar un fuego que extenderse y rugir tu nombre no puede evitar».

El rostro de Felurian se iluminó, «¡un poeta! debí saber que eras un poeta por cómo se movía tu cuerpo.»

El dulce susurro de su voz volvió a cogerme desprevenido. No era que sus palabras fueran entrecortadas, roncas o sensuales. No eran ramplonas ni afectadas. Pero cuando Felurian hablaba, yo no podía evitar pensar que su aliento salía de su pecho y pasaba por su tierna garganta, y que una cuidada disposición de labios, dientes y lengua le daban forma.

Se acercó más a mí, gateando entre los almohadones, «parecías un poeta, fogoso y bello.» Me sostuvo la cara entre las manos ahuecadas; su voz era apenas un soplo, «los poetas son más delicados, dicen cosas bonitas.»


765


Solo conocía a una persona cuya voz se parecía a la de Felurian: Elodin. Había ocasiones raras en que su voz llenaba el aire como si el mundo entero estuviera escuchando.

La voz de Felurian no reverberaba. No inundaba el claro del bosque. Era el silencio que precede a una tormenta de verano. Era suave como la caricia de una pluma. Hacía que el corazón me diera un vuelco en el pecho.

Con esa voz, no me daba dentera ni me enfurecía que me llamara «poeta». Dicho por ella, parecía la cosa más dulce que podías llamar a un hombre. Tal era el poder de su voz.

Felurian me acarició los labios con las yemas de los dedos, «los besos de poeta son los mejores, tú me besas como la llama de una vela.» Se llevó una mano a los labios, y los recuerdos hicieron centellear sus ojos.

Le cogí la mano y se la apreté con dulzura. Siempre he tenido unas manos bonitas, pero al lado de las suyas parecían toscas y feas. «Tus besos son como la luz del sol en mis labios», dije, y dejé que mi aliento le acariciara la palma de la mano.

Ella dejó caer los párpados, como alas de mariposa danzarinas. Noté que mi ciega atracción disminuía, y empecé a comprender. Aquello era magia, pero una magia que no se parecía a nada que yo conociera. No era simpatía, ni sigaldría. Felurian hacía enloquecer a los hombres de deseo de la misma manera que yo despedía calor corporal. En ella era algo natural, pero podía controlarlo.

Desvió la mirada hacia la maraña de ropa y objetos personales que yo había dejado esparcidos en un rincón del claro. Comparada con las sedas de colores pálidos, parecía fuera de lugar. Vi que Felurian posaba la mirada en el estuche de mi laúd. Se quedó quieta.

«¿es mi llama un dulce poeta? ¿canta?» Le tembló la voz, y detecté cierta tirantez en su cuerpo mientras esperaba mi respuesta. Me miró. Le sonreí.

Felurian se fue correteando y regresó con mi estuche, como una niña con un juguete nuevo. Al cogerlo, vi que tenía los ojos muy abiertos y… ¿húmedos?

La miré con fijeza, y de pronto me di cuenta de cómo debía de ser su vida. Mil años, y mucho tiempo sola. Si quería compañía, tenía que seducir y cautivar. Y ¿para qué? ¿Una noche de compañía? ¿Una hora? ¿Cuánto podía aguantar un hombre normal hasta que su voluntad se resquebrajara y se mostrase tan tontorrón como un perro que anhela una caricia? No mucho.

Y ¿a quién podía conocer Felurian en el bosque? ¿A granjeros y cazadores? ¿Qué entretenimiento podían proporcionarle ellos, simples esclavos de las pasiones de Felurian? Por un momento sentí lástima por ella. Yo sé qué es estar solo.

Saqué el laúd del estuche y empecé a afinarlo. Toqué un acorde experimental y volví a afinar el instrumento. ¿Qué podía tocar para la mujer más hermosa del mundo?

La verdad es que no me costó mucho decidirme. Mi padre me había enseñado a juzgar al público. Empecé a tocar «Las hermanas Flin». Supongo que nunca la habréis oído. Es una canción alegre y animada sobre dos hermanas que chismorrean mientras discuten por el precio de la mantequilla.

A la mayoría de la gente le gusta oír relatos de aventuras y romances legendarios. Pero ¿qué le cantas a alguien salido de una leyenda? ¿Qué le cantas a una mujer que lleva una eternidad siendo objeto de historias de amor? Le cantas canciones de gente corriente. Confié en no equivocarme.

Al final de la canción, Felurian aplaudió con gran alegría, «¡más! ¿más?» Sonrió y ladeó la cabeza convirtiéndolo en una petición. Tenía los ojos muy abiertos, impacientes y adorables.

Le toqué «Larm y su jarra de cerveza». Le toqué «Las hijas del herrero». Le toqué una canción absurda sobre un sacerdote que perseguía una vaca; la había escrito cuando tenía diez años y nunca le había puesto título.

Felurian reía y aplaudía. Se tapaba la boca, asombrada, y los ojos, avergonzada. Cuanto más tocaba, más me recordaba Felurian a una joven campesina que asiste a su primera feria, embargada del júbilo más puro, con la cara brillando de inocente placer, los ojos como platos de asombro ante todo cuanto ve.

Y preciosa, por supuesto. Me concentraba en la digitación para no pensar cuán encantadora era.

Después de cada canción, Felurian me recompensaba con un beso que hacía que me resultara muy difícil decidir qué iba a tocar a continuación. Y no es que eso me preocupara en exceso. No había tardado mucho en comprender que prefería los besos a las monedas.

Le toqué «Calderero, curtidor». Os aseguro que la imagen de Felurian cantando con aquella voz suave y ondulante el estribillo de mi canción de taberna preferida es algo que jamás olvidaré. No lo olvidaré hasta el día que muera.

Poco a poco, iba notando cómo el hechizo bajo el que me tenía se debilitaba. Me dejó espacio para respirar. Me relajé y me permití el lujo de salir un poco del Corazón de Piedra. La serenidad desapasionada puede ser un estado mental muy útil, pero no favorece una actuación cautivadora.

Pasé horas tocando, y al final volví a sentirme yo mismo. Con eso quiero decir que podía mirar a Felurian sin otra reacción que la que sentiríais normalmente mirando a la mujer más hermosa del mundo.

Todavía la recuerdo, sentada desnuda entre almohadones, mientras unas mariposas del color del crepúsculo revoloteaban entre nosotros. Para no estar excitado, tendría que haber estado muerto; pero parecía que había recuperado el dominio de mi mente, y lo agradecí.

Cuando guardé el laúd en el estuche, Felurian hizo un ruidito de protesta, «¿estás cansado?», me preguntó esbozando una sonrisa, «si lo hubiera sabido, no te habría cansado tanto, dulce poeta.»

Le ofrecí mi mejor sonrisa de disculpa. «Lo siento, pero se está haciendo tarde.» De hecho, el cielo seguía mostrando el mismo color púrpura que cuando había despertado, pero insistí. «Tengo que darme prisa si quiero…»

Me quedé en blanco con la misma rapidez que si me hubieran golpeado en la nuca. Sentí la pasión, violenta e insaciable. Sentí la necesidad de poseer a Felurian, de estrujar su cuerpo contra el mío, de saborear la salvaje dulzura de su boca.

Si conseguí asirme a la conciencia de mi propia identidad fue únicamente gracias a la instrucción de arcanista que había recibido. Y me así a ella solo con las yemas de los dedos.

Felurian estaba sentada con las piernas cruzadas sobre los almohadones, enfrente de mí, con gesto enojado y terrible, y con unos ojos fríos y duros como estrellas lejanas. Con una calma deliberada, se sacudió del hombro una mariposa que movía lentamente las alas. Ese sencillo gesto contenía tal cantidad de furia que se me encogió el estómago y comprendí que:

Nadie abandonaba a Felurian, jamás. Ella conservaba a los hombres hasta que su cuerpo y su mente se rompían bajo la presión de amarla. Los conservaba hasta que se cansaba de ellos, y cuando los despedía, ellos enloquecían por haberla perdido.

No podía hacer nada. Yo era una novedad. Era un juguete, favorito porque era el más nuevo. Quizá Felurian tardara mucho en cansarse de mí, pero ese momento llegaría tarde o temprano. Y cuando por fin me liberara, el deseo de estar con ella me destrozaría.

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