Ya era entrada la noche cuando me acerqué a la casa de Vashet, pero vi un parpadeo de velas en la ventana. No me cabía ninguna duda de que me haría matar o mutilar por el bien de todo Ademre, pero Vashet era, ante todo, precavida. Antes de tomar una decisión, seguro que pasaría la noche entera meditando.
Me presenté allí con las manos vacías y llamé a la puerta. Al cabo de un momento, salió a abrir. Todavía llevaba las ropas rojas de mercenario, pero se había quitado casi todos los cordones de seda que se la ceñían al cuerpo. Tenía la mirada cansada.
Al verme allí plantado, sus labios dibujaron una fina línea, y supe que si decía algo, ella se negaría a escuchar. Así que hice el signo de súplica y di un paso atrás, apartándome de la luz de las velas y volviendo a la oscuridad. A esas alturas ya conocía lo suficiente a Vashet para estar seguro de su curiosidad. Entrecerró los ojos, recelosa, pero tras un momento de vacilación, me siguió. No cogió su espada.
El cielo estaba sereno y una media luna nos alumbraba. Me dirigí hacia las colinas, lejos de la escuela, lejos de las casas y las tiendas diseminadas de Haert.
Recorrimos más de dos kilómetros hasta que llegamos al lugar que yo había escogido. Un bosquecillo donde un alto afloramiento rocoso impediría que cualquier ruido llegara hasta el pueblo dormido.
La luz de la luna se filtraba, sesgada, a través de las copas de los árboles, revelando unas siluetas oscuras en un pequeño espacio despejado, escondido entre las rocas. Había dos bancos pequeños de madera. Cogí a Vashet del brazo, con suavidad, y la guié hasta allí para que se sentara.
Moviéndome despacio, estiré un brazo hacia la sombra de sotavento de un árbol y saqué mi shaed. Lo colgué cuidadosamente de una rama baja para que quedara suspendido como una cortina entre nosotros dos.
Entonces me senté en el otro banco, me encorvé y abrí los cierres del estuche. Cada vez que uno de ellos se abría, el laúd producía un agradable repiqueteo armónico, como si estuviera impaciente por ser liberado.
Lo saqué del estuche y empecé a tocar suavemente.
Había metido un trozo de tela dentro de la caja del laúd para amortiguar el sonido, pues no quería que viajara más allá de aquellas rocas. Y había entretejido un poco de hilo rojo entre las cuerdas. En parte, para que no sonaran demasiado brillantes, y en parte con la esperanza de que me trajera suerte.
Empecé con «En la herrería del pueblo». No canté, porque temía que Vashet se ofendiera si llegaba tan lejos. Pero incluso sin cantar la letra, es una canción que invita al llanto. Es una música que habla de habitaciones vacías, camas frías y amores perdidos.
Sin detenerme, pasé a «Violeta espera», y luego a «Viento hacia el oeste, hacia el hogar». Esa última había sido la favorita de mi madre, y mientras la tocaba, pensaba en ella y empezaron a caerme las lágrimas.
Luego toqué la canción que se esconde en el centro de mí. Esa música sin letra que recorre los rincones secretos de mi corazón. La toqué con cuidado, desgranando las notas lenta y suavemente en el oscuro silencio nocturno. Me gustaría poder decir que es una canción alegre, que es dulce y animada, pero no lo es.
Y entonces paré. Me ardían y me dolían las yemas de los dedos. Llevaba un mes sin tocar, y me habían desaparecido los callos.
Alcé la mirada y descubrí que Vashet había apartado mi shaed y me observaba. Tenía la luna detrás, y no pude verle la expresión de la cara.
– Por esto no tengo cuchillos en lugar de manos, Vashet -dije con voz queda-. Esto es lo que soy.