Capítulo 9

Lenguaje respetuoso

Todavía tenía el cabello húmedo cuando crucé un pequeño vestíbulo y subí una escalera hasta el escenario de un teatro vacío. La sala estaba a oscuras, a excepción de la gran mesa con forma de media luna. Fui hasta el borde de la zona iluminada y esperé educadamente.

El rector me hizo señas para que me acercara y di unos pasos hasta el centro de la mesa; estiré un brazo y le entregué mi ficha. Entonces retrocedí y me quedé de pie en el círculo de luz un poco más intensa entre los dos extremos de la mesa, semejantes a las astas de un toro.

Los nueve maestros me miraban. Me gustaría decir que ofrecían una imagen espectacular, como cuervos posados en una valla o algo parecido. Pero aunque todos llevaban la túnica de gala, eran demasiado dispares como para parecer una colección de nada.

Es más, vi señales de cansancio en ellos. Solo entonces se me ocurrió pensar que, así como los estudiantes odiaban el proceso de admisiones, seguramente para los maestros tampoco era una merienda en el campo.

– Kvothe, hijo de Arliden -dijo el rector con solemnidad-. Re'lar. -Hizo un ademán hacia el extremo derecho de la mesa-. ¿Maestro fisiólogo?

Arwyl bajó la mirada hacia mí, su rostro anciano escudado tras unas gafas redondas.

– ¿Cuáles son las propiedades medicinales de la mhenka? -preguntó.

– Potente anestésico -dije-. Potente catatonizante. Purgante ligero. -Vacilé un momento-. También tiene numerosos efectos secundarios. ¿Quiere que los enumere todos?

Arwyl negó con la cabeza y prosiguió:

– Un paciente llega a la Clínica quejándose de dolores en las articulaciones y dificultad para respirar. Tiene la boca seca, y afirma notar un sabor dulce en la boca. Se queja de escalofríos, pero está sudoroso y afiebrado. ¿Cuál es su diagnóstico?

Inspiré y titubeé.

– Yo no hago diagnósticos en la Clínica, maestro Arwyl. Iría a buscar a uno de sus El'the para que lo examinara.

Arwyl me sonrió, y aparecieron arrugas en las comisuras de sus ojos.

– Correcto -dijo-. Pero aunque solo sea para conocer su opinión, ¿qué creería usted que le ocurre?

– El paciente, ¿es un alumno?

Arwyl arqueó una ceja.

– ¿Qué tiene eso que ver con el precio de la mantequilla?

– Si trabaja en la Factoría, podría tratarse de fiebre del fundidor -especulé. Arwyl me miró extrañado, y añadí-: En la Factoría se expone uno a toda clase de envenenamientos con metales pesados. Aquí no se dan muchos casos, porque los alumnos están bien entrenados, pero cualquiera que trabaje con bronce caliente puede morir por inhalación de vapores si no toma las debidas precauciones. -Vi que Kilvin asentía con la cabeza, y me alegré de no tener que admitir que la única razón por la que sabía aquello era que yo mismo había sufrido un caso leve hacía solo un mes.

Arwyl dejó escapar un pensativo «hummm» y señaló al otro lado de la mesa.

– ¿Maestro aritmético?

Brandeur estaba sentado en el extremo izquierdo de la mesa.

– Suponiendo que el cambista se lleva el cuatro por ciento, ¿cuántos peniques se pueden sacar de un talento? -Hizo la pregunta sin levantar la vista de los papeles que tenía delante.

– ¿Qué clase de penique, maestro Brandeur?

Levantó la vista y frunció el ceño.

– Si no recuerdo mal, todavía estamos en la Mancomunidad.

Calculé mentalmente, recordando las cifras de los libros que el maestro había dejado apartados en el Archivo. No eran las tarifas de cambio reales que ofrecería un prestamista, sino las tarifas de cambio oficiales que utilizaban los gobiernos y los financieros para engañarse unos a otros.

– Peniques de hierro. Trescientos cincuenta -dije, y añadí-: Cincuenta y uno. Y medio.

Brandeur volvió a fijar la vista en sus papeles antes de que yo hubiera terminado de hablar.

– Su brújula lee oro a doscientos veinte puntos, platino a ciento veinte puntos y cobalto a treinta y dos puntos. ¿Dónde se encuentra usted?

La pregunta me dejó atónito. La orientación mediante trifolio requería mapas detallados y triangulaciones meticulosas. Normalmente solo la practicaban los capitanes de barco y los cartógrafos, y utilizaban mapas detallados para hacer sus cálculos. Yo solo había visto una brújula de trifolio dos veces en mi vida.

O se trataba de una pregunta que aparecía en alguno de los libros que Brandeur había apartado para que los estudiáramos, o estaba deliberadamente pensada para fastidiarme. Dado que Brandeur y Hemme eran amigos, deduje que se trataba de lo último.

Cerré los ojos, visualicé un mapa del mundo civilizado y me la jugué.

– ¿En Tarbean? -dije-. ¿En algún lugar de Yll? -Abrí los ojos-. Francamente, no tengo ni idea.

Brandeur anotó algo en un trozo de papel.

– Maestro nominador -dijo sin levantar la cabeza.

Elodin me miró con una sonrisa traviesa y cómplice, y de pronto me asaltó el temor de que revelara mi participación en el incendio de las habitaciones de Hemme esa misma mañana.

Pero en lugar de eso, levantó tres dedos con gesto teatral.

– Tienes tres picas en la mano -dijo-. Y ya se han jugado cinco picas. -Levantó los dedos y me miró con seriedad-. ¿Cuántas picas hacen eso?

– Ocho picas -contesté.

Los otros maestros se rebulleron ligeramente en los asientos. Arwyl dio un suspiro. Kilvin se recostó en la silla. Hemme y Brandeur se miraron y pusieron los ojos en blanco. En general, expresaron diversos grados de resignación y exasperación.

Elodin los miró con el ceño fruncido y entrecerró los ojos.

– ¿Qué pasa? -dijo con cierta dureza-. ¿Queréis que coja esta canción y que baile más en serio? ¿Queréis que le haga preguntas que solo puede contestar un nominador?

Los otros maestros se quedaron quietos; parecían incómodos y le rehuían la mirada. Hemme fue la excepción y lo fulminó con la vista.

– Muy bien -dijo Elodin volviéndose hacia mí. Tenía los ojos muy oscuros, y su voz cobró una extraña resonancia. No subió el tono, pero cuando habló, fue como si su voz llenara toda la sala, sin dejar espacio para ningún otro sonido-. ¿Adónde va la luna -me preguntó Elodin, muy serio- cuando ya no está en nuestro cielo?

Cuando dejó de hablar, un extraño silencio se apoderó de la sala. Como si su voz hubiera dejado un agujero en el mundo.

Esperé para ver si Elodin añadía algo a su pregunta.

– No tengo ni idea -confesé. Después de oírse la voz de Elodin, la mía parecía débil e inconsistente.

Elodin se encogió de hombros, e hizo un gesto elegante dirigido al otro lado de la mesa.

– Maestro simpatista.

Elxa Dal era el único que parecía realmente cómodo con su túnica de gala. Como siempre, su barba oscura y su rostro enjuto me recordaron al mago malvado de tantas obras de teatro atur. Me miró con cierta cordialidad.

– ¿Cuál es el vínculo de la atracción galvánica lineal? -me preguntó como si tal cosa.

Lo recité sin dificultad. El maestro asintió.

– ¿Cuál es la distancia de deterioro insalvable para el hierro?

– Ocho kilómetros -contesté dando la respuesta del libro de texto, pese a que tenía algunas objeciones con relación al término «insalvable». Si bien era cierto que era estadísticamente imposible mover cierta cantidad de energía más de nueve kilómetros, podías utilizar la simpatía para alcanzar distancias mucho mayores.

– Una vez que empieza a hervir una onza de agua, ¿cuánto calor hace falta para que se consuma por completo?

Rescaté cuanto pude recordar de las tablas de vaporización con que había trabajado en la Factoría.

– Ciento ochenta taumos -respondí con más seguridad de la que en realidad tenía.

– Nada más -dijo Dal-. ¿Maestro alquimista?

Mandrag agitó una mano cubierta de manchas y dijo:

– Paso.

– Se le dan bien las preguntas sobre picas -lo animó Elodin.

Mandrag miró con el ceño fruncido a Elodin.

– Maestro archivero -se limitó a decir.

Lorren me miró fijamente, con gesto imperturbable.

– ¿Cuáles son las normas del Archivo?

Me sonrojé y agaché la cabeza.

– Andar sin hacer ruido -dije-. Respetar los libros. Obedecer a los secretarios. Nada de agua. Nada de comida. -Tragué saliva-. Nada de fuego.

Lorren asintió. No había nada en su tono ni en su postura que indicara desaprobación, pero eso solo lo hacía más difícil. Recorrió la mesa con la mirada.

– Maestro artífice.

Maldije por dentro. Durante el ciclo pasado había leído los seis libros que el maestro Lorren había apartado para que los Re'lar los estudiáramos. Solo La caída del imperio de Feltemi Reis me había llevado diez horas. Había pocas cosas que yo deseara más que entrar en el Archivo, y confiaba en impresionar al maestro Lorren contestando cualquier pregunta que pudiera ocurrírsele hacerme.

Pero no podía hacer nada. Me volví hacia Kilvin.

– Rendimiento galvánico del cobre -dijo el maestro con apariencia de oso a través de su barba.

Se lo di, en cinco medios. Había tenido que utilizarlo cuando realizaba los cálculos para las lámparas marineras.

– Coeficiente conductivo del galio.

Era un dato que yo había necesitado para incrustar los emisores de la lámpara. ¿Me estaba regalando Kilvin preguntas fáciles? Di la respuesta.

– Muy bien -dijo Kilvin-. Maestro retórico.

Inspiré hondo y me volví para mirar a Hemme. Había conseguido leer tres de sus libros, pese a que detestaba la retórica y la filosofía inútil.

Con todo, podía controlar mi aversión durante dos minutos e interpretar el papel de alumno humilde y disciplinado. Soy un Ruh, podía hacer ese papel.

Hemme me miró con el ceño fruncido; su cara, redonda, parecía una luna enfadada.

– ¿Has prendido fuego a mis habitaciones, miserable liante?

La crudeza de la pregunta me pilló completamente desprevenido. Estaba preparado para preguntas dificilísimas, o preguntas con trampa, o preguntas a las que Hemme pudiera dar la vuelta para que cualquier respuesta que yo diera pareciera errónea.

Pero esa repentina acusación me cogió absolutamente por sorpresa. «Liante» es un término que detesto especialmente. Me invadió una oleada de emoción que me trajo el sabor a ciruela a la boca. Mientras una parte de mí todavía estaba buscando la manera más elegante de contestar, de pronto las palabras escaparon de mis labios:

– No he prendido fuego a sus habitaciones -dije con sinceridad-. Pero ojalá lo hubiera hecho. Y ojalá hubiera estado usted dentro cuando empezó el incendio, durmiendo a pierna suelta.

La expresión de enojo de Hemme se tornó en otra de perplejidad.

– ¡Re'lar Kvothe! -me espetó el rector-. ¡Haga el favor de expresarse en lenguaje respetuoso, o yo mismo lo denunciaré por Conducta Impropia!

El sabor a ciruela se esfumó tan deprisa como había aparecido, y me quedé sintiendo un ligero mareo y sudando de miedo y de vergüenza.

– Le ruego que me disculpe, rector -me apresuré a decir mirándome los pies-. Me he dejado llevar por la ira. «Liante» es una palabra que mi gente encuentra especialmente ofensiva. Su empleo le quita importancia a la matanza sistemática de miles de Ruh.

Una arruga de curiosidad apareció entre las cejas del rector.

– He de admitir que no conozco esa etimología en concreto -reflexionó-. Creo que la utilizaré para formular mi pregunta.

– Un momento -le interrumpió Hemme-. Todavía no he terminado.

– Sí, has terminado -zanjó el rector con voz dura y firme-. Eres peor que el chico, Jasom, y tienes menos excusa que él. Has demostrado que no sabes comportarte como un profesional, así que cierra el pico y considérate afortunado si no pido un voto de censura oficial.

Hemme palideció de ira, pero se mordió la lengua.

El rector se volvió hacia mí.

– Maestro lingüista -anunció él mismo con formalidad-. Re'lar Kvothe: ¿cuál es la etimología de la palabra «liante»?

– Tiene su origen en las purgas instigadas por el emperador Alcyon -dije-. Hizo pública una proclama para anunciar que toda esa «chusma liante» que circulara por los caminos podía ser multada, encarcelada o deportada sin juicio. El término se acortó a la forma «liante» mediante metaplasmo sincopático.

– Ah, ¿sí? -dijo el rector arqueando una ceja.

Asentí con la cabeza.

– Aunque creo que también está relacionado con el sustantivo «lío», que hace referencia a los fardos con que las troupes de artistas transportaban sus pertenencias.

El rector asintió solemnemente.

– Gracias, Re'lar Kvothe. Siéntese mientras deliberamos.

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