Corno ya no podía estudiar y el invierno lo cubría todo de ventisqueros, decidí que aquel era el momento ideal para ponerme al día respecto a algunos asuntos que había ido postergando.
Intenté hacerle una visita a Auri, pero los tejados estaban cubiertos de hielo y en el patio donde solíamos encontrarnos se había acumulado mucha nieve arrastrada por el viento. Me tranquilizó no encontrar huellas de pisadas, porque dudaba que Auri tuviera zapatos, y mucho menos un abrigo o un gorro. Habría bajado a buscarla a la Subrealidad, pero la rejilla de hierro del patio estaba cerrada y congelada.
Hice unos cuantos turnos dobles en la Clínica y toqué una noche extra en Anker's para compensar la que había tenido que marcharme antes de hora. Hice largas jornadas en la Factoría, calculando, haciendo pruebas y fundiendo aleaciones para mi proyecto. También me tomé muy en serio mi propósito de recuperar un mes de muy pocas horas de sueño.
Pero uno no puede pasarse el día durmiendo, y al cuarto día de mi suspensión, me había quedado sin excusas. Por muy pocas ganas que tuviera, necesitaba hablar con Devi.
Para cuando decidí ir, el tiempo había mejorado un poco y la nieve se había convertido en un aguanieve helada.
El camino hasta Imre fue un suplicio. No tenía gorro ni guantes, y al cabo de cinco minutos el aguanieve ya me había empapado la capa. Al cabo de diez minutos estaba calado hasta los huesos y lamenté no haber esperado o haber pagado un coche. El aguanieve había derretido la nieve acumulada en el camino, y había una gruesa capa de nieve fangosa.
Paré en el Eolio para calentarme un poco antes de ir a ver a Devi, pero, por primera vez, encontré el local cerrado y a oscuras. No me extrañó: ¿a qué noble se le ocurriría salir con ese tiempo? ¿Qué músico expondría su instrumento a aquel frío y aquella humedad?
De modo que seguí caminando con gran esfuerzo por calles desiertas hasta llegar al callejón de detrás de la carnicería. Era la primera vez que la escalera no apestaba a grasa rancia.
Llamé a la puerta de Devi y me alarmé de lo entumecida que tenía la mano. Apenas notaba nada cuando golpeaba con los nudillos. Esperé largo rato y volví a llamar, inquieto por la posibilidad de que Devi no estuviera allí y hubiese recorrido todo el camino en vano.
Entonces la puerta se abrió un poco. Un resquicio de cálida luz de lámpara y un solo ojo, frío y azul, asomaron por la rendija. Después, la puerta se abrió de par en par.
– Por las pelotas de Tehlu -dijo Devi-. ¿Qué haces aquí con la que está cayendo?
– Pensé…
– No, no pensaste -dijo ella con desdén-. Pasa.
Entré, goteando y con la capucha de la capa adherida a la cabeza. Devi cerró la puerta y echó la llave y el cerrojo. Miré alrededor y me fijé en que había una estantería nueva, aunque todavía estaba prácticamente vacía. Trasladé el peso del cuerpo de una pierna a otra, y una gran masa de nieve medio derretida se desprendió de mi capa y cayó al suelo.
Devi me miró desapasionadamente, de arriba abajo. Vi un fuego chisporroteando en la chimenea, en el otro extremo de la habitación, cerca de la mesa, pero Devi no me invitó a acercarme, así que me quedé allí, goteando y temblando.
– Tú nunca haces nada de la forma más fácil, ¿verdad? -me preguntó.
– Ah, pero ¿hay una forma fácil?
Devi no se rió.
– Si crees que presentándote aquí medio congelado y con cara de perro apaleado conseguirás que me compadezca de ti, estás muy… -Se interrumpió y se quedó mirándome con aire pensativo-. Que me aspen -dijo con tono de sorpresa-. La verdad es que me gusta verte así. Me sube el ánimo hasta unos niveles casi irritantes.
– Pues no era esa mi intención -repuse-. Pero no me importa. ¿Ayudaría que pillara un catarro de mil demonios?
– Quizá -contestó Devi tras considerarlo un momento-. La penitencia implica cierto grado de sufrimiento.
Asentí con la cabeza, y no hizo falta que me esforzara para ofrecer un aspecto lamentable. Metí los dedos entumecidos en mi bolsa y saqué una moneda de bronce pequeña que le había ganado a Sim jugando a aliento unas noches atrás.
Devi la cogió.
– Una pieza de penitencia -dijo sin impresionarse-. ¿Se supone que es simbólica?
Encogí los hombros, y volvió a caer nieve derretida al suelo.
– Algo así -dije-. Quería ir a un cambista y saldar toda mi deuda contigo en piezas de penitencia.
– Y ¿qué te lo ha impedido? -me preguntó.
– Me di cuenta de que solo conseguiría enojarte más -respondí-. Y no quería tener que pagar al cambista. -Contuve el impulso de mirar con ansia la chimenea-. Llevo mucho tiempo tratando de encontrar un gesto que pudiera servirme para pedirte disculpas.
– ¿Y has decidido que lo mejor sería venir hasta aquí a pie el día más riguroso del año?
– He decidido que lo mejor sería que hablásemos -dije-. El tiempo fue una feliz casualidad.
Devi arrugó la frente y se volvió hacia la chimenea.
– Ven. -Fue hasta una cómoda que había cerca de la cama y sacó una gruesa bata de algodón azul. Me la dio y señaló una puerta cerrada-. Ve y quítate la ropa mojada. Escúrrela en el lavamanos, o no se secará nunca.
Hice lo que me había dicho; luego cogí mi ropa y la colgué en los ganchos que había ante la chimenea. Estar tan cerca de la lumbre me produjo una sensación maravillosa. A la luz del fuego pude ver que tenía la piel de debajo de las uñas un poco amoratada.
Aunque lo que más deseaba era quedarme donde estaba y calentarme, me reuní con Devi en la mesa. Me fijé en que había lijado y barnizado de nuevo el tablero, aunque todavía se distinguía el círculo negro que el golfillo había dejado en la madera.
Allí sentado, sin nada más que la bata que Devi me había prestado, me sentí bastante vulnerable, pero no podía hacer nada para remediarlo.
– Después de nuestra última… reunión -me esforcé para no mirar el círculo quemado de la mesa- me informaste de que el importe total de mi préstamo vencería a finales del bimestre. ¿Estarías dispuesta a renegociarlo?
– Es poco probable -dijo Devi resueltamente-. Pero ten por seguro que si no puedes saldar la deuda en efectivo, todavía me interesa cierta información. -Compuso una sonrisa mordaz y hambrienta.
Asentí con la cabeza; Devi seguía queriendo entrar en el Archivo.
– Confiaba en que estuvieras dispuesta a reconsiderarlo, ahora que ya conoces toda la historia -dije-. Alguien estaba haciéndome felonía. Necesitaba saber que mi sangre estaba a salvo.
Le lancé una mirada interrogante. Devi encogió los hombros sin levantar los codos de la mesa; su expresión denotaba una profunda indiferencia.
– Es más -continué mirándola a los ojos-, es muy posible que mi irracional comportamiento se debiera, en parte, a los efectos persistentes de un veneno alquímico que me suministraron a principios de este bimestre.
Devi se agarrotó.
– ¿Qué?
Ella no lo sabía, y eso me produjo cierto alivio.
– Ambrose se las ingenió para que me suministraran la plombaza una hora antes de mi examen de admisión -dije-. Y tú le vendiste la fórmula.
– ¡Tienes mucho descaro! -La cara de duendecillo de Devi denotaba ofensa e indignación, pero era una expresión poco convincente. La había pillado a contrapié, y tenía que esforzarse demasiado.
– Lo que tengo -repuse con serenidad- son restos de sabor a ciruela y a nuez moscada en la boca, y de vez en cuando, el deseo irracional de estrangular a la gente por hacer algo tan inocente como empujarme sin querer por la calle.
La falsa indignación de Devi se vino abajo.
– No puedes demostrar nada -dijo.
– No necesito demostrar nada -repliqué-. No tengo ningún interés en que tengas problemas con los maestros, ni en que te presenten ante la ley del hierro. -La miré-. Solo creía que te interesaría saber que me habían envenenado.
Devi se quedó muy quieta en la silla, esforzándose para mantener la compostura, pero la culpabilidad empezaba a reflejarse en su semblante.
– ¿Lo pasaste muy mal?
– Sí -respondí con voz queda.
Devi desvió la mirada y se cruzó de brazos.
– No sabía que era para Ambrose -dijo-. Vino uno de esos idiotas que están podridos de dinero. Me hizo una oferta espectacular…
Volvió a mirarme. Ahora que la había abandonado aquella rabia fría, parecía asombrosamente pequeña.
– Yo jamás haría negocios con Ambrose -declaró-. Y no sabía que era para ti. Te lo juro.
– Sabías que era para alguien -dije.
Hubo un largo silencio, solo interrumpido por algún chasquido del fuego.
– Así es como lo veo yo -continué-. Últimamente, ambos hemos cometido una estupidez. Algo de lo que nos arrepentimos. -Me ceñí un poco la bata-. Y aunque esas dos cosas no se anulen una a otra, parece que han establecido una especie de equilibrio. -Extendí las manos con las palmas hacia arriba, imitando los platos de una balanza.
– Quizá me precipitara exigiéndote el pago completo -dijo Devi esbozando una sonrisa un tanto avergonzada.
Le devolví la sonrisa y noté que me relajaba.
– ¿Qué te parece si volvemos a las condiciones originales de mi préstamo?
– Me parece justo. -Devi me tendió la mano por encima de la mesa y se la estreché. Se evaporaron los restos de tensión que flotaban en el ambiente, y noté cómo el nudo de preocupación que llevaba mucho tiempo soportando se deshacía en mi pecho.
– Tienes las manos heladas -observó Devi-. Vamos a sentarnos junto al fuego.
Nos cambiamos de sitio y nos pasamos unos minutos en silencio.
– Dioses de lo hondo -dijo Devi, y acompañó sus palabras de un suspiro explosivo-. Estaba furiosa contigo. -Sacudió la cabeza-. Creo que jamás había estado tan enfadada con nadie.
– Yo no te creía capaz de rebajarte hasta la felonía -dije-. Estaba convencido de que no podías ser tú. Pero todos me insistían en lo peligrosa que eras. No paraban de contarme historias. Y como no me dejaste ver mi sangre… -Dejé la frase inacabada y encogí los hombros.
– ¿Es verdad que todavía tienes secuelas de la plombaza? -me preguntó.
– Sí, a veces todavía la noto -respondí-. Y tengo la impresión de que pierdo los estribos más fácilmente. Pero eso quizá se deba al estrés. Dice Simmon que seguramente tengo principios desvinculados en el organismo. No tengo ni idea de qué significa eso.
Devi frunció el entrecejo.
– Aquí no tengo el material idóneo para trabajar -dijo señalando una puerta cerrada-. Y lo siento. Pero ese tipo me ofreció todo un lote del Vautium tegnostae. -Señaló los estantes-. En circunstancias normales nunca haría una cosa así, pero es imposible encontrar copias sin expurgar.
Me volví y la miré, sorprendido.
– ¿Se la preparaste tú misma?
– Es mejor eso que entregar la fórmula -dijo Devi poniéndose a la defensiva.
Por una parte estaba furioso, pero por otra, me alegraba de estar caliente y seco, y de que no hubiera ninguna amenaza de muerte cerniéndose sobre mí. Le quité importancia.
– Simmon dice que no tienes ni idea de factores -dije con tono informal.
Devi agachó la cabeza.
– No me enorgullezco de haberla vendido -admitió. Al cabo de un momento, volvió a levantar la cabeza sonriente-. Pero el Tegnostae tiene unas ilustraciones espléndidas.
Me reí.
– Enséñamelo.
Horas más tarde, mi ropa se había secado y el aguanieve se había transformado en una nevada suave. El Puente de Piedra estaría cubierto de hielo, pero aparte de eso, el camino de regreso resultaría mucho más agradable que el de ida.
Cuando salí del cuarto de baño vi que Devi había vuelto a sentarse a la mesa. Me acerqué y le devolví la bata.
– No pondré en duda tu honor preguntándote por qué tienes una bata mucho más larga y ancha de hombros que cualquier prenda que una joven delicada de tu talla podría ponerse.
Devi soltó una risotada muy poco delicada y miró al techo.
Me senté y me calcé las botas, que estaban deliciosamente calientes, pues las había dejado cerca del fuego. Entonces saqué mi bolsa y puse tres pesados talentos de plata encima de la mesa y los deslicé hacia Devi. Ella los miró con curiosidad.
– Últimamente he tenido algunos ingresos -expliqué-. No son suficientes para saldar toda mi deuda. Pero ya puedo pagarte los intereses de este bimestre. -Agité una mano sobre las monedas-. Considéralo un gesto de buena voluntad.
Devi sonrió y empujó las monedas hacia mí.
– Todavía faltan dos ciclos para el final del bimestre -dijo-. Como ya te he dicho, ciñámonos al trato original. Me sentiría mal si aceptara tu dinero por adelantado.
Le había ofrecido el dinero a Devi para demostrarle que mi proposición de paz era sincera, pero de todos modos me alegré de conservar mis tres talentos, al menos de momento. Existe una inmensa diferencia entre tener alguna moneda y no tener ninguna. Una bolsa vacía te produce una sensación de indefensión.
Pasa lo mismo que con las semillas de grano. Si al final de un largo invierno te queda un poco de grano, puedes utilizarlo como semilla. Controlas tu vida. Puedes utilizar ese grano y hacer planes para el futuro. Pero si llega la primavera y no te queda grano para usarlo como semilla, te encuentras indefenso. Por muy duro que trabajes, y por muy buenas que sean tus intenciones, las cosechas no crecen si no tienes semillas con que empezar.
Así que me compré ropa: tres camisas, unos pantalones nuevos y calcetines gruesos de lana. Me compré un gorro, unos guantes y una bufanda para protegerme del frío invernal. A Auri le compré una bolsita de sal marina, un saco de guisantes secos, dos tarros de melocotones en conserva y un par de zapatillas abrigadas. También compré un juego de cuerdas de laúd, tinta y media docena de hojas de papel.
Además, compré una sólida tranca de latón y la fijé al marco de la ventana de mi pequeña buhardilla. Yo podría sortearla sin grandes dificultades, pero me ayudaría a proteger mis escasos objetos personales incluso de los ladrones más bienintencionados.