Capítulo 21

Piezas sueltas

Aquella noche, el dolor de las rodillas apenas me dejó dormir.

Así que cuando, al otro lado de mi ventana, despuntó en el cielo la primera luz tenue del amanecer, me di por vencido, me levanté, me vestí y, lenta y trabajosamente, fui a las afueras de la ciudad en busca de corteza de sauce para mascar. Por el camino descubrí varias contusiones nuevas y fascinantes que no había detectado la noche anterior.

La caminata fue una verdadera agonía, pero me alegré de hacerla a primera hora de la mañana, cuando todavía había muy poca luz y las calles estaban vacías. Sabía que iba a hablarse mucho de lo ocurrido en El Pony de Oro. Si alguien me veía cojeando, sería fácil que extrajera la conclusión correcta.

Por suerte, al andar se me desentumecieron las piernas, y la corteza de sauce me alivió un poco el dolor. Para cuando hubo acabado de salir el sol, me sentía lo bastante recuperado para aparecer en público. Me dirigí a la Factoría con la intención de pasar unas horas fabricando piezas sueltas antes de mi clase de Simpatía Experta. Necesitaba empezar a ganar dinero para pagar la matrícula del siguiente bimestre y el préstamo de Devi, por no mencionar vendajes y una camisa nueva.

Jaxim no estaba en Existencias cuando llegué, pero reconocí al alumno que lo sustituía. Habíamos entrado en la Universidad al mismo tiempo y habíamos dormido en literas cercanas en Dependencias. Me caía bien. No era uno de aquellos hijos de nobles que se paseaban alegremente por allí, protegidos por el apellido y el dinero de su familia. Sus padres eran comerciantes de lana, y tenía que trabajar para pagarse la matrícula.

– Basil -dije-, creía que el bimestre pasado te habían hecho E'lir. ¿Qué haces en Existencias?

Basil se ruborizó un poco; parecía avergonzado.

– Kilvin me descubrió añadiendo agua al ácido.

Sacudí la cabeza y lo miré con severidad.

– Eso va contra el procedimiento correcto, E'lir Basil -dije bajando mi voz una octava-. Un artífice debe actuar siempre con suma precaución.

– Hablas igual que él -dijo Basil sonriendo. Abrió el registro-. ¿Qué necesitas?

– No estoy muy inspirado. Me limitaré a hacer algunas piezas sueltas -dije-. Veamos…

– Espera un momento -me interrumpió Basil, y frunció el entrecejo sin levantar la vista del libro.

– ¿Qué pasa?

Le dio la vuelta al libro para enseñármelo y señaló con un dedo.

– Hay una nota junto a tu nombre.

Miré. Había una nota escrita con lápiz, con la caligrafía curiosamente infantil de Kilvin: «No suministrar materiales ni herramientas al Re'lar Kvothe. Que venga a verme. Klvn.».

Basil me miró con lástima.

– Se añade el ácido al agua -bromeó-. ¿A ti también se te olvidó?

– Ojalá -dije-. Entonces sabría qué está pasando.

Basil miró alrededor, inquieto; se inclinó hacia delante y me habló en voz baja:

– Oye, volví a ver a esa chica.

Lo miré con cara de bobo y parpadeé varias veces.

– ¿Cómo?

– La chica que vino aquí preguntando por ti -me recordó Basil-. Esa que buscaba al mago pelirrojo que le había vendido un amuleto.

Cerré los ojos y me pasé una mano por la cara.

– Ah, ¿sí? ¿Entró aquí? ¡Lo que me faltaba!

– No, aquí no entró -aclaró Basil-. Al menos, que yo sepa. Pero la he visto un par de veces fuera. Por el patio. -Apuntó con la barbilla a la puerta sur de la Factoría.

– ¿Se lo has dicho a alguien? -pregunté.

– Yo jamás haría eso -dijo Basil, profundamente ofendido-. Pero es posible que ella hablara con alguien más. Deberías librarte de ella. Kilvin se pondría como una fiera si creyese que has estado vendiendo amuletos.

– No los he vendido -dije-. No tengo ni idea de quién es esa chica. ¿Cómo es?

– Joven -dijo Basil encogiéndose de hombros-. No es ceáldica. Creo que tiene el pelo claro. Lleva una capa azul con capucha. Intenté acercarme y hablar con ella, pero se escabulló.

– Maravilloso. -Me froté la frente.

– Pensé que debía avisarte -dijo Basil con cara de circunstancias-. Si entra aquí y pregunta por ti, tendré que decírselo a Kilvin. -Hizo una mueca de disculpa-. Lo siento, pero ya tengo bastantes problemas.

– Lo comprendo -dije-. Gracias por avisarme.

Cuando entré en el taller, de inmediato noté algo extraño en la luz. Lo primero que hice fue mirar hacia arriba, para comprobar si Kilvin había añadido una lámpara nueva a la colección de esferas de cristal que colgaban entre las vigas. Confiaba en que el cambio de la luz se debiera a la presencia de una nueva esfera. Kilvin se ponía de muy mal humor cada vez que se apagaba una de sus lámparas.

Recorrí las vigas con la mirada, pero no vi ninguna lámpara apagada. Tardé en comprender qué era eso extraño que había percibido: la luz del sol entraba sesgadamente por las ventanas bajas de la pared este, y normalmente yo no iba a trabajar hasta más tarde.

A aquella hora reinaba en el taller un silencio casi sobrecogedor. La inmensa estancia parecía hueca y sin vida, y solo había un puñado de alumnos trabajando en sus proyectos. Eso, combinado con aquella luz inusual y con el mensaje inesperado de Kilvin, hizo que sintiera cierta aprensión mientras me dirigía hacia el despacho del maestro artífice.

Pese a ser muy temprano, en un rincón del despacho de Kilvin ya había una pequeña fragua bien cargada. Cuando me planté en el umbral, me golpeó un chorro de calor. Resultaba agradable después del frío que hacía fuera, propio de principios del invierno. Kilvin estaba de pie, de espaldas a mí, accionando con ímpetu un fuelle.

Golpeé el marco de la puerta con los nudillos para atraer su atención.

– ¿Maestro Kilvin? He ido a buscar unos materiales a Existencias. ¿Ocurre algo?

– Re'lar Kvothe -dijo Kilvin girando la cabeza-. Será solo un momento. Pasa.

Entré en su despacho y cerré la gruesa puerta detrás de mí. Si estaba en un brete, prefería que no nos oyera nadie.

Kilvin siguió dándole al fuelle un buen rato. Entonces extrajo un tubo largo y me di cuenta de que no era una fragua lo que había encendido, sino un pequeño horno de vidrio soplado. Moviéndose con destreza, sacó una gota de vidrio fundido con el extremo del tubo y procedió a soplar hasta obtener una burbuja cada vez más grande.

Al cabo de un minuto, el vidrio perdió su resplandor anaranjado.

– Fuelle -dijo Kilvin sin mirarme, y volvió a introducir el tubo por la boca del horno.

Me acerqué, obediente, y empecé a accionar el fuelle a buen ritmo, hasta que el vidrio volvió a resplandecer. Kilvin me indicó que parara, retiró el tubo y volvió a soplar por él, haciéndolo girar hasta que la burbuja alcanzó el tamaño de un melón pequeño.

Metió de nuevo el tubo en el horno, y yo accioné el fuelle sin esperar a que Kilvin me lo pidiera. La tercera vez que repetimos esa operación, yo ya estaba empapado de sudor. Lamenté haber cerrado la puerta del despacho, pero no quería dejar el fuelle para ir a abrirla.

A Kilvin no parecía afectarle el calor. La burbuja de vidrio creció hasta alcanzar el tamaño de mi cabeza, y luego el de una calabaza. Pero la quinta vez que la apartó del fuego y empezó a soplar, la burbuja se combó en el extremo del tubo, se desinfló y cayó al suelo.

– Kist, crayle, en kote -maldijo el maestro con rabia. Soltó el tubo metálico, que produjo un fuerte ruido al caer al suelo de piedra-. ¡Kraemet brevetan Aerin!

Contuve las repentinas ganas de echarme a reír. Mi siaru no era perfecto, pero estaba casi seguro de que Kilvin había dicho «Mierda en la barba de Dios».

El maestro, corpulento como un oso, se quedó un momento de pie contemplando la estropeada pieza de vidrio que había quedado en el suelo. Entonces, irritado, expulsó ruidosamente el aire por la nariz, se quitó las gafas protectoras y se volvió hacia mí.

– Tres juegos de campanillas sincronizadas, de latón -dijo sin preámbulo-. Un atractor, de hierro. Cuatro embudos de calor, de hierro. Seis sifones, de estaño. Veintidós hojas de vidrio reforzado, y otras piezas sueltas.

Era una lista de los trabajos que había realizado aquel bimestre en la Factoría. Cosas sencillas que no me llevaba mucho tiempo acabar y que podía vender a Existencias obteniendo un beneficio rápido.

– ¿Te satisface ese trabajo, Re'lar Kvothe? -me preguntó Kilvin mirándome con sus ojos oscuros.

– Son proyectos fáciles, maestro Kilvin -respondí.

– Ahora eres Re'lar -dijo él con una voz cargada de reproche-. ¿Te contentas con avanzar sin ningún esfuerzo, fabricando juguetes para los ricos y perezosos? ¿Es eso lo que esperas del tiempo que empleas en la Factoría? ¿Trabajo fácil?

Notaba el sudor empapándome el pelo y resbalando por mi espalda.

– Tengo cierto recelo a emprender proyectos por mi cuenta -expuse-. Usted no aprobó las modificaciones que le hice a mi lámpara de mano.

– Hablas como un cobarde -replicó Kilvin-. ¿No piensas salir nunca más de la casa porque una vez te regañaron? -Me miró-. Te lo preguntaré otra vez. Campanillas. Piezas fundidas. ¿Te satisface ese trabajo, Re'lar Kvothe?

– Me satisface pensar que podré pagar la matrícula del próximo bimestre, maestro Kilvin. -El sudor me resbalaba por la cara. Intenté enjugármelo con la manga, pero tenía la camisa empapada. Miré hacia la puerta del despacho de Kilvin.

– ¿Y el trabajo en sí? -continuó Kilvin. Tenía gotas de sudor en la oscura piel de la frente, pero por lo demás, el calor no parecía molestarle.

– ¿La verdad, maestro Kilvin? -pregunté; notaba un ligero mareo.

El maestro se mostró un poco ofendido.

– Valoro la verdad en todos los sentidos, Re'lar Kvothe.

– La verdad es que este último año he fabricado ocho lámparas marineras, maestro Kilvin. Si tengo que hacer una más, creo que me cagaré en los pantalones de puro aburrimiento.

Kilvin dio un resoplido que interpreté como una risa, y luego me sonrió.

– Estupendo. Así es como debe pensar un Re'lar. -Me apuntó con un grueso dedo-. Eres listo, y tienes buenas manos. Espero grandes cosas de ti, no trabajos monótonos. Haz algo inteligente, y ganarás más que con una lámpara. Más que con las piezas sueltas, sin duda. Eso déjaselo a los E'lir. -Señaló con desdén la ventana que daba al taller.

– Haré todo lo que pueda, maestro Kilvin -me comprometí. Mi propia voz me sonó extraña, lejana y embrollada-. ¿Le importa que abra la puerta para que entre un poco de aire?

Kilvin me dio permiso con un gruñido, y di un paso hacia la puerta. Pero me flaquearon las piernas, y todo empezó a rodar. Me tambaleé y estuve a punto de dar de bruces al suelo, pero conseguí asirme al borde del banco de trabajo y me caí de rodillas.

Cuando mis magulladas rodillas golpearon el suelo de piedra, sentí un dolor insoportable. Pero no grité. De hecho, el dolor parecía provenir de muy lejos.

Desperté desorientado, con la boca seca como el serrín. Me costaba despegar los párpados y estaba tan aletargado que tardé un buen rato en identificar aquel característico olor a antiséptico. Eso, combinado con el hecho de estar tendido bajo una sábana desnudo, me permitió saber que estaba en la Clínica.

Giré la cabeza y vi una cabeza de pelo rubio y corto y el uniforme oscuro de un fisiólogo. Volví a apoyar la cabeza en la almohada.

– Hola, Mola -dije con voz ronca.

Mola se volvió y me miró muy seria.

– Hola, Kvothe -dijo con formalidad-. ¿Cómo te sientes?

Todavía estaba medio adormilado, y tuve que pensar antes de contestar.

– Espeso -dije, y añadí-: Sediento.

Mola me llevó un vaso y me ayudó a beber. Era un líquido dulce y arenoso. Tardé bastante en acabármelo, pero después volví a sentirme medianamente humano.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté.

– Te has desmayado en la Artefactoría -me contestó Mola-. Kilvin te ha traído hasta aquí. Ha sido conmovedor, la verdad. He tenido que echarlo.

Me ruboricé de vergüenza de pensar que el corpulento maestro me había llevado en brazos por las calles de la Universidad. Yo debía de parecer una muñeca de trapo.

– ¿Me he desmayado?

– Kilvin ha explicado que estabais en una habitación muy caldeada -dijo Mola-. Y que sudabas mucho. Estabas empapado. -Señaló mi camisa y mis pantalones, doblados sobre una mesa.

– ¿Un golpe de calor? -pregunté.

Mola levantó una mano para hacerme callar.

– Ese ha sido mi primer diagnóstico -dijo-. Tras la exploración, he llegado a la conclusión de que lo que sufres es un caso agudo de caída desde una ventana la noche pasada. -Me clavó una mirada intencionada.

De pronto era muy consciente de mi persona. No por el hecho de estar prácticamente desnudo, sino por las lesiones que me había hecho al caer del tejado de El Pony de Oro. Eché un vistazo hacia la puerta y sentí alivio al ver que estaba cerrada. Mola se quedó mirándome con expresión insondable.

– ¿Me ha visto alguien más? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Hoy hemos tenido mucho trabajo.

– Bueno, ya es algo. -Me relajé un poco.

Mola seguía mirándome con expresión adusta.

– Esta mañana, Arwyl ha dado órdenes de informar de cualquier lesión sospechosa. No hace falta que te diga por qué. El propio Ambrose ha ofrecido una buena recompensa a quien le ayude a atrapar al ladrón que entró en sus habitaciones y robó varios objetos de valor, entre ellos un anillo que su madre le regaló en su lecho de muerte.

– Qué cabronazo -dije, indignado-. No le robé nada.

– ¿Así de fácil? -dijo Mola arqueando una ceja-. ¿No vas a desmentirlo? ¿No vas a… nada?

Solté el aire por la nariz y traté de controlar mi rabia.

– Eso sería ofender tu inteligencia. Es evidente que no me he caído por una escalera. -Inspiré hondo-. Mira, si se lo cuentas a alguien, me expulsarán. No robé nada. Podría haberme llevado lo que quisiera, pero no cogí nada.

– Entonces, ¿por qué…? -Vaciló un poco; era evidente que se sentía incómoda-. ¿Qué hacías allí?

Di un suspiro.

– ¿Me creerías si te dijera que estaba haciéndole un favor a una amiga?

Mola me miró con recelo; sus ojos verdes escudriñaban los míos.

– Bueno, últimamente te estás aficionando a eso de hacer favores.

– ¿Cómo dices? -pregunté; estaba demasiado embotado para entender lo que Mola me estaba diciendo.

– La última vez que estuviste aquí, tuve que tratarte por quemaduras e inhalación de humo después de que salvaras a Fela de un incendio.

– Ah -dije-. Eso no fue exactamente un favor. Lo habría hecho cualquiera.

Mola me miró intrigada.

– Lo dices porque lo crees de verdad, ¿no? -Sacudió un poco la cabeza; luego cogió un sujetapapeles y anotó algo en una hoja. Debía de estar rellenando su informe-. Pues yo sí lo considero un favor. Fela y yo compartíamos litera cuando llegamos a la Universidad. Aunque tú no lo creas, no es algo que muchos habrían hecho.

Llamaron a la puerta y oí la voz de Sim en el pasillo:

– ¿Podemos pasar?

Sin esperar una respuesta, abrió la puerta y entró en la habitación con Wilem, que no parecía muy convencido.

– Nos han dicho… -Sim hizo una pausa y miró a Mola-. Se pondrá bien, ¿verdad?

– Sí, se pondrá bien -confirmó Mola-. Cuando se le normalice la temperatura. -Cogió un medidor y me lo metió en la boca-. Ya sé que te va a costar, pero intenta tener la boca cerrada un minuto.

– Ah, pues así… -dijo Simmon con una sonrisa-. Nos han contado que Kilvin te llevó a un sitio secreto y te enseñó algo que hizo que te desmayaras como una nena.

Lo miré con el ceño fruncido, pero mantuve la boca cerrada.

Mola se volvió hacia Wil y Sim.

– Le dolerán las piernas, pero no tiene ninguna lesión permanente. El codo también se le curará, aunque los puntos son un desastre. Pero ¿qué hacíais en las habitaciones de Ambrose?

Wilem la miró sin inmutarse con sus ojos oscuros, haciendo gala de su estoicismo característico.

Con Sim no hubo tanta suerte.

– Kvothe necesitaba un anillo para su enamorada -soltó con voz camarina.

Mola se volvió hacia mí y me miró furiosa.

– Hay que tener cara dura para mentirme así -me espetó; había entrecerrado los ojos como un gato, y despedían chispas-. ¡Menos mal que no querías ofender mi inteligencia!

Inspiré hondo y levanté un brazo para quitarme el medidor de la boca.

– Mierda, Sim -dije con enojo-. Un día de estos tengo que enseñarte a mentir.

Sim nos miró a los dos y se puso colorado de pánico y vergüenza.

– A Kvothe le gusta una chica del otro lado del río -intentó defenderse-. Ambrose le quitó un anillo y no quería devolvérselo. Nosotros solo…

Mola lo interrumpió con un brusco ademán.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -me preguntó con irritación-. ¡Todos sabemos cómo trata Ambrose a las mujeres!

– Por eso no te lo he dicho -expliqué-. Sonaba a mentira fácil. Y por otra parte, no es asunto tuyo, que yo sepa.

La expresión de Mola se endureció.

– Me hablas con mucha arrogancia para…

– Basta. Basta, por favor -intervino Wilem interrumpiendo nuestra discusión. Miró a Mola-. Cuando han traído a Kvothe aquí, inconsciente, ¿qué ha sido lo primero que has hecho?

– Le he examinado las pupilas para descartar conmoción cerebral -dijo Mola automáticamente-. ¿Qué demonios tiene eso que ver?

Wilem me señaló y dijo:

– Mírale los ojos ahora.

Mola lo hizo.

– Están oscuros -dijo, sorprendida-. Verde oscuro. Como una rama de pino.

– No discutas con él cuando se le ponen los ojos así de oscuros -continuó Wil-. No conseguirás nada bueno.

– Es como el ruido que hacen las serpientes de cascabel -añadió Sim.

– Mejor dicho, como el pelo erizado del lomo de un perro -le corrigió Wilem-. Te avisa de que está a punto de morder.

– Podéis iros todos directamente al infierno -intervine-. O eso, o darme un espejo para que vea de qué demonios estáis hablando. Como queráis.

Wil no me hizo ni caso.

– Nuestro amiguito Kvothe tiene mucho temperamento, pero cuando haya tenido un minutó para serenarse, se dará cuenta de la verdad. -Wilem me miró con sorna-. No está enfadado porque no hayas confiado en él, ni porque hayas hecho hablar a Sim. Está enfadado porque has descubierto la borricada de que es capaz para impresionar a una mujer. -Clavó en mí sus ojos-. ¿Se dice «borricada»?

Inspiré hondo, solté el aire y confirmé:

– Sí, se dice así.

– He escogido esa palabra porque viene de «borrico» -explicó Wil.

– Ya sabía que vosotros dos debíais de estar implicados -dijo Mola con una pizca de disculpa en la voz-. No sois más inútiles porque no os entrenáis. Y lo digo por los tres. -Se puso a uno de los lados de la cama y me examinó detenidamente la herida del codo-. A ver, ¿cuál de vosotros dos le ha cosido esto?

– Yo. -Sim hizo una mueca-. Ya sé que es una chapuza.

– Chapuza es poco -dijo Mola con desaprobación-. Se diría que intentabas coserle tu nombre en el brazo y que no parabas de equivocarte.

– Yo creo que lo hizo bastante bien -dijo Wil mirando a Mola-. Teniendo en cuenta su falta de práctica, y el hecho de que estaba ayudando a un amigo en circunstancias nada ideales.

– No he querido decir eso -se apresuró a decir Mola, ruborizándose-. Cuando trabajas aquí, se te olvida que no todo el mundo… -Se volvió hacia Sim-. Lo siento.

Sim se pasó una mano por el cabello rubio rojizo.

– Bueno, supongo que podrías compensarme -dijo esbozando una sonrisa infantil-. ¿Qué te parece mañana por la tarde? Te invito a comer. -Se quedó mirándola, expectante.

Mola puso los ojos en blanco y dio un suspiro, entre divertida y exasperada.

– De acuerdo -concedió.

– Bien, yo ya he hecho lo que tenía que hacer -dijo Wil con gravedad-. Me marcho. Odio este sitio.

– Gracias, Wil -dije.

Me dijo adiós con la mano, de pasada, y cerró la puerta.

Mola accedió a no mencionar mis sospechosas lesiones en su informe y se limitó a registrar su diagnóstico original de golpe de calor. También me quitó los puntos que me había dado Sim y volvió a limpiarme, coserme y vendarme el brazo. No fue una experiencia muy agradable, pero yo sabía que la herida se me curaría más deprisa bajo los expertos cuidados de Mola.

Por último, me aconsejó que bebiera más agua, que durmiera un poco y que en el futuro evitara realizar actividades físicas extenuantes en una habitación muy caldeada el día después de caerme desde un tejado.

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