Capítulo 90

Digno de una canción

Tempi levantó las ramas de pino que cubrían a los dos hombres.

Tendidos con cuidado boca arriba, parecía que durmieran. Me arrodillé junto al más corpulento de los dos, pero antes de que pudiera examinarlo, noté una mano en mi hombro. Me volví y vi a Tempi sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa? -pregunté. Nos quedaba menos de una hora de luz. Encontrar el campamento de los bandidos sin que nos descubrieran iba a ser difícil; hacerlo a oscuras y en medio de una tormenta podía ser una pesadilla.

– No debes -me dijo. Firme. Serio-. Molestar a los muertos no es del Lethani.

– Necesito saber quiénes son nuestros enemigos. Estos cadáveres pueden darme información que nos ayudará.

Hizo un mohín con los labios. Desaprobación.

– ¿Magia?

Negué con la cabeza.

– Solo mirar. -Me señalé los ojos y me di unos golpecitos en la sien-. Pensar.

Tempi asintió con la cabeza. Pero cuando me volví hacia los cadáveres, volví a notar su mano en el hombro.

– Debes preguntar. Son mis muertos.

– Ya has accedido -le recordé.

– Preguntar es correcto -insistió él.

Inspiré hondo.

– ¿Puedo examinar tus cadáveres, Tempi?

El Adem hizo una cabezada formal.

Miré a Marten, que examinaba meticulosamente su arco bajo un árbol cercano.

– ¿Podrías buscar su rastro? -le pregunté. Marten asintió y se separó del árbol-. Yo empezaría por allí. -Apunté hacia el sur, entre dos crestas.

– Sé hacer mi trabajo -repuso él colgándose el arco del hombro y poniéndose en marcha.

Tempi se apartó un par de pasos, y yo volví a concentrarme en los cadáveres. Uno era bastante más corpulento que Dedan, un verdadero toro. Eran mayores de lo que yo había imaginado, y tenían las manos encallecidas de años de estar usando armas. Aquellos hombres no eran jóvenes granjeros descontentos. Eran veteranos.

– Ya tengo su rastro -anunció Marten. Me sobresalté, porque el débil susurro de la lluvia no me dejó oírlo acercarse-. Está más claro que el agua. Hasta un sacerdote borracho sabría seguirlo.

Un relámpago recorrió el cielo, acompañado de un trueno. Empezó a llover más fuerte. Fruncí el entrecejo y me ceñí la empapada capa del calderero.

Marten echó la cabeza hacia atrás y dejó que la lluvia le cayera en la cara.

– Me alegro de que por fin el tiempo nos ayude un poco -comentó-. Cuanto más llueva, más fácil será entrar y salir de su campamento. -Se fue a secar las manos en la camisa chorreante y encogió los hombros-. Además, no podemos mojarnos más de lo que ya lo estamos.

– Tienes razón -dije, y me levanté.

Tempi tapó los cadáveres con las ramas, y Marten nos guió hacia el sur.

Marten se arrodilló para examinar algo que había visto en el suelo, y yo aproveché la ocasión para alcanzarlo.

– Nos siguen -le dije sin molestarme en bajar la voz. Estaban al menos veinte metros por detrás de nosotros, y al atravesar las ramas de los árboles, la lluvia producía un ruido parecido al de las olas en el rompiente.

Marten asintió e hizo como si señalara algo en el suelo.

– Creía que no los habías visto.

Sonreí y me aparté el agua de la cara con una mano mojada.

– No eres el único que tiene ojos. ¿Cuántos crees que son?

– Dos, quizá tres.

Tempi se acercó a nosotros.

– Dos -dijo con seguridad.

– Yo solo he visto a uno -admití-. ¿A qué distancia estamos de su campamento?

– No lo sé. Podría estar detrás de la próxima colina. Podría estar a kilómetros de distancia. Sigue habiendo dos rastros, y no huelo ningún fuego. -Se levantó y echó a andar por el sendero sin mirar atrás.

Al apartar una rama baja para dejar pasar a Tempi, percibí un movimiento detrás de nosotros que no tenía nada que ver con el viento ni con la lluvia.

– Después de la próxima cresta les tenderemos una trampa.

– Me parece muy buena idea -convino Marten.

El rastreador nos indicó por señas que esperáramos, se agachó y avanzó hasta lo alto de una pequeña colina. Combatí el impulso de girar la cabeza mientras Marten se asomaba por encima de la cresta y saltaba al otro lado.

Hubo un fulgurante destello cuando cayó un rayo cerca de donde nos hallábamos. El trueno retumbó como si me golpearan el pecho con un puño. Me sobresalté. Tempi se levantó.

– Esto es como el hogar -dijo esbozando una ligera sonrisa. Ni siquiera intentaba apartarse el agua de la cara.

Marten nos hizo señas con la mano; fuimos hasta la cresta de la colina y pasamos al otro lado. Una vez allí, donde no podía vernos quien nos estuviera siguiendo, miré rápidamente alrededor.

– Ve siguiendo las huellas hasta esa pícea torcida, y luego vuelve describiendo un círculo. -Señalé-. Tempi se esconde aquí. Marten detrás de ese árbol caído. Yo me quedaré detrás de esa roca. Marten dará el primer paso. Haz lo que te parezca, pero seguramente lo mejor sería que esperaras hasta que hayan pasado ese tocón. Intenta dejar al menos a uno con vida, pero no podemos permitir que se nos escapen ni que hagan demasiado ruido.

– ¿Qué vas a hacer tú? -me preguntó Marten mientras nos apresurábamos a dejar unas buenas huellas hasta la pícea.

– Yo me apartaré. Vosotros dos estáis más capacitados que yo para estas cosas. Pero si es necesario, tengo un par de trucos a punto. -Llegamos al árbol-. ¿Preparados?

Marten parecía un poco asustado por mi repentino aluvión de órdenes, pero ambos asintieron y fueron rápidamente a ocupar sus puestos.

Di un rodeo y me escondí detrás de un afloramiento rocoso. Desde aquella posición aventajada podía ver las huellas que habíamos dejado en el barro, mezcladas con el rastro que habíamos seguido. Más allá vi a Tempi colocándose detrás del tronco de un grueso roble. A su derecha, Marten armó el arco, tensó la cuerda hasta el hombro y esperó, inmóvil como una estatua.

Saqué el trapo en que había restregado el pellizco de ceniza y un trocito de hierro y los sujeté con una mano. Se me revolvió el estómago al recordar para qué nos habían enviado allí: para dar caza y matar a unos hombres. Cierto, eran forajidos y asesinos, pero hombres al fin y al cabo. Respiré hondo e intenté relajarme.

Notaba la superficie de la roca, fría y rugosa, contra mi mejilla. Agucé el oído, pero solo oía el continuo repiqueteo de la lluvia. Combatí el impulso de inclinarme hacia delante y asomarme por el borde de la roca para ampliar mi campo de visión. Volvió a destellar un relámpago, y estaba contando los segundos que tardaba en sonar el trueno cuando vi aparecer a un par de figuras.

Noté un súbito calor en el pecho.

– ¡Dispárales, Marten! -grité.

Dedan se dio rápidamente la vuelta, y cuando salí de mi escondite, ya estaba plantado frente a mí con la espada en alto. Hespe, algo más comedida, se paró con la suya a medio desenvainar.

Escondí el puñal; me acerqué a Dedan y me quedé a unos pasos de él. Cuando retumbó el trueno, lo miré a los ojos y le sostuve la mirada. Su expresión era desafiante, y no me molesté en disimular mi ira. Al cabo de un largo minuto de silencio, Dedan desvió la vista fingiendo que necesitaba apartarse el agua de los ojos.

– Guarda eso -dije apuntando a su espada con la barbilla. Tras un segundo de vacilación, Dedan obedeció. Entonces me guardé la delgada hoja de acero que tenía en la mano en el forro de la capa-. Si fuéramos bandidos, ya estaríais muertos. -Miré a Hespe, y luego de nuevo a Dedan-. Volved al campamento.

Dedan mudó la expresión.

– Estoy harto de que me hables como si fuera un crío. -Me amenazó con un dedo-. Llevo mucho más tiempo que tú en este mundo. No soy estúpido.

Reprimí varias respuestas airadas que no habrían hecho más que empeorar las cosas.

– No tengo tiempo para discutir contigo. Nos estamos quedando sin luz, y vosotros nos estáis poniendo en peligro. Volved al campamento.

– Deberíamos acabar con esto esta noche -replicó él-. Ya nos hemos cargado a dos; seguramente solo quedan cinco o seis. Podemos sorprenderlos en la oscuridad, en medio de la tormenta. Pum. Zas. Mañana a la hora de comer podemos estar en Crosson.

– ¿Y si son una docena? ¿Y si son veinte? ¿Y si se esconden en una granja? ¿Y si encuentran nuestro campamento cuando no haya nadie allí? Todas nuestras provisiones, nuestra comida y mi laúd podrían desaparecer, y podrían tendernos una trampa cuando regresáramos. Y todo porque no habéis podido esperar una hora. -El rostro de Dedan enrojeció peligrosamente, y me di la vuelta-. Volved al campamento. Ya hablaremos esta noche.

– No, maldita sea. Voy a ir con vosotros, y tú no podrás hacer nada para impedírmelo.

Apreté las mandíbulas. Lo peor era que Dedan tenía razón: yo no tenía forma de imponer mi autoridad. No podía hacer nada aparte de someterlo con el fetiche de cera que había hecho. Y sabía que esa era la peor opción, porque además de convertir a Dedan en mi enemigo declarado, también pondría a Hespe y a Marten en mi contra.

Miré a Hespe.

– ¿Qué haces tú aquí?

Hespe le lanzó una mirada rápida a Dedan.

– Quería venir solo. He pensado que era mejor que siguiéramos juntos. Y nos lo hemos pensado bien. Nadie va a encontrar nuestro campamento. Lo hemos escondido todo y hemos apagado el fuego antes de venir.

Di un suspiro y me guardé el trapo con el pellizco de ceniza, ya inútil, en un bolsillo de la capa. Claro, habían apagado el fuego.

– Pero estoy de acuerdo con Dedan -añadió Hespe-. Deberíamos acabar con ellos esta noche.

Miré a Marten.

El rastreador me lanzó una mirada de disculpa.

– Mentiría si dijera que no estoy deseando acabar con esto -dijo, y se apresuró a añadir-: Si podemos hacerlo bien. -Habría dicho algo más, pero las palabras se atascaron en su garganta y empezó a toser.

Miré a Tempi, que me devolvió la mirada.

Lo peor era que en el fondo estaba de acuerdo con Dedan: quería acabar con aquello. Quería una cama caliente y una comida decente. Quería llevar a Marten a un sitio seco. Quería volver a Severen y disfrutar de la gratitud de Alveron. Quería encontrar a Denna, pedirle perdón y explicarle por qué me había marchado sin decirle nada.

Solo un loco nada contra la corriente.

– Está bien. -Alcé los ojos hacia Dedan-. Si muere alguno de tus amigos, será culpa tuya. -Vi pasar por su cara una pizca de incertidumbre, que desapareció cuando Dedan apretó las mandíbulas. Había hablado demasiado para que su orgullo le permitiera echarse para atrás.

Lo amenacé con un dedo.

– Pero de ahora en adelante, todos haréis lo que os mande. Escucharé vuestras propuestas, pero las órdenes las daré yo. -Paseé la vista alrededor. Marten y Tempi asintieron de inmediato, y Hespe los imitó solo un segundo más tarde. Dedan lo hizo más lentamente.

Lo miré.

– Júramelo. -Dedan entrecerró los ojos-. Si haces alguna payasada esta noche cuando estemos atacando, podríamos morir todos. No confío en ti. Preferiría abandonar que hacer esto con alguien en quien no confío.

Hubo otro momento de tensión, pero antes de que se prolongara demasiado, Marten intervino:

– Venga, Den. El chico sabe lo que hace. Ha montado esta emboscada en cuatro segundos. -Con tono jocoso, añadió-: Además, no está tan mal como el capullo de Brenwe, y por aquel trabajito no nos pagaban tan bien.

– Sí, supongo que tienes razón -dijo Dedan esbozando una sonrisa-. Si acabamos con esto esta noche.

Yo no tenía ninguna duda de que Dedan haría lo que le diera la gana si se le antojaba.

– Júrame que obedecerás mis órdenes.

Se encogió de hombros y desvió la mirada.

– Sí. Lo juro.

No era suficiente.

– Júralo por tu nombre.

Dedan se apartó la lluvia de la cara y me miró, desconcertado.

– ¿Cómo dices?

Lo miré a los ojos y, en tono solemne, dije:

– Dedan, ¿harás lo que te ordene esta noche, sin cuestionarlo y sin vacilar? Dedan, ¿lo juras por tu nombre?

Trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra, y entonces se irguió un poco.

– Sí, lo juro por mi nombre.

Me acerqué más a él y, en voz baja, dije: «Dedan». Al mismo tiempo, calenté un poco el fetiche de cera que tenía en el bolsillo, lo suficiente para que Dedan lo notara, aunque solo fuese un momento.

Vi que abría mucho los ojos, y le dediqué mi mejor sonrisa de Táborlin el Grande. Era una sonrisa llena de secretos, amplia, confiada y bastante petulante. Era una sonrisa que, por sí sola, contaba toda una historia.

– Ahora tengo tu nombre -dije con un hilo de voz-. Tengo dominio sobre ti.

La cara que puso Dedan compensaba un mes de lamentos y gruñidos. Me aparté y dejé que la sonrisa desapareciera, rápida como un relámpago. Con la facilidad con que te quitas una máscara. Eso haría que Dedan se preguntara qué expresión era la verdadera: la de joven inofensivo o la de Táborlin que acababa de vislumbrar.

Me di la vuelta antes de estropearlo.

– Marten irá delante reconociendo el terreno. Tempi y yo lo seguiremos a una distancia de cinco minutos. Así, Marten tendrá tiempo de localizar a los centinelas y volver a avisarnos. Vosotros dos nos seguiréis a una distancia de diez minutos.

Miré a Dedan y alcé ambas manos con los dedos extendidos.

– Diez minutos. Es más lento, pero más seguro así. ¿Alguna propuesta? -Nadie dijo nada-. Muy bien. Adelante, Marten. Vuelve si te topas con algún problema.

– Cuenta con ello -dijo, y enseguida se perdió de vista entre aquella masa verde y marrón de hojas, corteza, rocas y lluvia.

Tempi y yo seguíamos el rastro juntos, saltando de un escondrijo a otro. Llovía a cántaros y la luz empezaba a menguar, pero al menos no teníamos que preocuparnos por el ruido, pues los truenos producían un estruendo constante.

Marten apareció sin avisar entre la maleza y nos hizo señas para que nos cobijáramos bajo un arce inclinado.

– El campamento está justo ahí delante -dijo-. Hay huellas por todas partes, y he visto la luz de su fuego.

– ¿Cuántos son?

– No me he acercado tanto -respondió Marten sacudiendo la cabeza-. En cuanto he visto otras huellas diferentes, he vuelto. No quería que siguierais el rastro equivocado y os perdierais.

– ¿A qué distancia?

– A un minuto gateando. Podríais ver su fuego desde aquí, pero su campamento está al otro lado de una cresta.

Escudriñé los rostros de mis dos compañeros bajo la débil luz. Ninguno de los dos parecía nervioso. Era evidente que servían para aquel trabajo y estaban bien entrenados. Marten era un buen rastreador y un buen arquero. Tempi poseía la legendaria habilidad de los Adem.

Tal vez yo también habría estado tranquilo si hubiera tenido la oportunidad de preparar algún plan, algún truco de simpatía que inclinara la balanza a nuestro favor. Pero Dedan había destruido todas mis esperanzas insistiendo en que atacáramos esa noche. Yo no tenía nada, ni siquiera una precaria relación con un fuego lejano.

Puse fin a esos pensamientos antes de que convirtieran mi ansiedad en pánico.

– Entonces, en marcha -dije, satisfecho con el tono calmado de mi voz.

Empezamos a gatear los tres mientras la última luz del día se desangraba en el cielo. En la penumbra, me costaba ver a Marten y a Tempi, y eso me tranquilizó. Si a mí me costaba, desde lejos sería casi imposible que nos avistaran los centinelas.

Al poco rato vi la luz de la hoguera reflejada en la parte inferior de las ramas más altas de los árboles que teníamos enfrente. Me agaché y seguí a Marten y a Tempi, que treparon por un pronunciado terraplén, resbaladizo a causa de la lluvia. Me pareció distinguir algo que se movía un poco más adelante.

Entonces estalló un relámpago que me deslumbró en la creciente oscuridad, pero justo antes, una luz asombrosamente blanca iluminó el terraplén fangoso.

Plantado en la cresta había un hombre muy alto, con un arco tensado. Tempi estaba agachado a escasos metros, paralizado en el acto de afianzar los pies en el terraplén. Por encima de él estaba Marten. El rastreador había puesto una rodilla en el suelo y también tensaba el arco. El relámpago me mostró todo aquello con un gran destello, y luego me cegó. El trueno llegó al cabo de un instante, ensordeciéndome también. Me tiré al suelo y rodé, y se me pegaron hojas y tierra a la cara.

Al abrir los ojos, lo único que vi fueron las chiribitas azuladas que el relámpago había dejado danzando ante mis ojos. No se oyó ningún grito de alerta. Si el centinela había proferido alguno, el trueno lo había ahogado. Me quedé inmóvil hasta que mis ojos se adaptaron de nuevo a la oscuridad. Tardé un largo y angustiante segundo en encontrar a Tempi. Estaba en el terraplén, unos cinco metros más arriba, arrodillado junto a una figura oscura: el centinela.

Me acerqué a ellos escarbando entre los helechos húmedos y las hojas enfangadas. Volvió a centellear un relámpago, esa vez más débil, y vi el asta de una de las flechas de Marten sobresaliendo, sesgada, del pecho del centinela. Las plumas se habían soltado, y el viento las agitaba como si fueran una bandera diminuta y empapada.

– Muerto -dijo Tempi cuando Marten y yo estuvimos lo bastante cerca para oírle.

Yo tenía mis dudas. Ni siquiera una herida profunda en el pecho mataba a un hombre tan deprisa. Pero al acercarme más vi el ángulo de la flecha. Era un disparo al corazón. Miré a Marten, asombrado.

– Un disparo digno de una canción -dije en voz baja.

– He tenido suerte -repuso quitándole importancia, y dirigió la atención hacia lo alto de la cresta, a solo unos palmos de nosotros-. Espero que me quede un poco -dijo, y empezó a trepar.

Mientras trepaba tras él, reparé en Tempi, que seguía arrodillado junto al centinela abatido. Se inclinaba sobre él como si le susurrara algo al oído.

Entonces vi el campamento, y toda la curiosidad que pudiera sentir por las peculiaridades de los Adem se esfumó de mi mente.

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