Llegué a la posada La Buena Blanca mucho después de la puesta de sol. La luz de las lámparas henchía los enormes ventanales de la posada y había una docena de caballos amarrados fuera, mascando en sus morrales. La puerta, abierta, arrojaba un rectángulo sesgado de luz sobre la calle oscura.
Pero algo iba mal. No me llegaba el agradable y enardecedor clamor que debería haberse oído por la noche en una posada abarrotada. No se oía ni un susurro, ni una palabra.
Preocupado, me acerqué un poco más. Por mi mente pasaban todos los cuentos de hadas que había oído. ¿Y si llevaba años lejos? ¿Décadas?
¿O se trataba de un problema más vulgar? ¿Había más bandidos de los que nosotros creíamos? ¿Habían regresado al campamento y lo habían encontrado destruido, y entonces habían ido a Crosson a vengarse?
Me acerqué a un ventanal, me asomé y vi qué era lo que pasaba.
En la posada había cuarenta o cincuenta personas sentadas a las mesas, en bancos y de pie junto a la barra. Todas las miradas estaban fijas en la chimenea.
Marten estaba sentado en el escalón, dando un largo trago.
– No podía dejar de mirar -continuó-. No quería dejar de mirar. Entonces Kvothe se puso delante de mí, tapándomela, y durante un segundo me liberé de su hechizo. Estaba empapado de un sudor tan denso y tan frío que era como si me hubieran echado un cubo de agua por encima. Intenté retenerlo, pero él se soltó y corrió hacia ella. -Su rostro denotaba un profundo pesar.
– Y ¿por qué no se llevó también al Adem y al grandullón? -preguntó un hombre con cara de halcón que estaba sentado cerca, en un rincón de la chimenea. Tamborileaba con los dedos sobre un maltrecho estuche de violín-. Si de verdad la hubierais visto, todos habríais corrido tras ella.
Un murmullo de aprobación recorrió la taberna.
Tempi, que estaba sentado en una mesa cercana, y al que detecté enseguida, pues llevaba la camisa de color rojo sangre, intervino diciendo:
– Cuando yo era pequeño, me entreno para tener control. -Levantó una mano y apretó con fuerza el puño para ilustrar sus palabras-. Herido. Hambriento. Sediento. Cansado. -Agitó el puño tras pronunciar cada una de esas palabras para expresar su dominio sobre ellas-. Mujeres. -En sus labios apareció un amago de sonrisa, y volvió a agitar el puño, pero sin la firmeza de las veces anteriores. Se oyeron risas-. Os digo esto. Si Kvothe no iba, quizá iba yo.
Marten asintió con la cabeza.
– Y nuestro otro amigo… -Carraspeó y apuntó al otro extremo de la estancia-. Hespe lo convenció para que se quedara.
Hubo más risas. Busqué con la mirada hasta dar con Dedan y Hespe. Me pareció que Dedan se esforzaba para no ruborizarse, pero sin mucho éxito. Hespe le puso una mano sobre la pierna con ademán posesivo y esbozó una sonrisa de satisfacción.
– Al día siguiente lo buscamos -prosiguió Marten, recuperando la atención del público-. Seguimos su rastro por el bosque. Encontramos su espada a medio kilómetro de la laguna. Debió de perderla con las prisas por alcanzarla. Su capa colgaba de una rama no lejos de allí.
Marten levantó la capa raída que yo le había comprado al calderero. Parecía que un perro rabioso se hubiera ensañado con ella.
– Estaba enganchada en una rama. Debió de deshacerse de ella para no perderla de vista. -Abstraído, frotó los bordes deshilachados-. Si hubiera sido de una tela más resistente, quizá él estaría entre nosotros esta noche.
Sé reconocer el momento de salir a escena. Entré por la puerta y noté que todos se volvían a mirarme.
– He encontrado otra capa mejor -dije-. Hecha por la propia Felurian. Y también tengo una historia que contar. Una historia que podréis contar a los hijos de vuestros hijos. -Sonreí.
Hubo un momento de silencio, y luego una barahúnda cuando todos empezaron a hablar a la vez.
Mis compañeros se quedaron mirándome fijamente, atónitos. Dedan fue el primero en recuperarse, y tras venir hasta mí, me sorprendió abrazándome bruscamente, con un solo brazo. Entonces me fijé en que llevaba el otro entablillado.
– ¿Te has metido en algún lío? -pregunté mirándole el brazo, mientras alrededor de nosotros crecía el alboroto.
Dedan negó con la cabeza.
– Hespe -resumió-. No le sentó muy bien que echara a correr detrás de aquella mujer feérica. Y me… convenció para que me quedara.
– ¿Te rompió el brazo? -Recordé que antes de marcharme había visto a Hespe inmovilizándolo en el suelo.
Dedan agachó la cabeza.
– Bueno, digamos que se sentó encima mientras yo intentaba escabullirme. -Compuso una sonrisa un tanto tímida-. Supongo que podríamos afirmar que lo rompimos entre los dos.
Le di una palmada en el hombro bueno y me reí.
– Qué tierno. Francamente conmovedor. -Habría continuado, pero la taberna había quedado en silencio. Todos nos miraban. Me miraban a mí.
Viendo a aquel grupo de gente, de pronto me desorienté. ¿Cómo puedo explicar…?
Ya os he dicho que no sé cuánto tiempo pasé en Fata. Pero había sido mucho. Había vivido tanto tiempo allí que había dejado de parecerme un lugar extraño. Había acabado por sentirme cómodo.
De nuevo en el mundo de los mortales, aquella taberna abarrotada me resultaba extraña. Qué raro era estar bajo techo y no a la intemperie. Los bancos y las mesas de madera, de gruesos tablones, parecían bastos y rudimentarios. La luz de las lámparas tenía un brillo artificial que me hacía daño a la vista.
Durante una eternidad solo había tenido la compañía de Felurian, y, comparada con ella, las personas que me rodeaban parecían raras. Me llamaba la atención el blanco de sus ojos. Olían a sudor, a caballos y a hierro amargo. Tenían una voz dura y aguda, y sus posturas eran rígidas y torpes.
Pero con eso solo estoy describiendo la superficie. Me sentía fuera de lugar en mi propia piel. Me molestaba muchísimo la ropa, y nada me habría gustado más que estar cómodamente desnudo. Las botas eran como una prisión. En la larga caminata hasta la Buena Blanca, había tenido que combatir constantemente el impulso de quitármelas.
Observando las caras que me rodeaban vi a una joven de no más de veinte años. Tenía un rostro dulce y los ojos azul claro. Sus labios parecían hechos para besar. Di un paso hacia ella, decidido a cogerla en brazos y…
Me paré en seco cuando empezaba a estirar un brazo para acariciarle el cuello, y sentí algo muy parecido al vértigo. Allí las cosas eran diferentes. Era evidente que el hombre que estaba sentado al lado de la joven era su marido. Eso era importante, ¿no? Parecía un hecho muy impreciso y distante. ¿Por qué no estaba ya besando a aquella mujer? ¿Por qué no iba desnudo, no comía violetas ni tocaba el laúd a cielo abierto?
Volví a pasear la mirada por la taberna y todo aquello me pareció sumamente ridículo. Aquella gente sentada en los bancos, con capas y más capas de ropa, comiendo con cuchillo y tenedor. Lo encontraba todo absurdo y artificioso. Era increíblemente gracioso. Parecía que estuvieran jugando a un juego y ni siquiera se dieran cuenta. Era como un chiste que hasta entonces no había entendido.
Me reí. No fue una risa atronadora, ni especialmente larga, pero sí aguda y desenfrenada y llena de un placer extraño. No era una risa humana, y recorrió la muchedumbre como el viento entre el trigo. Los que estaban lo bastante cerca para oírla se rebulleron en los asientos; unos me miraron con curiosidad, y otros, con miedo. Algunos se estremecieron y evitaron cruzar conmigo la mirada.
Me chocó su reacción, y me esforcé para controlarme. Inspiré hondo y cerré los ojos. Superé aquel momento de extraña desorientación, aunque seguía notando las botas duras y pesadas.
Cuando volví a abrir los ojos, vi que Hespe me observaba. Con voz vacilante, me dijo:
– Pareces estar… bien, Kvothe.
– Sí -dije con una amplia sonrisa.
– Creíamos que te habías… perdido.
– Creíais que había desaparecido -la corregí con dulzura, y fui hacia la chimenea, donde Marten estaba de pie-. Que había muerto en brazos de Felurian, o que erraba por el bosque, loco y destrozado por el deseo. -Los miré alternadamente-. ¿No es así?
Noté todas las miradas puestas en mí y decidí sacar el máximo partido de la situación.
– ¿Qué os creíais? Soy Kvothe. Soy Edena Ruh de nacimiento. He estudiado en la Universidad y puedo invocar al rayo como Táborlin el Grande. ¿De verdad pensasteis que Felurian me mataría?
– Pues sí -dijo una voz áspera desde el borde de la chimenea-. Si de verdad hubieras visto siquiera su sombra, estarías muerto.
Me volví y vi al violinista con cara de halcón.
– Disculpe, señor, ¿cómo dice?
– Deberías pedir disculpas a todos los que estamos aquí -me respondió con una voz cargada de desdén-. No sé qué esperas obtener de esto, pero no me creo que vierais a Felurian, no me creo nada.
– Hice algo más que verla, amigo mío -repliqué mirándolo a los ojos.
– Si fuera verdad, ahora estarías loco o muerto. Y aunque admito que quizá estés loco, no será por culpa de ningún hechizo feérico. -Se oyeron risas-. Hace más de veinte años que nadie la ve. Los seres feéricos se marcharon de aquí, y tú no eres Táborlin, digan lo que digan tus amigos. Seguro que solo eres un narrador astuto que pretende labrarse un nombre.
Aquella afirmación se acercaba peligrosamente a la verdad, y vi que algunos de los presentes me observaban con escepticismo.
Antes de que yo pudiera decir nada, Dedan saltó:
– Entonces, ¿cómo explicas su barba? Cuando se marchó, hace tres noches, tenía la cara lisa como las nalgas de un recién nacido.
– Eso dices tú -replicó el violinista-. Pensaba callar aunque no me hubiera creído ni la mitad de lo que nos habíais contado sobre esos bandidos o de que vuestro amigo había invocado al rayo. Pero me dije: «Seguramente su amigo murió y quieren que la gente lo recuerde contándonos un par de historias portentosas».
Miró por encima de su nariz rota adónde estaba sentado Dedan.
– Pero la verdad es que habéis llegado demasiado lejos. No es muy sensato contar mentiras sobre los seres feéricos. No me gusta que vengan aquí unos forasteros y les llenen la cabeza de tonterías a mis amigos. Haced el favor de callaros. Ya os hemos oído bastante por esta noche.
Cuando hubo terminado de hablar, el violinista abrió el maltrecho estuche que tenía a su lado y sacó su instrumento. Para entonces la atmósfera de la habitación se había vuelto vagamente hostil, y más de uno me miraba con resentimiento.
– Escúchame, so… -farfulló Dedan, furioso. Hespe dijo algo y trató de hacer que se sentara, pero Dedan la apartó-. No. No voy a permitir que me llamen mentiroso. Alveron nos envió aquí a dar escarmiento a esos bandidos. Y nosotros hicimos nuestro trabajo. No espero que me reciban con un desfile, pero tampoco pienso permitir que me llamen mentiroso. Nosotros matamos a esos desgraciados. Y después vimos a Felurian. Y Kvothe se marchó con ella.
Dedan recorrió la taberna con mirada agresiva, deteniéndose en el violinista.
– Esa es la verdad y lo juro por mi buena mano derecha. Si alguien quiere llamarme mentiroso, podemos resolverlo con los puños ahora mismo.
El violinista cogió su arco y miró a Dedan a los ojos. Tocó una nota chirriante.
– Mentiroso.
Dedan se lanzó hacia él mientras la gente apartaba las sillas y dejaba espacio para la pelea. El violinista se levantó despacio. Era más alto de lo que me había parecido; tenía el pelo corto y entrecano, y las cicatrices de los nudillos delataban que sabía defenderse con los puños.
Conseguí ponerme delante de Dedan y me incliné hacia él, hablándole al oído:
– ¿Seguro que quieres pelear con el brazo roto? Si te lo retuerce, te pondrás a gritar y harás el ridículo delante de Hespe.
Noté que se relajaba un poco y lo empujé suavemente hacia su silla. Dedan se dejó llevar, pero no estaba nada contento.
– … algo aquí-oí decir a una mujer detrás de mí-. Si quieres pelearte con alguien, te lo llevas afuera y no te molestes en volver a entrar. No te pago para que te pelees con los clientes. ¿Me has oído?
– No te pongas así, Blanca -dijo el violinista para tranquilizar a la mujer-. Solo estaba mostrándole un poco los dientes. Ha sido él el que se ha ofendido. No puedes reprocharme que me ría de ellos con las historias que cuentan.
Me di la vuelta y vi al violinista dando explicaciones a una airada mujer de mediana edad. Era un palmo más baja que él, y tuvo que ponerse de puntillas para hincarle un dedo en el pecho.
Entonces fue cuando oí una voz a mi lado que exclamaba:
– Madre de Dios, Seb. ¿Has visto eso? ¡Mira! Se mueve sola.
– Estás borracho como una cuba. Solo es el viento.
– Esta noche no sopla viento. Se mueve sola. ¡Mira!
Era mi shaed, por supuesto. Varias personas más se habían fijado en que ondulaba suavemente, movido por una brisa inexistente. Me pareció un efecto bastante bonito, pero me di cuenta de que la gente se estaba alarmando. Una o dos personas alejaron sus sillas de mí, inquietas.
Blanca tenía los ojos clavados en mi shaed, que seguía ondeando con suavidad; vino hacia mí y se paró enfrente.
– ¿Qué es eso? -me preguntó con solo una pizca de miedo en la voz.
– Nada que deba preocuparla -respondí con tranquilidad, y le acerqué un pliegue para que lo examinara-. Es mi capa de sombra. Me la hizo Felurian.
El violinista dejó escapar un ruidito de desdén.
Blanca le lanzó una mirada fulminante y acarició mi capa tímidamente con una mano.
– Es muy suave -murmuró, y levantó la cabeza. Cuando nuestras miradas se encontraron, puso cara de sorpresa y exclamó-: ¡Pero si eres el chico de Losi!
Antes de poder preguntarle qué quería decir, oí otra voz de mujer que preguntaba:
– ¿Qué pasa?
Me di la vuelta y vi a una camarera pelirroja que se acercaba hacia nosotros. Era la misma que me había hecho pasar tanta vergüenza en nuestra primera visita a la Buena Blanca.
– ¡Es tu chico, aquel de la cara fina de hace tres ciclos! -dijo Blanca apuntándome con la barbilla-. ¿No te acuerdas de que me lo señalaste? Con la barba no lo había reconocido.
Losi se puso delante de mí. Unos rizos de un rojo intenso le acariciaban la piel pálida y desnuda de los hombros. Sus peligrosos ojos verdes recorrieron mi shaed y ascendieron lentamente hasta mi cara.
– Sí, es él -confirmó mirando de reojo a Blanca-. Con barba o sin ella.
Dio otro paso adelante, apretándose casi contra mí.
– Los chicos siempre se dejan barba para parecer más hombres. -Sus brillantes ojos color esmeralda se clavaron en los míos esperando verme sonrojarme y farfullar, tal como había hecho la vez anterior.
Pensé en todo lo que había aprendido con Felurian, y sentí que aquella risa extraña y salvaje volvía a brotar en mí. La reprimí lo mejor que pude, pero noté que daba volteretas dentro de mí cuando miré a la camarera a los ojos y sonreí.
Losi dio un paso atrás, asustada, y se puso colorada hasta las orejas.
Blanca vio que se tambaleaba y la sujetó.
– ¿Qué te pasa, muchacha?
Losi desvió la mirada.
– Míralo, Blanca. Míralo bien. Tiene un aire fata. Mírale los ojos.
Blanca escudriñó mi rostro, intrigada; entonces también ella se ruborizó un poco y cruzó los brazos ante el pecho, como si yo la hubiera visto desnuda.
– Señor misericordioso -dijo con un hilo de voz-. Entonces es todo cierto, ¿no?
– Hasta la última palabra -confirmé.
– ¿Cómo lograste huir de ella? -me preguntó Blanca.
– ¡Por favor, Blanca! -saltó el violinista, incrédulo-. No irás a creerte los cuentos de ese cachorro, ¿verdad?
Losi se dio la vuelta y, enfurecida, dijo:
– Se nota cuándo un hombre sabe tratar a una mujer, Ben Crayton. Ya sé que tú no entiendes de eso. Cuando este muchacho estuvo aquí hace un par de ciclos, me gustó su cara y pensé que no estaría mal retozar un poco con él. Pero cuando intenté camelármelo… -Dejó la frase inacabada, como si no encontrara las palabras.
– Ya me acuerdo -dijo un hombre que estaba junto a la barra-. Cómo me reí. Creí que iba a mearse encima. No pudo decirle ni una palabra.
El violinista encogió los hombros.
– ¿Y qué? Después conoció a la hija de algún granjero. Eso no significa…
– Cállate, Ben -dijo Blanca con voz autoritaria pero serena-. Algo ha cambiado en él, y no tiene nada que ver con la barba. -Escudriñó mi cara-. Tienes razón, chica. Tiene un aire fata. -El violinista fue a decir algo más, pero Blanca lo fulminó con la mirada-. Cállate o lárgate. No quiero peleas aquí esta noche.
El violinista miró alrededor y comprobó que no tenía aliados. Colorado y enfurruñado, recogió su violín y salió de la taberna.
Losi volvió a acercarse a mí, recogiéndose el pelo.
– ¿Era tan hermosa como dicen? -Alzó la barbilla, orgullosa-. ¿Más hermosa que yo?
Titubeé un momento, y luego dije en voz baja:
– Era Felurian, la más hermosa de todas. -Estiré un brazo para acariciarle un lado del cuello, donde su rojo cabello iniciaba la cascada de rizos; me incliné hacia delante y le susurré siete palabras al oído-: Pero a ella le faltaba tu fuego.
Y me amó por esas siete palabras, y su orgullo quedó a salvo.
– ¿Cómo conseguiste huir? -me preguntó Blanca.
Recorrí la estancia con la mirada y noté que todos estaban pendientes de mí. Aquella salvaje risa fata volvió a cabriolear dentro de mí. Compuse una sonrisa perezosa. Mi shaed se infló.
Fui hasta el centro de la estancia, me senté en el escalón de la chimenea y les conté la historia.
O mejor dicho: les conté una historia. Si les hubiera contado toda la verdad, no me habrían creído. ¿Que Felurian me había dejado marchar porque yo tenía una canción como rehén? Sencillamente, aquello no encajaba con el guión clásico.
Así pues, lo que les conté era más parecido a la historia que ellos esperaban oír. En esa versión, yo perseguía a Felurian hasta Fata. Nuestros cuerpos se enredaban y se amaban en el claro crepuscular. Luego, mientras descansábamos, yo le tocaba música ligera para hacerla reír, música misteriosa para fascinarla, música dulce para hacerla llorar.
Pero cuando intenté marcharme de Fata, ella no me dejó. Apreciaba demasiado mi… maestría.
Supongo que no debería andarme con remilgos. Insinué con bastante claridad que Felurian me valoraba mucho como amante. No puedo disculpar ese comportamiento; únicamente puedo decir que era un joven de dieciséis años, orgulloso de mis habilidades recién adquiridas y un poco jactancioso.
Les conté que Felurian había intentado retenerme en Fata, que habíamos mantenido un duelo mágico. Para esa parte copié un poco a Táborlin el Grande. Añadí fuego y rayos.
Al final vencí a Felurian, pero le perdoné la vida. Ella, agradecida, me tejió aquella capa feérica, me enseñó magias secretas y me regaló una hoja de plata como prenda de su favor. La hoja de plata me la inventé, por supuesto. Pero si Felurian no me hubiera hecho tres regalos, no habría sido una historia como es debido.
En resumen, una buena historia. Y si bien no era del todo cierta… bueno, al menos contenía parte de verdad. Diré, en mi defensa, que habría podido prescindir por completo de la verdad y haberles contado una historia mucho mejor. Las mentiras son más fáciles, y casi siempre tienen más sentido.
Losi no dejó de mirarme durante mi relato, y me pareció que lo interpretaba todo como un desafío a la destreza de las mujeres mortales. Cuando terminé de contar mi historia, reivindicó su derecho sobre mí y me llevó a su habitación del último piso de la Buena Blanca.
Aquella noche dormí muy poco, y Losi estuvo más cerca de matarme de lo que había estado Felurian jamás. Resultó una compañera deliciosa, tan maravillosa como Felurian.
Pero ¿cómo es posible?, os preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian?
Si lo pensáis en términos musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular. Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el último piso de una posada. Cada mujer es como un instrumento, y espera que la entiendan, la amen y la toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su verdadera música.
Habrá quien se ofenda con esta manera de ver las cosas, si no entiende cómo concibe la música un artista de troupe. Habrá quien piense que degrado a las mujeres. Habrá quien me considere insensible, grosero o zafio.
Pero esos no entienden el amor, ni la música, ni me entienden a mí.