Epílogo

Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.

El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera estado cayendo una lluvia pertinaz, esta habría repiqueteado en el tejado, habría corrido a raudales por los aleros y se habría llevado lentamente el silencio hasta el mar. Si hubiera habido amantes en las camas de la posada, habrían suspirado y gemido y el silencio se habría alejado, avergonzado. Si hubiera habido música… pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

Fuera de la posada Roca de Guía, el sonido de un jolgorio en la distancia se colaba débilmente entre los árboles. Unas notas de violín. Voces. Pisotones de botas y palmadas. Pero era un sonido fino como un hilo, y el viento lo rompió al cambiar de dirección, dejando únicamente un susurro de hojas y algo semejante al lejano grito de un búho. Eso también se apagó, dejando solo el segundo silencio, suspendido como una inspiración infinita.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en el frío metal de una docena de cerraduras bien cerradas para mantener alejada a la noche. Estaba en las bastas jarras de sidra de cerámica y en los vacíos de la taberna donde debería haber habido sillas y mesas. Estaba en las dolorosas manchas amoratadas que brotaban por un cuerpo, y estaba en las manos del hombre que tenía esos cardenales cuando se levantó con rigidez de su cama, apretando la mandíbula para combatir el dolor.

El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y se movía con la sutil certeza de un ladrón en la noche. Bajó la escalera. Abajo, detrás de las ventanas bien cerradas, alzó las manos como un bailarín, desplazó el peso del cuerpo y dio un solo paso lento y perfecto.

La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.


Aquí termina el segundo día de la historia de Kvothe.

Continuará…

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