Al día siguiente, por la noche, me encontraba en El Pony de Oro, posiblemente la posada más elegante de nuestro lado del río. Presumía de excelentes cocinas, un buen establo y un personal experto y obsequioso. Era un establecimiento de categoría que solo podían permitirse los estudiantes más adinerados.
No estaba dentro, por supuesto, sino agazapado en el tejado, al amparo de la oscuridad, procurando no pensar demasiado en el hecho de que lo que estaba planeando iba mucho más allá de los límites de la Conducta Impropia. Si me descubrían entrando en las habitaciones de Ambrose, con toda seguridad me expulsarían.
Era una noche despejada de otoño y soplaba un fuerte viento. Eso tenía sus pros y sus contras. El susurro de las hojas disimularía cualquier pequeño ruido que hiciera, pero temía que el ondular de mi capa llamara la atención.
Nuestro plan era sencillo. Había deslizado una nota sellada por debajo de la puerta de Ambrose. Era una insinuante invitación, anónima, para una cita en Imre. La había escrito Wil, pues Sim y yo opinábamos que era el que tenía una caligrafía más femenina.
Era una locura, pero pensé que Ambrose mordería el anzuelo. Habría preferido que alguien lo hubiera distraído personalmente, pero cuantas menos personas participaran, mejor. Habría podido pedirle a Denna que me ayudara, pero quería darle una sorpresa cuando le devolviera el anillo.
Wil y Sim eran mis vigías. Wil estaba en la taberna, y Sim, apostado en el callejón, junto a la puerta trasera. Su misión consistía en avisarme cuando Ambrose saliera del edificio. Y lo más importante: me alertarían si volvía antes de que yo hubiera terminado de registrar sus habitaciones.
Noté un fuerte tirón en mi bolsillo derecho al agitarse la ramita de roble que llevaba en él. Al cabo de un momento, se repitió la señal. Wilem me estaba indicando que Ambrose había salido de la posada.
En el bolsillo izquierdo llevaba una ramita de abedul. Simmon tenía otra parecida en su puesto de vigilancia cerca de la puerta trasera de la posada. Era un sistema de señales sencillo y eficaz si sabías suficiente simpatía para hacerlo funcionar.
Bajé arrastrándome por la pendiente del tejado, moviéndome con cuidado sobre las pesadas tejas de arcilla. Sabía, de mis días de juventud en Tarbean, que se partían y resbalaban y podían hacerte perder pie.
Llegué al borde del tejado, que quedaba a unos cuatro metros del suelo. No era una altura que produjera vértigo, pero sí la suficiente para partirme las piernas o el cuello. Un estrecho tejadillo discurría por debajo de la larga hilera de ventanas del segundo piso. En total había diez, y las cuatro del medio correspondían a las habitaciones de Ambrose.
Doblé un par de veces los dedos para desentumecerlos, y empecé a andar por aquel tejadillo estrecho.
El secreto consiste en concentrarte en lo que estás haciendo. No debes mirar al suelo. No debes girar la cabeza. Debes olvidarte del mundo y confiar en que el mundo te devuelva el favor. Por eso llevaba puesta la capa. Si alguien me veía, no sería más que una silueta oscura en la noche, imposible de identificar. Tenía que ser optimista.
La primera ventana estaba a oscuras y la segunda tenía las cortinas corridas. Pero la tercera estaba débilmente iluminada. Vacilé un momento. Si tienes la tez clara, como yo, no debes asomarte a una ventana por la noche, porque tu cara destaca contra la oscuridad como una luna llena. En lugar de arriesgarme a asomarme, hurgué en los bolsillos de mi capa y di con un trocito de estaño de la Factoría que había pulido hasta convertirlo en un rudimentario espejo, y lo utilicé para mirar a través de la ventana.
Dentro había unas cuantas lámparas de luz tenue y una cama con dosel tan grande como toda mi habitación de Anker's. La cama estaba ocupada. Activamente ocupada. Es más, me pareció contar más extremidades desnudas de las correspondientes a dos personas. Por desgracia, mi trocito de estaño era pequeño, y no podía ver la escena en toda su complejidad; si no, habría podido aprender algunas cosas interesantes.
Me planteé retroceder y llegar a las habitaciones de Ambrose desde el otro lado, pero de pronto sopló una ráfaga de viento que arrastró las hojas secas por los adoquines y estuvo a punto de hacerme perder mi precario equilibrio. Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, decidí arriesgarme y pasar por delante de aquella ventana. Supuse que las personas que había dentro tenían mejores cosas que hacer que contemplar las estrellas.
Me bajé la capucha de la capa y sujeté los bordes con los dientes, tapándome la cara pero dejándome las manos libres. Así, a ciegas, avancé poco a poco por delante de la ventana, aguzando el oído por si captaba alguna señal de que me habían visto. Oí exclamaciones de sorpresa, pero no me pareció que tuvieran nada que ver conmigo.
La primera ventana de las habitaciones de Ambrose era una elaborada vidriera. Muy bonita, pero no podía abrirse. La siguiente era perfecta: una ventana ancha de doble hoja. Me saqué un trocito de alambre de cobre de otro bolsillo de la capa y lo utilicé para abrir el sencillo pestillo que la mantenía cerrada.
Pero la ventana no se abrió, y me di cuenta de que Ambrose había añadido una barra. Eso supuso varios minutos de laborioso trabajo, con una sola mano y casi completamente a oscuras. Por fortuna, el viento había dejado de soplar, al menos de momento.
Había solventado el problema de la barra, pero la ventana seguía sin ceder. Empecé a maldecir las paranoias de Ambrose mientras buscaba el tercer cerrojo. Dediqué casi diez minutos y entonces comprendí que la ventana estaba sencillamente atascada.
Tiré de ella un par de veces, lo que no fue tan fácil como podría parecer. No sé si os habréis fijado, pero en la parte exterior de las ventanas no suele haber picaportes. Al final me extralimité y tiré demasiado fuerte. La ventana se abrió de golpe y me empujó hacia atrás. Me incliné sobre el borde del tejado, conteniendo el impulso de llevar un pie hacia atrás para apuntalarme, pues sabía que detrás de mí solo había cuatro metros de vacío.
¿Tenéis presente esa sensación de cuando inclináis demasiado la silla y empezáis a caer hacia atrás? Fue algo parecido, mezclado con recriminaciones y miedo a morir. Agité los brazos pese a saber que eso no me ayudaría; de pronto el pánico me había dejado la mente en blanco.
Me salvó el viento. Sopló cuando empezaba a tambalearme al borde del tejado, y me empujó lo suficiente para que recobrara el equilibrio. Con una mano logré asir la ventana, ya abierta, y me metí precipitadamente dentro, sin importarme mucho si hacía ruido.
Una vez dentro, me agaché en el suelo y me quedé allí respirando entrecortadamente. El ritmo de mi corazón empezaba a normalizarse cuando el viento golpeó la ventana y la cerró por encima de mi cabeza, sobresaltándome una vez más.
Saqué mi lámpara simpática, la encendí, la gradué a una intensidad moderada y desplacé su estrecho arco de luz por la habitación. Kilvin tenía razón al llamarla lámpara de ladrones: era perfecta para ese tipo de actividades furtivas.
Ir y venir de Imre eran varios kilómetros, y yo confiaba en que la curiosidad de Ambrose lo tendría esperando a su admiradora secreta al menos media hora. En condiciones normales, buscar un objeto tan pequeño como un anillo habría podido llevarme un día entero. Pero suponía que a Ambrose ni siquiera se le habría ocurrido esconderlo. El no debía de pensar que lo había robado. Debía de considerarlo una baratija o un trofeo.
Empecé a registrar metódicamente las habitaciones de Ambrose. El anillo no estaba en su cómoda ni en su mesilla de noche. No estaba en ninguno de los cajones de su escritorio, ni en la bandejita de las joyas de su vestidor. Ni siquiera tenía un joyero que se cerrara con llave, sino solo una bandeja con toda clase de agujas, anillos y cadenas, mezclados y revueltos.
Lo dejé todo donde estaba, lo cual no quiere decir que no me planteara desvalijar a aquel capullo. Con unas pocas de sus joyas habría podido pagarme la matrícula de todo un año. Pero eso iba contra mi plan: entrar, coger el anillo de Denna y salir. Si no dejaba ningún rastro de mi visita, suponía que Ambrose pensaría sencillamente que había perdido el anillo, si es que lo echaba de menos. Era el delito perfecto: sin sospechas, sin persecución, sin consecuencias.
Además, es muy difícil vender joyas robadas en una ciudad tan pequeña como Imre. Habría sido demasiado fácil que alguien me siguiera la pista hasta dar conmigo.
Aclarado eso, yo nunca he presumido de tener la moral de un sacerdote, y las habitaciones de Ambrose ofrecían numerosas oportunidades para hacer gamberradas. Así que me di el gusto. Mientras rebuscaba en los bolsillos de sus pantalones, aflojé unas pocas costuras para que hubiera grandes probabilidades de que se le rompieran por el trasero la próxima vez que se sentara o montara su caballo. Aflojé el mango del tiro de la chimenea y lo dejé a punto de caer, para que su habitación se llenara de humo mientras él intentaba ponerlo de nuevo en su sitio.
Estaba pensando qué podía hacerle a aquel maldito sombrero con una pluma cuando la ramita de roble que llevaba en el bolsillo se agitó violentamente, sobresaltándome. Entonces volvió a agitarse y se partió por la mitad. Maldije por lo bajo. Ambrose solo llevaba unos veinte minutos fuera. ¿Qué le había hecho volver tan pronto?
Apagué mi lámpara simpática y me la guardé en la capa. Me escabullí hacia el cuarto por el que me había colado con intención de salir por la ventana. Era un fastidio tener que marcharme después de lo que me había costado entrar, pero si Ambrose no sospechaba que alguien había entrado en sus habitaciones, yo podría volver cualquier otra noche.
Pero la ventana no se abría. Empujé más fuerte, preguntándome si se habría cerrado sola con el golpe del viento.
Entonces distinguí una delgada tira de latón a lo largo del antepecho de la ventana. Casi a oscuras, no podía leer la sigaldría, pero sé reconocer una guarda. Eso explicaba por qué Ambrose había vuelto tan pronto: sabía que alguien había entrado en sus habitaciones. Es más, una buena guarda no solo te avisaba de la presencia de un intruso, sino que podía mantener cerrada una puerta o una ventana para dejar al ladrón encerrado dentro.
Corrí hacia la puerta, buscando en los bolsillos de mi capa algo largo y delgado que pudiera usar para forzar la cerradura. Como no encontré nada adecuado, agarré una pluma del escritorio de Ambrose, la introduje en el ojo de la cerradura y tire con fuerza hacia un lado, rompiendo el plumín, que quedó dentro. Al cabo de un momento oí un ruido metálico: Ambrose intentaba abrir la puerta desde su lado, y blasfemaba al no poder meter la llave.
Yo volvía a estar junto a la ventana, iluminando con mi lámpara la tira de latón y murmurando runas por lo bajo. Era bastante sencillo. Podía inutilizar la sigaldría inscribiendo unas pocas runas de conexión, abrir la ventana y huir.
Volví corriendo al salón y agarré el abrecartas del escritorio y, con las prisas, volqué el tintero, que estaba tapado. Me disponía a empezar a borrar las runas cuando caí en la cuenta de que era una estupidez. Cualquier ladronzuelo podía entrar en las habitaciones de Ambrose, pero el número de personas que sabían suficiente sigaldría para inutilizar una guarda era muy reducido. Habría sido como escribir mi nombre en el marco de la ventana.
Me paré un momento a pensar; devolví el abrecartas al escritorio y coloqué el tintero en su sitio. Volví a la ventana y examiné detenidamente la larga tira de latón. Romper una cosa es sencillo, pero entenderla es más difícil.
Y es aún más difícil si al mismo tiempo estás oyendo imprecaciones al otro lado de la puerta, acompañadas de los ruidos de alguien que intenta desobstruir una cerradura.
Entonces el pasillo quedó en silencio, lo que todavía me puso más nervioso. Al final conseguí descifrar la secuencia de la guarda y, al mismo tiempo, oí pisadas de más de una persona al otro lado de la puerta. Dividí mi mente en tres partes y concentré mi Alar mientras empujaba la ventana. Las manos y los pies se me enfriaron al extraer calor de mi cuerpo para contrarrestar la guarda, y procuré no dejarme llevar por el pánico al oír una fuerte sacudida, como si algo pesado golpeara la puerta.
La ventana se abrió por fin, y yo salté por ella al tejadillo; en ese momento algo volvió a golpear la puerta y oí el fuerte crujido de la madera al astillarse. Todavía habría podido huir sin que me vieran, pero cuando puse el pie derecho en el tejado, noté que una de las tejas de arcilla se partía bajo mi peso. Me resbaló el pie, y me agarré al alféizar con ambas manos para no caer.
Entonces sopló una ráfaga de viento que empujó una de las hojas de la ventana y la lanzó contra mi cabeza. Levanté un brazo para protegerme la cara; la ventana me golpeó en el codo, y uno de los cristales se rompió. El impacto me echó hacia un lado, obligándome a apoyar todo mi peso sobre el pie derecho, que acabó de resbalar del todo.
Entonces, dado que al parecer todas las otras opciones estaban agotadas, decidí que lo mejor que podía hacer era caerme del tejado.
Llevadas únicamente por el instinto, mis manos intentaron frenéticamente asir algo. Solté unas cuantas tejas más, y al final me agarré al borde del tejado. No pude sujetarme bien, pero al menos me frené un poco y me di la vuelta para no caer de cabeza ni de espaldas. Caí boca abajo, como un gato.
Solo que los gatos tienen todas las patas igual de largas. Yo aterricé sobre manos y rodillas. En las manos noté un fuerte escozor, pero al golpearme las rodillas contra los adoquines me hice un daño como jamás me había hecho en toda mi joven vida. Era un dolor cegador, y me oí gañir como un perro que recibe una patada.
Al cabo de un segundo me cayó encima una lluvia de pesadas tejas rojas. La mayoría se rompieron al chocar contra los adoquines, pero una me dio en la nuca, y otra en el codo, y se me quedó todo el antebrazo entumecido.
No hice ni caso. Un brazo roto se me curaría, pero la expulsión de la Universidad la arrastraría toda la vida. Me puse la capucha y, con gran esfuerzo, me levanté. Sujetándome la capucha con una mano para que no resbalara, me tambaleé hasta llegar bajo el alero de El Pony de Oro, donde no pudieran verme desde la ventana.
Y entonces corrí, corrí, corrí…
Por fin, con cuidado y cojeando, me subí a los tejados y entré en mi habitación de Anker's por la ventana. Me llevó tiempo, pero no tenía elección. No podía pasar por delante de todos en la taberna, desaliñado, renqueando y con toda la pinta de haberme caído de un tejado.
Después de recuperar el aliento y de pasar un buen rato insultándome y acusándome de diversos tipos de imbecilidad, me examiné las heridas. La buena noticia era que no me había roto ninguna pierna, aunque tenía unos formidables cardenales justo debajo de las rodillas. La teja que me había golpeado en la cabeza me había dejado un chichón, pero no me había hecho ningún corte. Tenía un dolor sordo y pulsante en el codo, pero la mano ya no estaba dormida.
Llamaron a la puerta. Me quedé inmóvil un momento; saqué la ramita de abedul de mi bolsillo, murmuré un rápido vínculo y la agité. Oí unos ruidos de asombro en el pasillo, seguidos de la risa apagada de Wilem.
– No tiene gracia -oí decir a Sim-. Déjanos entrar.
Les dejé entrar. Simmon se sentó en el borde de la cama, y Wilem, en la silla del escritorio. Cerré la puerta y me senté en la otra mitad de la cama. Incluso estando los tres sentados, la pequeña habitación parecía abarrotada.
Nos miramos unos a otros, muy serios, y entonces Simmon dijo:
– Por lo visto, esta noche Ambrose ha sorprendido a un ladrón que había entrado en sus habitaciones. El tipo ha preferido saltar desde la ventana que dejarse atrapar.
Solté una risita amarga.
– No, qué va. Casi había salido cuando el viento me ha cerrado la ventana. -Acompañé mis palabras con un movimiento torpe-. Me ha tirado. Del tejado.
Wilem soltó un suspiro de alivio.
– Creía que había hecho mal el vínculo -dijo.
– No, si he recibido el aviso -dije meneando la cabeza-. Lo que pasa es que no he tenido todo el cuidado que debería.
– ¿Por qué habrá vuelto tan pronto? -preguntó Simmon mirando a Wilem-. ¿Has oído algo cuando ha entrado?
– Seguramente habrá pensado que mi caligrafía no es muy femenina -dijo Wilem.
– Tiene guardas en las ventanas -dije-. Seguramente están ligadas a un anillo o algo que lleva él encima. Deben de haberle avisado en cuanto he abierto la ventana.
– ¿Lo has encontrado? -preguntó Wilem.
Negué con la cabeza.
Simmon estiró el cuello para verme mejor el brazo.
– ¿Estás bien?
Seguí la dirección de su mirada, pero no vi nada. Entonces tiré de mi camisa y vi que estaba adherida a la parte de atrás de mi brazo. Con todos mis otros dolores, no me había fijado.
Con cuidado, me quité la camisa por la cabeza. El codo de la manga estaba roto y manchado de sangre. Maldije por lo bajo. Solo poseía cuatro camisas, y había estropeado aquella.
Intenté verme la herida, y rápidamente comprobé que no puedes mirarte la parte de atrás del propio codo, por mucho que lo intentes. Al final se la enseñé a Simmon para que me la examinara.
– No es gran cosa -dijo, y para mostrarme el tamaño de la herida separó los dedos índice y pulgar dejando un espacio de unos cinco centímetros-. Solo tienes un corte, y apenas sangra. Lo demás son rasguños. Por lo visto te has rozado contra algo.
– Se me ha caído encima una teja -dije.
– Has tenido suerte -gruñó Wilem-. ¿Cuánta gente se cae de un tejado y acaba solo con unos pocos arañazos?
– En las rodillas tengo unos cardenales del tamaño de manzanas -dije-. Tendré suerte si mañana puedo caminar.
Pero en el fondo sabía que Wil tenía razón. La teja que me había caído en el codo habría podido romperme el brazo. A veces, los bordes rotos de las tejas de arcilla eran afilados como cuchillos, y si me hubiera golpeado de otra forma, habría podido hacerme un corte hasta el hueso. Odio las tejas de arcilla.
– Bueno, podría haber sido peor -concluyó Simmon, y se levantó-. Vamos a la Clínica a que te pongan un parche.
– Kraem no -dijo Wilem-. No puede ir a la Clínica. Ya deben de estar preguntando para ver si hay alguien herido.
Simmon volvió a sentarse.
– Claro -dijo; parecía vagamente disgustado consigo mismo-.
Ya lo sé. -Me miró de arriba abajo-. Al menos no tienes ninguna herida visible.
– Tú tienes un problema con la sangre, ¿verdad? -pregunté a Wilem.
Wilem se mostró ligeramente ofendido.
– Yo no diría tanto… -Me miró el codo e inmediatamente palideció un poco, pese a su oscura tez ceáldica. Apretó los labios-. Bueno, sí.
– Muy bien. -Empecé a hacer tiras con la camisa; de todas formas, ya se había echado a perder-. Te felicito, Sim. Acabas de ser ascendido a médico de campaña. -Abrí un cajón y saqué una aguja, tripa, yodo y un tarro pequeño de grasa de oca.
Sim miró primero la aguja y luego a mí con los ojos como platos.
Le dediqué mi mejor sonrisa.
– Es fácil -le aseguré-. Tranquilo, yo te iré guiando.
Me senté en el suelo, con el brazo por encima de la cabeza, mientras Simmon me lavaba, cosía y vendaba el codo. Me sorprendió comprobar que no era tan aprensivo como yo esperaba. Sus manos eran más delicadas y seguras que las de muchos estudiantes de la Clínica que practicaban continuamente aquellas curas.
– Entonces, ¿hemos estado los tres aquí, jugando a aliento toda la noche? -preguntó Wil evitando mirar en mi dirección.
– Suena bien -dijo Sim-. ¿Puedo decir que gané yo?
– No -dije-. Deben de haber visto a Wil en el Pony. Si mentimos, seguro que me descubren.
– Ah -dijo Sim-. Entonces, ¿qué decimos?
– La verdad. -Señalé a Wil-. Tú estabas en el Pony cuando ha pasado todo, y luego has venido aquí a contármelo. -Señalé la mesita, donde había esparcidos una serie de engranajes, muelles y tornillos-. Os he enseñado el reloj armónico que he encontrado, y vosotros me habéis aconsejado cómo arreglarlo.
Sim parecía decepcionado.
– No es muy emocionante.
– Las mejores mentiras son las sencillas -dije poniéndome en pie-. Gracias otra vez a los dos. Si no hubierais estado vigilando, esto podría haber acabado muy mal.
Simmon se levantó y abrió la puerta. Wil se levantó también, pero no hizo ademán de marcharse.
– La otra noche oí un extraño rumor -dijo.
– Ah, ¿sí? ¿Algo interesante? -pregunté.
– Sí, mucho -dijo Wil asintiendo con la cabeza-. Recuerdo haber oído que ya te habías hartado de fastidiar a cierto poderoso miembro de la nobleza. Me sorprendió que por fin hubieras decidido dejarlo tranquilo.
– Venga, Wil -intervino Simmon-. Ambrose nunca está tranquilo. Es un perro rabioso y deberían sacrificarlo.
– Más bien parece un oso furioso -dijo Wilem-. Un oso que tú pareces decidido a molestar con un hierro al rojo.
– ¿Cómo puedes decir eso? -saltó Sim, acalorado-. En los dos años que lleva de secretario, ¿alguna vez te ha llamado otra cosa que no sea «miserable ceáldico»? ¿Y qué me dices de la vez que casi me dejó ciego mezclando mis sales? Kvothe tardará mucho en expulsar toda la plombaza de su organismo, y…
Wil levantó una mano y asintió con la cabeza dándole la razón a Simmon.
– Ya lo sé, y por eso me he dejado arrastrar a cometer esta locura. Solo quería comentar una cosa. -Me miró-. Te das cuenta de que has ido muy lejos en lo que se refiere a Denna, ¿verdad?