Stanchion me acompañó al escenario y me trajo una silla sin brazos. Luego fue hasta el borde de la tarima y se puso a hablar con el público. Mientras extendía mi capa por encima del respaldo de la silla, las luces empezaron a atenuarse.
Dejé el maltrecho estuche de mi laúd en el suelo. En su día había sido un estuche precioso, pero ya tenía muchos años y muchos kilómetros, y su aspecto era aún más lamentable que el mío. Las charnelas de cuero ya estaban agrietadas y rígidas, y en algunos sitios las paredes de la caja estaban tan gastadas que parecían de pergamino. Solo conservaba uno de los cierres originales, de plata labrada; los otros los había ido sustituyendo con piezas que había encontrado por ahí, y había unos de latón brillante y otros de hierro mate.
Pero lo que había dentro del estuche era completamente diferente. Dentro estaba la razón por la que al día siguiente iba a pelear por mi matrícula. Había empleado todo mi ingenio para regatear por él, y aun así me había costado más dinero del que jamás me había gastado en nada. Me había costado tanto dinero que no pude comprarme un estuche apropiado, y tuve que contentarme con ponerle parches al viejo.
La madera era de color café oscuro, o de tierra recién removida. La curva de la caja era perfecta, como las caderas de una mujer. Era eco sordo y rasgueo cantarín. Mi laúd. Mi alma tangible.
He oído lo que los poetas escriben sobre las mujeres. Componen rimas y rapsodias, y mienten. He visto a marineros en la orilla contemplando en silencio la lenta ondulación del mar. He visto a viejos soldados con el corazón de cuero que derramaban lágrimas al ver los colores de su rey ondeando al viento.
Creedme: esos hombres no saben nada del amor.
No lo encontraréis en las palabras de los poetas ni en la mirada anhelante de los marineros. Si queréis saber algo del amor, miradle las manos a un músico de troupe cuando toca un instrumento. Los músicos de troupe sí saben.
Miré a mi público, que poco a poco iba quedándose callado. Simmon me saludó con la mano, entusiasta, y yo le sonreí. Distinguí el cabello blanco del conde Threpe cerca de la barandilla del segundo balcón. Hablaba con seriedad con una pareja bien vestida y me señalaba. Seguía haciendo campaña a mi favor, aunque ambos supiéramos que era una causa perdida.
Saqué el laúd de su viejo y gastado estuche y empecé a afinarlo. No era el mejor laúd que había en el Eolio, ni mucho menos. El mástil estaba ligeramente torcido, pero no doblado. Una de las clavijas estaba suelta y tendía a alterar el sonido de la cuerda.
Rasgueé suavemente un acorde y acerqué la oreja a las cuerdas. Levanté la cabeza y vi la cara de Denna, clara como la luna. Ella me sonrió, emocionada, y me saludó agitando los dedos por debajo de la mesa para que no lo viera su caballero.
Toqué suavemente la clavija suelta y pasé las manos por la tibia madera del laúd. Había sitios donde el barniz tenía arañazos y rozaduras. En el pasado lo habían tratado mal, pero eso no lo hacía menos maravilloso.
Sí, mi laúd tenía defectos, pero ¿qué importa eso cuando se trata de asuntos del corazón? Amamos lo que amamos. La razón no entra en juego. En muchos aspectos, el amor más insensato es el amor más verdadero. Cualquiera puede amar algo por algún motivo. Eso es tan fácil como meterse un penique en el bolsillo. Pero amar algo a pesar de algo es otra cosa. Conocer los defectos y amarlos también. Eso es inusual, puro y perfecto.
Stanchion me señaló trazando un arco con el brazo. Hubo un breve aplauso seguido de un silencio atento.
Le arranqué dos notas punteadas al laúd y observé que el público se inclinaba hacia mí. Acaricié una cuerda, la afiné ligeramente y empecé a tocar. Cuando solo habían sonado unas pocas notas, todos sabían ya qué canción iban a escuchar.
Era «El manso». Una canción que los pastores llevan diez mil años silbando. La más sencilla de las melodías sencillas. Una canción que cualquiera podría entonar. Un crío. Un majadero. Un analfabeto.
Era, para decirlo sin rodeos, música folclórica.
Se han escrito un centenar de canciones basadas en la melodía de «El manso». Canciones de amor y de guerra. Canciones de humor, tragedia y lujuria. Pero no toqué ninguna de esas versiones. No me interesaba la letra, sino la música. Solo la melodía.
Miré hacia arriba y vi a lord Mandíbula de Cemento junto a Denna, haciendo un ademán desdeñoso. Sonreí mientras iba sonsacándole la canción a las cuerdas de mi laúd.
Pero al poco rato, mi sonrisa fue volviéndose forzada. El sudor empezó a brotar en mi frente. Me encorvé sobre el laúd, concentrado en lo que hacían mis manos. Mis dedos corrían, danzaban, volaban.
Toqué con la dureza de una granizada, como un martillo golpeando una pieza de latón. Toqué con la suavidad del sol sobre el trigo en otoño, como el tenue temblor de una hoja. Al poco rato, empecé a jadear a causa del esfuerzo. Mis labios dibujaban una línea fina y descolorida.
Cuando iba por el estribillo intermedio, sacudí la cabeza para apartarme el cabello de los ojos. Unas gotas de sudor salieron despedidas describiendo un arco y salpicaron la madera del suelo del escenario. Respiraba hondo, y mi pecho subía y bajaba como un fuelle, esforzándose como un caballo que corre hasta el agotamiento.
La canción inundaba la sala de notas limpias y diáfanas. Estuve a punto de equivocarme una vez: el ritmo vaciló apenas un instante… pero me recuperé, seguí adelante y conseguí terminar la última frase, pulsando las cuerdas con suavidad y dulzura pese a lo cansados que tenía los dedos.
Entonces, cuando ya era evidente que no podía continuar ni un momento más, resonó el último acorde y me derrumbé en la silla, agotado.
El público me dedicó un aplauso atronador.
Pero no todo el público. Dispersas por el local, una docena de personas se echó a reír; algunos golpeaban las mesas y daban pisotones en el suelo mientras lanzaban gritos de júbilo.
La ovación cesó rápidamente. Hombres y mujeres se quedaron parados con las manos en alto, contemplando a aquellos miembros del público que reían en lugar de aplaudir. Algunos parecían enojados, y otros, confundidos. Era evidente que muchos se sentían ofendidos, y un murmullo de desaprobación empezó a recorrer la sala.
Antes de que pudiera iniciarse una discusión seria, toqué una sola nota aguda y levanté una mano, reclamando de nuevo la atención del público. Todavía no había terminado, ni mucho menos.
Me puse cómodo e hice rodar los hombros. Rasgueé las cuerdas, ajusté la clavija suelta y, sin ningún esfuerzo, me puse a tocar mi segunda canción.
Era un tema de Illien, «Tintatatornin». Dudo que lo hayáis oído. Comparado con las otras obras de Illien, es una rareza. En primer lugar, no tiene letra. En segundo lugar, pese a ser una canción de amor, no es tan pegadiza ni tan enternecedora como muchas de sus melodías más conocidas.
Pero sobre todo, es condenadamente difícil de tocar. Mi padre la llamaba «la canción más bonita jamás escrita para quince dedos». Me hacía tocarla cuando me veía demasiado orgulloso de mí mismo y consideraba que necesitaba una dosis de humildad. Baste decir que la practicaba con bastante regularidad, a veces más de una vez al día.
Así que me puse a tocar «Tintatatornin». Me apoyé en el respaldo de la silla, crucé los tobillos y me relajé un poco. Mis manos se movían despreocupadamente por las cuerdas. Después del primer estribillo, inspiré hondo y di un breve suspiro, como un muchacho encerrado en su casa en un día soleado. Mi mirada empezó a pasearse por la estancia, aburrida.
Sin dejar de tocar, me removí en el asiento, buscando una postura cómoda y sin encontrarla. Fruncí el ceño, me levanté y miré la silla como si ella tuviera la culpa. Volví a sentarme y me sacudí con expresión de fastidio.
Mientras hacía todo eso, las diez mil notas de «Tintatatornin» corrían y brincaban. Entre un acorde y el siguiente aproveché para rascarme detrás de una oreja.
Estaba tan metido en mi papel que me dieron ganas de bostezar. Di el bostezo sin contenerme, y abrí tanto la boca que estoy seguro de que los que estaban en las primeras filas pudieron contarme los dientes. Sacudí la cabeza como si quisiera despejarme, y me enjugué los ojos, llorosos, con la manga.
Entretanto, seguía sonando «Tintatatornin». La enloquecedora armonía y el contrapunto se entrelazaban y a ratos se separaban. Y todo ello impecable, dulce y fácil como respirar. Cuando llegué al final, juntando una docena de enredados hilos musicales, no hice ningún floreo. Dejé de tocar, sencillamente, y me froté un poco los ojos. Sin crescendo. Sin saludo. Nada. Hice crujir los nudillos distraídamente y me incliné hacia delante para guardar el laúd en el estuche.
Esa vez se oyeron primero las risas. Eran los mismos que se habían reído antes, y silbaban y golpeaban las mesas con más estrépito que la vez anterior. Mi gente. Los músicos. Abandoné la expresión de aburrimiento y les sonreí con complicidad.
Momentos después llegaron los aplausos, pero fueron dispersos y titubeantes. Antes de que se hubieran encendido las luces, ya se habían disuelto y el murmullo de las discusiones los habían absorbido por completo.
Cuando bajé los escalones, Marie corrió a mi encuentro, con la risa pintada en el rostro. Me estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda. Ella fue la primera, pero muchos la siguieron, todos ellos músicos. Antes de que me quedara atrapado, Marie entrelazó su brazo con el mío y me guió hasta mi mesa.
– Caramba, muchacho -dijo Manet-. Aquí eres como un pequeño rey.
– Pues esto no es nada comparado con la atención que suele recibir -comentó Wilem-. Normalmente todavía lo están vitoreando cuando vuelve a la mesa. Las mujeres le hacen caídas de ojos y cubren su camino de flores.
Sim miró alrededor con curiosidad.
– La reacción de la gente me ha parecido… -buscó una palabra- heterogénea. ¿A qué se debe eso?
– A que nuestro joven Seis Cuerdas es tan afilado que casi se corta -respondió Stanchion, que había venido hasta nuestra mesa.
– ¡Vaya! ¿Usted también lo ha notado? -preguntó Manet con aspereza.
– Calla -dijo Marie-. Ha sido genial.
Stanchion suspiró y meneó la cabeza.
– A mí no me importaría saber de qué estáis hablando -dijo Wilem un tanto molesto.
– Kvothe ha tocado la canción más sencilla del mundo y ha hecho que pareciera que hilaba oro con un copo de lino -explicó Marie-. Luego ha cogido un tema musical de verdad, una pieza que solo unos pocos de los que están hoy en este local podrían tocar, y ha hecho que pareciera tan fácil que se diría que un niño podría tocarla con un silbato.
– No voy a negar que lo ha hecho con gran habilidad -admitió Stanchion-. El problema es cómo lo ha hecho. Los que se han puesto a aplaudir después de la primera canción se sienten imbéciles. Piensan que se ha jugado con ellos.
– Es que eso es lo que ha pasado -dijo Marie-. Un intérprete manipula a su público. Esa es la gracia de la broma.
– A la gente no le gusta que jueguen con ella y hagan chistes a su costa -replicó Stanchion-. Es más, le molesta. A nadie le gusta que le hagan bailar al son que otro toca.
– En realidad -intervino Simmon sonriente-, los hizo bailar con el laúd.
Todos se volvieron hacia él, y a Simmon se le apagó un poco la sonrisa.
– ¿No lo pilláis? Los hizo bailar. Al son del laúd. -Bajó la vista hacia la mesa, se le borró del todo la sonrisa y se puso colorado-. Lo siento.
Marie soltó una carcajada.
– Es como si hubiera dos públicos, ¿no? -dijo Manet hablando despacio-. Están los que saben suficiente de música para entender el chiste y los que necesitan que les expliquen el chiste.
Marie miró a Manet e hizo un gesto triunfante.
– Eso es exactamente -le dijo a Stanchion-. Si vienes aquí y no sabes suficiente para entender el chiste por ti mismo, te mereces que te regañen un poco.
– Solo que la mayoría de esa gente son nobles -puntualizó Stanchion-. Y nuestro listillo todavía no tiene mecenas.
– ¿Qué? -dijo Marie-. Pero si ya hace meses que Threpe hizo correr la voz sobre ti. ¿Por qué nadie te ha fichado todavía?
– Ambrose Anso -dije a modo de explicación.
Por la expresión de Marie, ignoraba de quién le hablaba.
– ¿Es un músico? -preguntó.
– Es el hijo de un barón -aclaró Wilem.
Marie arrugó el ceño sin comprender.
– ¿Y cómo va a impedir él que consigas un mecenas?
– Gracias a que tiene mucho tiempo libre y el doble de dinero que Dios -dije con aspereza.
– Su padre es uno de los hombres más poderosos de Vintas -añadió Manet, y se volvió hacia Simmon-. ¿Qué es, el decimosexto en la línea del trono?
– Decimotercero -le corrigió Simmon hoscamente-. La familia Surthen, entera, murió en el mar hace dos meses. Ambrose no para de recordar a todos que su padre está a solo doce pasos de convertirse en rey.
– Lo que ocurre -dijo Manet dirigiéndose a Marie- es que el hijo de ese barón tienen mucha influencia, y no duda en ejercerla.
– Para ser completamente sinceros -intervino Stanchion-, deberíamos mencionar que el joven Kvothe no es la persona con mayores habilidades sociales de la Mancomunidad. -Carraspeó antes de añadir-: Como queda demostrado por su actuación de esta noche.
– No soporto que me llamen «el joven Kvothe» -le dije en un aparte a Sim. Mi amigo me miró con compasión.
– Yo sigo pensando que ha sido genial -dijo Marie mirando a Stanchion y plantando los pies firmemente en el suelo-. Es lo más ingenioso que ha hecho nadie aquí en el último mes, y tú lo sabes.
Le puse una mano en el brazo a Marie.
– Stanchion tiene razón -dije-. Ha sido una estupidez. -Encogí los hombros con cierta vacilación-. O al menos lo sería si todavía conservara algún resquicio de esperanza de conseguir un mecenas. -Miré a Stanchion a los ojos-. Pero no la tengo. Los dos sabemos que Ambrose me ha envenenado ese pozo.
– Los pozos no se quedan envenenados para siempre -objetó Stanchion.
Volví a encogerme de hombros.
– Entonces, ¿qué te parece esta excusa? Prefiero tocar canciones que divierten a mis amigos que complacer a quienes me juzgan basándose solo en habladurías.
Stanchion inspiró hondo y soltó el aire de golpe.
– Está bien -dijo esbozando una sonrisa.
A continuación se produjo un breve silencio, y Manet carraspeó de forma significativa y miró alrededor.
Capté su indirecta e hice las presentaciones.
– Stanchion, ya conoces a mis compañeros Wil y Sim. Este es Manet, alumno y, ocasionalmente, mi mentor en la Universidad. Este es Stanchion: anfitrión, propietario, y dueño del escenario del Eolio.
– Encantado de conocerte -dijo Stanchion; inclinó educadamente la cabeza y luego miró alrededor con nerviosismo-. Y hablando de anfitriones, debo ocuparme de mi negocio. -Antes de marcharse, me dio una palmada en la espalda-. Aprovecharé para ver si puedo apagar un par de fuegos.
Le di las gracias con una sonrisa; luego hice un ademán elegante y dije:
– Os presento a Marie. Como habéis podido comprobar con vuestros propios oídos, es la mejor violinista del Eolio. Como podéis ver con vuestros propios ojos, es la mujer más hermosa en miles de kilómetros a la redonda. Como habrá percibido vuestra inteligencia, es la más sabia de…
Sonriente, Marie me interrumpió con un manotazo.
– Si mi sabiduría fuera la mitad de mi estatura, no saldría a defenderte -dijo-. ¿Es verdad que el pobre Threpe te ha estado haciendo publicidad todo este tiempo?
– Sí -contesté-. Ya le advertí que era una causa perdida.
– Lo es si te empeñas en burlarte de la gente -dijo ella-. Te juro que nunca he conocido a un hombre con un don como el tuyo para caer mal a los demás. Si no tuvieras ese encanto personal, a estas alturas ya te habrían apuñalado.
– No lo sabes bien -murmuré.
Marie miró a mis amigos.
– Encantada de conoceros.
Wil asintió con la cabeza, y Sim sonrió. Manet, en cambio, se puso en pie con un movimiento fluido y le tendió una mano a Marie. Ella le ofreció la suya, y Manet se la tomó con ambas manos, con ternura.
– Marie -dijo-, me has dejado intrigado. ¿Tendré alguna posibilidad de invitarte a una copa y de disfrutar del placer de tu conversación en algún momento de la noche?
Me quedé demasiado perplejo para hacer otra cosa que mirarlos. Allí de pie, los dos parecían unos sujetalibros desparejados. Marie le sacaba quince centímetros a Manet, y sus botas conseguían que sus piernas parecieran aún más largas.
Manet, por su parte, tenía el aspecto de siempre, entrecano y desaliñado, y aparentaba como mínimo diez años más que Marie.
Marie parpadeó y ladeó un poco la cabeza, como si considerara la proposición.
– Ahora estoy con unos amigos -dijo-. Cuando haya terminado con ellos, quizá se haya hecho un poco tarde.
– No me importa cuándo -repuso Manet con tranquilidad-. Si es necesario, estoy dispuesto a perder unas horas de sueño. Ya no recuerdo la última vez que compartí la compañía de una mujer que expresa sus ideas con tanta firmeza y sin vacilación. Hoy en día no abundan las personas como tú.
Marie volvió a inspeccionarlo.
Manet la miró a los ojos y compuso una sonrisa tan segura y adorable que parecía aprendida en los escenarios.
– No quisiera que tuvieras que abandonar a tus amigos por mí -dijo-. Pero hacía diez años que ningún violinista me hacía bailar. Creo que lo mínimo que puedo hacer es invitarte a una copa.
Marie le sonrió entre sorprendida e irónica.
– Ahora estaré en el segundo piso. -Señaló hacia la escalera-. Pero quedaré libre dentro de, no sé, un par de horas…
– Te agradezco tu amabilidad -dijo él-. ¿Quieres que vaya a buscarte?
– Sí, por favor. -Lo miró una vez más y se dio la vuelta.
Manet se sentó y cogió su jarra.
Simmon estaba tan estupefacto como todos nosotros.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó.
Manet rió por debajo de la barba y se reclinó en el respaldo de la silla sujetando la jarra contra el pecho.
– Pues eso ha sido -empezó con suficiencia- otra cosa más de la que yo entiendo y vosotros, que solo sois unos cachorros, no. Tomad nota. Prestad atención.
Cuando los miembros de la nobleza quieren mostrar su agradecimiento a un músico, le ofrecen dinero. Cuando empecé a tocar en el Eolio, recibí algunos regalos de esa clase, y durante un tiempo ese dinero me había bastado para ayudar a pagar mi matrícula y mantenerme a flote aunque solo fuera por los pelos. Pero Ambrose no había cejado en su campaña contra mí, y hacía meses que yo no recibía ninguna propina.
Los músicos son más pobres que los nobles, pero saben disfrutar de una actuación. Y cuando les gusta cómo tocas, te invitan a copas. Esa era la verdadera razón por la que yo había ido al Eolio esa noche.
Manet fue a la barra a buscar un trapo húmedo con que limpiar la mesa para que pudiéramos echar otra partida de esquinas. Todavía no había vuelto cuando un joven caramillero ceáldico se acercó y nos preguntó si podía invitarnos a una ronda.
Sí podía, por supuesto. El caramillero llamó a una camarera que pasaba cerca y cada uno pidió lo que más le apetecía, además de una cerveza para Manet.
Bebimos, jugamos a cartas y escuchamos música. A Manet y a mí nos tocaron cartas malas y perdimos tres manos seguidas. Eso me deprimió un poco, pero no tanto como la inquietante sospecha de que Stanchion podía tener razón con lo que había dicho.
Un mecenas rico me habría solucionado muchos problemas. Hasta un mecenas pobre me habría proporcionado un poco de espacio para respirar, económicamente hablando. Al menos, tendría alguien a quien podría pedir prestado dinero en caso de apuro, en lugar de verme obligado a tratar con personajes peligrosos.
Mientras pensaba esas cosas, jugué mal y perdimos otra mano; ya llevábamos cuatro seguidas, y además con una prenda.
Manet me lanzó una mirada asesina mientras recogía las cartas.
– A ver si te aprendes esto antes de presentarte al examen de admisiones. -Levantó una mano apuntando con tres dedos hacia arriba-. Imagínate que tienes tres picas en la mano, y que ya han salido cinco picas. -Levantó la otra mano, extendiendo los cinco dedos-. ¿Cuántas picas hay en total? -Se recostó en la silla y se cruzó de brazos-. Tómate tu tiempo.
– Todavía no se ha recuperado del impacto de saber que Marie ha aceptado tomarse una copa contigo -dijo Wilem con aspereza-. A nosotros nos pasa lo mismo.
– A mí no -dijo Simmon-. Yo ya sabía que tenías encanto.
Nos interrumpió Lily, una de las camareras habituales del Eolio.
– ¿Qué pasa aquí? -nos preguntó, jovial-. ¿Habéis montado una fiesta?
– Lily -dijo Simmon-, si te invitara a tomar una copa, ¿te lo pensarías?
– Sí -contestó ella sin dudarlo-. Pero no mucho rato. -Le puso una mano en el hombro-. Estáis de suerte, chicos. Un admirador anónimo de la música os ha invitado a una ronda.
– Para mí, scutten -dijo Wilem.
– Aguamiel -dijo Simmon con una sonrisa.
– Yo me tomaré un sounten -dije yo. Manet arqueó una ceja.
– ¿Un sounten? -preguntó lanzándome una mirada-. Yo también. -Miró a la camarera con aire de complicidad y me apuntó con la barbilla-. A su cuenta, claro.
– ¿Seguro? -dijo Lily, y encogió los hombros-. Vuelvo enseguida.
– Ahora que nos has dejado a todos impresionados, ya puedes divertirte un poco, ¿no? -me dijo Simmon-. ¿No nos cantarías algo sobre un burro…?
– Por última vez: no -dije-. No quiero saber nada de Ambrose. No gano nada con seguir fastidiándolo.
– Le rompiste un brazo -apuntó Wil-. Creo que ya lo has fastidiado bastante.
– Él me rompió el laúd -repliqué-. Estamos en paces. Estoy dispuesto a olvidar el pasado.
– Y un cuerno -terció Sim-. Tiraste una libra de mantequilla rancia por su chimenea. Le aflojaste la cincha de la silla…
– ¡Manos negras! ¡Cállate ya! -dije mirando alrededor-. De eso ya hace casi un mes, y nadie sabe que fui yo excepto vosotros dos.
Y ahora Manet. Y todos los que están cerca.
Sim se puso muy colorado, y la conversación se detuvo hasta que Lily regresó con nuestras bebidas. El scutten de Wil venía en la tradicional taza de piedra. El dorado aguamiel de Sim brillaba en una copa alta. A Manet y a mí nos dio jarras de madera.
Manet sonrió.
– No recuerdo la última vez que pedí un sounten -caviló-. Y creo que nunca había pedido uno para mí.
– Yo nunca se lo había visto tomar a nadie -aportó Sim-. Kvothe se los pule como si nada. Tres o cuatro en una noche.
– ¿No lo saben? -me preguntó Manet arqueando una de sus pobladas cejas.
Negué con la cabeza y di un sorbo de mi jarra, sin saber si debía reírme o morirme de vergüenza.
Manet empujó su jarra hacia Simmon, que la cogió y bebió un sorbo. Frunció el entrecejo y dio otro.
– ¿Agua?
Manet asintió.
– Es un viejo truco de prostitutas. Estás charlando con una en la taberna del burdel, y quieres demostrarle que no eres como los demás. Tú eres un hombre refinado. Así que la invitas a una copa.
Estiró el brazo y recuperó su jarra.
– Pero ellas están trabajando. Ellas no quieren beber. Prefieren el dinero. Piden un sounten, un peveret o algo por el estilo. Tú pagas, el camarero le da a ella agua, y al final de la noche, la chica se reparte el dinero con la casa. Si sabe escuchar, una chica puede ganar tanto en la barra como en la cama.
– Aquí hacemos tres partes -intervine yo-. Un tercio para la casa, un tercio para el camarero y un tercio para mí.
– Pues te están timando -dijo Manet con franqueza-. El camarero debería obtener su parte de la casa.
– En Anker's nunca te he visto pedir un sounten -observó Sim.
– Debe de ser el aguamiel de Greysdale -apuntó Wil-. Allí lo pides mucho.
– Pero si yo he pedido Greysdale -objetó Sim-. Sabía a encurtidos y a meados. Además…
Manet terminó la frase por él:
– ¿Era más caro de lo que pensabas? No tendría mucho sentido montar tanto lío por lo que cuesta una cerveza pequeña, ¿no crees?
– Cuando pido Greysdale en Anker's, saben perfectamente lo que quiero decir -expliqué-. Si pidiera algo que no existiera, alguien podría descubrir el juego.
– Y tú ¿cómo lo sabes? -le pregunto Sim a Manet.
– Más sabe el diablo por viejo que por diablo -contestó.
Las luces empezaron a atenuarse y nos volvimos hacia el escenario.
Avanzaba la noche. Manet nos abandonó por pastos más verdes, y Wil, Sim y yo hicimos todo lo posible para mantener nuestra mesa limpia de vasos mientras los músicos que se habían divertido nos invitaban a una ronda tras otra. De hecho, nos invitaron a una cantidad escandalosa de copas. Muchas más de las que yo me habría atrevido a soñar.
Yo casi siempre pedía sounten, porque recoger dinero para pagar mi matrícula era el motivo principal por el que había ido al Eolio esa noche. Wil y Sim también pidieron varias rondas de sounten, ahora que ya conocían el truco. Y yo se lo agradecí por partida doble, pues de otro modo me habría visto obligado a llevarlos a casa en una carretilla.
Al final nos hartamos los tres de música, chismorreos, y, en el caso de Sim, de perseguir sin éxito a las camareras.
Antes de irnos, pasé a hablar un momento por la barra y le expliqué al camarero la diferencia entre una mitad y una tercera parte. Al final de la negociación, me embolsé un talento y seis iotas. La mayor parte de ese dinero provenía de las consumiciones a que los otros músicos me habían invitado esa noche.
Me guardé las monedas de la bolsa del dinero: «Tres talentos».
De mis negociaciones también saqué dos botellas de color marrón oscuro.
– ¿Qué es eso? -me preguntó Sim mientras yo me disponía a guardar las botellas en el estuche del laúd.
– Cerveza de Bredon -respondí, mientras colocaba los trapos con los que envolvía mi laúd para que las botellas no lo rozaran.
– Las Bredon -dijo Wil con desdén-. Parecen más gachas que cerveza.
– A mí no me gusta tener que masticar el licor -dijo Sim con una mueca.
– No está tan mala -dije poniéndome a la defensiva-. En los pequeños reinos las mujeres la beben cuando están embarazadas. Arwyl lo mencionó en una de sus conferencias. La fabrican con polen de flores, aceite de pescado y huesos de cereza. Tiene un montón de micronutrientes.
– No te juzgamos, Kvothe. -Wilem me puso una mano en el hombro y me miró consternado-. A Sim y a mí no nos importa que seas una preñada de Yll.
Simmon dejó escapar un resoplido, y el sonido le hizo soltar una carcajada.
Los tres juntos volvimos sin prisa a la Universidad, cruzando el alto arco del Puente de Piedra. Y como no había por allí nadie que pudiera oírnos, le canté «El asno erudito» a Sim.
Wil y Sim se marcharon, con algún tropezón, a sus habitaciones de las Dependencias. Pero yo no tenía ganas de acostarme y seguí paseando por las calles desiertas de la Universidad, disfrutando del fresco nocturno.
Pasé por delante de los oscuros escaparates de boticarios, sopladores de vidrio y encuadernadores. Atajé por una cuidada extensión de césped, y aspiré el limpio y polvoriento aroma de las hojas de otoño y de la verde hierba que había debajo. Casi todas las posadas y las casas de bebidas estaban a oscuras, pero en los burdeles había luces encendidas.
La piedra gris de la Casa de los Maestros adquiría un resplandor plateado bajo la luz de la luna. Dentro solo había una luz tenue que iluminaba la vidriera donde estaba representado Teccam en la postura clásica: descalzo ante la entrada de su cueva, hablando con un grupo de jóvenes alumnos.
Pasé por delante del Crisol. Sus incontables y puntiagudas chimeneas se destacaban, oscuras y casi todas sin humo, contra el cielo. Incluso por la noche olía a amoníaco y flores quemadas, a ácido y alcohol: un millar de olores mezclados que habían impregnado la piedra del edificio a lo largo de los siglos.
Por último, el Archivo. Un edificio de cinco plantas sin ventanas que me recordaban a una enorme roca de guía. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero vi la luz rojiza de las lámparas simpáticas que se filtraba por los bordes. Durante el proceso de admisiones, el maestro Lorren mantenía el Archivo abierto por la noche para que todos los miembros del Arcano pudieran estudiar cuanto quisieran. Todos los miembros del Arcano excepto uno, por supuesto.
Volví a Anker's y encontré la posada oscura y silenciosa. Tenía una llave de la puerta trasera, pero para no tropezar en la oscuridad me dirigí hacia un callejón cercano. Pie derecho en el barril del agua de lluvia, pie izquierdo en el alféizar de la ventana, mano izquierda en el bajante de hierro. Trepé sin hacer ruido hasta mi ventana de la tercera planta, abrí el cerrojo con un trozo de alambre y me metí dentro.
Estaba oscuro como boca de lobo, y yo me sentía demasiado cansado para ir a buscar lumbre a la chimenea de abajo. Así que toqué la mecha de la lámpara que tenía junto a la cama, y me manché un poco los dedos de aceite. Entonces murmuré un vínculo y noté que se me enfriaba el brazo al salir de él el calor. Al principio no pasó nada, y arrugué la frente, concentrándome para controlar el ligero aturdimiento producido por el alcohol. Se me enfrió más el brazo, tanto que me estremecí, pero al final la mecha se encendió.
Sintiendo frío, cerré la ventana y recorrí con la mirada la diminuta habitación con su techo inclinado y su estrecha cama. Sorprendido, comprobé que no habría querido estar en ningún otro sitio de los cuatro rincones. Casi me sentía en casa.
Quizá a vosotros no os parezca extraño, pero para mí sí lo era. Había crecido entre los Edena Ruh, y para mí, el hogar nunca había sido un lugar. El hogar era un grupo de carromatos y canciones alrededor de una hoguera. Cuando mataron a mi troupe, perdí algo más que a mi familia y a mis amigos de la infancia. Fue como si todo mi mundo hubiera ardido hasta los cimientos.
Tras casi un año en la Universidad, empezaba a sentir que pertenecía a ese lugar. Era una sensación extraña, ese cariño a un sitio. En cierto modo era reconfortante, pero el Ruh que llevaba dentro estaba inquieto, pues se rebelaba contra la idea de echar raíces como una planta.
Me quedé dormido preguntándome qué habría pensado mi padre de mí.