Estaba casi seguro de que Devi no era quien me estaba haciendo felonía, pero habría sido una locura ignorar el hecho de que tenía unas gotas de mi sangre. Así que cuando quedó claro que fabricar un gram iba a requerir mucho tiempo y energía, comprendí que había llegado el momento de hacerle una visita y asegurarme de que no era ella la responsable.
Hacía un día asqueroso, frío y con un viento húmedo que me atravesaba la ropa. No poseía guantes ni gorro, de modo que tuve que contentarme con ponerme la capucha y envolverme las manos con la capa al mismo tiempo que me la ceñía alrededor de los hombros.
Mientras cruzaba el Puente de Piedra, se me ocurrió otra posibilidad: quizá alguien le hubiera robado mi sangre a Devi. Eso era lo que tenía más sentido. Necesitaba asegurarme de que el frasco con mi sangre estaba intacto y a salvo. Si todavía lo tenía Devi, y si nadie lo había abierto, sabría que ella no tenía nada que ver con los ataques.
Me dirigí al extremo oeste de Imre y paré en una taberna a tomarme una cerveza y calentarme junto a la chimenea. Después recorrí el callejón, que ya conocía muy bien, y subí por la estrecha escalera de detrás de la carnicería. Pese al frío y a la lluvia reciente, seguía oliendo a grasa rancia.
Inspiré hondo y llamé.
Al cabo de un minuto, la cara de Devi asomó por la puerta entreabierta apenas una rendija.
– ¡Hombre, hola! ¿Vienes por negocios o por placer?
– Sobre todo por negocios -contesté.
– Qué pena. -Terminó de abrir.
Al entrar en la habitación, tropecé en el umbral; me caí sobre Devi y apoyé brevemente una mano en su hombro para recobrar el equilibrio.
– Lo siento -dije, turbado.
– Tienes muy mala cara -comentó Devi mientras echaba el cerrojo-. Espero que no hayas venido a pedirme más dinero. No hago préstamos a la gente que acaba de resucitar de una borrachera de tres días.
Me senté, cansado, en una silla.
– Te traigo tu libro -dije; lo saqué de debajo de mi capa y lo puse encima de la mesa.
Devi lo miró y, esbozando una sonrisa, me preguntó:
– ¿Qué te ha parecido el viejo Malcaf?
– Árido. Farragoso. Aburrido.
– Y no tiene ilustraciones -dijo ella con aspereza-. Pero eso no viene al caso.
– Sus teorías sobre la percepción como fuerza activa me han parecido interesantes -admití-. Pero escribe como si temiera que alguien pudiese llegar a entenderlo.
Devi frunció los labios y movió afirmativamente la cabeza.
– Yo también pensé algo parecido. -Estiró un brazo y deslizó el libro hacia su lado de la mesa-. ¿Qué te ha parecido el capítulo sobre propiocepción?
– Me ha dado la impresión de que hablaba desde un profundo pozo de ignorancia -declaré-. En la Clínica he conocido a varios amputados. No creo que Malcaf haya conocido a ninguno.
Observé a Devi tratando de detectar alguna señal de culpabilidad, algún indicio de que hubiera practicado felonía contra mí. Pero no vi nada. Estaba como siempre, jovial e incisiva. Pero yo había crecido rodeado de actores, y sé que hay muchas maneras de ocultar los sentimientos.
Devi frunció el entrecejo exageradamente.
– Estás muy serio. ¿En qué piensas?
– Quería hacerte un par de preguntas -dije, evasivo. No tenía ningunas ganas de abordar el tema-. No tiene nada que ver con Malcaf.
– Estoy harta de que solo me valoren por mi intelecto. -Se recostó en la silla y estiró los brazos por encima de la cabeza-. ¿Cuándo encontraré a un chico guapo que solo me quiera por mi cuerpo? -Se desperezó con exuberancia, pero a medio camino se paró y me miró con cara de desconcierto-. Esperaba alguna ocurrencia. Normalmente eres más rápido.
– Tengo muchas cosas en la cabeza -dije esbozando una sonrisa-. Dudo que hoy pueda estar a la altura de tus agudezas.
– Nunca he creído que pudieras estar a la altura de mis agudezas -replicó ella-. Pero me gusta bromear un poco de vez en cuando. -Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos sobre la mesa-. ¿Qué clase de preguntas?
– ¿Estudiaste mucha sigaldría en la Universidad?
– Preguntas personales. -Arqueó una ceja-. No. No me interesaba. Demasiado toqueteo para mi gusto.
– No pareces de esa clase de mujeres a las que no les interesa un poco de toqueteo de vez en cuando -dije, y conseguí arrancarme una débil sonrisa.
– Eso ya está mejor -dijo ella, satisfecha-. Sabía que podrías.
– Supongo que no tienes ningún libro sobre sigaldría avanzada, ¿verdad? -pregunté-. Sobre esas cosas a las que los Re'lar no tienen acceso.
– No -dijo Devi sacudiendo la cabeza-. Pero tengo unos textos de alquimia muy buenos. Libros que jamás encontrarías en tu precioso Archivo. -Cuando pronunció la última palabra, su voz adquirió un deje de resentimiento.
Entonces fue cuando lo entendí todo. Devi jamás habría sido tan negligente como para dejar que alguien robara mi sangre. Jamás la habría vendido para obtener un beneficio rápido. No necesitaba el dinero. No me guardaba rencor por nada.
Sin embargo, Devi habría dado cualquier cosa por entrar en el Archivo.
– Es curioso que menciones la alquimia -dije con toda la serenidad de que fui capaz-. ¿Has oído hablar de una cosa que se llama plombaza?
– Sí, claro -dijo ella con toda tranquilidad-. Es un potingue bastante asqueroso. Me parece que tengo la fórmula. -Se volvió un poco hacia la estantería, sin levantarse de la silla-. ¿Te interesa verla?
Su rostro no la delató, pero con suficiente práctica cualquiera puede controlar la expresión. Su lenguaje corporal tampoco revelaba nada. Solo había una ligera tensión en los hombros, una pizca de vacilación.
Fueron sus ojos. Cuando mencioné la plombaza, vi un destello en ellos. Y no era solo reconocimiento. Era culpabilidad. Claro. Devi le había vendido la fórmula a Ambrose.
Y ¿por qué no iba a vendérsela? Ambrose era un secretario de rango elevado. El podía colarla en el Archivo. Qué demonios, con los recursos económicos de que disponía, ni siquiera le hacía falta eso. Era bien sabido que a veces Lorren permitía entrar en el Archivo a estudiantes que no eran miembros del Arcano, sobre todo si sus padrinos estaban dispuestos a allanarles el terreno haciendo una generosa donación. En una ocasión, Ambrose había comprado una posada entera únicamente para fastidiarme. ¿Cuánto más estaría dispuesto a pagar por unas gotas de mi sangre?
No. Wil y Sim tenían razón en eso. Ambrose nunca se ensuciaba las manos si podía evitarlo. Para él era mucho más sencillo contratar a Devi para que le hiciera el trabajo sucio. A ella ya la habían expulsado. No tenía nada que perder y, en cambio, podía ganar el acceso a los secretos del Archivo.
– No, gracias -dije-. No me interesa mucho la alquimia. -Inspiré hondo y decidí ir al grano-. Pero necesito ver mi sangre.
La máscara de jovialidad de Devi se resquebrajó. Sus labios todavía sonreían, pero sus ojos estaban fríos.
– ¿Cómo dices? -En realidad no era una pregunta.
– Necesito ver la sangre que te dejé -dije-. Necesito saber que está bien guardada.
– Me temo que no podrá ser. -Su sonrisa se borró por completo, y sus labios dibujaron una fina línea horizontal-. Yo no trabajo así. Además, ¿acaso crees que soy tan estúpida como para guardar esas cosas aquí?
Noté un vacío en el estómago; todavía no quería creerlo.
– Podemos ir a donde la tengas -propuse con calma-. Alguien ha estado haciendo felonía contra mí. Necesito comprobar que nadie ha tocado mi sangre. Nada más.
– ¿Cómo voy a enseñarte dónde guardo esas cosas? -dijo Devi con mordacidad-. ¿Te has dado un golpe en la cabeza, o qué?
– Lo siento, pero tengo que insistir.
– Adelante, siéntelo todo lo que quieras -dijo Devi fulminándome con la mirada-. Adelante, insiste. No conseguirás nada.
Era ella. No tenía ningún otro motivo para no enseñarme la sangre.
– Si te niegas a enseñármela -continué, procurando mantener un tono de voz calmado-, debo deducir que has vendido mi sangre, o que tú misma has hecho un fetiche, por la razón que sea.
Devi se recostó en la silla y se cruzó de brazos con afectada despreocupación.
– Puedes deducir todas las estupideces que quieras. Verás tu sangre en cuanto saldes tu deuda conmigo, y punto.
Saqué un muñeco de cera de debajo de mi capa y apoyé la mano en la mesa para que Devi pudiera verlo.
– ¿Quién es? ¿Yo? ¿Con esas caderas? -Pero solo era el esqueleto de un chiste, un acto reflejo. Su tono de voz era monótono y estaba cargado de ira. Devi me miraba con dureza.
Con la otra mano saqué un pelo corto, rubio rojizo, y se lo enganché al muñeco en la cabeza. Devi, inconscientemente, se llevó una mano a la cabeza y puso cara de indignación.
– Me están atacando -dije-. Necesito asegurarme de que mi sangre está…
Esa vez, cuando mencioné mi sangre, vi que Devi desviaba brevemente la vista hacia uno de los cajones de su mesa. Le temblaron un poco los dedos.
La miré a los ojos.
– No lo hagas -dije con gravedad.
Devi movió una mano hacia el cajón y lo abrió de un tirón.
No tenía ninguna duda de que dentro del cajón estaba el fetiche que Devi había utilizado para atacarme. No podía permitir que lo cogiera. Me concentré y murmuré un vínculo.
La mano de Devi se detuvo bruscamente antes de meterse en el cajón.
No hice nada para lastimarla. Ni fuego, ni dolor, nada del estilo de lo que ella llevaba varios días haciéndome a mí. Solo fue un vínculo para inmovilizarla. En la taberna donde había entrado a calentarme había cogido un pellizco de ceniza de la chimenea. No era una fuente muy buena, y estaba más lejos de lo que me habría gustado, pero era mejor que nada.
Sin embargo, seguramente solo podría paralizar a Devi unos minutos hasta extraer tanto calor del fuego que acabara extinguiéndolo. Pero esperaba tener suficiente tiempo para sonsacarle la verdad y exigirle que me devolviera el fetiche que me representaba.
Devi intentaba moverse y no podía; lanzaba chispas por los ojos.
– ¡Cómo te atreves! -me gritó-. ¡Cómo te atreves!
– ¡Cómo te atreves tú! -le espeté, furioso-. ¡No puedo creer que confiara en ti! Te defendí ante mis amigos… -No terminé la frase, porque entonces pasó algo increíble. Pese a mi vínculo, Devi empezó a moverse, y su mano avanzó poco a poco hacia el cajón abierto.
Me concentré más y la mano de Devi se quedó quieta. Entonces, despacio, empezó a moverse de nuevo y empezó a desaparecer dentro del cajón. Yo no daba crédito a lo que veía.
– ¿Te crees que puedes entrar aquí y amenazarme? -dijo Devi entre dientes, con el rostro transido de ira-. Antes de que me expulsaran ya era Re'lar, maldito patán. Me gané el título a pulso. Mi Alar es como una tormenta en el mar. -Su mano ya se había introducido casi por completo en el cajón.
Noté un sudor frío en la frente y partí mi mente tres veces más. Volví a murmurar, y cada parte de mi mente hizo un vínculo separado, todos dirigidos a paralizar a Devi. Extraje calor de mi cuerpo y noté que el frío ascendía por mis brazos a medida que lanzaba todo mi poder sobre ella. En total eran cinco vínculos. Mi límite.
Devi se quedó quieta como una estatua, y de lo más hondo de su garganta surgió una risa.
– Vaya, eres muy bueno. Ahora casi me creo las historias que cuentan de ti. Pero ¿qué te hace pensar que podrías hacer lo que no pudo hacer ni siquiera Elxa Dal? ¿Por qué crees que me expulsaron? Porque les daba miedo una mujer que ya en su segundo año estaba al mismo nivel que un maestro. -El sudor hacía que el cabello se le adhiriera a la frente. Apretó los dientes, y su cara de duendecillo adquirió una expresión fiera y determinada. Su mano empezó a moverse otra vez.
De pronto retiró la mano del cajón con un movimiento brusco, como si la sacara de una masa de barro espeso. Puso un objeto redondo y metálico encima de la mesa de un golpazo, haciendo que la llama de la lámpara se agitara y parpadease. No era un fetiche. Tampoco era el frasco que contenía mi sangre.
– Hijo de puta -dijo, salmodiando casi las palabras-. ¿Crees que no estoy preparada para estas situaciones? ¿Crees que eres el primero que intenta aprovecharse de mí? -Hizo girar la parte superior de la esfera de metal gris, que produjo un chasquido, y apartó la mano lentamente. Pese a todos mis esfuerzos, no conseguí inmovilizarla.
Entonces reconocí el objeto que Devi había sacado del cajón. Lo había estudiado con Manet el bimestre anterior. Kilvin los llamaba «aceleradores exotérmicos independientes», pero todo el mundo los llamaba «calentadores de bolsillo» o «golfillos».
Contenían queroseno, nafta o azúcar. Una vez activado, el golfillo quemaba el combustible del interior y expulsaba, durante unos cinco minutos, el mismo calor que un fuego de fragua. Entonces había que desmontarlo, limpiarlo y rellenarlo. Eran artilugios complicados y peligrosos, y se rompían fácilmente debido al rápido calentamiento y enfriamiento. Pero durante unos momentos proporcionaban al simpatista una cantidad de energía equivalente a la de una hoguera.
Me sumergí en el Corazón de Piedra y partí otro trozo de mi mente mientras murmuraba el vínculo. Entonces intenté hacer el séptimo y fracasé. Estaba cansado y dolorido. El frío trepaba por mis brazos, y había sufrido mucho aquellos últimos días. Pero apreté las mandíbulas y me obligué a murmurar las palabras.
Devi ni siquiera notó el sexto vínculo. Moviéndose con la lentitud del minutero de un reloj, se arrancó un hilo suelto de la manga. El golfillo emitió un chasquido metálico y empezó a desprender calor en oleadas temblorosas.
– Ahora mismo no tengo una relación decente -dijo Devi mientras la mano con que sujetaba el hilo se desplazaba despacio hacia el golfillo-. Pero si no sueltas el vínculo, utilizaré esto para quemar toda la ropa que llevas puesta, y sonreiré mientras gritas.
Es curioso lo que piensas en esas situaciones. Lo primero que pensé no fue que iba a quemarme vivo. Pensé que se me estropearía la capa que me había regalado Fela, y que solo me quedarían dos camisas. Dirigí la mirada hacia el tablero de la mesa de Devi, donde el barniz estaba empezando a formar un círculo de ampollas alrededor del golfillo. Notaba el calor irradiando contra mi cara.
Sé reconocer la derrota. Rompí los vínculos, y mi mente se estremeció al volver a juntarse todas las piezas.
Devi hizo rodar los hombros y dijo:
– Suéltalo.
Abrí la mano, y el muñeco de cera cayó rodando sobre la mesa. Me senté con las manos en el regazo y me quedé muy quieto, porque no quería hacer nada que pudiera sobresaltar o amenazar a Devi.
Devi se levantó y se inclinó sobre la mesa. Alargó un brazo y me pasó una mano por el pelo; luego formó un puño y me arrancó unos cuantos. No pude evitarlo: grité.
Devi volvió a sentarse, cogió el muñeco y sustituyó su pelo por unos cuantos de los míos. Murmuró un vínculo.
– No lo entiendes, Devi -dije-. Solo necesito…
Cuando había vinculado a Devi, me había concentrado en sus brazos y sus piernas. Es la manera más eficaz de inmovilizar a alguien. Solo disponía de una cantidad de calor limitada para trabajar y no podía malgastar la energía.
En cambio, ahora Devi tenía calor de sobra, y su vínculo me sujetó como las mordazas de un torno de banco. No podía mover los brazos ni las piernas, ni la mandíbula, ni la lengua. Apenas podía respirar, y únicamente hacía unas inspiraciones cortas y superficiales que no requerían ningún movimiento del pecho. Fue horroroso, como si alguien me agarrara el corazón con el puño.
– Confiaba en ti. -La voz de Devi era grave y áspera, como una afilada sierra de cirujano amputando una pierna-. Confiaba. -Me lanzó una mirada llena de furia y de odio-. Sí, vino una persona que quería comprar tu sangre. Cincuenta y cinco talentos. Rechacé su oferta. Hasta negué conocerte porque tú y yo teníamos una relación de negocios. Yo respeto los tratos que hago.
«¿Quién?», quería gritar. Pero solo conseguí pronunciar un inarticulado «egggg».
Devi miró el muñeco de cera que tenía en la mano, y luego el golfillo, que estaba dejando un círculo quemado y oscuro en el tablero de la mesa.
– Ahora nuestra relación de negocios ha terminado -dijo sin vacilar-. Exijo el pago de la deuda. Tienes hasta el final del bimestre para traerme mi dinero. Nueve talentos. Si te retrasas un solo minuto, venderé tu sangre para recuperar mi inversión y me desentenderé de ti.
Me miró con frialdad.
– En realidad te mereces algo mucho peor. Todavía tengo tu sangre. Si vas a hablar con los maestros de la Universidad o con el alguacil de Imre, acabarás mal.
Empezaba a salir humo de la mesa, y Devi movió la mano para sostener el muñeco sobre el golfillo, que seguía produciendo chirridos metálicos. Murmuró algo, y noté un hormiguero de calor que recorría todo mi cuerpo. Era exactamente la misma sensación de fiebre repentina que llevaba días sufriendo.
– Cuando suelte este vínculo, dirás: «Lo entiendo, Devi». Y luego te marcharás. Al final del bimestre, enviarás a alguien con el dinero que me debes. No vendrás tú. No quiero volver a verte jamás.
Me miró con tanto desprecio que me estremezco al recordarlo. Entonces me escupió, y unas diminutas gotas de saliva cayeron sobre el golfillo y se evaporaron emitiendo un siseo.
– Si vuelvo a verte, aunque sea con el rabillo del ojo, lo pagarás.
Levantó el muñeco de cera por encima de la cabeza y lo bajó de golpe aplastándolo con la palma contra el tablero de la mesa. Si hubiera podido encogerme o gritar de pánico, lo habría hecho.
El muñeco de cera se rompió. Se le soltaron los brazos y las piernas, y la cabeza rodó por la mesa y cayó al suelo. Noté un repentino impacto, como si me hubiera precipitado desde cierta altura y hubiera chocado, plano, contra un suelo de piedra. Fue impactante, pero no tan grave como podía haber sido. Pese al terror de la situación, una parte de mí admiró la precisión y el control de Devi.
El vínculo que me sujetaba se soltó, y respiré hondo.
– Lo entiendo, Devi -dije-. Pero ¿puedo…?
– ¡Largo de aquí! -me gritó.
Me marché. Me gustaría poder decir que fue una salida digna, pero no estaría siendo fiel a la verdad.