Regalé mi ficha de admisiones a Fela y le dije que esperaba que le diera buena suerte. Y así terminó el bimestre de invierno.
De pronto, tres cuartas partes de mi vida desaparecieron sin más. Ya no tenía clases con las que ocupar mi tiempo, ni turnos en la Clínica que cumplir. No podía sacar materiales de Existencias, utilizar las herramientas de la Factoría ni entrar en el Archivo.
Al principio la situación no parecía muy grave. Las Fiestas del Solsticio de Invierno me proporcionaban una estupenda distracción, y sin la preocupación por el trabajo y el estudio tenía libertad para hacer lo que se me antojara y pasar todo el tiempo que quisiera en compañía de mis amigos.
Entonces empezó el bimestre de primavera. Mis amigos seguían allí, pero estaban ocupados con sus estudios. Cruzaba el río muy a menudo. Seguía sin encontrar a Denna, pero Deoch y Stanchion siempre estaban dispuestos a compartir una copa y un poco de conversación.
También estaba Threpe, y aunque a veces me instaba a que fuera a cenar a su casa, me daba cuenta de que no lo decía con mucho entusiasmo. Mi juicio tampoco había gustado a la gente de ese lado del río, y todavía se comentaba. No volvería a ser bien recibido en ningún círculo social respetable hasta pasado mucho tiempo, o nunca.
Me planteé la posibilidad de marcharme de la Universidad. Sabía que la gente se olvidaría del juicio más deprisa si no me veía por allí. Pero ¿adónde podía ir? Lo único que se me ocurría era ir a Yll con la vana esperanza de ver a Denna. Pero sabía que eso no era más que un delirio.
Como no necesitaba ahorrar dinero para la matrícula, fui a saldar mi deuda con Devi, pero por primera vez no la encontré en su casa.
Pasé unos días muy nervioso. Incluso deslicé varias notas de disculpa por debajo de su puerta, hasta que me enteré por Mola de que Devi estaba de vacaciones y regresaría pronto.
Pasaban los días. Yo seguía sin hacer nada mientras, poco a poco, el invierno se retiraba de la Universidad. Ya no se formaba escarcha en las esquinas de los cristales de las ventanas, los ventisqueros se reducían y en los árboles empezaron a aparecer los primeros brotes. Llegó el día en que Simmon alcanzó a ver la primera pierna desnuda bajo la ondulación de un vestido, y declaró oficialmente inaugurada la primavera.
Una tarde, mientras estaba sentado bebiendo metheglin con Stanchion, Threpe entró por la puerta rebosante de entusiasmo. Me agarró por el brazo y me llevó a un reservado del segundo piso; parecía que fuera a estallar si no soltaba pronto la noticia que traía.
Entrelazó las manos encima de la mesa.
– Como no hemos tenido mucha suerte buscándote un mecenas por los alrededores, empecé a echar mis redes un poco más allá. Está muy bien tener un mecenas cerca. Pero si cuentas con el apoyo de un noble muy influyente, en realidad no importa dónde resida.
Asentí. Mi troupe había deambulado por los cuatro rincones bajo la protección del nombre de lord Greyfallow.
– ¿Has estado alguna vez en Vintas? -me preguntó Threpe sonriendo.
– Es posible -contesté. Al ver su expresión de perplejidad, expliqué-: De pequeño viajé bastante. No recuerdo si alguna vez llegamos tan al este.
Asintió.
– ¿Sabes quién es el maer Alveron?
Lo sabía, pero era evidente que Threpe se moría de ganas de decírmelo él mismo.
– Creo que recuerdo algo… -dije con vaguedad.
– ¿Conoces la expresión «más rico que el rey de Vint»? -me preguntó sonriendo.
Afirmé con la cabeza.
– Pues es él. Sus tatarabuelos fueron los reyes de Vint, antes de que se impusiera el imperio convirtiendo a todos a la ley del hierro y al Libro del camino. Si no llega a ser por unos cuantos caprichos del destino una docena de generaciones atrás, los Alveron serían ahora la familia real de Vintas, y no los Calanthi, y mi amigo el maer sería el rey.
– ¿Tu amigo? -dije con interés-. ¿Conoces al maer Alveron?
Threpe hizo un gesto vacilante.
– Llamarlo amigo quizá sea exagerar un poco -admitió-. Mantenemos correspondencia desde hace unos años, intercambiamos noticias de nuestros diferentes rincones del mundo y nos hacemos algún que otro favor. Sería más apropiado decir que somos conocidos.
– Un conocido excepcional. ¿Cómo es?
– Sus cartas son muy educadas. Nunca se da importancia, pese a que su rango es superior al mío -dijo Threpe con modestia-. Lo único que le falta para ser rey es el título y la corona. Cuando se formó Vintas, su familia se negó a renunciar a sus plenos poderes. Eso significa que el maer tiene autoridad para hacer prácticamente todo lo que puede hacer el propio rey Roderic: conceder títulos, reclutar un ejército, acuñar moneda, recaudar impuestos…
Threpe agitó bruscamente la cabeza.
– Me estoy yendo por las ramas -dijo, y empezó a buscar en sus bolsillos-. Ayer recibí una carta suya.
Sacó un trozo de papel, lo desdobló, carraspeó y empezó a leer:
– «Sé que vives rodeado de poetas y músicos y yo necesito a un joven con elocuencia. Aquí, en Severen, no encuentro a nadie adecuado. Y si tengo que decir la verdad, preferiría al mejor.
»Por encima de todo debe tener don de palabra; quizá me convendría algún tipo de músico. Dicho eso, desearía que fuera inteligente, de habla educada, buenas maneras, cortés y discreto. Supongo que cuando leas esta lista comprenderás que hasta ahora no haya encontrado a esa persona. Si por azar conoces a un hombre con esas raras cualidades, aliéntale a que venga a visitarme.
»Te diría qué tarea pienso encomendarle, pero se trata de un asunto privado…»
Threpe siguió leyendo la carta en silencio.
– Sigue un poco. Luego dice: «Respecto al asunto que he mencionado antes, tengo cierta prisa. Si no hay nadie adecuado en Imre, te agradecería que me enviaras una carta por correo. Si encuentras algún candidato y me lo envías, pídele que no se demore». -Volvió a revisar las líneas, moviendo los labios en silencio-. Eso es todo -dijo por fin, y se guardó la carta en un bolsillo-. ¿Qué te parece?
– Es para mí un gran…
– Sí, sí. -Agitó una mano, impaciente-. Te sientes halagado.
Ahórrate todo eso. -Se inclinó hacia delante, muy serio-. ¿Lo harás? ¿Te permitirán tus estudios -hizo un ademán desdeñoso hacia el oeste, hacia la Universidad- ausentarte durante una estación?
Carraspeé.
– De hecho, me estaba planteando tomarme un descanso de mis estudios.
El conde sonrió de oreja a oreja y golpeó el brazo de su butaca.
– ¡Estupendo! -dijo riendo-. ¡Creía que tendría que arrancarte de tu preciosa Universidad como si fueras un penique encerrado en el puño de un mendigo muerto! Esto es una oportunidad maravillosa, supongo que te das cuenta. De las que pasan una vez en la vida. -Me guiñó un ojo-. Además, un joven como tú difícilmente encontraría mejor mecenas que un noble más rico que el rey de Vint.
– Sí, tienes parte de razón -admití en voz alta. Y pensé: «¿Qué mejor ayuda podría encontrar para investigar a los Amyr?».
– Tengo toda la razón -dijo Threpe riendo-. ¿Cuándo crees que podrías partir?
– ¿Mañana? -dije encogiendo los hombros.
Threpe arqueó una ceja.
– No dejas mucho tiempo para que el polvo se asiente, ¿verdad?
– En su carta dice que tiene prisa, y prefiero llegar pronto que tarde.
– Cierto, cierto. -Sacó un reloj de engranajes de su bolsillo, lo miró, suspiró y lo cerró-. Esta noche voy a tener que redactar una carta de presentación, aunque eso me quite horas de sueño.
– Todavía no ha oscurecido -dije mirando por la ventana-. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?
– ¡Uf! -dijo Threpe, contrariado-. Escribo despacio, sobre todo cuando se trata de una carta para alguien tan importante como el maer. Además tengo que describirte, lo cual no va a resultar nada fácil.
– Pues déjame ayudarte -propuse-. No quiero que pierdas horas de sueño por mi culpa. -Sonreí-. Además, si en algo estoy versado es en enumerar mis propias cualidades.
Al día siguiente me despedí apresuradamente de todas las personas que conocía en la Universidad. Wilem y Simmon me estrecharon la mano con sincero cariño y Auri me dijo adiós con la mano alegremente.
Kilvin gruñó un poco sin levantar la vista de la inscripción que estaba haciendo y me dijo que anotara cualquier idea que tuviese para la lámpara de llama perpetua durante mi ausencia. Arwyl me lanzó una mirada larga y penetrante a través de las gafas y me aseguró que a mi regreso encontraría una plaza en la Clínica.
La reacción de Elxa Dal fue alentadora comparada con la actitud reservada de los otros maestros. Rió y confesó que estaba un poco celoso de mi libertad. Me aconsejó que aprovechara bien cualquier ocasión descabellada que se me presentara. Sin duda, dijo, mil quinientos kilómetros bastarían para mantener en secreto mis aventuras.
Busqué a Elodin, pero no tuve suerte, y decidí deslizar una nota por debajo de la puerta de su despacho. Aunque dado que nunca lo utilizaba, quizá tardara meses en encontrarla.
Me compré un macuto nuevo y unas cuantas cosas más que un simpatista siempre debe llevar: cera, cordel y alambre, aguja y tripa. No me fue muy difícil meter mi ropa, porque no tenía mucha.
Mientras recogía mis cosas, me di cuenta de que no podía llevármelo todo. Eso me produjo una pequeña conmoción. Durante años siempre había podido llevarme conmigo cuanto poseía, y la mayoría de las veces me había sobrado una mano.
Pero desde que me instalara en aquella pequeña buhardilla, había empezado a acumular retazos y proyectos inacabados. Contaba con el lujo de dos mantas. Había hojas con anotaciones, un trozo circular de estaño a medio inscribir de la Factoría, un reloj de engranajes roto que había desmontado para ver si podía arreglarlo.
Terminé de cargar mi macuto y metí todo lo demás en el baúl que había a los pies de mi cama. Unas cuantas herramientas viejas, un trozo de pizarra roto que utilizaba para los cifrados, una cajita de madera con el puñado de pequeños tesoros que me había regalado Auri…
Bajé y pregunté a Anker si le importaba guardar mis posesiones en el sótano hasta mi regreso. Anker admitió, con cierta culpabilidad, que antes de que yo me instalara allí, la diminuta habitación con el techo inclinado llevaba años vacía, y que solo la había utilizado como almacén. No le importaba no volver a alquilarla si le prometía que a mi regreso seguiría en pie nuestro acuerdo: habitación a cambio de música. Accedí de buen grado; me colgué el estuche del laúd del hombro y salí por la puerta.
No me sorprendió mucho encontrar a Elodin en el Puente de Piedra. A esas alturas, me sorprendían muy pocas cosas del maestro nominador. Estaba sentado en el parapeto de piedra del puente, de un metro de alto, balanceando los pies descalzos por encima del río, que discurría treinta metros más abajo.
– Hola, Kvothe -dijo sin desviar la mirada de las aguas revueltas.
– Hola, maestro Elodin -respondí-. Me temo que voy a tener que marcharme de la Universidad durante un bimestre o dos.
– ¿De verdad lo temes? -Detecté un susurro de regocijo en su voz, serena y resonante.
Tardé un momento en darme cuenta de a qué se refería.
– Es solo una forma de hablar.
– Nuestras formas de hablar son como dibujos de nombres. Nombres vagos, débiles, pero nombres al fin y al cabo. Ten cuidado con ellos. -Levantó la cabeza y me miró-. Siéntate un momento a mi lado.
Empecé a ofrecer una excusa, pero entonces vacilé. Al fin y al cabo, Elodin era mi padrino. Dejé el laúd y el macuto en el suelo del puente. En el rostro infantil de Elodin apareció una sonrisa cariñosa; dio unas palmaditas en el parapeto de piedra, ofreciéndome asiento.
Miré por encima del borde con una pizca de ansiedad.
– Prefiero no sentarme, maestro Elodin.
– La prudencia le aviene al arcanista. La seguridad en sí mismo le aviene al nominador. El temor no se aviene con ninguno de los dos. No se aviene contigo. -Dio otra palmada en la piedra, esa vez más firme.
Me subí con cuidado al parapeto y pasé los pies al otro lado. La vista era espectacular, estimulante.
– ¿Ves el viento?
Lo intenté. Por un momento me pareció que… No. No era nada. Negué con la cabeza.
Elodin encogió los hombros con desenfado, aunque creí percibir una pizca de decepción.
– Este es un buen sitio para un nominador. Dime por qué.
Miré alrededor.
– Viento amplio, agua impetuosa, piedra vieja.
– Buena respuesta. -Detecté un placer genuino en su voz-. Pero hay otra razón. En otros sitios también hay piedra, agua y viento. ¿Qué hace que este sea diferente?
Pensé un momento, miré alrededor y meneé la cabeza.
– No lo sé.
– Otra buena respuesta. Recuérdala.
Me quedé esperando a que continuara. Como no lo hizo, pregunté:
– ¿Por qué es un buen sitio?
Elodin se quedó contemplando el agua largo rato antes de contestar:
– Es un borde. Es un lugar elevado con la posibilidad de caer. Las cosas se ven más fácilmente desde los bordes. El peligro despierta la mente dormida. Hace que veamos claras algunas cosas. Para ser nominador hay que ver las cosas.
– ¿Y la caída? -pregunté.
– Si te caes, te caes -dijo Elodin encogiendo los hombros-. A veces, caer también nos enseña cosas. En los sueños, muchas veces caes antes de despertar.
Nos quedamos un rato callados, absortos en nuestros pensamientos. Cerré los ojos y traté de escuchar el nombre del viento. Oía el agua bajo el puente y notaba la piedra bajo las palmas de mis manos. Nada más.
– ¿Sabes qué decían antes cuando un alumno se tomaba un descanso de un bimestre y se marchaba de la Universidad? -preguntó Elodin.
Negué con la cabeza.
– Decían que iba a perseguir el viento -dijo riendo.
– Ya he oído esa expresión.
– Ah, ¿sí? ¿Y qué te pareció que significaba?
Hice una pausa para escoger mis palabras.
– Me pareció que tenía connotaciones frívolas. Como si los alumnos corrieran por ahí sin propósito.
Elodin asintió con la cabeza.
– La mayoría de los alumnos se marchan por motivos frívolos, o para entregarse a frivolidades. -Se inclinó hacia delante para mirar hacia abajo en línea recta-. Pero no siempre significó eso.
– ¿No?
– No. -Volvió a enderezarse-. Hace mucho tiempo, cuando todos los alumnos aspiraban a ser nominadores, las cosas eran diferentes. -Se chupó un dedo y lo levantó-. El nombre que se animaba a buscar a la mayoría de los nominadores novatos era el del viento. Después de encontrar ese nombre, su mente dormida despertaba y era más fácil encontrar otros nombres.
»Pero a algunos alumnos les costaba encontrar el nombre del viento. Aquí había pocos bordes, poco riesgo. Por eso se marchaban a tierras salvajes, incultas. Buscaban fortuna, tenían aventuras, perseguían secretos y tesoros… -Me miró-. Pero en realidad lo que buscaban era el nombre del viento.
Vimos llegar a alguien al puente e interrumpimos nuestra conversación. Era un hombre moreno, de rostro avinagrado. Nos miró de reojo sin volver la cabeza, y al pasar detrás de nosotros intenté no pensar en lo poco que le habría costado darme un empujón y tirarme del puente.
Pasó de largo. Elodin dio un hondo suspiro y continuó:
– Las cosas han cambiado. Ahora todavía hay menos bordes que antes. El mundo es menos salvaje. Hay menos magia, más secretos, y solo un puñado de personas que saben el nombre del viento.
– Usted lo sabe, ¿verdad? -pregunté.
Elodin asintió.
– Cambia de un lugar a otro, pero yo sé escuchar y detectar sus transformaciones. -Rió y me dio unas palmadas en la espalda-. Debes irte. Persigue el viento. No temas los riesgos que puedan aparecer. -Sonrió-. Con moderación.
Pasé las piernas por encima del parapeto, salté al puente y volví a colgarme el laúd y el macuto del hombro. Pero cuando ya había echado a andar hacia Imre, la voz de Elodin me detuvo:
– Kvothe.
Me di la vuelta y vi a Elodin inclinado hacia delante por el borde del puente. Sonreía como un colegial.
– Escupe. Trae buena suerte.
Devi me abrió la puerta y me miró con unos ojos como platos.
– Dios mío -dijo, y se llevó una hoja de papel al pecho con gesto teatral. Reconocí la hoja: era una de las notas que le había deslizado por debajo de la puerta-. Pero si es mi admirador secreto.
– Quería liquidar mi préstamo -dije-. Vine cuatro veces.
– Te conviene andar -dijo ella sin compadecerse lo más mínimo de mí; me hizo señas para que entrara y cerró la puerta con cerrojo. La habitación olía a…
Olfateé un poco.
– ¿A qué huele? -pregunté.
Devi adoptó una expresión compungida.
– Tendría que oler a pera.
Dejé el estuche del laúd y el macuto en el suelo y me senté a la mesa. Pese a todos mis esfuerzos, se me fueron los ojos hacia el círculo negro del tablero.
Devi se apartó el cabello rubio rojizo de la cara y me miró a los ojos.
– ¿Quieres la revancha? -me preguntó esbozando una sonrisa-. Volveré a ganarte, con gram o sin gram. Puedo ganarte dormida.
– Confieso que siento curiosidad -dije-, pero prefiero ocuparme de nuestros negocios.
– Muy bien -dijo ella-. ¿De verdad vas a pagármelo todo? ¿Has encontrado por fin un mecenas?
– No, pero me ha surgido una oportunidad interesante. La oportunidad de conseguir un muy buen mecenas. -Hice una pausa-. En Vintas.
– Eso está muy lejos -dijo ella arqueando una ceja-. Me alegro de que hayas pasado para saldar tu deuda antes de largarte a la otra punta del mundo. Quién sabe cuándo volverás.
– Sí, desde luego -dije-. Pero… económicamente me encuentro en una situación un tanto precaria.
Devi empezó a menear la cabeza antes de que hubiera terminado la frase.
– Ni hablar. Ya me debes nueve talentos. No pienso prestarte más dinero el día que te marchas de la ciudad.
Levanté ambas manos a la defensiva.
– Me has interpretado mal -dije. Abrí la bolsa y la vacié sobre la mesa. Entre los talentos y las iotas estaba también el anillo de Denna, que rodó por la mesa. Lo atrapé antes de que cayera por el borde.
Señalé el montón de monedas que tenía delante, poco más de trece talentos.
– Este es todo el dinero que tengo -expuse-. Lo necesito para llegar a Severen cuanto antes. Mil quinientos kilómetros y alguno más. Eso significa pasaje en al menos un barco. Comida. Alojamiento. Dinero para diligencias o para adquirir una carta de postas.
Mientras enumeraba esas cosas, fui deslizando monedas de un lado de la mesa al otro.
– Cuando por fin llegue a Severen, tendré que comprarme ropa para poder moverme por la corte sin parecer el músico andrajoso que soy en realidad. -Deslicé más monedas.
Señalé las pocas monedas restantes del primer montoncito.
– Con eso no tengo suficiente para saldar mi deuda contigo.
Devi me observaba por encima de sus manos, que mantenía juntas por las yemas de los dedos.
– Entiendo -dijo con seriedad-. Tenemos que encontrar un método alternativo para que saldes tu deuda.
– Mi idea es esta -planteé-: puedo dejarte una garantía hasta mi regreso.
Devi deslizó brevemente la mirada hacia el elegante estuche de mi laúd.
– No, mi laúd no -me apresuré a decir-. Lo necesito.
– Entonces, ¿qué? -me preguntó-. Siempre me has dicho que no tenías nada que ofrecer como garantía.
– Tengo algunas cosas -dije hurgando en mi macuto, del que extraje un libro.
El rostro de Devi se iluminó. Entonces leyó el título grabado en el lomo.
– ¿Retórica y lógica? -Hizo una mueca.
– Ya, yo opino lo mismo -dije-. Pero tiene cierto valor. Sobre todo para mí. Además… -Metí la mano en un bolsillo de mi capa y saqué una lámpara de mano-. También tengo esto. Una lámpara simpática diseñada por mí. Tiene un haz concentrado y un regulador de intensidad.
Devi la cogió de encima de la mesa.
– Ya me acuerdo -dijo-. Una vez me dijiste que no podías dármela porque le habías hecho una promesa a Kilvin. ¿Qué ha pasado?
Esbocé una brillante sonrisa, en dos tercios falsa.
– De hecho, esa promesa es lo que convierte a esta lámpara en una garantía perfecta -dije-. Si le llevas esta lámpara a Kilvin, estoy seguro de que te pagará una cifra muy generosa solo para alejarla… -carraspeé- de manos poco escrupulosas.
Devi le dio al regulador distraídamente con el pulgar, girándolo de tenue a intenso y a la inversa.
– Y supongo que me impondrías eso como condición, ¿no? Que se la devolviera a Kilvin.
– Qué bien me conoces -dije-. Es casi bochornoso.
Devi dejó la lámpara sobre la mesa, junto a mi libro, e inspiró bruscamente por la nariz.
– Un libro que únicamente tiene valor para ti -dijo- y una lámpara que únicamente tiene valor para Kilvin. -Sacudió la cabeza-. No es una oferta muy atractiva.
Con mucho dolor, me llevé una mano al hombro, desenganché mi caramillo de plata y lo puse también sobre la mesa.
– Esto es de plata -dije-. Y cuesta mucho conseguirlo. Además, te permite entrar gratis en el Eolio.
– Ya sé qué es. -Devi lo cogió y lo examinó con mirada calculadora. Entonces soltó-: He visto que también tenías un anillo.
Me quedé helado.
– Eso no puedo dártelo. No es mío.
– Lo tienes en el bolsillo, ¿verdad? -dijo riendo, y chasqueó los dedos-. Venga, déjame verlo.
Me saqué el anillo del bolsillo, pero no se lo di.
– He tenido muchos problemas por culpa de este anillo -dije-. Se lo quitó Ambrose a una amiga mía. Estoy esperando la ocasión para devolvérselo.
Devi permaneció callada, con el brazo estirado y la palma hacia arriba. Le puse el anillo en la mano.
Devi acercó el anillo a la lámpara; se inclinó hacia delante y entrecerró un ojo, exagerando su carita de duende.
– La piedra es muy bonita -observó.
– El engarce es nuevo -dije con abatimiento.
Devi puso el anillo con cuidado encima del libro, junto a mi caramillo y mi lámpara de mano.
– Este es el trato que te propongo -dijo-. Me quedo todo esto como garantía contra tu deuda actual de nueve talentos. El acuerdo seguirá vigente durante un año.
– Un año y un día -dije.
Devi torció una comisura de la boca sin llegar a sonreír.
– Cómo te gustan los cuentos de hadas. Está bien. Esto aplaza tu pago durante un año y un día. Si transcurrido ese tiempo no me has pagado, perderás estos artículos y consideraremos saldada tu deuda. -Afiló la sonrisa-. Aunque quizá podrías persuadirme para que te los devolviera a cambio de cierta información.
Oí la campana de la torre a lo lejos y di un hondo suspiro. No tenía mucho tiempo para regatear, pues ya llegaba tarde a mi cita con Threpe.
– De acuerdo -concedí, irritado-. Pero el anillo lo guardarás en lugar seguro. Y no podrás llevarlo a menos que yo incumpla mi parte del trato.
Devi frunció el ceño y dijo:
– ¿Cómo te…?
– En eso no voy a transigir -dije con seriedad-. Pertenece a una amiga mía. Tiene un gran valor para ella. No quiero que lo vea en la mano de otra persona. Y menos después de todo lo que tuve que hacer para quitárselo a Ambrose.
Devi no dijo nada, y su rostro de duendecillo mantuvo una expresión adusta. Yo también compuse una expresión adusta y la miré a los ojos. Cuando es necesario, sé adoptar un gesto tan grave como el que más.
Se produjo un largo silencio.
– ¡De acuerdo! -cedió Devi por fin.
Nos estrechamos la mano.
– Un año y un día -insistí.