Capítulo 137

Preguntas

Si bien el alcalde de Levinshir parecía aprobar cómo había tratado a los falsos artistas de troupe, yo sabía que las cosas no eran tan sencillas. Según la ley del hierro, era culpable de al menos tres crímenes atroces, cualquiera de los cuales habría bastado para castigarme con la horca.

Por desgracia, en Levinshir todos sabían mi nombre y mi descripción, y me preocupaba que la historia viajara más deprisa que yo por el camino. Si así era, podía darse fácilmente el caso de que llegase a un pueblo donde los alguaciles cumplieran con su deber y me encerraran hasta que acudiese un juez itinerante para juzgar mi caso.

Así que me propuse llegar cuanto antes a Severen. Caminé dos días a buen ritmo, y luego pagué un asiento en una diligencia que se dirigía hacia el sur. Los rumores viajan deprisa, pero acelerando el paso y durmiendo poco puedes evitar que te adelanten.

Llegué a Severen después de tres días de viaje agotadores. La diligencia entró en la ciudad por la puerta del este, y por primera vez vi la jaula de que me había hablado Bredon. El espectáculo de aquel esqueleto dentro de la jaula de hierro no redujo mi ansiedad. El maer había metido allí a un hombre acusado de bandidaje. ¿Qué sería capaz de hacerle a alguien que había matado a nueve artistas itinerantes en el camino?

Estuve tentado de dirigirme directamente a Las Cuatro Candelas, donde esperaba encontrar a Denna pese a los vaticinios del Cthaeh. Pero llevaba encima la mugre y el sudor de varios días en el camino, y necesitaba darme un baño y asearme antes de hablar con nadie.

Nada más entrar en el palacio del maer le envié un anillo y una nota a Stapes, pues sabía que esa era la forma más rápida de concertar una entrevista privada con Alveron. Fui a mis habitaciones sin entretenerme, aunque eso implicara dejar plantados a unos cuantos cortesanos por los pasillos. Acababa de dejar mi macuto y enviar a buscar agua caliente cuando Stapes apareció en la puerta.

– ¡Joven maese Kvothe! -me saludó con una sonrisa radiante, y me cogió una mano para estrechármela-. Me alegro de volver a verlo. Divina pareja, estaba muy preocupado por usted.

Su entusiasmo me arrancó una sonrisa cansada.

– Yo también me alegro de estar aquí, Stapes. ¿Me he perdido muchas cosas?

– ¿Muchas cosas? -Soltó una carcajada-. De entrada, la boda.

– ¿La boda? -pregunté, e inmediatamente lo comprendí-. ¿La boda del maer?

Stapes asintió con énfasis.

– Fue espectacular. Es una pena que tuviera que marcharse, precisamente usted. -Me lanzó una mirada de complicidad, pero no dijo nada más. Stapes era la discreción personificada.

– No han perdido el tiempo, ¿verdad?

– Ya han pasado dos meses desde los esponsales -dijo Stapes con una pizca de reproche-. No es en absoluto inapropiado. -Vi que se relajaba un poco, y me guiñó un ojo-. Lo cual no quiere decir que no estuvieran los dos un poco impacientes.

Me reí. Llegaron los sirvientes con cubos de agua humeante. El ruido del agua llenando la bañera me sonó como la más dulce de las músicas.

El valet los vio marchar; luego se me acercó y dijo en voz baja:

– Se alegrará de saber que nuestro otro asunto pendiente ya ha sido resuelto de manera satisfactoria.

Lo miré sin comprender, indagando en mi memoria y tratando de adivinar a qué se refería. Habían pasado tantas cosas desde mi partida…

Stapes descifró mi expresión de desconcierto.

– Caudicus. -Torció un poco la boca al pronunciar ese nombre-. Dagon lo trajo dos días después de que usted se marchara. Se había escondido a menos de veinte kilómetros de la ciudad.

– ¿Tan cerca? -pregunté, sorprendido.

Stapes asintió.

– Se había refugiado en una granja, como un tejón en una madriguera. Mató a cuatro hombres de la guardia personal del maer y le sacó un ojo a Dagon. Para atraparlo tuvieron que prenderle fuego a la casa.

– Y ¿qué pasó? -pregunté-. Supongo que no hubo juicio.

– Ya ha sido resuelto -repitió Stapes-. Como era debido. -Eso último lo dijo con tono terminante. El odio le hacía entrecerrar los ojos, desprovistos de su acostumbrada amabilidad. En ese momento, el hombrecillo de cara redondeada parecía cualquier cosa menos un simple tendero.

Recordé a Alveron diciendo con absoluta serenidad: «Y córtale los pulgares». Dada mi experiencia con la fulminante y contundente ira de Alveron, dudaba que nadie volviera a ver a Caudicus.

– ¿Descubrió el maer por qué? -Aunque hablaba en voz baja, no especifiqué a qué me refería, pues sabía que Stapes no aprobaría que mencionara abiertamente el envenenamiento.

– No me corresponde a mí decirlo -dijo Stapes midiendo sus palabras y con un tono ligeramente ofendido, como dando a entender que yo no debía preguntarle esas cosas.

No quise insistir, pues sabía que no podría sonsacarle nada.

– Me haría un gran favor si le llevara una cosa al maer -dije, y fui hasta donde había dejado tirado mi raído macuto. Rebusqué en él hasta que encontré la caja de caudales del maer, casi en el fondo.

Se la di a Stapes.

– No sé con certeza qué hay dentro -expliqué-. Pero lleva su emblema. Y pesa mucho. Supongo que serán parte de los impuestos que robaron. -Sonreí-. Dígale que es mi regalo de boda.

Stapes cogió la caja con una sonrisa en los labios.

– Estoy seguro de que se llevará una alegría.

Llegaron tres sirvientes más, pero solo dos entraron con cubos humeantes. El tercero se dirigió hacia Stapes y le entregó una nota. Volvió a oírse ruido de agua en la otra habitación, y los tres chicos se marcharon echándome miradas de reojo al pasar a mi lado.

Stapes leyó la nota y me miró.

– El maer confía en que pueda reunirse usted con él en el jardín a la quinta campanada -dijo.

Citarme en el jardín significaba una conversación formal. Si el maer hubiera querido hablar conmigo en serio, me habría convocado en sus aposentos, o habría venido a verme por el pasadizo secreto que conectaba sus aposentos y mis habitaciones.

Miré la hora en el reloj de la pared. No era un reloj simpático como los que yo estaba acostumbrado a ver en la Universidad. Era un reloj armónico, con péndulo y todo. Un mecanismo precioso, pero no tan preciso. Sus manecillas señalaban que faltaba un cuarto de hora para la cita.

– ¿Ese reloj va adelantado, Stapes? -pregunté, esperanzado. Con quince minutos quizá tuviera suficiente para quitarme la ropa del camino y engalanarme con ropa adecuada para la corte. Pero dadas las capas de suciedad y sudor acre que me cubrían, eso habría sido tan inútil como ponerle un lazo de seda a una boñiga humeante.

Stapes miró más allá de mi hombro y comparó la hora con un pequeño reloj de engranaje que llevaba en el bolsillo.

– De hecho parece que va cinco minutos atrasado.

Me froté la cara y evalué mis opciones. No se trataba solo de que estuviera desaliñado tras un breve viaje. Estaba guarro. Había caminado a buen paso bajo el sol veraniego, y luego había pasado días atrapado en un coche asfixiante. Aunque el maer no fuera una persona que juzgase las cosas únicamente por las apariencias, sí valoraba el decoro. No causaría una buena impresión si me presentaba sucio y apestoso.

El recuerdo de la jaula de hierro apareció espontáneamente en mi pensamiento, y decidí que no podía arriesgarme a causar una mala impresión. Y menos con la noticia que tenía que revelar.

– Necesito una hora como mínimo, Stapes. Si quiere, puedo reunirme con él a la sexta campanada.

Stapes adoptó una expresión rígida e indignada cuyo mensaje no dejaba lugar a dudas: no se cambiaba la hora de una cita con el maer Alveron. Él te convocaba, y tú acudías. Funcionaba así, y punto.

– Stapes -dije con toda la cordialidad que pude-, míreme. Huélame. He recorrido quinientos kilómetros en el último ciclo. No me voy a presentar en el jardín cubierto de polvo del camino y apestando como un bárbaro.

Los labios de Stapes dibujaron una mueca de desaprobación.

– Le diré que está usted ocupado.

Llegaron más cubos de agua caliente.

– Dígale la verdad, Stapes -dije mientras empezaba a desabrocharme la camisa-. Estoy seguro de que lo comprenderá.

Después de lavarme con esmero, peinarme y vestirme adecuadamente, le envié al maer mi anillo de oro y una tarjeta que rezaba: «Conversación privada cuando le resulte conveniente».

Una hora más tarde, el mensajero volvió con una tarjeta del maer que rezaba: «Espera a que te llame».

Esperé. Envié a un chico a buscarme la cena, y luego esperé el resto de la noche. Al día siguiente no recibí ningún mensaje. Y como no sabía cuándo podía llegar la cita de Alveron, me quedé otra vez atrapado en mis habitaciones, esperando a que me llamara.

Me vino bien tener tiempo para recuperar horas de sueño y darme un segundo baño. Pero me preocupaba que las noticias de Levinshir llegaran antes de que hubiera hablado con Alveron. El hecho de que no pudiera bajar a Bajo Severen a buscar a Denna también era motivo de irritación.

Era víctima de la reprimenda silenciosa tan habitual en los círculos cortesanos. El mensaje del maer estaba clarísimo: «Cuando te llamo, acudes. Mis condiciones, o ninguna».

Era una actitud infantil que solo podía darse entre la nobleza. Con todo, yo no podía hacer nada. Así que le envié mi anillo de plata a Bredon. Bredon llegó a tiempo para cenar conmigo y me puso al día de los chismorreos de la temporada. Los rumores de la corte pueden ser terriblemente insípidos, pero Bredon los seleccionó y los aderezó con muy buen criterio.

La mayoría de los chismes giraban alrededor del precipitado noviazgo y boda del maer con la heredera de los Lackless. Por lo visto estaban perdidamente enamorados. Muchos sospechaban que ya había un bebé en camino. En la corte real de Renere también había mucho movimiento. El príncipe regente Alaitis había muerto en un duelo, y gran parte del farrel del sur se había sumido en el caos, pues ciertos nobles habían hecho todo lo posible para sacar partido de la muerte de un miembro de la corte de rango tan elevado.

También había rumores. Los hombres del maer se habían ocupado de unos bandidos que actuaban en una región remota del Eld. Al parecer se dedicaban a atacar a los recaudadores de impuestos. Había malestar en el norte, donde sus gentes habían tenido que soportar una segunda visita de los recaudadores del maer. Pero al menos los caminos volvían a ser seguros, y los responsables habían recibido su justo castigo.

Bredon también mencionó un interesante rumor sobre un joven que había visitado a Felurian y había vuelto más o menos ileso, aunque con cierto aire fata. No era exactamente un rumor de la corte, sino más bien de esas cosas que oyes en las tabernas. Un rumor popular al que ninguna persona de alta alcurnia se dignaría prestar atención. Mientras hablaba, los ojos oscuros y penetrantes de Bredon chispeaban alegremente.

Coincidí en que esas habladurías eran muy vulgares, y que las personas refinadas como nosotros estábamos muy por encima de esas cosas. ¿Mi capa? Era bonita, ¿verdad? No recordaba exactamente dónde me la habían hecho. En algún lugar exótico. Por cierto, recientemente había oído una canción interesante sobre Felurian. ¿Le gustaría oírla?

También jugamos a tak, por supuesto. A pesar de que yo llevaba mucho tiempo sin acercarme al tablero, Bredon declaró que había mejorado mucho. Por fin estaba aprendiendo a jugar una hermosa partida.

Como podéis imaginaros, cuando Alveron volvió a citarme, acudí. Estuve tentado de llegar unos minutos tarde, pero me contuve, pues sabía que era demasiado arriesgado.

El maer paseaba a solas cuando me encontré con él en el jardín. Caminaba erguido, y parecía mentira que, poco tiempo atrás, hubiera necesitado de mi brazo o de un bastón.

– Kvothe -dijo esbozando una sonrisa cordial-, me alegro de que hayas encontrado tiempo para visitarme.

– Siempre es un placer, excelencia.

– ¿Damos un paseo? -propuso-. A esta hora del día, hay una vista muy agradable desde el puente del sur.

Me puse a su lado y empezamos a andar entre los cuidados setos.

– Veo que vas armado -comentó el maer sin disimular su desaprobación.

Inconscientemente, llevé una mano al puño de Cesura. La llevaba atada al cinto y no colgada a la espalda.

– ¿Supone eso algún inconveniente, excelencia? Tengo entendido que en Vintas todo hombre tiene derecho a ceñirse la espada.

– No es correcto -dijo, tajante.

– Creo que en la corte del rey en Renere ningún caballero osaría aparecer en público sin su espada.

– Pese a lo bien que hablas, no eres ningún caballero -me recordó Alveron con frialdad-. Harías bien en recordarlo.

No dije nada.

– Además, es una costumbre bárbara que, con el tiempo, le causará graves problemas al rey. No me importa cuál sea la costumbre en Renere, pero en mi ciudad, en mi casa y en mi jardín no te presentarás armado ante mí. -Giró la cabeza y me miró con dureza.

– Le ruego que me disculpe si lo he ofendido, excelencia. -Me paré y le ofrecí una reverencia más esmerada que la anterior.

Mi muestra de sumisión pareció aplacarlo. Sonrió y me puso una mano en el hombro.

– Puedes ahorrarte todo eso. Ven, mira la viuda de fuego. Las hojas pronto empezarán a cambiar de color.

Paseamos durante casi una hora, charlando amigablemente sobre cosas sin importancia. Me mostré indefectiblemente cortés y el humor de Alveron siguió mejorando. Si para mantenerme en buenas relaciones con él solo tenía que satisfacer su ego, lo consideraba un precio razonable a cambio de su mecenazgo.

– Permítame decirle que el matrimonio le sienta bien, excelencia.

– Gracias. -Dio una cabezada elegante-. Lo encuentro muy de mi agrado.

– Y ¿sigue bien de salud? -pregunté bordeando los límites de la conversación formal.

– Excelentemente -me respondió-. Otro beneficio de la vida matrimonial, sin duda. -Me miró dándome a entender que prefería que no insistiera sobre ese tema, al menos en un lugar tan público como aquel.

Seguimos caminando, saludando con la cabeza a los nobles con quienes nos cruzábamos. El maer hablaba de cosas intrascendentes y comentaba rumores de la corte. Yo le seguía la corriente, y aportaba mi parte a la conversación. Pero la verdad era que necesitaba poner fin a aquello cuanto antes y mantener una conversación más sincera en privado.

Sin embargo, también sabía que no podía forzar a Alveron a mantener determinada discusión. Nuestras charlas seguían un patrón y tenían su propio ritual. Si yo los violaba, solo conseguiría enojarlo. De modo que me tomé mi tiempo, olisqueé las flores y fingí que me interesaban las habladurías de la corte.

Al cabo de un cuarto de hora se produjo una pausa característica en la conversación. Era la señal que yo estaba esperando: a continuación iniciaríamos una discusión. Después podríamos trasladarnos a algún sitio más reservado para hablar de asuntos importantes.

– Siempre he pensado -dijo Alveron por fin, introduciendo el tema del debate- que todos tenemos una pregunta que reposa en el centro mismo de quienes somos.

– ¿A qué se refiere, excelencia?

– Creo que todos tenemos una pregunta que nos dirige. Una pregunta que nos mantiene despiertos por la noche. Una pregunta a la que damos vueltas como un perro que juguetea con un hueso. Si entiendes la pregunta de un hombre, estás más cerca de entender al hombre en sí. -Me miró de soslayo con una media sonrisa-. O eso he creído yo siempre.

Reflexioné un momento.

– Creo que estoy de acuerdo con usted, excelencia.

Alveron arqueó una ceja.

– ¿Así de fácil? -Parecía un poco decepcionado-. Esperaba que ofrecieras un poco de resistencia.

Sacudí la cabeza y me alegré de que el maer me hubiera brindado la ocasión para introducir el tema que a mí me interesaba:

– Yo llevo años dándole vueltas a una pregunta, y espero seguir dándole vueltas unos cuantos años más. Por eso su afirmación me parece perfectamente lógica.

– ¿En serio? -replicó Alveron con avidez-. ¿De qué se trata?

Me planteé contarle la verdad. Sobre mi búsqueda de los Chandrian y la muerte de mi troupe. Pero eso no era posible. Ese secreto todavía descansaba en el fondo de mi corazón, pesado como una gran roca alisada. Era algo demasiado personal para contárselo a alguien tan inteligente como el maer. Es más, revelaría mi sangre de Edena Ruh, un detalle que todavía no había hecho público en la corte del maer. El maer sabía que yo no pertenecía a la nobleza, pero no sabía que mi sangre fuera tan humilde.

– Debe de ser una pregunta de mucho peso para que tardes tanto en sopesarla -bromeó Alveron al verme vacilar-. Adelante, insisto. De hecho, te ofrezco un trato: una pregunta a cambio de otra. Quién sabe, tal vez nos ayudemos el uno al otro a contestarlas.

No habría podido esperar mejor disposición por parte del maer. Cavilé un momento, escogiendo las palabras con mucho cuidado.

– ¿Dónde están los Amyr?

– Los Amyr de manos ensangrentadas -musitó Alveron para sí. Me echó una mirada de reojo-. Supongo que no te refieres a dónde están depositados sus cadáveres.

– No, excelencia -respondí sombríamente.

El maer adoptó una expresión pensativa.

– Interesante. -Respiré con alivio. Me había imaginado que el maer me daría una respuesta burlona, que me señalaría que los Amyr llevaban siglos muertos. Pero lo que dijo fue-: ¿Sabes que cuando era joven estudié mucho a los Amyr?

– ¿De verdad, excelencia? -dije, sorprendido de mi buena suerte.

Alveron me miró, y el fantasma de una sonrisa se asomó a las comisuras de sus labios.

– No es tan sorprendente. De niño, yo quería ser uno de los Amyr. -Parecía ligeramente turbado-. No todas las historias son siniestras. Hicieron cosas importantes. Tomaron decisiones difíciles que nadie más quería tomar. Esas cosas asustan a la gente, pero yo creo que fueron una gran fuerza del bien.

– Eso mismo he creído yo siempre -admití-. Por curiosidad, ¿cuál era su historia favorita?

– La de Atreyon -respondió Alveron con una pizca de nostalgia-. Hacía tiempo que no pensaba en eso. Seguramente podría recitar de memoria los Ocho Juramentos de Atreyon. -Sacudió la cabeza y me lanzó una mirada-. ¿Y la tuya?

– La de Atreyon es demasiado sangrienta para mi gusto -confesé.

Alveron parecía divertido.

– Por algo los llamaban los Amyr de manos ensangrentadas -comentó-. Los tatuajes de los Ciridae no eran meramente decorativos.

– Cierto -concedí-. Sin embargo, prefiero la de sir Savien.

– Claro -dijo Alveron asintiendo con la cabeza-. Tú eres un romántico.

Caminamos un poco en silencio, doblamos un recodo y pasamos al lado de una fuente.

– De niño, estaba obsesionado con ellos -dijo Alveron por fin, como si confesara un secreto ligeramente vergonzoso-. Hombres y mujeres con todo el poder de la iglesia detrás. Y eso en una época en que todo el poder de Atur residía en la iglesia. -Sonrió-. Valientes, fieros y sin tener que rendirle cuentas a nadie, salvo a ellos mismos y a Dios.

– Y a los otros Amyr -puntualicé.

– Y, en última instancia, al pontífice -añadió Alveron-. Supongo que habrás leído la proclama en que los denunciaba.

– Sí.

Llegamos a un pequeño puente arqueado de madera y piedra; nos detuvimos en lo alto del arco y contemplamos el agua desde allí, viendo maniobrar lentamente a los cisnes en la corriente.

– ¿Sabes qué descubrí cuando era joven? -me preguntó el maer.

Negué con la cabeza.

– Cuando me hice demasiado mayor para los cuentos infantiles sobre los Amyr, empecé a hacerme preguntas más específicas. ¿Cuántos Amyr había? ¿Cuántos eran nobles? ¿Cuántos caballos podían reunir para preparar una actuación armada? -Se volvió un poco hacia mí para calibrar mi reacción-. En esa época yo estaba en Felton. Hay allí una antigua mendaría atur donde se guardan los archivos eclesiásticos de todo el farrel del norte. Me pasé dos días examinando esos libros. ¿Sabes qué descubrí?

– Nada -respondí-. No descubrió nada.

Alveron se volvió y me miró. Su expresión delataba una sorpresa cuidadosamente controlada.

– Yo descubrí lo mismo en el Archivo de la Universidad -dije-. Parecía que alguien hubiera borrado la información sobre los Amyr. No toda, desde luego. Pero había muy pocos detalles sólidos.

Vi que las propias conclusiones del maer cobraban vida detrás de sus inteligentes ojos grises.

– Y ¿quién haría tal cosa? -preguntó.

– ¿Quién podía tener mejores motivos para hacerlo que los propios Amyr? -dije-. Y eso significa que todavía están entre nosotros, en algún lugar.

– Y de ahí tu pregunta. -Alveron arrancó a andar, pero más despacio que antes-. ¿Dónde están los Amyr?

Salimos del puente y tomamos el sendero que bordeaba el estanque. El maer iba muy serio y pensativo.

– ¿Me creerás si te digo que yo pensé lo mismo después de rebuscar en la mendaría? -me preguntó-. Pensé que los Amyr tal vez hubieran evitado ser llevados a juicio. Que tal vez se hubieran escondido. Pensé que tal vez siguiera habiendo Amyr en el mundo después de tanto tiempo, actuando en secreto por el bien mayor.

Noté que la emoción crecía en mi pecho.

– ¿Qué descubrió? -pregunté con interés.

– ¿Descubrir? -Alveron parecía sorprendido-. Nada. Mi padre murió ese año y me convertí en maer. Lo descarté como una fantasía infantil. -Miró más allá del agua y de los cisnes que se deslizaban suavemente por ella-. Pero si tú descubriste lo mismo a tanta distancia… -No terminó la frase.

– Y saqué la misma conclusión, excelencia.

Alveron asintió lentamente con la cabeza.

– Es inquietante pensar que pueda haber un secreto de tanta importancia. -Paseó la mirada por el jardín y los muros de su palacio-. Y en mis propias tierras. Eso no me gusta. -Se volvió de nuevo hacia mí y me miró con unos ojos limpios y penetrantes-. ¿Cómo te propones investigarlos?

Sonreí, un tanto contrito.

– Como ha señalado su excelencia, por muy bien que hable y por muy educado que sea, nunca seré un noble. Carezco de los contactos y los recursos para investigar esto tan concienzudamente como me gustaría. Pero si su nombre me abriera algunas puertas, podría investigar en muchas bibliotecas privadas. Podría acceder a archivos y registros demasiado privados o demasiado ocultos para ser expurgados…

Alveron asintió con la cabeza sin apartar la vista de mí.

– Me parece que te entiendo. A mí me gustaría mucho descubrir la verdad sobre este asunto.

Desvió la mirada al oír unas risas, mezcladas con los pasos de un grupo de nobles que se acercaban.

– Me has dado mucho en que pensar -dijo en voz más baja-. Seguiremos hablando de esto en un lugar más reservado.

– ¿A qué hora quiere que nos encontremos, excelencia?

Alveron me lanzó una mirada escrutadora.

– Ven a mis aposentos esta noche. Y ya que no puedo darte una respuesta, déjame ofrecerte, a cambio, mi propia pregunta.

– Las preguntas me interesan casi tanto como las respuestas, excelencia.

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