El precio de un pan
Transcurrieron unos días agradables. Pasaba las horas diurnas con Denna en Bajo Severen, explorando la ciudad y los campos circundantes. Montábamos a caballo, nadábamos, cantábamos o sencillamente charlábamos hasta el anochecer. La halagaba escandalosamente y sin abrigar ninguna esperanza, porque solo un loco habría soñado con conquistarla.
Luego volvía a mis habitaciones y redactaba la carta que durante todo el día se había ido construyendo en mi interior. O vertía un torrente de música. Y en esa carta o esa canción decía todo lo que no me había atrevido a decirle a Denna durante el día. Cosas con las que sabía que solo habría conseguido ahuyentarla.
Después de terminar la carta o la canción, la reescribía. Le recortaba un poco los bordes, eliminaba uno o dos detalles excesivamente sinceros, la alisaba y cosía hasta que le encajaba a Meluan Lackless como un guante de piel de becerro.
Era una situación idílica. En Severen me costaba mucho menos que en Imre encontrar a Denna. Pasábamos horas seguidas juntos, a veces más de una vez al día, a veces tres o cuatro días seguidos.
No obstante, para ser sincero he de decir que no todo era perfecto. Había algunos abrojos en la manta, como solía decir mi padre.
El primero era un joven caballero llamado Gerred que acompañaba a Denna una de las primeras veces que nos vimos en Bajo Severen.
El no la conocía por el nombre de Denna, por supuesto. La llamaba Alora, y yo hice otro tanto durante el resto del día.
El rostro de Gerred tenía esa expresión de condena que yo tan bien conocía. Se había enamorado de Denna, pero empezaba a comprender que el tiempo a su lado se estaba agotando.
Yo lo observaba y le veía cometer los mismos errores que había visto cometer a otros antes que él. La rodeaba con el brazo con aire posesivo. Le regaló un anillo. Mientras paseábamos por la ciudad, si ella fijaba la vista en algo más de tres segundos, él se ofrecía a comprárselo. Intentaba arrancarle una promesa de un encuentro posterior. ¿Un baile en la mansión DeFerre? ¿Una cena en La Tabla Dorada? Al día siguiente, los hombres del conde Abelardo iban a representar El rey Diezpeniques…
Tomadas individualmente, cualquiera de esas cosas habría estado bien. Quizá hasta habrían sido un detalle bonito. Pero juntas no transmitían nada más que desesperación pura y dura. Gerred se aferraba a Denna como si estuviera ahogándose y ella fuera una plancha de madera.
Cuando ella estaba distraída, Gerred me miraba con odio; y esa noche, cuando Denna se despidió de nosotros, Gerred estaba pálido y demacrado como si llevara dos días muerto.
El segundo abrojo fue peor. Cuando llevaba casi dos ciclos ayudando al maer a cortejar a su dama, Denna desapareció. Sin señal o previo aviso. Sin una nota de despedida o disculpa. Esperé tres horas en la caballeriza donde habíamos quedado; después fui a su posada, y me enteré de que se había marchado la noche anterior llevándose todas sus pertenencias.
Fui al parque donde habíamos comido el día anterior, y a una docena de sitios más que solíamos frecuentar. Ya era casi medianoche cuando cogí el elevador para subir a lo alto del Tajo. Incluso entonces, mi parte más delirante confiaba en que ella me saludaría al llegar arriba, y que volvería a arrojarse a mis brazos con su entusiasmo salvaje.
Pero no estaba allí. Esa noche no escribí ninguna canción ni ninguna carta para Meluan.
El segundo día deambulé durante horas por Bajo Severen como un alma en pena, preocupado y dolido. Esa noche, en mis habitaciones, sudé, maldije y arrugué veinte hojas de papel hasta que conseguí tres párrafos pasables, muy breves, que entregué al maer para que hiciera con ellos lo que quisiera.
El tercer día tenía el corazón duro como una piedra. Traté de terminar la canción que había estado escribiendo para el maer, pero pese a mis esfuerzos no obtuve nada que valiera la pena. Durante la primera hora, las notas que tocaba sonaban pesadas y sin vida. En la segunda hora se volvieron discordantes e inseguras. Seguí intentándolo, pero los únicos sonidos que conseguí arrancarle a mi laúd fueron unos chiflidos espantosos parecidos al roce de un cuchillo contra los dientes.
Al final dejé tranquilo a mi pobre y torturado laúd, recordando algo que había oído decir a mi padre mucho tiempo atrás: «Las canciones eligen su momento y su estación. Si tu instrumento suena a lata, suele haber una razón. El tono de una tonada es la voz de tu corazón, y de un pozo enlodazado no sacarás agua clara. Si no dejas que el cieno se asiente, sonarás áspero como rota campana».
Guardé el laúd en el estuche y admití que mi padre tenía razón. Necesitaba unos días de descanso antes de seguir cortejando a Meluan en nombre del maer. Era una tarea demasiado delicada que no admitía fingimientos ni apremios.
Por otra parte, sabía que al maer le disgustaría que me retrasara. Necesitaba un divertimento estratégico, y como el maer era demasiado inteligente, tenía que ser al menos medianamente legítimo.
Oí el revelador suspiro de aire que indicaba que se había abierto el pasadizo secreto del maer que daba a mi vestidor. Me encargué de que cuando entrase por la puerta me viera paseándome ansioso por la habitación.
Alveron había seguido ganando peso durante los dos últimos ciclos, y ya no tenía el rostro macilento y pálido. Estaba muy apuesto con sus mejores galas: una camisa con tonos marfil y una chaqueta rígida de color azul zafiro oscuro.
– He recibido tu mensaje -dijo con brusquedad-. ¿Has terminado ya la canción?
Me volví y lo miré.
– No, excelencia. He tenido que ocuparme de otro asunto más importante.
– Por lo que a ti respecta, no hay nada más importante que la canción -dijo el maer con firmeza, tirando del puño de su camisa para enderezarlo-. Me han comentado que a Meluan le gustaron mucho las dos primeras. Deberías concentrar todos tus esfuerzos en esa dirección.
– Excelencia, ya sé que…
– Suéltalo ya -dijo Alveron con impaciencia, y miró la esfera del alto reloj de engranaje que había en un rincón de la habitación-. Tengo citas a las que atender.
– Caudicus sigue poniendo su vida en peligro. He de reconocer que el maer habría podido ganarse la vida en los escenarios. La única brecha en su compostura fue una breve vacilación cuando tiró del otro puño para ponerlo en su sitio.
– Y ¿cómo es eso? -preguntó con aparente indiferencia.
– Caudicus puede hacerle daño con otras cosas que no son venenos. Cosas que pueden hacerse desde lejos.
– Te refieres a un hechizo -dijo Alveron-. ¿Acaso temes que prepare un enviamiento para atormentarme?
«Que Tehlu nos asista, hechizos y enviamientos.» Aquel hombre inteligente, culto y perspicaz no era más que un niño cuando se trataba de asuntos arcanos. Seguramente creía en hadas y muertos vivientes. Pobre loco.
Sin embargo, intentar reeducarlo habría sido tedioso y contraproducente.
– Cabe esa posibilidad, excelencia. Pero existen otras amenazas más directas.
Alveron abandonó parte de su pose de indiferencia y me miró a los ojos.
– ¿Qué podría ser más directo que un enviamiento?
El maer no era la clase de hombre al que puedes conmover solo mediante palabras, de modo que cogí una manzana de un frutero y la limpié con la manga de mi camisa antes de dársela.
– ¿Quiere sujetar esto un momento, excelencia?
Cogió la manzana con recelo.
– ¿De qué va esto?
Fui hasta la pared donde tenía colgada mi bonita capa granate y saqué una aguja de uno de sus numerosos bolsillos.
– Voy a enseñarle la clase de cosas que puede hacer Caudicus, excelencia. -Tendí una mano hacia la manzana.
Alveron me la devolvió, y yo la examiné. La acerqué a la luz y vi lo que esperaba encontrar en la brillante superficie. Murmuré un vínculo, concentré mi Alar y clavé la aguja en el centro de la huella que el maer había dejado con el dedo en la piel de la manzana.
Alveron se sobresaltó, dio un grito ahogado de asombro y se quedó mirándose la mano como si, digamos, se hubiera pinchado con un alfiler.
No me habría extrañado que me hubiera reprendido, pero no lo hizo. Abrió mucho los ojos y palideció. Entonces se quedó pensativo mientras observaba la gota de sangre que se le formaba en la yema del dedo.
Se humedeció los labios y, lentamente, se llevó el dedo a la boca.
– Ya entiendo -dijo en voz baja-. Y ¿puede uno protegerse de esas cosas? -En realidad no era una pregunta.
Asentí con la cabeza y mantuve una expresión sombría.
– Sí, en cierto modo, excelencia. Creo que puedo fabricar un… un amuleto para protegerlo. Es una lástima que no se me ocurriera antes, pero entre una cosa y otra…
– Sí, sí. -El maer me mandó callar con un ademán-. Y ¿qué te hace falta para fabricar ese amuleto?
Era una pregunta que tenía varias lecturas. De entrada me estaba preguntando qué materiales necesitaría. Pero el maer era un hombre práctico. También me estaba preguntando mi precio.
– Supongo que el taller de la torre de Caudicus dispondrá de todo el material que preciso, excelencia. Lo que no encuentre allí puedo comprarlo en Severen, con algo de tiempo.
Entonces hice una pausa para considerar la segunda parte de su pregunta, y pensé en los cientos de cosas que el maer podía concederme: suficiente dinero para nadar en él, un laúd nuevo como los que solo podían permitirse los reyes. Esa idea me produjo una conmoción. Un laúd Antressor. Nunca había visto ninguno, pero mi padre sí. Incluso había tocado uno en Anilin, y a veces, cuando se había bebido una copa de vino, hablaba de ello, y sus manos trazaban suaves formas en el aire.
El maer podía conseguirme un laúd así en un abrir y cerrar de ojos.
Todo eso y mucho más, por supuesto. Alveron podía conseguirme acceso a cientos de bibliotecas privadas. Un mecenazgo formal tampoco habría sido una nimiedad, proveniente de él; el nombre del maer me abriría puertas con tanta rapidez como el del rey.
– Hay algunas cosas -dije lentamente- que confiaba en poder hablar con su excelencia. Tengo un proyecto para cuya realización necesitaría ayuda. Y tengo una amiga, una intérprete de gran talento, que necesitaría un mecenas bien situado… -Dejé la idea en suspenso.
Alveron asintió en silencio. Sus ojos grises demostraban que me había entendido. El maer no era ningún loco: sabía el precio de una hogaza de pan.
– Le diré a Stapes que te dé las llaves de la torre de Caudicus -dijo-. ¿Cuánto tardarás en fabricar ese amuleto?
Hice una pausa, como si lo calculara.
– Por lo menos cuatro días, excelencia. -Era tiempo suficiente para que se aclararan las turbias aguas de mi pozo creativo. O para que Denna regresara de adondequiera que se hubiera marchado tan de repente-. Si estuviera seguro del material que Caudicus tiene allí, podría terminar antes, pero tendré que andar con cuidado. No sé qué trampas pudo haber preparado antes de marcharse.
– Y ¿podrás continuar el otro proyecto que tienes en marcha? -preguntó Alveron arrugando la frente.
– No, excelencia. La confección del amuleto será agotadora y me llevará mucho tiempo. Sobre todo porque supongo que preferirá usted que sea cauto cuando busque los materiales en Bajo Severen, ¿verdad?
– Sí, claro. -Expulsó ruidosamente el aire por la nariz-. Maldita sea, ahora que todo iba tan bien. ¿A quién puedo pedir que me escriba las cartas mientras tú estás ocupado? -Dijo esa última frase con aire pensativo, como si hablara solo.
Necesitaba cortar esa idea de raíz. No quería compartir el mérito de la conquista de Meluan con nadie.
– No creo que eso sea necesario, excelencia. Hace siete u ocho días, quizá sí lo fuera. Pero ahora, como usted dice, ya tenemos su interés. Está emocionada, deseosa de que se produzca el siguiente contacto. Si pasan unos días sin que tenga noticias suyas, se afligirá. Pero lo más importante es que estará ansiosa por recibir de nuevo su atención.
El maer, pensativo, se acarició la barba con una mano. Me planteé hacer una comparación con jugar con el pez que ha mordido el anzuelo, pero dudaba mucho que el maer hubiera practicado alguna vez una actividad tan rústica como la pesca.
– No quisiera ser indiscreto, excelencia, pero en su juventud, ¿intentó alguna vez ganarse el afecto de una joven dama?
Alveron sonrió por el cuidado con que me había expresado.
– Adelante, sé indiscreto.
– ¿Cuáles le parecieron más interesantes? ¿Las que corrían a sus brazos enseguida, o las que eran más difíciles y se mostraban reacias, incluso indiferentes a sus atenciones? -El maer se quedó mirando al vacío sumido en los recuerdos-. Con las mujeres pasa lo mismo. Algunas no soportan que un hombre se aferre a ellas. Y a todas les gusta que les dejen hacer sus propias elecciones. Es difícil ansiar algo que ya tenemos.
Alveron asintió con la cabeza.
– Eso es verdad. La ausencia alimenta el afecto. -Volvió a asentir, esa vez con más firmeza-. Muy bien. Tres días. -Miró de nuevo el reloj-. Y ahora tengo que…
– Una cosa más, excelencia -me apresuré a añadir-. El amuleto que voy a fabricar debe estar especialmente calibrado para usted. Necesitaré su cooperación. -Carraspeé-. Concretamente, un poco de su… -volví a carraspear- sustancia.
– Dilo sin rodeos.
– Una pequeña cantidad de sangre, saliva, piel, pelo y orina. -Suspiré por dentro, consciente de que para alguien con la mentalidad supersticiosa de los vínticos, aquello debía parecer una receta para hacer un enviamiento o alguna otra cosa igual de ridícula.
Tal como había imaginado, el maer entrecerró los ojos al oír la lista.
– No soy ningún experto -dijo-, pero esas parecen precisamente las cosas de que debería evitar separarme. ¿Cómo puedo confiar en ti?
Habría podido reafirmar mi lealtad, recordarle los servicios que le había prestado en el pasado o que ya le había salvado la vida una vez. Pero en el último mes había tenido ocasión de entender cómo funcionaba la mente del maer.
Compuse una sonrisa cómplice.
– Es usted un hombre inteligente, excelencia. Estoy seguro de que sabe la respuesta sin necesidad de que yo se la dé.
Me devolvió la sonrisa.
– De acuerdo, comprobémoslo.
Encogí los hombros.
– No me sirve de nada muerto, excelencia.
Sus ojos grises escudriñaron brevemente los míos; luego el maer asintió, satisfecho.
– Cierto. Envíame un mensaje cuando necesites esas cosas. -Se volvió para marcharse-. Tres días.