Interludio: vallas
Kvothe se enderezó en la silla y estiró el cuello para mirar por la ventana. Levantó una mano, y en ese preciso instante se oyeron pasos rápidos y ligeros en el porche de madera. Demasiado rápidos y ligeros para corresponder a las pesadas botas de los granjeros, y seguidos de una aguda carcajada infantil.
Cronista se apresuró a secar la página que estaba escribiendo y la guardó debajo de un montón de papeles en blanco mientras Kvothe se levantaba e iba hacia la barra. Bast se recostó en la silla y la inclinó hacia atrás sobre dos patas.
Al cabo de un momento, se abrió la puerta y por ella entró un joven de espaldas anchas con barba escasa, acompañado de una niñita rubia. Detrás de él iba una joven con un niño en brazos.
El posadero sonrió y los saludó con la mano.
– ¡Mary! ¡Hap!
Los jóvenes se dijeron algo, y entonces el alto granjero fue hacia Cronista haciendo pasar con cuidado a la niña delante de él. Bast se levantó y le ofreció su silla a Hap.
Mary se acercó a la barra mientras se desenganchaba una de las manitas del bebé del pelo. Era joven y hermosa, con labios sonrientes y mirada cansada.
– Hola, Kote.
– Llevaba mucho tiempo sin veros -comentó el posadero-. ¿Os apetece un poco de sidra? La he prensado esta misma mañana.
Mary asintió con la cabeza, y el posadero sirvió tres jarras. Bast les llevó dos a Hap y a su hija. Hap cogió la suya, pero la niña se escondió detrás de su padre y solo se atrevió a asomarse tímidamente por encima de su hombro.
– ¿Querría también el pequeño Ben una jarra? -preguntó Kote.-Seguro que le encantaría -dijo Mary, y sonrió al niño, que se chupaba los dedos-. Pero yo en tu lugar no se la daría, a menos que quieras fregar el suelo. -Se metió una mano en el bolsillo.
Kote negó enérgicamente con la cabeza y levantó una mano.
– Ni hablar -dijo-. Hap no me cobró ni la mitad de lo que valía el trabajo cuando me arregló las vallas del patio trasero.
Mary esbozó una sonrisa cansada y contrita y levantó su jarra.
– Muchas gracias, Kote.
Se acercó a su marido, que conversaba con Cronista, y empezó a hablar con el escribano mientras se balanceaba suavemente adelante y atrás, meciendo al niño. Su marido asentía con la cabeza y de vez en cuando intercalaba alguna palabra. Cronista mojó la pluma en el tintero y se puso a escribir.
Bast fue a la barra y se inclinó sobre ella, y desde allí observó la mesa con curiosidad.
– No entiendo nada -dijo-. Me consta que Mary sabe escribir. Me ha enviado cartas.
Kvothe miró a su pupilo con curiosidad y encogió los hombros.
– Supongo que lo que está escribiendo Cronista son testamentos y transmisiones de bienes, y no cartas. Esas cosas hay que hacerlas con buena caligrafía, sin faltas de ortografía y sin ambigüedades. -Apuntó a Cronista, que en ese momento estampaba un sello en una hoja de papel-. ¿Lo ves? Eso demuestra que es un funcionario oficial. Todo lo que él atestigua tiene peso legal.
– Pero eso ya lo hace el sacerdote -razonó Bast-. El padre Leoden es más oficial que nadie. Escribe los certificados de matrimonio y las escrituras cuando alguien compra un terreno. Tú mismo lo dijiste: les encantan sus registros.
– Cierto -replicó Kvothe-. Pero a un sacerdote le gusta que dones dinero a la iglesia. Si redacta tu testamento y no le das ni un penique abollado a la iglesia… -encogió los hombros-, eso puede complicarte la vida en un pueblo pequeño como este. Y si no sabes leer… bueno, entonces el sacerdote puede escribir lo que quiera, ¿no?
Y ¿quién se atreverá a discutir con él cuando tú estés muerto?
– ¡El padre Leoden no sería capaz de una cosa así!-exclamó Bast, consternado.
– Seguramente no -convino Kvothe-. Para ser un sacerdote, Leoden es bastante honrado. Pero quizá quieras dejarle un terreno a la joven viuda del final de la calle y un poco de dinero a su segundo hijo. -Kvothe arqueó una ceja de forma significativa-. Esa es la clase de cosas que a nadie le gusta que escriba su sacerdote. Prefieres que esa noticia salga a la luz cuando tú ya estés muerto y enterrado.
Bast lo entendió; miró a la joven pareja como si tratara de adivinar qué secretos trataban de ocultar.
Kvothe sacó un paño blanco y empezó a limpiar la barra distraídamente.
– La mayoría de las veces aún es más sencillo. Uno quiere dejarle la caja de música a Ellie y ahorrarse el fastidio de estar diez años oyendo protestar a las otras hermanas.
– ¿Como cuando murió la viuda Graden?
– Exacto, como cuando murió la viuda Graden. Ya viste cómo se peleó aquella familia por sus cosas. La mitad de ellos ya ni siquiera se dirigen la palabra.
En el otro lado de la estancia, la niñita se acercó a su madre y empezó a tirarle con insistencia del vestido. Al cabo de un momento, Mary fue hasta la barra seguida de su hija.
– La pequeña Syl tiene que hacer sus necesidades -dijo con tono de disculpa-. ¿Podríamos…?
Kote asintió con la cabeza y señaló la puerta que había cerca de la escalera.
Mary se volvió y le tendió el niño a Bast.
– ¿Te importa?
Bast estiró ambos brazos en un acto reflejo para coger al niño, y luego se quedó allí de pie, sin saber qué hacer, mientras Mary acompañaba a su hija.
El niño miró alrededor con atención, sin saber cómo interpretar aquella nueva situación. Bast se volvió hacia Kvothe sujetando al crío ante sí con rigidez. La expresión del pequeño fue pasando lentamente de la curiosidad a la incerteza, y de allí a la desazón. Entonces empezó a hacer un ruidito débil y angustiado. Era como si estuviera decidiendo si quería llorar o no, y lentamente empezara a darse cuenta de que sí, de hecho sí quería llorar.
– Por el amor de Dios, Bast -dijo Kvothe con tono de exasperación-. Dame. -Dio un paso adelante, cogió al niño y lo sentó en la barra sujetándolo firmemente con ambas manos.
Al niño pareció gustarle su nueva ubicación. Curioso, frotó la lisa superficie de la barra dejando una huella. Miró a Bast y sonrió.
– Perro -dijo.
– Qué monada-repuso Bast con aspereza.
El pequeño Ben empezó a chuparse los dedos y volvió a mirar alrededor, esa vez con mayor decisión.
– Mama -dijo-. Mamamama. -Entonces empezó a parecer preocupado e hizo el mismo ruido débil y angustiado de antes.
– Sujétalo -dijo Kvothe, y se colocó justo enfrente del niño. Una vez que Bast lo tuvo cogido, el posadero le agarró los pies al crío y entonó una cantilena:
Zapatero, mídeme del dedo gordo al talón.
Granjero, plántame un poco de alforfón.
Panadero, amásame un panecillo.
Sastre, anda y cóseme el dobladillo.
El niño observaba a Kvothe, que hacía un movimiento diferente con la mano para cada verso, como si plantara alforfón y amasara pan. Al llegar al último verso, el niño ya reía encantado con una risa burbujeante, y se tocaba la ropa imitando al pelirrojo.
Molinero, quita ese pulgar de la balanza.
Lechera, quisiera llenarme de leche la panza.
Alfarero, tornéame un cazo.
Pequeño, ¡dale a papá un abrazo!
Kvothe no ilustró el último verso con ningún gesto, sino que inclinó la cabeza mirando expectante a Bast.
Bast se quedó allí plantado y desconcertado. Hasta que en su rostro se reflejó que acababa de entenderlo.
– ¿Cómo has podido pensar eso, Reshi? -preguntó, ligeramente ofendido. Señaló al niño y añadió-: ¡Es rubio!
El crío miró alternadamente a los dos hombres, y decidió que aquel era un buen momento para llorar. Hizo pucheros y empezó a gemir.
– ¿Lo ves?-dijo Bast-. Tú tienes la culpa.
Kvothe levantó al pequeño de la barra y lo sacudió un poco en un intento de tranquilizarlo que solo resultó moderadamente eficaz. Al cabo de un momento, cuando Mary volvió a la taberna, el niño berreó más fuerte y extendió los brazos hacia su madre.
– Lo siento -dijo Kvothe, avergonzado.
Mary cogió en brazos a su hijo, que se calló al instante, aunque aún tenía los ojos lacrimosos.
– No es culpa tuya -dijo-. Es que últimamente no quiere separarse de mí. -Le rozó la nariz al niño con la suya, sonriendo, y el pequeño soltó otra alegre y burbujeante carcajada.
– ¿Cuánto les has cobrado? -preguntó Kvothe al volver a la mesa de Cronista.
– Un penique y medio -contestó el escribano, con un encogimiento de hombros.
Kvothe se paró en el acto de sentarse y entrecerró los ojos.
– Con eso no tienes ni para pagar el papel.
– No estoy sordo, ¿sabes? -replicó Cronista-. El aprendiz del herrero comentó que los Bentley pasan una mala racha. Y aunque no hubiera oído nada, tampoco estoy ciego. Ese joven lleva varios zurcidos en los pantalones, y las suelas de sus botas están a punto de agujerearse. A la niña se le ha quedado corto el vestido, y además está hecho de retales.
Kvothe asintió sombríamente.
– Uno de sus campos, el más meridional, se ha inundado dos años seguidos. Y la primavera pasada se les murieron las dos cabras. Aunque no fueran malos tiempos, este sería un año malo para ellos. Y ahora, con el pequeño… -Inspiró hondo y soltó el aire despacio, abstraído-. Son los impuestos. Este año ya van dos.
– ¿Quieres que vuelva a romper la valla, Reshi? -preguntó Bast con entusiasmo.
– Tú, calladito, Bast. -Una sonrisa asomó a los labios de Kvothe-. Esta vez vamos a necesitar alguna otra excusa. -La sonrisa desapareció-. Antes de que llegue el siguiente impuesto.
– Quizá no llegue ninguno más -intervino Cronista.
Kvothe negó con la cabeza…
– No llegará hasta después de la siega, pero llegará. Los recaudadores fijos son duros, pero saben que a veces es conveniente mirar para otro lado. Saben que volverán al año siguiente, y al otro. Pero los sangradores…
– Sí, ellos son mucho peores -coincidió Cronista. Y entonces recitó-: Si pueden, se le llevan la lluvia al aldeano. Si no encuentran oro, se le llevan el grano.
Kvothe esbozó una sonrisa y continuó:
Si no tiene grano, se le llevan la cabra.
Se le llevan la leña, la manta y la capa.
Si tiene un pájaro, se le llevan la jaula.
Y al final se le llevan la granja.
– Todos odian a los sangradores -convino Cronista, compungido-. Y los nobles son quienes más los odian.
– Eso me cuesta creerlo -dijo Kvothe-. Tendrías que oír lo que cuentan por aquí. Si el último no hubiera venido escoltado por una guardia bien armada, dudo que hubiese salido del pueblo con vida.
Cronista sonrió torciendo la boca.
– Deberías haber oído cómo los llamaba mi padre -dijo-. Y eso í que solo vivió dos impuestos en veinte años. Decía que prefería una plaga de langostas seguida de un incendio que ver a un sangrador del rey por sus tierras. -Cronista echó un vistazo a la puerta de la posada-. ¿Son demasiado orgullosos para pedir ayuda?
– Más orgullosos aún -respondió Kvothe-. Cuanto más pobre eres, más valioso es tu orgullo. Yo sé lo que se siente. Jamás habría podido pedirle dinero a un amigo. Habría preferido morir de hambre.
– ¿Y un préstamo? -preguntó Cronista.
– ¿Quién tiene dinero para prestar hoy en día? -preguntó Kvothe-. Va a ser un invierno muy duro para mucha gente. Pero después de un tercer impuesto, los Bentley tendrán que compartir las mantas y comerse el grano que guardaban para semillas antes de los deshielos. Eso, si no pierden también la casa…
El posadero bajó la vista y pareció sorprenderse al ver que una de sus manos estaba cerrada en un puño. Lo abrió lentamente y posó ambas manos, planas, sobre la mesa. Entonces miró a Cronista con una sonrisa de arrepentimiento en los labios.
– ¿Sabes que hasta que llegué aquí nunca había pagado impuestos? Los Edena no tienen propiedades, por norma. -Señaló la posada-. Nunca entendí que diera tanta rabia. Un buen día llega al pueblo un cabronazo presuntuoso con un libro de contabilidad bajo el brazo y te obliga a pagar por el privilegio de tener una propiedad a tu nombre.
Kvothe hizo una seña a Cronista para que cogiera su pluma.
– Ahora sí lo entiendo, te lo aseguro. Y sé qué clase de oscuros deseos son los que llevan a un grupo de hombres a esperar junto al camino y matar a los recaudadores de impuestos desafiando abiertamente al rey.