Capítulo 115

Tormenta y piedra

A1 día siguiente, nada más despertar, supe qué tenía que hacer. La única forma de salir de aquella situación era a través de la escuela. Necesitaba demostrar mi valía. Eso significaba que necesitaba aprender todo lo que Vashet pudiera enseñarme, y tan rápido como fuera posible.

Así que me levanté con la débil luz azulada del amanecer. Y cuando Vashet salió de su casita de piedra yo ya estaba esperándola. Quizá no precisamente lleno de vida y energía, pues había dormido mal y había tenido sueños perturbadores, pero dispuesto a aprender.

Ahora me doy cuenta de que quizá no haya dado una impresión ajustada de Haert.

Evidentemente, no era una metrópolis floreciente. Y estaba lejos de parecer una ciudad. De hecho, en muchos aspectos apenas era más que un pueblo.

No lo digo peyorativamente. Pasé gran parte de mi infancia viajando de pueblo en pueblo con mi troupe. La mitad del mundo está hecha de comunidades diminutas que han crecido alrededor de poco más que un mercado de encrucijada, o una cantera de arcilla, o un meandro de río con la corriente lo bastante fuerte para mover una rueda de molino.

A veces, esos pueblos son prósperos. Algunos tienen un suelo fértil y un clima benigno. Algunos florecen porque están en una ruta comercial. La riqueza de esas poblaciones es evidente. Las casas son grandes y están bien acabadas. La gente es cordial y generosa. Los niños están gordos y contentos. Se pueden comprar artículos de lujo: pimienta, canela, chocolate. En la taberna nunca faltan el café, el buen vino y la música.

Y luego hay otro tipo de pueblos. Pueblos construidos sobre un suelo pobre y agotado. Pueblos donde se quemó el molino, o donde se extrajo toda la arcilla años atrás. En esos sitios, las casas son pequeñas y están mal reparadas. La gente es enjuta y desconfiada, y la riqueza se mide en cosas pequeñas y de utilidad práctica. Haces de leña. Dos cerdos en lugar de uno. Cinco tarros de conserva de moras.

A primera vista, Haert parecía de esa clase de pueblos. Solo había casas diminutas, piedras rotas y alguna que otra cabra en un corral.

En gran parte de la Mancomunidad, o en cualquier sitio de los Cuatro Rincones, una familia que viva en una casita con apenas unos pocos muebles sería considerada desafortunada. A un paso de los indigentes.

Pero si bien la mayoría de las casas adem que yo había visto eran relativamente pequeñas, no se parecían a las que encontrarías en un pueblo atur medio olvidado, hechas de tepe, troncos y barro.

Todas las casas adem eran de piedras bien ensambladas, ajustadas con una astucia que yo jamás había visto. No había rendijas que dejaran pasar el incesante viento. Ni techos que gotearan. Ni puertas con bisagras de cuero resquebrajado. Las ventanas no tenían pieles de oveja aceitadas ni eran simples agujeros tapados con postigos de madera. Eran de cristal hecho a medida, y tan herméticas como las de la mansión de un banquero.

En todo el tiempo que pasé en Haert, nunca vi ninguna chimenea. No me interpretéis mal: es preferible disponer de una chimenea que morirse de frío. Pero la mayoría de las chimeneas sencillas que construye la gente con piedras sueltas o ladrillos de toba tienen corrientes de aire, son sucias e ineficaces. Te llenan la casa de hollín y los pulmones de humo.

En lugar de chimeneas, en todas las casas adem había una estufa de hierro, de esas que pesan cientos de kilos. De esas estufas hechas de sólido hierro colado que puedes cargar de leña hasta que resplandecen de calor. De esas estufas que duran un siglo y valen más de lo que gana un granjero en todo un año de duro trabajo en el campo. Algunas de esas estufas eran pequeñas, buenas para calentar y cocinar. Pero vi muchas más grandes que también servían para hornear el pan. Uno de esos tesoros estaba metido en una casita de piedra baja de solo tres habitaciones.

Las alfombras que cubrían los suelos de las casas adem eran sencillas, pero de lana gruesa y suave, y bien teñidas. Los suelos que había debajo de esas alfombras eran de madera lijada y no de tierra. No había velas de sebo que ardieran con luz parpadeante, ni velas de junco. Había velas de cera de abeja o lámparas que usaban aceite blanco y limpio. Y una vez, a través de una ventana, reconocí la luz roja y constante de una lámpara simpática.

Eso fue lo que me abrió los ojos. Aquello no era un puñado de gente desperdigada y desgraciada que llevaba una dura existencia en la desnuda ladera de una montaña. No eran pobres; no se alimentaban de sopa de col ni vivían atemorizados por la llegada del invierno. Formaban una comunidad sobria, moderada y próspera.

Y había algo más. Pese a la ausencia de salones de banquetes relucientes y trajes elegantes, pese a la ausencia de criados y estatuas decorativas, cada uno de aquellos hogares era una mansión en miniatura. Eran todos ricos de una manera discreta y práctica.

– ¿Qué te creías? -dijo Vashet, riéndose de mí-. ¿Que un puñado de nosotros nos ganábamos el rojo y nos entregábamos a una vida de lujos mientras nuestras familias se bebían el agua del baño y morían de escorbuto?

– La verdad es que no lo había pensado -dije mirando alrededor.

Vashet estaba empezando a enseñarme a usar la espada. Llevábamos dos horas practicando, y de momento solo me había explicado las diferentes maneras de sujetarla. Como si fuera un recién nacido y no un trozo de acero.

Como ya sabía qué tenía que buscar, descubrí docenas de viviendas adem astutamente disimuladas en el entorno. Había puertas de madera maciza encajadas en las paredes de los riscos. Otras parecían poco más que rocas desprendidas. Algunas tenían hierba en el tejado y solo las reconocías por los conductos de las estufas que sobresalían en ellos. En lo alto de una de esas casas pastaba una cabra; sus ubres oscilaban mientras estiraba el cuello para arrancar un poco de hierba.

– Mira el paisaje que tienes alrededor -me dijo Vashet girando lentamente sobre sí misma-. El suelo es demasiado escaso para el arado, demasiado irregular para los caballos. El verano es demasiado húmedo para cultivar trigo, demasiado frío para la fruta. Algunas montañas contienen hierro, oro o carbón. Pero estas no. En invierno, la nieve te llega hasta la cabeza. En primavera, las tormentas te levantan del suelo.

Volvió a fijar la vista en mí.

– Esta tierra es nuestra porque nadie más la quiere. -Encogió los hombros-. O mejor dicho: la hicimos nuestra por ese motivo.

Vashet se colocó bien la espada a la espalda y me lanzó una mirada pensativa.

– Siéntate y presta atención -dijo con formalidad-. Voy a contarte una historia de tiempos pasados.

Me senté en la hierba y Vashet se acomodó en una piedra que había cerca.

– Hace mucho tiempo -empezó-, los Adem fuimos arrancados de nuestras tierras legítimas. Algo que no podemos recordar nos obligó a abandonarlas. Alguien nos robó las tierras, o las arrasó, o nos hizo huir por temor. Tuvimos que vagar sin rumbo. Una nación entera de mendicantes, por no decir pordioseros. Encontrábamos un sitio, nos instalábamos y dejábamos descansar a nuestros rebaños. Hasta que los que vivían cerca de allí nos echaban.

»En esos tiempos, los Adem eran fieros. De no haber sido fieros, hoy ya no quedaría ni uno solo de nosotros. Pero éramos pocos, de modo que siempre nos echaban. Un día encontramos este lugar con suelo escaso y fuertes vientos que nadie quería. Hundimos nuestras raíces en lo más profundo de la piedra y lo hicimos nuestro.

Vashet dejó vagar la mirada por el paisaje.

– Pero esta tierra tenía poco que ofrecernos: un sitio donde podían pastar nuestros rebaños, piedra y el continuo viento. Como no podíamos vender el viento, vendimos al mundo nuestra fiereza. Así vivíamos, y poco a poco fuimos convirtiéndonos en lo que somos ahora. Ya no somos solo fieros, sino también peligrosos y orgullosos. Incesantes como el viento, fuertes como la piedra.

Esperé un momento para asegurarme de que había terminado.

– Los míos también son trotamundos -dije-. Es nuestra forma de vida. Vivimos en ningún sitio y en todas partes.

Vashet sonrió encogiendo los hombros.

– Bueno, solo es una historia. Y muy antigua. Puedes tomártela como quieras.

– Me gustan las historias -dije.

– Una historia es como un fruto seco -dijo Vashet-. Un necio se la traga entera y se atraganta. Otro necio la tira creyendo que no tiene ningún valor. -Sonrió-. Pero una mujer sabia encuentra la manera de romper la cáscara y comerse el fruto que hay en el interior.

Me levanté y fui a su lado. Le besé las manos, la frente y los labios.

– Vashet -dije-, me alegro de que Shehyn te encargara de mí.

– No seas tonto. -Agachó la cabeza, pero vi que un débil rubor cubría sus mejillas-. Vamos. No debes perderte la oportunidad de ver luchar a Shehyn.

Vashet me llevó a un prado donde habían cortado la hierba, espesa, a ras del suelo. Ya había unos pocos Adem esperando. Algunos habían llevado taburetes o troncos para usarlos como bancos. Vashet se sentó en el suelo, y yo la imité.

Poco a poco fue llegando más gente. Solo había unas treinta personas, pero yo nunca había visto a tantos Adem juntos, salvo en el comedor. Formaban grupos de dos y de tres, e iban pasando de una conversación a otra. Raramente se juntaban mucho tiempo grupos de cinco.

Aunque había una docena de conversaciones, todas a tiro de piedra de donde yo estaba, apenas si oía un murmullo. Los Adem estaban lo bastante cerca unos de otros para tocarse, y el viento en la hierba hacía más ruido que sus voces.

Aun así, podía distinguir el tono de cada conversación. Dos meses atrás, aquella reunión me habría parecido inquietantemente comedida. Una reunión de semimudos nerviosos e impasibles. Pero ahora sabía que aquellas dos mujeres eran maestra y alumna, por la distancia que las separaba y por la deferencia que expresaban las manos de la más joven. El grupo de tres hombres con camisa roja eran amigos; bromeaban relajadamente y se daban empujones. Había un hombre y una mujer que discutían. Ella estaba enfadada; él intentaba darle explicaciones.

De pronto me pregunté cómo podía haber pensado, en el pasado, que los Adem eran nerviosos. Cada movimiento que hacían tenía un propósito. Cada desplazamiento de los pies significaba un cambio de actitud. Cada ademán expresaba un montón de cosas.

Vashet y yo nos sentamos cerca uno de otro; bajamos la voz y continuamos nuestra conversación en atur. Vashet me explicó que cada escuela tenía una cuenta abierta con los prestamistas ceáldicos. Eso significaba que los mercenarios desplazados podían depositar la parte de sus ganancias correspondiente a la escuela en cualquier lugar donde se utilizara la moneda ceáldica, es decir, en cualquier lugar del mundo civilizado. Entonces ese dinero se ingresaba en la cuenta adecuada, para que la escuela pudiera utilizarlo.

– ¿Cuánto entrega un mercenario a su escuela? -pregunté por curiosidad.

– El ochenta por ciento.

– ¿El ocho por ciento? -Extendí los dedos de ambas manos sujetándome dos, convencido de que había oído mal.

– El ochenta -dijo Vashet con firmeza-. Esa es la cantidad adecuada, aunque muchos se enorgullecen de entregar más. Tú también tendrías que hacerlo -dijo sin darle importancia- suponiendo que algún día vistieras el rojo, lo cual es muy poco probable.

Al ver mi cara de asombro, Vashet añadió:

– Si lo piensas bien, no es mucho. Durante años, la escuela te alimenta y te viste. Te da un sitio donde dormir. Te da una espada y te instruye. Después de esa inversión, el mercenario financia la escuela. La escuela financia el pueblo. El pueblo da hijos que confían en vestir el rojo algún día. -Dibujó un círculo con el dedo-. Y así es como prospera Ademre.

Me miró con gesto grave.

– Ahora que lo sabes, quizá empieces a entender qué es eso que has robado -continuó-. No es solo un secreto, sino el principal producto de exportación de los Adem. Has robado la clave de la supervivencia de todo este pueblo.

Era una idea que daba que pensar. De pronto, la ira de Carceret cobraba mucho más sentido.

Alcancé a ver la camisa blanca y el gorro amarillo tejido a mano de Shehyn entre la multitud. Las conversaciones se interrumpieron, y todos empezaron a formar un corro amplio.

Por lo visto, aquel día no solo peleaba Shehyn. Los primeros fueron dos chicos algo mayores que yo que no vestían el rojo. Caminaron en círculo, con cautela, uno alrededor del otro, y de pronto se lanzaron una lluvia de golpes.

Todo fue tan rápido que no pude seguirlo con la vista, pero distinguí una docena de figuras del Ketan formadas y rápidamente descartadas. La pelea terminó cuando uno de los chicos agarró al otro por la muñeca y el hombro con el Oso Dormido. Le retorció el brazo a su oponente y lo derribó, y entonces me di cuenta de que era la llave que había utilizado Tempi en la pelea en la taberna de Crosson.

Los chicos se separaron, y dos mercenarias con atuendo rojo se les acercaron y hablaron con ellos. Supuse que debían de ser sus maestras.

Vashet inclinó la cabeza hacia mí.

– ¿Qué te ha parecido?

– Son muy rápidos -dije.

Me miró.

– Sí, pero…

– Me han parecido un poco descuidados -dije procurando hablar en voz muy baja-. Al principio no, pero luego sí. -Señalé a uno de los chicos-. Ese tenía los pies demasiado juntos. Y el otro se inclinaba todo el rato hacia delante y le fallaba el equilibrio. Por eso el otro ha podido hacerle el Oso Dormido.

Vashet asintió con la cabeza, satisfecha.

– Pelean como cachorros. Son jóvenes, y son chicos. Están llenos de ira e impaciencia. Para las mujeres es más fácil. Es uno de los motivos por los que somos mejores luchadoras.

Me sorprendió oírle decir eso.

– ¿Las mujeres son mejores luchadoras? -pregunté con cautela, pues no quería contradecirla.

– En general, sí -dijo ella con naturalidad-. Hay excepciones, por supuesto, pero en general las mujeres somos mejores.

– Pero los hombres son más fuertes -argumenté-. Más altos. Llegan más lejos.

Vashet me miró como si le hubiera hecho gracia mi comentario.

– ¿Tú eres más fuerte y más alto que yo?

– Es evidente que no -dije sonriendo-. Pero reconocerás que, en general, los hombres son más altos y más fuertes.

Vashet encogió los hombros.

– Eso tendría importancia si pelear fuera lo mismo que cortar leña o transportar heno. Es como si dijeras que una espada es mejor cuanto más larga y pesada. Una tontería. Quizá eso pueda aplicarse a los matones. Pero después de vestir el rojo, la clave está en saber cuándo hay que pelear. Los hombres están llenos de ira, y por eso les cuesta entenderlo. A las mujeres, menos.

Fui a decir algo, pero me acordé de Dedan y me callé.

Una sombra se cernió sobre nosotros; levanté la cabeza y vi a un hombre alto, vestido con el rojo, plantado ante nosotros a una distancia educada. Tenía la mano sobre el puño de la espada. Invitación.

Vashet le contestó con leve pesar y rechazo.

– ¿No empeorará la opinión que tienen de ti si rechazas una invitación a pelear? -pregunté cuando se marchó el Adem.

– No quería pelear -me contestó Vashet con desdén-. Si peleara conmigo, solo conseguiría pasar vergüenza y hacerme perder el tiempo. Lo único que pretendía era demostrarme que es lo bastante valiente para pelear conmigo. -Dio un suspiro y me miró-. Es esa clase de estupidez lo que aleja a los hombres del Lethani.

La siguiente pelea fue entre dos mercenarios vestidos de rojo, y la diferencia resultaba obvia. Todo era mucho más limpio y nítido. Los dos chicos habían peleado como dos gorriones frenéticos aleteando en el polvo, pero las peleas que siguieron fueron elegantes como danzas cortesanas.

Muchos de los combates eran de lucha con las manos. Duraban hasta que uno de los contrincantes se rendía o quedaba visiblemente aturdido por un golpe.

Una de las peleas se interrumpió inmediatamente cuando un hombre hizo sangrar a su oponente por la nariz. Al verlo, Vashet levantó los ojos al cielo, aunque no supe si lo hacía porque la mujer se había dejado golpear o porque el hombre había sido lo bastante imprudente como para hacerle daño.

También hubo varios combates con espadas de madera. Estos duraban menos, pues el más leve golpe se consideraba suficiente para la victoria.

– ¿Quién ha ganado ese? -pregunté.

Tras un breve intercambio de golpes de espada, el combate había terminado cuando las dos mujeres golpearon al mismo tiempo.

– Nadie -contestó Vashet frunciendo el entrecejo.

– Y si ha sido un empate, ¿por qué no vuelven a pelear?

– No ha sido un empate, en sentido estricto. Drenn habría muerto en cuestión de minutos de ese golpe en el pulmón. Lasrel solo habría vivido unos días con esa herida en el vientre.

– Entonces, ¿ha ganado Lasrel?

Vashet me fulminó con una mirada de desprecio y, sin contestarme, se concentró en el siguiente combate.

El Adem alto que había invitado a Vashet a pelear se enfrentaba con una mujer sumamente delgada. Curiosamente, él empuñaba una espada de madera, mientras que ella no utilizaba ningún arma. Ganó el hombre por un estrecho margen tras interceptar dos certeras patadas dirigidas a las costillas.

– Y ahora, ¿quién ha ganado? -me preguntó Vashet.

Comprendí que no buscaba la respuesta obvia.

– En realidad no es una gran victoria -dije-. Ella ni siquiera tenía espada.

– Ella es de la tercera piedra y lo aventaja a él con creces como luchadora. Era la única forma de equilibrar el combate, a menos que él peleara con un compañero a su lado -me explicó Vashet-. Te lo preguntaré otra vez: ¿quién ha ganado?

– Él ha ganado el combate -dije-. Pero mañana tendrá unos cardenales tremendos. Además, sus golpes parecían un poco descuidados.

– Entonces, ¿quién ha ganado?

Me lo pensé un momento.

– Ninguno de los dos -decidí.

Vashet asintió con la cabeza. Aprobación formal. El gesto me reconfortó, porque todos los que estaban frente a nosotros pudieron verlo.

Shehyn entró por fin en el corro. Se había quitado el gorro amarillo ladeado y el viento le agitaba el pelo canoso. Al verla entre los otros Adem, me di cuenta de lo bajita que era. Su porte transmitía tanta seguridad que me había parecido más alta, pero apenas les llegaba por el hombro a los Adem más altos.

Sujetaba una espada recta de madera. Era sencilla, pero estaba labrada realzando la forma del puño y de la hoja. Las otras espadas de entrenamiento que había visto eran poco más que palos desbastados que recordaban a una espada. Ceñía la camisa y los pantalones blancos al cuerpo con unos finos cordones del mismo color.

Al lado de Shehyn iba una mujer mucho más joven. Era un poco más baja que Shehyn. Tenía una constitución más delicada, y su cara y sus hombros, pequeños, la hacían parecer una niña. Pero la pronunciada curva de sus senos y sus redondeadas caderas bajo el ceñido rojo de mercenario ponían en evidencia que no era ninguna cría.

También empuñaba una espada labrada. Era ligeramente curva, a diferencia de casi todas las otras que yo había visto. Se recogía el pelo rubio rojizo en una trenza larga y estrecha que descendía por su espalda.

Levantaron ambas las espadas y empezaron a caminar en círculo.

La joven era impresionante. Golpeó tan deprisa que apenas vi el movimiento de su mano, y mucho menos la hoja de la espada. Pero Shehyn desvió sin esfuerzo el golpe con Nieve que Cae, y dio medio paso hacia atrás. Entonces, antes de que Shehyn pudiera responder con su ataque, la joven giró sobre sí misma, haciendo volar su trenza.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Penthe -contestó Vashet con admiración-. Es una furia, ¿verdad? Parece una de nuestras antepasadas.

Penthe volvió a enfrentarse a Shehyn, fintando y dando estocadas. Se lanzó hacia ella agachando mucho el cuerpo, muy cerca del suelo. Extendió una pierna hacia atrás para no perder el equilibrio, sin rozar siquiera la hierba. Estiró el brazo con que sujetaba la espada con un movimiento semejante al de la lengua de un reptil mientras doblaba una rodilla de modo que todo su cuerpo quedaba por debajo de la altura de mi cabeza, pese a que yo estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Penthe desplegó todo ese sinuoso movimiento tan rápidamente como chasqueas los dedos. La punta de su espada entró desde abajo en la guardia de Shehyn y avanzó hacia su rodilla.

– ¿Qué es eso? -pregunté en voz baja; ni siquiera esperaba una respuesta-. Nunca me lo has enseñado.

Pero no era más que una expresión de asombro. Ni en cien años podría hacer aquello con mi cuerpo.

Sin embargo, Shehyn esquivó el golpe. No saltó con un movimiento brusco. No se escabulló. Era rápida, pero esa no era la clave de sus movimientos. Lo hizo con parsimonia y perfección. Ya se había apartado antes de que la espada de Penthe hubiera empezado a lanzarse hacia su pierna. La punta de la espada de Penthe debió de llegar a una distancia de dos centímetros de la rodilla de Shehyn. Pero no fue suficiente. Y Shehyn solo se había movido lo necesario, ni un ápice más.

Esa vez Shehyn sí pudo contraatacar: avanzó con Gorrión Golpea al Halcón. Penthe se inclinó hacia un lado, rozando brevemente la hierba, y entonces se irguió. O mejor dicho: se lanzó hacia arriba y se levantó del suelo impulsándose solo con la mano izquierda. Su cuerpo saltó como un muelle de acero, formando un arco, mientras su espada daba dos rápidas estocadas haciendo retroceder a Shehyn.

Penthe rebosaba furia y pasión. Shehyn se mantenía firme y serena. Penthe era una tormenta. Shehyn, una piedra. Penthe era un tigre y Shehyn un pájaro. Penthe danzaba y zigzagueaba con frenesí. Shehyn se dio la vuelta y dio un solo paso, perfecto.

Penthe lanzaba estocadas, giraba, rodaba y golpeaba, golpeaba, golpeaba…

Y de pronto pararon. Penthe tenía la punta de su espada de madera sobre la camisa blanca de Shehyn.

Dejé escapar un grito ahogado, pero no lo bastante fuerte para atraer la atención de nadie. Entonces me di cuenta de que el corazón me latía muy deprisa. Tenía todo el cuerpo cubierto de sudor.

Shehyn bajó la espada e hizo los signos de irritación y admiración, y algunos más que no supe identificar. Compuso una mueca, mostrando un poco los dientes, y con una mano se frotó bruscamente las costillas, donde Penthe la había golpeado. Del mismo modo que te frotas la espinilla cuando te la golpeas contra una silla.

Me volví hacia Vashet, horrorizado.

– ¿Será ella ahora la nueva líder de la escuela? -pregunté.

Vashet me miró desconcertada.

Señalé el corro abierto que teníamos delante, donde las dos mujeres se habían puesto a hablar.

– Penthe. Ha vencido a Shehyn…

Vashet me miró sin comprender un momento, y luego soltó una larga y sana carcajada.

– Shehyn es vieja -dijo-. Es abuela. ¿Cómo quieres que siempre gane contra una joven ágil como Penthe, toda fuego y viento fresco?

– Ah -dije-. Ya entiendo. Creí que…

Vashet tuvo el detalle de no volverse a reír de mí.

– Shehyn no dirige la escuela porque no haya nadie que pueda vencerla. Qué concepto tan descabellado. Qué caos supondría eso, si todo se inclinara hacia un lado o hacia otro, dependiendo de la suerte de determinada pelea.

Sacudió la cabeza y continuó:

– Shehyn es la cabeza de la escuela porque es una maestra estupenda, y porque tiene un conocimiento profundo del Lethani. Es la cabeza porque es sabia y conoce cómo son las cosas en el mundo, y porque sabe afrontar problemas complicados.

Me golpeó con dos dedos en el pecho, y a continuación hizo un gesto conciliador.

– También es una luchadora excelente, por supuesto. No podríamos tener una líder que no supiera pelear. El Ketan de Shehyn no tiene parangón. Pero una líder no es solo músculo. Una líder es una mente.

Levanté la cabeza justo a tiempo para ver que Shehyn se nos acercaba. Uno de los cordones que le sujetaban la manga se había soltado durante el combate, y la tela ondeaba al viento como una vela al orzar. Había vuelto a ponerse el gorro amarillo, y nos saludó a los dos con el signo de saludo formal.

Entonces Shehyn se dirigió a mí:

– Al final -dijo-, ¿por qué me han golpeado? -Curiosidad.

Repasé mentalmente los últimos momentos del combate, tan aprisa como pude.

Hice el signo de incerteza respetuosa, procurando imprimirle toda la sutileza que Vashet me había estado enseñando.

– Colocaste un poco mal el talón -dije-. El talón izquierdo.

– Muy bien -dijo Shehyn. Hizo el signo de aprobación satisfecha con suficiente detenimiento para que cualquiera que nos estuviera mirando pudiera verlo. Y todos nos estaban mirando, claro.

Aturdido por aquel elogio, pero consciente de que me observaban, mantuve un semblante adecuadamente inexpresivo mientras Shehyn se alejaba, con Penthe detrás.

Incliné la cabeza hacia Vashet.

– Me gusta el gorrito de Shehyn -dije.

Vashet sacudió la cabeza y suspiró.

– Vamos. -Me dio un empujoncito en el hombro y se levantó-. Será mejor que nos marchemos antes de que estropees la buena impresión que has causado hoy.

Esa noche, a la hora de la cena, me senté donde siempre, en un rincón de una de las mesas junto a la pared más alejada de la comida. Como nadie quería acercarse a menos de tres metros de mí, no tenía sentido que me sentara donde otros quizá quisieran hacerlo.

Mi buen humor todavía me fortalecía, de modo que no me afligí en exceso cuando percibí un destello de rojo que se sentaba enfrente de mí. Carceret, otra vez. Un par de veces al día se las ingeniaba para acercárseme lo suficiente y susurrarme unas palabras. Ese día se había retrasado.

Pero levanté la cabeza y me sorprendió ver que era Vashet. Ella dio una cabezada y clavó su mirada imperturbable en mi cara de desconcierto. Entonces me recompuse, le devolví la cabezada y comimos un rato en amigable silencio. Cuando hubimos terminado, nos quedamos un rato charlando tranquilamente de cosas sin importancia.

Salimos juntos del comedor, y una vez fuera pasé a hablar en atur para poder expresar debidamente algo a lo que llevaba horas dándole vueltas.

– Vashet -dije-, se me ha ocurrido que estaría bien que pudiera pelear con alguien cuya habilidad sea parecida a la mía.

Vashet se rió y sacudió la cabeza.

– Eso sería como meter a dos vírgenes en una cama. Entusiasmo, pasión e ignorancia no forman una buena combinación. Alguien puede resultar herido.

– No creo que sea justo llamar virginal a mi forma de pelear -rebatí-. Ya sé que estoy muy por debajo de tu nivel, pero tú misma dijiste que mi Ketan es bastante bueno.

– Dije que tu Ketan era bastante bueno teniendo en cuenta el tiempo que llevas estudiándolo -me corrigió-. Que es menos de dos meses. Es decir, un periodo insignificante.

– Es muy frustrante -admití-. Si consigo asestarte un golpe, es porque tú me dejas. No tiene ningún valor, porque me lo has regalado tú. No me lo he ganado yo mismo.

– Cualquier golpe que me des está ganado -dijo ella-. Aunque yo te lo ofrezca. Pero te entiendo. Un combate igualado tiene su encanto.

Fui a decir algo más, pero ella me tapó la boca con una mano.

– He dicho que te entiendo. Deja de pelear cuando ya has ganado. -Sin levantar la mano de mis labios, me dio unos golpecitos con la yema del dedo-. Está bien. Sigue progresando y te buscaré a alguien de tu mismo nivel para que puedas pelear.

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