Capítulo 11

El Refugio

Volví a la Universidad de buen humor pese a la carga que suponía la deuda que acababa de contraer. Hice algunas compras, cogí mi laúd y me dirigí a los tejados.

Desde el interior, orientarse por la Principalía era una pesadilla: un laberinto de pasillos y escaleras de trazado irracional que no conducían a ninguna parte. Pero moverse por sus tejados traslapados era pan comido. Fui hasta un pequeño patio que, en algún momento de la construcción del edificio, había quedado cerrado y aislado, atrapado como una mosca en el ámbar.

Auri no me esperaba, pero allí era donde la había conocido, y a veces, en las noches despejadas, ella salía a contemplar las estrellas. Comprobé que las aulas que daban al patio estuvieran vacías y a oscuras, y entonces saqué mi laúd y empecé a afinarlo.

Llevaba casi una hora tocando cuando oí un rumor abajo, en el patio cubierto de maleza. Entonces apareció Auri; trepó por el manzano y subió al tejado.

Corrió hacia mí; sus pies descalzos daban ágiles saltitos por la brea, y su cabello ondulaba tras ella.

– ¡Te he oído! -exclamó al acercarse-. ¡Te he oído desde Brincos!

– Me parece recordar -dije lentamente- que iba a tocar el laúd para alguien.

– ¡Para mí! -Se llevó las manos al pecho y sonrió. Saltaba sobre un pie y luego sobre el otro, casi bailando de entusiasmo-. ¡Toca para mí! He sido paciente como dos piedras juntas -dijo-. Llegas a tiempo. No podría ser paciente como tres piedras.

– Bueno -dije, vacilante-, supongo que todo depende de lo que me hayas traído.

Auri rió y se puso de puntillas, con las manos todavía entrelazadas sobre el pecho.

– ¿Y tú? ¿Qué me has traído?

Me arrodillé y empecé a desatar mi hatillo.

– Te he traído tres cosas -contesté.

– Qué tradicional -dijo ella con una sonrisa-. Esta noche pareces todo un joven caballero.

– Lo soy. -Saqué una botella oscura y pesada.

Auri la cogió con ambas manos.

– ¿Quién lo ha hecho?

– Las abejas -respondí-. Y los cerveceros de Bredon.

– ¡Las abredonjas! -dijo ella sin dejar de sonreír, y depositó la botella junto a sus pies.

A continuación saqué una hogaza redonda de pan fresco de cebada. Auri estiró un brazo, la tocó con un dedo, y asintió en señal de aprobación.

Por último saqué un salmón ahumado entero. Me había costado cuatro drabines, pero me preocupaba que Auri no consumiera suficientes proteínas, porque cuando yo no iba a verla, se alimentaba de lo que encontraba por ahí. El salmón le convenía.

Auri se quedó mirándolo con curiosidad y ladeó la cabeza para examinarle su único ojo.

– Hola, pescado -dijo. Luego levantó la vista hacia mí-. ¿Tiene un secreto?

Asentí.

– Tiene un arpa en lugar de corazón.

– No me extraña que parezca tan sorprendido -dijo Auri volviendo a mirar el salmón.

Me lo quitó de las manos y, con cuidado, lo puso sobre el tejado.

– Levántate. Tengo tres cosas para ti. Es lo justo.

Me puse en pie y Auri me tendió una cosa envuelta en un trozo de tela. Era una vela gruesa que olía a lavanda.

– ¿Qué hay dentro? -pregunté.

– Sueños felices. Los he puesto ahí para ti.

Di vueltas a la vela en mis manos, y una sospecha empezó a formarse en mi mente.

– ¿La has hecho tú misma?

Auri asintió con la cabeza y sonrió feliz.

– Sí. Soy tremendamente lista.

Me guardé la vela con cuidado en uno de los bolsillos de la capa.

– Gracias, Auri.

– Ahora -dijo ella poniéndose seria- cierra los ojos y agáchate para que pueda darte tu segundo regalo.

Cerré los ojos, desconcertado, y me doblé por la cintura preguntándome si también me habría hecho un sombrero.

Noté las manos de Auri a ambos lados de mi cara, y entonces me dio un beso suave y delicado en la frente.

Abrí los ojos, sorprendido. Pero Auri ya se había apartado varios pasos, y, nerviosa, se cogía las manos detrás de la espalda. No se me ocurrió nada que decir.

Auri dio un paso adelante.

– Eres especial para mí -dijo con seriedad y con gesto grave-. Quiero que sepas que siempre cuidaré de ti. -Estiró un brazo, vacilante, y me secó las mejillas-. No, nada de eso esta noche.

»Este es tu tercer regalo. Si te van mal las cosas, puedes quedarte conmigo en la Subrealidad. Es un sitio agradable, y allí estarás a salvo.

– Gracias, Auri -dije en cuanto pude-. Tú también eres especial para mí.

– Claro -dijo ella con naturalidad-. Soy adorable como la luna.

Me serené mientras Auri iba dando brincos hasta un trozo de tubería metálica que sobresalía de una chimenea y lo utilizaba para abrir el tapón de la botella. Volvió junto a mí sujetando la botella con ambas manos, con cuidado.

– ¿No tienes frío en los pies, Auri? -pregunté.

Ella se los miró.

– La brea es agradable -dijo moviendo los dedos-. Conserva el calor del sol.

– ¿Te gustaría que te trajera unos zapatos?

– ¿Qué tendrían dentro?

– Tus pies. Pronto llegará el invierno.

Encogió los hombros.

– Tendrás los pies fríos -insistí.

– En invierno no subo a lo alto de las cosas. No se está muy bien.

Antes de que yo pudiera responder, Elodin salió de detrás de una gran chimenea de ladrillo tan tranquilo, como si hubiera salido a dar un paseo por la tarde.

Los tres nos quedamos mirándonos un momento, cada uno asombrado a su manera. Elodin y yo estábamos sorprendidos, pero con el rabillo del ojo vi que Auri permanecía completamente inmóvil, como un ciervo a punto de ponerse a salvo de un brinco.

– Maestro Elodin -dije con el tono más cordial y amable de que fui capaz, con la esperanza de que él no hiciera nada que pudiera asustar a Auri incitándola a echar a correr. La última vez que se había asustado y se había refugiado en la Subrealidad, había tardado todo un ciclo en reaparecer-. Me alegro de verlo.

– Hola -me saludó Elodin imitando a la perfección mi tono despreocupado, como si no fuera nada raro que los tres nos hubiéramos encontrado en un tejado en plena noche. Bien mirado, quizá a él no le resultara extraño en absoluto.

– Maestro Elodin. -Auri puso la punta de un pie detrás del otro y, sujetándose los extremos del raído vestido, hizo una pequeña reverencia.

Elodin permaneció en la sombra que proyectaba la alta chimenea de ladrillo bajo la luz de la luna y saludó a Auri con una inclinación de cabeza admirablemente formal. No podía verle bien la cara, pero imaginé sus curiosos ojos examinando a aquella muchacha descalza con aspecto de huérfano desamparado y con un nimbo de cabello flotante.

– ¿Qué os trae a vosotros dos por aquí esta agradable noche? -preguntó Elodin.

Me puse en tensión. Con Auri, las preguntas eran peligrosas. Por suerte, aquella no pareció inquietarla.

– Kvothe me ha traído cosas bonitas -contestó-. Me ha traído cerveza de abejas y pan de cebada y un pescado ahumado que tiene un arpa en lugar de corazón.

– Ah -dijo Elodin apartándose de la chimenea. Se palpó la túnica hasta que encontró algo en un bolsillo. Se lo tendió a Auri-. Me temo que yo solo te he traído un cínaro.

Auri dio un pasito de bailarina hacia atrás y no hizo ademán de cogerlo.

– ¿Le ha traído algo a Kvothe?

La pregunta cogió a Elodin a contrapié. Se quedó quieto un momento, cortado, con el brazo extendido.

– Me temo que no -contestó-. Pero supongo que Kvothe tampoco me ha traído nada a mí.

Auri entrecerró los ojos y frunció un poco el ceño con profunda desaprobación.

– Kvothe ha traído su música -dijo con gesto severo-, que es para todos.

Elodin volvió a quedarse quieto, y he de admitir que me encantó verlo, por una vez, desconcertado por el comportamiento de otra persona. Se volvió hacia mí e hizo una inclinación de cabeza.

– Te ruego que me disculpes -dijo.

– No tiene importancia -repliqué, y acompañé mis palabras con un ademán cortés.

Elodin se volvió de nuevo hacia Auri y le tendió la mano por segunda vez.

Ella dio dos pasitos adelante, titubeó y dio otros dos. Estiró despacio un brazo, se quedó quieta con la mano sobre el pequeño fruto, y luego dio varios pasitos hacia atrás, llevándose ambas manos al pecho.

– Muchas gracias -dijo, e hizo otra pequeña reverencia-. Ahora, si lo desea, puede acompañarnos. Y si se porta bien, después podrá quedarse a oír tocar a Kvothe. -Ladeó un poco la cabeza, convirtiendo la frase en una pregunta.

Elodin vaciló un momento y luego asintió.

Auri correteó hasta el otro lado del tejado y bajó al patio por las ramas desnudas del manzano.

Elodin la siguió con la mirada. Ladeó la cabeza, y en ese momento la luz de la luna me permitió distinguir una expresión pensativa en su semblante. Noté que una repentina e intensa ansiedad me atenazaba el estómago.

– Maestro Elodin…

Se volvió hacia mí.

– ¿Hummm?

Yo sabía por experiencia que Auri solo tardaría tres o cuatro minutos en traer lo que fuera que había ido a buscar a la Subrealidad. Tenía que darme prisa.

– Ya sé que esto parece extraño -dije-. Pero tenga cuidado, por favor. Es muy sensible. No intente tocarla. No haga movimientos bruscos. Se asustaría.

El rostro de Elodin volvió a quedar oculto en la sombra.

– Ah, ¿sí?

– Ni ruidos fuertes. Ni siquiera una carcajada. Y no puede preguntarle nada con el más leve matiz personal. Si lo hace, ella huirá.

Inspiré hondo; mi mente iba a toda velocidad. Tengo bastante labia, y si me dan tiempo, soy capaz de convencer a cualquiera de casi cualquier cosa. Pero Elodin era demasiado imprevisible para que yo lo manipulara.

– No puede decirle a nadie que ella está aquí. -Mis palabras sonaron más contundentes de lo que habría querido, y de inmediato lamenté haberlas pronunciado. Yo no era nadie para darle órdenes a un maestro, aunque estuviera medio loco, por no decir completamente loco-. Lo que quiero decir -me apresuré a añadir- es que si no hablara de ella con nadie yo lo consideraría un gran favor personal.

– Y ¿a qué se debe eso, Re'lar Kvothe? -me preguntó mirándome atentamente, como si me evaluara.

Su tono, fríamente burlón, hizo que me pusiera a sudar.

– La encerrarán en el Refugio -respondí-. Usted, mejor que nadie… -me interrumpí; tenía la boca seca.

Elodin me miró con fijeza; su rostro no era más que una sombra, pero vi que fruncía el entrecejo.

– Yo mejor que nadie ¿qué, Re'lar Kvothe? ¿Acaso insinúa que sabe lo que pienso del Refugio?

Sentí que todo mi elegante y calculado poder de persuasión caía hecho añicos alrededor de mis pies. Y de pronto sentí que volvía a estar en las calles de Tarbean, que mi estómago era un nudo apretado de hambre, que la desesperanza embargaba mi pecho, y yo tironeaba de las mangas de marineros y comerciantes, mendigando peniques, medios peniques, ardites. Mendigando lo que fuera para conseguir algo de comer.

– Por favor-supliqué-. Por favor, maestro Elodin. Si la persiguen, se esconderá, y no podré encontrarla. No está muy bien de la cabeza, pero aquí es feliz. Y yo puedo cuidar de ella. No mucho, pero un poco. Si la descubren, será mucho peor. El Refugio la mataría. Por favor, maestro Elodin, haré lo que usted me pida. Pero no se lo diga a nadie.

– Chis -dijo Elodin-, ya viene. -Me cogió por el hombro, y la luna le iluminó la cara. Su expresión no era en absoluto dura ni feroz. Solo denotaba desconcierto y preocupación-. Divina pareja, estás temblando. Respira y pon en práctica tus dotes de actor. Si te ve así, se espantará.

Respiré hondo y me concentré en relajarme. La expresión de preocupación de Elodin desapareció, y el maestro dio un paso atrás y me soltó el hombro.

Me di la vuelta justo a tiempo para ver corretear a Auri por el tejado hacia nosotros, con los brazos llenos. Se detuvo a escasa distancia y nos miró a los dos antes de recorrer el resto del camino, pisando con cuidado, como una bailarina, hasta llegar al sitio donde había estado antes. Entonces, con un movimiento grácil, se sentó en el tejado y cruzó las piernas bajo el cuerpo. Elodin y yo también nos sentamos, aunque no con tanta elegancia como ella.

Auri desplegó una tela, la extendió con cuidado en el tejado, entre nosotros tres, y puso una gran bandeja de madera, lisa, en el centro. Sacó el cínaro y lo olisqueó, mirándonos por encima del fruto.

– ¿Qué tiene dentro? -le preguntó a Elodin.

– La luz del sol -contestó él sin vacilar, como si estuviera esperando esa pregunta-. Del sol de la primera hora de la mañana.

Ya se conocían. Claro. Por eso Auri no había huido al verlo llegar. Noté que la sólida y tensa barra que tenía entre los omoplatos cedía ligeramente.

Auri volvió a olisquear el fruto y se quedó un momento pensativa.

– Es precioso -declaró-. Pero las cosas de Kvothe son aún más preciosas.

– Eso es lógico -replicó Elodin-. Supongo que Kvothe es más agradable que yo.

– Eso es evidente -dijo ella con remilgo.

Auri nos sirvió la cena, repartiendo el pan y el pescado. También sacó un tarro de arcilla con aceitunas en salmuera. Me tranquilizó comprobar que sabía abastecerse por su cuenta cuando yo no aparecía por allí.

Auri me ofreció cerveza en mi taza de té de porcelana. A Elodin le tocó un pequeño tarro de cristal como los que se usan para guardar la mermelada. Auri se lo llenó una sola vez, y me quedé pensando si era sencillamente porque Elodin estaba más lejos y Auri no llegaba con facilidad hasta él, o si aquello era una señal sutil de desagrado.

Comimos en silencio. Auri lo hacía con delicadeza, dando mordiscos muy pequeños, con la espalda muy recta. Elodin, con cautela, lanzándome de vez en cuando una mirada, como si no estuviera seguro de cómo debía comportarse. Deduje que era la primera vez que comía con Auri.

Cuando nos lo hubimos terminado todo, Auri sacó un cuchillo pequeño y reluciente y partió el cínaro en tres trozos. En cuanto el cuchillo atravesó la piel del fruto, me llegó su olor, dulce e intenso. Se me hizo la boca agua. El cínaro venía de muy lejos y era demasiado caro para la gente como yo.

Auri me ofreció mi trozo, y yo lo cogí con cuidado.

– Muchas gracias, Auri.

– Muchas gracias, Kvothe.

Elodin nos miró a uno y a otro.

– ¿Auri?

Esperé a que el maestro terminara su pregunta, pero resultó que eso era todo.

Auri lo entendió antes que yo.

– Es mi nombre -dijo sonriendo con orgullo.

– Ah, ¿sí? -preguntó Elodin con curiosidad.

– Me lo regaló Kvothe -confirmó Auri asintiendo con la cabeza. Me lanzó una sonrisa-. ¿Verdad que es maravilloso?

– Es un nombre precioso -dijo el maestro con gentileza-. Y te sienta muy bien.

– Sí -coincidió ella-. Es como tener una flor en mi corazón. -Miró a Elodin con seriedad-. Si su nombre le pesa demasiado, puede pedirle a Kvothe que le dé uno nuevo.

Elodin volvió a asentir con la cabeza y comió un poco de cínaro. Mientras lo masticaba, se volvió hacia mí. La luz de la luna me permitió ver sus ojos. Unos ojos fríos, serios y completamente cuerdos.

Después de cenar, canté unas cuantas canciones y nos despedimos. Elodin y yo nos marchamos juntos. Yo sabía al menos media docena de rutas para bajar del tejado de la Principalía, pero dejé que me guiara él.

Pasamos al lado de un observatorio redondo de piedra que sobresalía del tejado y recorrimos un largo tramo de planchas de plomo bastante planas.

– ¿Cuánto tiempo llevas viniendo a verla? -me preguntó Elodin.

– ¿Medio año? -contesté tras reflexionar un momento-. Depende de desde cuándo empecemos a contar. Estuve tocando durante un par de ciclos hasta que se dejó ver, pero tardó más en confiar en mí lo suficiente para que pudiéramos hablar.

– Has tenido más suerte que yo -repuso el maestro-. Yo llevo años. Esta es la primera vez que se ha acercado a mí a menos de diez pasos. Los días buenos apenas nos decimos una docena de palabras.

Trepamos por una chimenea ancha y baja y descendimos por una suave pendiente de madera gruesa sellada con capas de brea. Mientras caminábamos, mi ansiedad iba en aumento. ¿Por qué quería Elodin acercarse a Auri?

Recordé el día que había ido al Refugio con Elodin a visitar a su guíler, Alder Whin. Me imaginé a Auri allí. La pequeña Auri, atada a una cama con gruesas correas de cuero para que no pudiera autolesionarse ni revolverse cuando le dieran la comida.

Me paré. Elodin dio unos pasos más antes de darse la vuelta y mirarme.

– Es mi amiga -dije lentamente.

– Eso es obvio -dijo él asintiendo con la cabeza.

– Y no tengo tantos amigos como para soportar la pérdida de uno -añadí-. A ella no quiero perderla. Prométame que no hablará a nadie de Auri y que no la llevará al Refugio. No es lugar para ella.-Tragué saliva, pese a lo seca que tenía la boca-. Necesito que me lo prometa.

Elodin ladeó la cabeza.

– ¿Me ha parecido oír un «y si no»? -preguntó con un deje de burla-. Aunque no hayas llegado a decirlo. «Necesito que me lo prometa, y si no…» -Levantó una comisura de la boca componiendo una sonrisa irónica.

Al verlo sonreír, sentí una oleada de ira mezclada con ansiedad y temor. A continuación noté el intenso sabor a ciruela y nuez moscada en la boca, y me acordé de la navaja que llevaba atada al muslo bajo los pantalones. Mi mano se deslizó lentamente hacia uno de mis bolsillos.

Entonces vi el borde del tejado detrás de Elodin, a solo dos metros, y noté que mis pies se desplazaban ligeramente, preparándose para echar a correr, hacerle un placaje y caernos los dos del tejado a los duros adoquines de abajo.

Noté un repentino sudor frío en todo el cuerpo y cerré los ojos. Inspiré hondo y despacio, y el sabor desapareció de mi boca.

– Necesito que me lo prometa -dije al abrir de nuevo los ojos-. Y si no, seguramente cometeré la mayor estupidez que pueda imaginar cualquier mortal. -Tragué saliva-. Y los dos acabaremos mal.

– Qué amenaza tan inusualmente sincera -dijo Elodin mirándome-. Por lo general son mucho más siniestras y crujulentas.

– ¿Crujulentas? -pregunté-. Querrá decir truculentas.

– Ambas cosas -me contestó-. Normalmente van acompañadas de frases como «te romperé las rodillas» o «te partiré el cuello». -Se encogió de hombros-. Eso me hace pensar en huesos crujiendo.

– Ya -dije.

Nos quedamos mirándonos un momento.

– No voy a mandar a nadie a buscarla -dijo Elodin por fin-. El Refugio es el lugar adecuado para determinadas personas. Para muchas es el único lugar posible. Pero no me gustaría ver encerrado allí a un perro rabioso si hubiera alguna otra opción.

Se volvió y echó a andar. Como no lo seguí, se dio la vuelta de nuevo para mirarme.

– Con eso no hay suficiente -declaré-. Necesito que me lo prometa.

– Lo juro por la leche de mi madre -dijo Elodin-. Lo juro por mi nombre y mi poder. Lo juro por la luna en constante movimiento.

Nos pusimos de nuevo en marcha.

– Necesita ropa de abrigo -dije-. Y zapatos y calcetines. Y una manta. Y tiene que ser todo nuevo. Auri no acepta nada de segunda mano. Ya lo he intentado.

– De mí no lo aceptará -dijo Elodin-. A veces le he dejado cosas. Ni las toca. -Se volvió y me miró-. Si te las doy a ti, ¿se las darás?

Hice un gesto afirmativo con la cabeza y añadí:

– En ese caso, también necesita unos veinte talentos, un rubí del tamaño de un huevo y un juego nuevo de herramientas de grabado.

Elodin soltó una carcajada sincera y campechana.

– Y ¿no necesita cuerdas de laúd?

Volví a asentir.

– Dos pares, si puede ser.

– ¿Por qué Auri? -preguntó Elodin.

– Porque no tiene a nadie más -respondí-. Y yo tampoco. Si no nos ocupamos el uno del otro, ¿quién lo hará?

– No, no -dijo él meneando la cabeza-. ¿Por qué elegiste ese nombre para ella?

– Ah -dije con cierto bochorno-. Porque es alegre y amable. No tiene motivos para serlo, pero lo es. Auri significa «luminosa».

– ¿En qué idioma?

Vacilé antes de contestar:

– Creo que en siaru.

Elodin negó con la cabeza.

– Leviriet es «luminoso» en siaru.

Traté de recordar dónde había aprendido esa palabra. ¿Había tropezado con ella en el Archivo?

Todavía estaba preguntándomelo cuando Elodin dejó caer con indiferencia:

– Estoy preparando un grupo para quienes estén interesados en el arte delicado y sutil de la nominación. -Me miró de reojo-. He pensado que quizá para ti no sería una absoluta pérdida de tiempo.

– Quizá me interese -dije con cautela.

Elodin asintió con la cabeza.

– Deberías leer los Principios subyacentes de Teccam para prepararte. No es un libro muy largo, pero sí espeso. No sé si me explico.

– Si me presta usted una copia, lo leeré con mucho gusto -repliqué-. Si no, tendré que apañármelas sin él. -Elodin me miró sin comprender-. Tengo prohibido entrar en el Archivo.

– ¿Cómo? ¿Todavía? -me preguntó, extrañado.

– Todavía.

– Pero ¿cuánto hace? ¿Medio año? -Parecía indignado.

– Dentro de tres días hará tres cuartos de año -concreté-. El maestro Lorren ha dejado claras sus intenciones respecto al levantamiento de mi castigo.

– Eso solo son sandeces -dijo Elodin con un tono que denotaba una extraña actitud protectora-. Ahora eres mi Re'lar.

Cambió de trayectoria y se dirigió hacia un trozo de tejado que yo solía evitar porque estaba cubierto de tejas de arcilla. Desde allí saltamos por encima de un estrecho callejón, cruzamos el tejado inclinado de una posada y pasamos a un terrado de piedra trabajada.

Al final llegamos ante una gran ventana detrás de la que se veía el cálido resplandor de la luz de las velas. Elodin golpeó el cristal con los nudillos, tan fuerte como si fuera una puerta. Miré alrededor y comprendí que estábamos en lo alto de la Casa de los Maestros.

Al cabo de un momento vi la alta y delgada figura del maestro Lorren detrás de la ventana, tapando momentáneamente la luz de las velas. Quitó el pestillo, y la ventana se abrió entera sobre un solo gozne.

– ¿En qué puedo ayudarte, Elodin? -preguntó Lorren. Si la situación le pareció extraña, no se le notó nada.

Elodin me apuntó con un pulgar por encima del hombro.

– Este muchacho dice que todavía tiene prohibido entrar en el Archivo. ¿Es eso cierto?

Lorren desplazó hacia mí su mirada imperturbable y luego volvió a mirar a Elodin.

– Sí, es cierto.

– Pues levántale el castigo -exigió Elodin-. Necesita leer cosas. Ya has conseguido lo que querías.

– Es un imprudente -declaró Lorren sin cambiar el tono de voz-. Pensaba prohibírselo durante un año y un día.

Elodin suspiró.

– Sí, sí, muy tradicional -dijo-. ¿Por qué no le das una segunda oportunidad? Yo respondo por él.

Lorren me miró largamente. Intenté parecer todo lo prudente que pude, que no era mucho, teniendo en cuenta que me encontraba de pie en un tejado en plena noche.

– Muy bien -dijo Lorren-. Pero solo Volúmenes.

– La Tumba es para gilipollas sin propósito en la vida que ni siquiera saben masticar la comida -replicó Elodin con desdén-. Mi chico es un Re'lar. ¡Tiene más propósito que veinte hombres juntos! Necesita explorar las Estanterías y descubrir toda clase de cosas inútiles.

– El chico no me preocupa -aclaró Lorren con serenidad-. Lo que me preocupa es el Archivo.

Elodin me cogió por el hombro y me hizo acercarme un poco más.

– A ver qué te parece esto. Si vuelves a encontrarlo haciendo el tonto, dejaré que le cortes los pulgares. Sería una buena lección, ¿no te parece?

Lorren nos miró a los dos sosegadamente y asintió con la cabeza.

– Muy bien -dijo, y cerró la ventana.

– Ya está -dijo Elodin, satisfecho.

– ¿Cómo que ya está? -pregunté retorciéndome las manos-. Yo… ¿cómo que ya está?

Elodin me miró sorprendido.

– ¿Qué pasa? Ya puedes entrar. Problema resuelto.

– ¡Pero usted no puede proponerle que me corten los pulgares! -protesté.

– ¿Acaso piensas violar las normas otra vez? -me preguntó arqueando una ceja.

– ¿Qué…? No, pero…

– En tal caso, no tienes nada de qué preocuparte. -Se dio la vuelta y subió por la pendiente del tejado-. Probablemente. Sin embargo, yo en tu lugar tendría cuidado. Nunca sé cuándo Lorren está de broma.

Al día siguiente, nada más despertar, fui a la tesorería y arreglé cuentas con Riem, el cara agria encargado de atar los cordones de la bolsa de la Universidad. Desembolsé los nueve talentos con cinco que tanto me había costado ganar y me aseguré una plaza en la Universidad para un bimestre más.

Después fui a Registros y Horarios y me apunté a Observación en la Clínica, además de a Fisiognomía y a Fisiología. También me apunté a Metalurgia Ferrosa y Cúprica con Cammar en la Factoría. Por último, me apunté a Simpatía Experta con Elxa Dal.

Entonces reparé en que no sabía cómo se llamaba la asignatura de Elodin. Hojeé el libro hasta dar con el nombre de Elodin, y deslicé el dedo hasta la columna donde aparecía el nombre de la asignatura, escrito recientemente con tinta negra: «Introducción a cómo no ser un asno redomado».

Suspiré y anoté mi nombre en el único espacio en blanco que había debajo.

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