Capítulo 114

Una sola y afilada flecha

Aunque de mala gana, seguí el consejo de Vashet. Y pese a que me hormigueaban los dedos, esa noche no saqué el laúd del estuche y no inundé de música mi pequeño rincón de la escuela. Llegué al extremo de guardar el estuche debajo de mi cama, para evitar que su mera presencia levantara rumores en la escuela.

Durante varios días hice poco más que estudiar con Vashet. Comía solo y no intentaba entablar conversación con nadie, porque de pronto me avergonzaba de cómo hablaba. Carceret mantenía las distancias, pero siempre estaba allí, observándome con unos ojos de serpiente, mates y agresivos.

Me aproveché del excelente atur de Vashet y le hice un millar de preguntas cuya sutileza Tempi jamás habría captado.

Esperé tres días enteros y le hice la pregunta que ardía como brasas en mi interior desde que ascendiera a las estribaciones de la sierra de Borrasca. Consideraba que me había contenido de manera admirable.

– Vashet -dije-, ¿tu gente tiene historias de los Chandrian?

Vashet me miró, y de pronto su rostro por lo general expresivo se tornó imperturbable.

– Y ¿qué tiene eso que ver con tu lenguaje de signos? -Con una mano hizo diversas variaciones seguidas del signo que indicaba desaprobación y reproche.

– Nada -admití.

– ¿Tiene algo que ver con tu forma de pelear?

– No -respondí-. Pero…

– Entonces está relacionado con el Ketan, ¿no? ¿O con el Lethani? Quizá tenga algo que ver con el idioma adémico, con algún matiz de significado que te cuesta entender.

– No, es simple curiosidad.

Vashet suspiró.

– ¿Qué tengo que hacer para que dirijas tu curiosidad a asuntos más urgentes? -me preguntó, e hizo los signos de exasperado y reprimenda firme.

Dejé de insistir. Vashet no solo era mi maestra, sino también mi única compañía. Por nada del mundo quería enojarla, o causarle la impresión de que no prestaba atención a sus clases.

Con esa única y decepcionante excepción, Vashet era una fuente de información inagotable. Contestaba mis inacabables preguntas con rapidez y claridad. Y gracias a eso, tenía la impresión de que mi dominio del idioma y mi técnica de lucha mejoraban a pasos agigantados.

Vashet no compartía mi entusiasmo, y no tenía ningún reparo en expresarlo. Elocuentemente. En dos idiomas.

Vashet y yo nos encontrábamos en el valle escondido donde se alzaba el árbol espada. Habíamos pasado cerca de una hora practicando la lucha con las manos, y estábamos sentados en la larga hierba, descansando para recuperar el aliento.

Mejor dicho: yo estaba sin aliento. Vashet no estaba en absoluto cansada. Para ella, pelear conmigo no era nada, y siempre me reprendía por mi flojedad estirando perezosamente un brazo, superando mis defensas y dándome un cachete en un lado de la cabeza.

– Vashet -dije armándome de valor para formular una pregunta que me inquietaba desde hacía un tiempo-, ¿puedo hacerte una pregunta que quizá te parezca presuntuosa?

– Prefiero a un alumno presuntuoso -contestó ella-. Creía que habíamos superado la fase de preocuparnos por esas cosas.

– ¿Cuál es el propósito de todo esto? -la señalé primero a ella y luego me señalé a mí.

– El propósito de todo esto -dijo Vashet imitando mi ademán- es entrenarte lo suficiente para que dejes de pelear como un crío ebrio de la leche de su madre.

Ese día llevaba el cabello rubio rojizo recogido en dos trenzas cortas que colgaban a ambos lados del cuello. Eso le daba una apariencia curiosamente aniñada, y no había contribuido a aumentar mi autoestima durante la clase, mientras me tiraba una y otra vez al suelo, me obligaba a rendirme y me propinaba un sinfín de puñetazos y patadas, firmes pero generosamente calculados.

En una ocasión, riendo, se había colocado detrás de mí y me había dado un buen cachete en el trasero, como si ella fuera un borracho lascivo de taberna y yo, una camarera con un corpiño escotado.

– Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Con qué propósito me enseñas? Si Tempi se equivocó al enseñarme, ¿por qué continuar enseñándome más?

Vashet asintió en señal de aprobación.

– Me preguntaba cuánto tardarías en hacerme esa pregunta -dijo-. Debería haber sido una de las primeras.

– Me han dicho que hago demasiadas preguntas -dije-. Por eso ahora procuro ir con más cuidado.

Vashet se inclinó hacia delante y de pronto adoptó una actitud formal.

– Sabes cosas que no deberías saber. A Shehyn no le importa que conozcas el Lethani, aunque hay quien no comparte su opinión. Sin embargo, respecto a nuestro Ketan estamos todos de acuerdo: no es para los bárbaros. Es solo para los Adem, y solo para los que seguimos la vía del árbol espada.

»Eso es lo que piensa Shehyn -continuó-. Si formaras parte de la escuela, formarías parte de Ademre. Si formaras parte de Ademre, ya no serías un bárbaro. Y si ya no fueras un bárbaro, no sería inadecuado que supieras estas cosas.

Tenía cierta lógica, aunque algo enrevesada.

– Y eso significa también que Tempi no se habría equivocado al enseñarme.

– Exacto -confirmó Vashet-. En lugar de traer a casa un cachorro que nadie quiere, sería como si hubiera devuelto un cordero extraviado al redil.

– ¿Solo puedo ser un cordero o un cachorro? -Di un suspiro-. Lo encuentro indecoroso.

– Peleas como un cachorro -dijo Vashet-. Con entusiasmo y torpeza.

– Pero ¿no formo ya parte de la escuela? -pregunté-. Al fin y al cabo, me estás enseñando.

Vashet negó con la cabeza.

– Duermes en la escuela y comes con nosotros, pero eso no te convierte en alumno. Muchos niños estudian el Ketan con la esperanza de ingresar en la escuela y vestir el rojo algún día. Viven y estudian con nosotros. Están en la escuela, pero no forman parte de ella, ¿lo entiendes?

– No me explico que haya tantos que quieran hacerse mercenarios -comenté con toda la delicadeza de que fui capaz.

– Tú pareces bastante interesado -repuso Vashet con aspereza.

– A mí me interesa aprender -dije-, no convertirme en mercenario. Lo digo sin ánimo de ofender.

Vashet estiró el cuello para liberar la tensión acumulada en los músculos.

– Eso es por culpa de tu idioma. En las tierras bárbaras, los mercenarios son el peldaño más bajo del escalafón social. Por muy necio o inútil que sea un hombre, siempre puede llevar un garrote y ganarse medio penique al día custodiando una caravana. ¿No es así?

– Ese estilo de vida tiende a atraer a tipos duros -dije.

– Nosotros no somos de esa clase de mercenarios. Nos pagan, pero escogemos qué trabajos queremos hacer. -Hizo una pausa-. Si peleas por tu bolsa, eres un mercenario. ¿Cómo llamáis al que lucha por deber hacia su país?

– Soldado.

– ¿Y al que pelea para defender la ley?

– Alguacil.

– ¿Y al que pelea para defender su reputación?

Esa tuve que pensarla un poco.

– ¿Duelista, quizá?

– ¿Y al que pelea por el bien de otros?

– Amyr -dije sin pensarlo.

Vashet me miró ladeando la cabeza.

– Esa es una respuesta interesante -dijo.

Levantó un brazo, mostrándome con orgullo la manga de su camisa roja.

– A los Adem nos pagan para vigilar, perseguir y proteger. Peleamos por nuestra tierra, nuestra escuela y nuestra reputación. Y peleamos por el Lethani. Con el Lethani. En el Lethani. Todo eso a la vez. En adémico llamamos Cethan a quien viste el rojo. -Me miró-. Y eso es algo de lo que nos enorgullecemos mucho.

– Entonces, un mercenario ocupa un rango muy alto en el escalafón adem -dije.

Vashet asintió con la cabeza.

– Pero los bárbaros no conocen esa palabra, y aunque la conocieran, no la entenderían. De modo que tenemos que contentarnos con «mercenario».

Vashet arrancó dos largas briznas de hierba y empezó a entretejerlas formando un cordón.

– Por eso la decisión de Shehyn es tan difícil. Tiene que sopesar lo que es correcto y lo que es más conveniente para su escuela. Y teniendo también en cuenta el bien de toda la vía del árbol espada. En vez de tomar una decisión apresurada, está jugando a un juego más paciente. Personalmente, creo que confía en que el problema se resuelva por sí solo.

– ¿Cómo puede el problema solucionarse por sí solo? -pregunté.

– Podrías haberte escapado -contestó Vashet-. Muchos daban por hecho que lo harías. Si yo hubiera decidido que no valía la pena enseñarte, también le habría solucionado el problema a Shehyn. Podrías haber muerto durante el entrenamiento, o haber quedado mutilado.

La miré fijamente.

– A veces se producen accidentes -dijo Vashet encogiendo los hombros-. No pasa a menudo, pero pasa. Si tu maestra hubiera sido Carceret…

Hice una mueca.

– Y ¿cómo pasa uno a ser oficialmente miembro de la escuela? ¿Hay un examen o algo así?

Vashet negó con la cabeza.

– Primero, alguien tiene que presentarte como candidato y defender que mereces ingresar en la escuela.

– ¿Tempi? -pregunté.

– Alguien importante -aclaró Vashet.

– Supongo que esa eres tú -dije con voz pausada.

Vashet sonrió y se dio unos golpecitos en la nariz torcida; luego me señaló a mí.

– Solo has necesitado dos intentos. Si sigues progresando hasta convencerme de que no me avergonzarás, te presentaré como candidato y podrás hacer el examen.

Siguió entretejiendo las briznas de hierba, moviendo las manos con un patrón constante y complicado. Era la primera vez que veía a un Adem jugueteando con algo mientras hablaba. Los Adem no podían hacer eso, claro. Necesitaban tener siempre una mano libre para hablar.

– Si apruebas el examen, dejarás de ser un bárbaro. Tempi quedará vindicado, y todos estarán contentos. Excepto los que no lo están, claro.

– ¿Y si no apruebo el examen? -pregunté-. O si tú decides que no soy lo bastante bueno para presentarme.

– Entonces las cosas se complican. -Se levantó-. Ven, Shehyn me ha dicho que hoy quiere hablar contigo. No sería correcto que llegásemos tarde.

Vashet me guió hasta el pequeño grupo de edificios bajos de piedra. La primera vez que los había visto había creído que formaban el pueblo, pero ahora sabía que componían la escuela. Aquel grupo de edificios era como una Universidad en miniatura, solo que allí no había un régimen programado como al que yo estaba acostumbrado.

Tampoco había un sistema jerárquico formal. A los que vestían el rojo los trataban con deferencia, y era evidente que mandaba Shehyn. Aparte de eso, únicamente percibí una vaga impresión de una jerarquía social. Tempi ocupaba un puesto bastante bajo y de poco prestigio. Vashet ocupaba un puesto bastante alto y respetado.

Cuando llegamos a la cita, Shehyn estaba realizando el Ketan. La observé en silencio mientras se movía a la velocidad de la miel extendiéndose por el tablero de una mesa. El Ketan adquiere mayor dificultad cuanto más despacio lo ejecutas, pero ella hacía los movimientos a la perfección.

Tardó media hora en terminar, y después abrió una ventana. Una ráfaga de viento trajo el dulce olor a hierba de verano y el sonido de las hojas.

Shehyn se sentó. Respiraba con normalidad, aunque estaba cubierta de una fina capa de sudor.

– ¿Te contó Tempi los noventa y nueve cuentos? -me preguntó sin preámbulos-. ¿Sobre Aethe y los inicios de los Adem?

Negué con la cabeza.

– Muy bien -dijo Shehyn-. No le corresponde a él hacer tal cosa, y no podría hacerlo correctamente. -Miró a Vashet-. ¿Cómo va con el idioma?

– Deprisa, como van estas cosas -respondió Vashet. Sin embargo.

– Muy bien -dijo Shehyn, y empezó a hablar en un atur preciso, con ligero acento-: Lo contaré así, para que haya menos interrupciones y menos malentendidos.

Hice el signo de gratitud respetuosa, esmerándome al máximo.

– Esta es una historia de hace muchos años -dijo Shehyn con parsimonia-. Antes de esta escuela. Antes de la vía del árbol espada. Antes de que los Adem conocieran el Lethani. Esta es una historia del inicio de todas esas cosas.

»La primera escuela adem no enseñaba el arte de la espada. Aunque parezca extraño, la fundó un hombre llamado Aethe que aspiraba a dominar el arco y la flecha.

Shehyn hizo un paréntesis en su relato para aclarar:

– Deberías saber que, en aquellos días, el uso del arco estaba muy extendido. Su dominio estaba muy valorado. Éramos pastores, y nuestros enemigos nos agredían frecuentemente. El arco era la mejor arma que teníamos para defendernos.

Shehyn se reclinó en la silla y continuó:

– Aethe no se había propuesto fundar una escuela. En aquellos días no había escuelas. Solo aspiraba a mejorar sus habilidades. Puso en ello todo su empeño, hasta que pudo dispararle a una manzana a una distancia de treinta metros. Siguió entrenándose hasta que consiguió dispararle a la mecha de una vela encendida. Al poco tiempo, el único blanco que se le resistía era un trozo de seda suspendida y agitándose al viento. Aethe perseveró hasta que consiguió adivinar cómo soplaría el viento; una vez conseguido eso, ya no fallaba nunca.

»Empezaron a circular historias de su gran talento, y otros acudieron a él. Entre ellos estaba una joven llamada Rethe. Al principio, Aethe dudó que Rethe tuviera la fuerza necesaria para tensar el arco. Pero al poco tiempo la consideraba su alumna más aventajada.

»Como ya he dicho, eso sucedió hace muchos años y muy lejos de donde nos encontramos ahora. En aquellos días, los Adem no teníamos el Lethani para guiarnos, y por eso fue una época dura y sangrienta. En aquellos días, no era inusual que un Adem matara a otro por orgullo, o por una discusión, o para demostrar su habilidad.

»Comp Aethe era el mejor arquero, muchos lo retaban. Pero un cuerpo no es un blanco difícil para quien puede disparar contra un trozo de seda agitado por el viento. Aethe les daba muerte con la facilidad con que se corta el trigo. Se llevaba una sola flecha al duelo, y declaraba que si esa sola flecha no era suficiente, merecía que lo mataran.

»Aethe se hizo mayor, y su fama se extendió. Se instaló y fundó la primera escuela adem. Pasaron los años, y Aethe entrenó a muchos Adem para convertirlos en guerreros mortíferos. Todos sabían que si dabas a un alumno de Aethe tres flechas y tres monedas, tus tres peores enemigos nunca volverían a molestarte.

»Y así fue como la escuela se hizo rica, célebre y gloriosa. Y también Aethe.

«Entonces Rethe fue a hablar con él. Rethe, su mejor alumna. Rethe, la que estaba más cerca de su oído y de su corazón.

»Rethe habló con Aethe, y discreparon. Luego discutieron. Luego gritaron tan fuerte que toda la escuela podía oírlos a través de las gruesas paredes de piedra.

»Y al final, Rethe retó a Aethe a un duelo. Aethe aceptó, y todos sabían que el vencedor controlaría la escuela a partir de ese día.

»Como era quien había sido retado, Aethe fue el primero en escoger el lugar. Decidió situarse en medio de un bosquecillo de árboles jóvenes cuyo balanceo tapaba intermitentemente su figura. En circunstancias normales, no se habría molestado en tomar tantas precauciones, pero Rethe era su mejor alumna, y sabía leer el viento tan bien como él. Aethe se llevó su arco de cuerno. Se llevó una sola y afilada flecha.

«Entonces Rethe escogió dónde quería situarse. Subió a lo alto de un monte; su silueta se recortaba contra el cielo desnudo. No llevaba ni arco ni flecha. Y cuando llegó a la cima, se sentó tranquilamente en el suelo. Eso fue quizá lo más extraño, pues era bien sabido que Aethe solía disparar a su enemigo en la pierna en lugar de matarlo.

«Aethe vio que su alumna se sentaba y le embargó la ira. Cogió su única flecha y armó el arco. Tensó la cuerda. La cuerda que le había hecho Rethe, tejida con las largas y fuertes hebras de su propio cabello.

Shehyn me miró a los ojos.

– Lleno de ira, Aethe disparó su flecha, que golpeó a Rethe como un rayo.

«Aquí. -Se señaló con dos dedos la curva interior del pecho izquierdo-. Todavía sentada, con la flecha sobresaliendo de su pecho, Rethe se sacó una larga cinta de seda blanca de debajo de la camisa. Arrancó una pluma blanca de la flecha, la mojó en su sangre y escribió cuatro versos en la cinta.

«Rethe sostuvo la cinta en alto unos momentos y dejó que el viento la hiciera ondear primero hacia un lado y luego hacia otro. Entonces Rethe soltó la cinta, que revoloteó por el aire, subiendo y bajando arrastrada por la brisa. Retorciéndose en el viento, la cinta zigzagueó entre los árboles y fue a parar contra el pecho de Aethe.

«Los versos rezaban:

Aethe, junto a mi corazón.

Sin vanidad, la cinta.

Sin deber, el viento.

Sin sangre, la victoria.

Oí un débil ruido y vi que Vashet lloraba discretamente. Tenía la cabeza agachada, y las lágrimas resbalaban por su cara y goteaban en su camisa roja, dejando en ella manchas más oscuras.

Shehyn continuó:

– Hasta que no leyó esos versos, Aethe no se dio cuenta de la profunda sabiduría que poseía su alumna. Fue corriendo a curarle las heridas a Rehthe, pero la punta de la flecha se había alojado demasiado cerca de su corazón, y era imposible arrancársela.

»Rethe solo vivió tres días, y el desconsolado Aethe no se separó de su lado. Le entregó a Rethe el control de la escuela, y escuchó sus palabras, y en todo ese tiempo la punta de su flecha seguía clavada junto al corazón de su alumna.

»En esos tres días, Rethe dictó noventa y nueve historias, y Aethe las transcribió. Esos relatos son el inicio de nuestro conocimiento del Lethani. Son las raíces de todo Ademre.

»A1 final del tercer día, Rethe terminó de contarle la historia número noventa y nueve a Aethe, que ya se consideraba el alumno de su alumna. Cuando Aethe terminó de escribir, Rethe le dijo: "Queda una última historia, más importante que todas las demás, y esa se sabrá cuando despierte".

«Entonces Rethe cerró los ojos y se durmió. Y mientras dormía, murió.

«Aethe vivió cuarenta años más, y dicen que nunca volvió a matar. En esos años, le oyeron decir a menudo: "Gané el único duelo que he perdido".

«Siguió dirigiendo la escuela y entrenando a sus alumnos para convertirlos en maestros del arco. Pero también les enseñaba a ser sabios. Les contaba las noventa y nueve historias, y así fue como todo Ademre conoció el Lethani. Y así fue como nos convertimos en lo que somos.

Hubo una larga pausa.

– Gracias, Shehyn -dije, e hice lo mejor que pude el signo de gratitud respetuosa-. Me gustaría mucho oír esas noventa y nueve historias.

– Esas historias no son para los bárbaros -replicó Shehyn. Pero no parecía ofendida por mi petición, e hizo un signo que combinaba reproche y pesar. Entonces cambió de tema-: ¿Cómo va tu Ketan?

– Me esfuerzo para mejorar, Shehyn.

Shehyn miró a Vashet.

– ¿Es cierto?

– No cabe duda de que se esfuerza -dijo Vashet, que todavía tenía los ojos enrojecidos de llorar. Diversión irónica-. Pero también hay progresos.

Shehyn asintió. Aprobación con reservas.

– Mañana, unos cuantos vamos a luchar. Quizá podrías traerlo a que mire.

Vashet hizo un elegante signo que me hizo darme cuenta de lo poco que conocía las sutilezas del lenguaje de signos: agradecimiento cortés y aceptación levemente sumisa.

– Deberías sentirte halagado -me dijo Vashet, contenta-. Una conversación con Shehyn y una invitación para verla luchar.

Nos dirigíamos a un valle profundo y protegido donde solíamos practicar el Ketan y la lucha con las manos.

Sin embargo, seguían asaltándome pensamientos desagradables e inevitables. Pensaba en los secretos y en el afán de las personas por guardarlos. Me preguntaba cómo reaccionaría Kilvin si yo llevara a alguien a la Factoría y le enseñara la sigaldría de sangre, hueso y pelo.

Solo de pensar en la ira del corpulento artífice me echaba a temblar. Sabía los problemas a que me enfrentaría. Aquello estaba muy bien especificado en las leyes de la Universidad. Pero ¿qué le haría Kilvin a la persona a la que yo hubiera enseñado esas cosas?

Vashet me golpeó en el pecho con el dorso de la mano para atraer mi atención.

– He dicho que deberías sentirte halagado -repitió.

– Lo estoy -le aseguré.

Vashet me cogió del hombro y me obligó a girarme para que la mirara.

– Te has quedado muy pensativo.

– ¿Qué le harán a Tempi si todo esto acaba mal? -pregunté a bocajarro.

La alegría desapareció del rostro de Vashet.

– Le quitarán el rojo, y la espada, y su nombre, y lo cortarán de la Latantha. -Inspiró lentamente-. Si eso pasa, es improbable que lo acepten en otra escuela, de modo que en la práctica quedará exiliado de Ademre.

– Pero a mí no pueden castigarme con el exilio -dije-. Obligarme a volver al mundo solo empeoraría el problema, ¿no?

Vashet no dijo nada.

– Cuando empezó todo esto -continué-, me animaste a marcharme. Si me hubiera escapado, ¿me habrían dejado irme?

Hubo un largo silencio que me reveló la verdad. Pero Vashet también lo dijo en voz alta:

– No.

Le agradecí que no me mintiera.

– Y ¿cuál será mi castigo? -pregunté-. ¿La cárcel? -Sacudí la cabeza-. No. No sería práctico mantenerme encerrado aquí durante años. -La miré-. ¿Cuál sería?

– Tu castigo no es lo que nos preocupa -dijo-. Después de todo, eres un bárbaro. No sabías que lo que hacías estaba mal. Nuestra principal preocupación es impedir que enseñes a otros lo que has robado; impedir que lo utilices en tu propio provecho.

No había contestado mi pregunta. Me quedé mirándola.

– Algunos opinan que lo mejor sería matarte -dijo con franqueza-. Pero la mayoría cree que matarte no es del Lethani. Shehyn es una de ellas. Y yo también.

Me relajé un poco; al menos, eso ya era algo.

– Y supongo que una promesa por mi parte no tranquilizaría a nadie, ¿verdad?

Vashet me sonrió con cordialidad.

– El hecho de que volvieras con Tempi dice mucho en tu favor. Y te quedaste cuando yo intenté ahuyentarte. Pero la promesa de un bárbaro no tiene mucho valor.

– Entonces, ¿qué? -pregunté; sospechaba cuál iba a ser la respuesta y sabía que no iba a gustarme.

Vashet inspiró hondo.

– Podrían impedir que enseñes lo que sabes extirpándote la lengua o quitándote los ojos -dijo sin tapujos-. Para impedir que utilices el Ketan podrían dejarte cojo. Cortarte el tendón del tobillo, o lastimarte la rodilla de tu pierna buena. -Encogió los hombros-. Pero se puede ser un buen luchador incluso con una pierna lastimada. Por eso sería más eficaz amputarte los dos dedos más pequeños de la mano derecha. Eso sería…

Vashet siguió hablando con total naturalidad. Creo que pretendía tranquilizarme, pero sus palabras surtieron el efecto contrario. Yo no podía parar de imaginármela cortándome los dedos con la misma tranquilidad con que se parte una manzana. Empecé a verlo todo brillante en la periferia de mi visión, y aquella vivida imagen mental me revolvió el estómago. Por un momento pensé que iba a vomitar.

El mareo y la náusea pasaron. Recobré los sentidos y me di cuenta de que Vashet había terminado de hablar y me miraba fijamente.

Antes de que yo pudiera decir nada, Vashet hizo un ademán de desdén y dijo:

– Ya veo que hoy no voy a poder hacer nada contigo. Tómate el resto de la tarde libre. Ordena tus ideas o practica el Ketan. Ve a contemplar el árbol espada. Continuaremos mañana.

Caminé un rato sin rumbo fijo, tratando de no imaginarme que me cortaban los dedos. Al remontar una cuesta, tropecé, casi literalmente, con una pareja de Adem; estaban desnudos, escondidos en un bosquecillo.

Los Adem no se apresuraron a recoger su ropa cuando salí de entre los árboles, y en lugar de intentar disculparme con mi pobre lenguaje y mis confusos pensamientos, me limité a girar en redondo y marcharme, muerto de vergüenza.

Intenté practicar el Ketan, pero no conseguía concentrarme. Fui a contemplar el árbol espada, y al principio verlo oscilar suavemente agitado por el viento me tranquilizó. Entonces mi mente comenzó a vagar, y volvió a asaltarme la imagen de Vashet amputándome los dedos.

Oí las tres campanadas que anunciaban la hora de la cena, y me dirigí al comedor. Estaba de pie en la cola, con cara de idiota del esfuerzo mental que tenía que hacer para no pensar que iban a cercenarme las manos, cuando me fijé en que los Adem que estaban más cerca de mí no me quitaban los ojos de encima. Una niña de unos diez años me miraba con el asombro claramente reflejado en el rostro, y un hombre con el rojo de mercenario lo hacía como si acabara de ver cómo me limpiaba el culo con un trozo de pan y me lo comía.

Entonces me di cuenta de que estaba tarareando. No muy alto, pero sí lo bastante para que me oyeran quienes tenía a mi lado. No debía de llevar mucho rato haciéndolo, porque solo iba por el sexto verso de «Vete de la ciudad, calderero».

Paré, bajé la mirada, cogí mi comida y me pasé diez minutos intentando comer. Conseguí dar algunos bocados, pero nada más. Al final desistí y me fui a mi habitación.

Tumbado en la cama, repasé las opciones que tenía. ¿Hasta dónde podría llegar si huía? ¿Podía perderme en el campo? ¿Podría robar un caballo? ¿Había visto algún caballo desde que había llegado a Haert?

Saqué el laúd del estuche y practiqué unos acordes, recorriendo el largo mástil del instrumento con mis cinco dedos inteligentes. Pero mi mano derecha se moría por rasguear y puntear las cuerdas. Era tan frustrante como intentar besar a alguien utilizando solo un labio, y no tardé en cansarme.

Al final saqué mi shaed y me arrebujé con él. Era caliente y reconfortante. Me puse la capucha, bien calada, y pensé en aquella parte oscura de Fata donde Felurian había recogido las sombras para confeccionarlo.

Pensé en la Universidad, en Wil y en Sim. En Auri, Devi y Fela. Nunca había sido muy popular en la Universidad, y mi círculo de amistades nunca había sido muy amplio. Pero la verdad es que me había olvidado de lo que era estar solo de verdad.

Entonces pensé en mi familia. Pensé en los Chandrian, en Ceniza. En su elegante fluidez. Sostenía la espada como si fuera un trozo de hielo invernal. Pensé en matarlo.

Pensé en Denna y en lo que me había dicho el Cthaeh. Pensé en su mecenas y en lo que le había dicho la última vez que habíamos discutido. Pensé en el día que Denna había tropezado en el camino y yo la había sujetado, en la suavidad de la curva de su cadera contra mi mano. Pensé en la forma de sus labios, el sonido de su voz, el olor de su cabello.

Y al final entré de puntillas por las puertas del sueño.

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