Capítulo 91

Llama, trueno, árbol partido

La cresta en la que estábamos agazapados formaba un amplio semicírculo, acogiendo el campamento de los bandidos en el centro de una medialuna protectora. Así pues, el campamento se encontraba en el fondo de una extensa hondonada. Desde nuestra posición, vi que la parte de la hondonada que quedaba abierta lindaba con un arroyo que describía una curva.

El tronco de un roble gigantesco se alzaba como una columna en el centro de la hondonada, protegiendo el campamento con sus enormes ramas. A ambos lados del roble había sendas hogueras. De no ser por la lluvia, ambas habrían ardido ostentosamente, pero en medio de la tormenta apenas arrojaban luz suficiente para que se viera el campamento.

Llamarlo campamento quizá sea engañoso; tal vez sería mejor llamarlo acuartelamiento. Había seis tiendas de campaña bajas y a dos aguas, la mayoría para dormir y almacenar material. La séptima era casi un pequeño pabellón, rectangular y lo bastante grande para alojar a varios hombres de pie.

Cerca de las hogueras había seis hombres sentados en unos bancos improvisados. Estaban encorvados y abrigados para protegerse de la lluvia, y todos tenían la mirada endurecida y resignada de los soldados expertos.

Me agaché detrás de la cresta y me sorprendió comprobar que no sentía ni pizca de miedo. Me volví hacia Marten y aprecié un brillo salvaje en su mirada.

– ¿Cuántos crees que son? -le pregunté.

Parpadeó, pensativo.

– Hay al menos dos en cada tienda. Si su cabecilla ocupa la tienda grande, son trece en total, y hemos matado a tres. De modo que quedan diez. Como mínimo diez. -Se pasó la lengua por los labios, nervioso-. Pero podrían dormir hasta cuatro en cada tienda, y en la grande hasta cinco además del jefe. Entonces serían treinta, menos tres.

– De modo que como mínimo nos superan dos contra uno -calculé-. ¿Te gusta esa proporción?

Desvió la mirada hacia el borde de la cresta y luego me miró otra vez.

– Dos contra uno no está mal. Contamos con el factor sorpresa, y estamos muy cerca. -Hizo una pausa y tosió tapándose la boca con la manga. Escupió-. Pero ahí abajo hay veinte. Me lo dicen mis huevos.

– ¿Podrás convencer a Dedan?

– Sí, me creerá. En realidad no es tan imbécil como parece.

– Muy bien. -Cavilé un momento. Todo había pasado más deprisa de lo que lleva contarlo. De modo que, pese a que habían sucedido muchas cosas, Dedan y Hespe todavía tardarían cinco o seis minutos en llegar-. Ve y diles que den media vuelta -le dije a Marten-. Luego reúnete otra vez con Tempi y conmigo.

Marten no parecía convencido.

– ¿Seguro que no quieres venir conmigo? No sabemos cuándo van a cambiar la guardia.

– Tengo a Tempi. Además, solo serán un par de minutos. Quiero ver si puedo contarlos mejor.

Marten se alejó, y Tempi y yo nos arrastramos hasta lo alto de la cresta. Al cabo de un momento, Tempi se acercó más a mí, hasta que su costado izquierdo se apretó contra mi costado derecho.

Entonces me fijé en algo que se me había pasado por alto: había unos postes de madera repartidos por todo el campamento.

– ¿Postes? -pregunté a Tempi clavando un dedo en el suelo para ilustrar a qué me refería.

Asintió con la cabeza para indicar que me había entendido y se encogió de hombros.

Deduje que debían de ser para atar los caballos o para tender la ropa. Aparté aquello de mi mente y me concentré en otros asuntos más urgentes.

– ¿Qué crees que deberíamos hacer?

Tempi permaneció un rato callado.

– Matar unos cuantos. Marcharnos. Esperar. Otros vienen. Nosotros… -Hizo la pausa característica que significaba que no encontraba la palabra que quería utilizar-. ¿Saltar detrás de los árboles?

– Los atacamos por sorpresa.

Tempi asintió.

– Los atacamos por sorpresa. Esperamos. Matamos al resto. Explicamos al maer.

Asentí. No era la solución rápida que nos habría gustado, pero era la única opción sensata ante un grupo tan numeroso de hombres. Cuando volviera Marten, los tres asestaríamos el primer golpe. Calculé que, teniendo a nuestro favor el factor sorpresa, Marten podría darles a tres o cuatro con su arco antes de que nos viéramos obligados a huir. Seguramente no los mataría a todos, pero cualquier bandido con una herida de flecha significaría una amenaza menor para nosotros en los días posteriores.

– ¿Alguna otra manera?

– Ninguna que sea del Lethani -dijo Tempi tras una larga pausa.

Como ya había visto lo que quería ver, me dejé resbalar unos metros con cuidado y volví a ocultarme tras la cresta. Me estremecí; seguía lloviendo a cántaros. Noté más frío del que hacía un par de minutos atrás, y empecé a temer que Marten me hubiera contagiado su resfriado. Era lo último que me faltaba.

Vi acercarse a Marten y me disponía a explicarle nuestro plan cuando me di cuenta de que tenía cara de pánico.

– ¡No los encuentro! -me susurró, histérico-. He ido hasta el punto donde deberían estar, pero no estaban allí. O han dado la vuelta, que lo dudo, o se han quedado demasiado rezagados y han acabado siguiendo las huellas que no tocaba.

Sentí un frío que no tenía nada que ver con aquella lluvia incesante.

– ¿Puedes seguirles la pista?

– Si pudiera, ya lo habría hecho. Pero en la oscuridad, todas las huellas parecen iguales. ¿Qué vamos a hacer? -Me agarró un brazo; comprendí, por la expresión de su mirada, que estaba al borde del pánico-. Creerán que nosotros ya hemos explorado por donde ellos van y no tendrán ningún cuidado. ¿Qué podemos hacer?

Me metí la mano en el bolsillo donde tenía el simulacro de Dedan.

– Yo los encontraré.

Pero antes de que pudiera hacer nada, se oyó un alarido proveniente del extremo oriental del campamento. Lo siguieron, un segundo más tarde, un grito de furia y una sarta de maldiciones.

– ¿Es Dedan? -pregunté.

Marten asintió con la cabeza. Oímos movimientos bruscos al otro lado de la cresta. Nos volvimos los tres tan aprisa como creímos prudente y nos asomamos por el borde.

De las tiendas bajas empezaron a salir hombres como avispones de un nido. Al menos había una docena, y vi a cuatro armados con arcos tensados. De pronto aparecieron unos tablones que los hombres apoyaron contra los postes construyendo unos rudimentarios muros de casi un metro y medio de alto. Al cabo de unos segundos, el vulnerable y abierto campamento se había transformado en una verdadera fortaleza. Conté al menos dieciséis hombres, pero partes enteras del campamento ya no estaban a la vista. Además había menos luz, ya que aquellos muros improvisados tapaban las hogueras y proyectaban sombras oscuras.

Marten no paraba de maldecir por lo bajo, lo cual era comprensible, pues ahora su arco ya no iba a serle tan útil. Aun así, lo armó en un abrir y cerrar de ojos, y habría disparado con la misma rapidez si yo no le hubiera puesto una mano en el brazo.

– Espera.

Marten frunció el entrecejo; luego asintió con la cabeza, consciente de que los bandidos dispararían media docena de flechas por cada una de las suyas. De pronto Tempi también había dejado de sernos útil. Lo acribillarían mucho antes de que se acercara al campamento.

La única circunstancia favorable era que los bandidos no dirigían su atención hacia nosotros. Estaban concentrados en el lado oriental del campamento, donde habíamos oído el grito del centinela y las blasfemias de Dedan. Nosotros tres podíamos escapar antes de ser descubiertos, pero eso habría significado abandonar a Dedan y a Hespe.

Aquel era el momento en que un arcanista hábil habría inclinado la balanza a nuestro favor, si no para proporcionarnos una ventaja, al menos para facilitarnos la huida. Pero yo no tenía ni fuego ni relación. Era lo bastante listo para apañármelas sin una de esas dos cosas, pero sin ambas estaba prácticamente perdido.

La lluvia empezó a arreciar. Retumbaban los truenos. Era únicamente cuestión de tiempo que los bandidos descubrieran que solo había dos intrusos y se precipitaran hacia la cresta para liquidar a nuestros compañeros. Si nosotros tres atraíamos su atención, correríamos la misma suerte.

Hubo un concierto de suaves zumbidos, y una lluvia de flechas pasó por encima del lado oriental de la cresta. Marten dejó de maldecir y contuvo la respiración. Me miró.

– ¿Qué podemos hacer? -apremió.

Se oyó un grito interrogante proveniente del campamento, y al no contestar nadie, otra lluvia de flechas pasó zumbando por encima del lado oriental de la cresta: ya habían corregido el tiro.

– ¿Qué podemos hacer? -repitió Marten-. ¿Y si están heridos?

«¿Y si están muertos?» Cerré los ojos y resbalé por la pendiente, tratando de ganar tiempo para pensar. Mi pie chocó contra algo sólido y blando: el centinela muerto. Entonces se me ocurrió una idea macabra. Inspiré hondo y me sumergí en el Corazón de Piedra. Muy hondo. Más hondo de lo que jamás había estado. Me abandonó todo temor, toda duda.

Cogí el cadáver por una muñeca y empecé a arrastrarlo hacia arriba, hacia el borde de la cresta. Era un hombre corpulento y pesado, pero apenas lo noté.

– Marten, ¿me dejas utilizar a tu muerto? -pregunté, distraído. Pronuncié esas palabras con una agradable voz de barítono, la voz más calmada que jamás había oído.

Sin esperar una respuesta, me asomé por encima del borde de la cresta. Vi a uno de los hombres que estaban detrás del muro tensando el arco para volver a disparar. Saqué mi largo y delgado puñal de buen acero de Ramston y fijé la imagen del arquero en mi mente. Apreté los dientes y le clavé el puñal en un riñón al centinela muerto. El puñal penetró lentamente, como si estuviera clavándolo en un bloque de arcilla y no en la carne.

Se oyó un grito por encima del retumbo de los truenos. El hombre cayó al suelo, y el arco se le escapó de las manos y saltó por los aires. Otro mercenario se irguió para mirar a su compañero. Volví a concentrarme y le clavé el puñal al centinela en el otro riñón, esa vez utilizando ambas manos. Se oyó otro grito, más estridente que el primero. «Es más un lamento que un grito», pensé en un extraño y lejano rincón de mi mente.

– No dispares todavía -advertí con serenidad a Marten, sin apartar la vista del campamento-. Aún no saben dónde estamos. -Extraje el puñal, volví a concentrarme y, con frialdad, se lo clavé en un ojo al centinela. Un hombre se irguió detrás del muro de madera, tapándose la cara con ambas manos y chorreando sangre. Dos de sus compañeros se levantaron y trataron de agacharlo detrás del parapeto de madera. Volví a extraer y clavar el puñal, y uno de ellos se derrumbó al mismo tiempo que levantaba las manos para taparse la cara ensangrentada.

– Santo Dios -dijo Marten con voz entrecortada-. Santo Dios.

Posé el puñal sobre el cuello del centinela y paseé la mirada por el campamento. La eficacia militar de los bandidos se estaba desmoronando a medida que se extendía el pánico. Uno de los heridos seguía dando unos chillidos angustiosos y penetrantes que se oían pese al estruendo de la tormenta.

Vi a uno de los arqueros escudriñando el borde de la cresta con gesto amenazador. Le clavé el puñal en la garganta al centinela, pero no pasó nada. Entonces el arquero, desconcertado, levantó una mano y se tocó el cuello. Al retirarla vio que la tenía manchada de sangre. Abrió mucho los ojos y empezó a gritar. Soltó el arco y corrió hacia el otro lado del muro; luego dio media vuelta tratando de escapar, pero sin saber hacia dónde tenía que correr.

Entonces se serenó y empezó a escudriñar desesperadamente el borde de la cresta que bordeaba el campamento. No parecía que fuera a caer. Frunciendo el entrecejo, volví a poner el puñal en el cuello del centinela y lo hinqué con fuerza. Me temblaban los brazos, pero el puñal empezó a moverse otra vez, despacio, como si tratara de cortar un bloque de hielo. El arquero se llevó ambas manos al cuello, de donde manaba la sangre. Se tambaleó, tropezó y cayó sobre una de las hogueras. Se retorció violentamente, esparciendo brasas ardientes por todas partes, aumentando la confusión.

Estaba tratando de decidir dónde golpearía a continuación cuando un rayo iluminó el cielo y me mostró una imagen clara y tétrica del cadáver. La lluvia se había mezclado con la sangre y lo cubría todo. También mis manos estaban tintadas de sangre.

Como no quería mutilarle las manos, le di la vuelta, lo puse boca abajo y, con gran esfuerzo, le quité las botas. Entonces volví a concentrarme y le corté los tendones por encima de los tobillos y detrás de las rodillas. Así dejé lisiados a dos hombres más. Pero cada vez me costaba más hundir el puñal, y me dolían los brazos del esfuerzo. El cadáver era una relación excelente, pero la única energía que yo podía utilizar era la fuerza de mi cuerpo. En esas condiciones, parecía que estuviera cortando leña en lugar de carne.

Apenas habían pasado un par de minutos desde que saltara la alarma en el campamento. Escupí agua y dejé descansar un momento a mis temblorosos brazos y a mi agotada mente. Contemplé el campamento que se extendía allá abajo y observé que aumentaban la confusión y el pánico.

Un hombre salió de la tienda grande que estaba plantada junto al roble. No iba vestido como los demás, sino que llevaba una reluciente cota de malla de cuerpo entero que le llegaba casi hasta las rodillas, y un casco que le cubría la cabeza. Avanzó sin temor hacia el caos con un andar elegante, evaluando la situación de una sola ojeada. Dio órdenes que el ruido de la lluvia y los truenos me impidieron oír. Sus hombres se calmaron, volvieron a ocupar sus posiciones y cogieron los arcos y las espadas.

Al verlo recorrer el acuartelamiento a grandes zancadas, me acordé de… algo. Estaba de pie a la vista de todos, y ni se preocupó en agacharse detrás del muro protector. Hizo señas a sus hombres, y sus movimientos tenían algo que me resultó terriblemente familiar…

– Kvothe -me susurró Marten. Levanté la cabeza y vi al rastreador con el arco tensado-. Tengo a su jefe en la mira.

– ¡Dispara!

El arco de Marten zumbó, y la flecha se le clavó al cabecilla de los bandidos en el muslo, perforándole la cota de malla, la pierna y la pieza de la armadura que le protegía la parte trasera del muslo. Con el rabillo del ojo reparé en que Marten volvía a armar el arco con un movimiento fluido; pero antes de que disparara, vi que el cabecilla se inclinaba. No se dobló por la cintura, como aquejado de un fuerte dolor. Solo dobló el cuello para mirar la flecha que se le había clavado en la pierna.

Tras un breve examen, agarró la flecha con una mano y la partió separando las plumas. A continuación llevó el brazo hacia atrás y se la arrancó de la pierna. Me quedé paralizado cuando miró hacia donde estábamos nosotros y señaló nuestra posición con la mano con que sujetaba la flecha rota. Dio una breve orden a sus hombres, tiró la flecha al fuego y se dirigió caminando con elegancia al otro lado del campamento.

– Tehlu todopoderoso, abrázame con tus alas -dijo Marten soltando la cuerda del arco-. Protégeme de los demonios y de las criaturas que caminan en la noche.

Si no reaccioné de forma parecida fue únicamente porque me hallaba profundamente sumergido en el Corazón de Piedra. Me volví hacia el campamento a tiempo de ver un pequeño bosque de arcos que se tensaban apuntando en nuestra dirección. Agaché la cabeza y le di una patada al atónito rastreador, derribándolo en el preciso instante en que las flechas pasaban zumbando. Marten cayó al suelo, y las flechas que llevaba en el carcaj se esparcieron por el terraplén embarrado.

– ¡Tempi! -grité.

– Aquí -respondió él a mi izquierda-. Aesh. No flecha.

Volvieron a zumbar las flechas por encima de nuestras cabezas, y unas cuantas se clavaron en los árboles. Pronto corregirían el tiro y empezarían a disparar las flechas describiendo un arco para que cayeran sobre nosotros desde arriba. Con la misma serenidad con que una burbuja asciende a la superficie de un estanque, una idea ascendió a la superficie de mi conciencia.

– Tempi, tráeme el arco del centinela.

– La.

Oí que Marten murmuraba algo en voz baja con apremio, pero no lo entendí. Al principio pensé que le habían dado, pero entonces me di cuenta de que estaba rezando.

– Tehlu, ampárame del hierro y de la ira -murmuraba-. Tehlu, guárdame de los demonios de la noche.

Tempi me puso el arco en la mano. Inspiré hondo y partí mi mente en dos, tres, cuatro partes. En cada una de esas partes tenía el arco. Me relajé y partí de nuevo mi mente: cinco partes. Volví a intentarlo y fracasé. Estaba cansado, empapado y frío; había llegado a mi límite. Oí el zumbido de la cuerda de los arcos al soltarse, y las flechas cayeron alrededor de nosotros como una intensa lluvia. Noté un tirón en el brazo, cerca del hombro, cuando una de las flechas me rozó antes de clavarse en el suelo. Primero una punzada y luego un escozor.

Aparté el dolor de mi mente y apreté los dientes. Tendría que apañármelas con cinco partes. Deslicé la hoja del puñal por el dorso del brazo, lo justo para extraer un poco de sangre; entonces pronuncié los vínculos adecuados y apreté mi puñal con fuerza contra la cuerda del arco.

La cuerda aguantó un momento que se me hizo eterno y aterrador, y entonces se partió. El arco dio una sacudida, zarandeándome el brazo herido antes de soltarse de mi mano. Oí gritos de dolor y congoja al otro lado de la cresta, y supe que lo había logrado, al menos en parte. Si se habían cortado las cuerdas de cinco arcos, solo quedaban uno o dos arqueros.

Pero en cuanto el arco se me escapó de la mano, noté que el frío se apoderaba de mí. No solo de mis brazos, sino de todo mi cuerpo: estómago, pecho y garganta. Sabiendo que no bastaría la fuerza de mi brazo para cortar las cuerdas de cinco arcos a la vez, había utilizado el único fuego que siempre tiene a mano un arcanista: el calor de mi sangre. La tiritona del simpatista no tardaría en acabar conmigo. Si no encontraba una forma de entrar en calor, sufriría un estado de shock, luego hipotermia, y por último me sobrevendría la muerte.

Salí del Corazón de Piedra y, confuso y tambaleándome, dejé que las partes de mi mente volvieran a juntarse. Helado, empapado y mareado, trepé de nuevo hasta lo alto de la cresta. La lluvia me parecía cellisca cuando me golpeaba en la cara.

Solo vi a un arquero. Por desgracia, todavía sabía lo que hacía, y nada más ver aparecer mi cara por encima del borde de la cresta, tensó el arco y disparó con un movimiento fluido.

Me salvó una ráfaga de viento. La flecha hizo saltar furiosas chispas amarillentas al chocar contra unas rocas que había a solo dos palmos de mi cabeza. La lluvia me golpeaba en la cara y los rayos dibujaban telarañas en el cielo. Me resguardé de nuevo resbalando hacia abajo y le clavé el puñal al cadáver del centinela una y otra vez, con rabia delirante.

Al final golpeé una hebilla y la hoja del cuchillo se partió. Jadeando, tiré el puñal roto. Recobré el sentido al oír el murmullo de las desesperadas plegarias de Marten en mis oídos. Tenía los brazos y las piernas fríos como el plomo, entumecidos y torpes. Pero lo peor era que notaba el aletargamiento de la hipotermia apoderándose de mí. Me di cuenta de que no temblaba, y supe que eso era mala señal. Estaba calado y no tenía cerca ninguna llama.

Volvió a fulgurar un rayo. Tuve una idea. Solté una risotada macabra.

Me asomé por encima del borde de la cresta y me tranquilicé al ver que no quedaban arqueros. Sin embargo, el cabecilla seguía gritando órdenes y no dudé que encontrarían más arcos o sustituirían las cuerdas. Peor aún, quizá abandonaran sencillamente su refugio y se abalanzaran sobre nosotros. Debía de haber unos doce hombres todavía en pie.

Marten seguía rezando.

– Tehlu a quien el fuego no podía matar, vela por mí en las llamas.

Le di una patada.

– Maldita sea, levántate o nos matarán a todos.

Marten interrumpió sus oraciones y alzó la cabeza. Le grité algo ininteligible y me agaché para levantarlo del suelo agarrándolo por el cuello de la camisa. Lo zarandeé enérgicamente y lo golpeé con su arco, que tenía en mi otra mano, aunque no sabía cómo había llegado hasta allí.

Destelló otro rayo, y entonces vi lo que había visto Marten: la sangre del centinela me cubría las manos y los brazos. La lluvia la hacía resbalar y correr por mi piel, pero no la había limpiado. En la breve y brillante ráfaga de luz, la sangre parecía negra.

Marten, aturdido, cogió su arco.

– ¡Dispara al árbol! -grité por encima del estruendo de los truenos. Marten me miró como si me hubiera vuelto loco-. ¡Dispárale!

Algo en la expresión de mi rostro debió de convencerlo, pero sus flechas estaban esparcidas por el terraplén embarrado, y reanudó su letanía mientras las buscaba a tientas.

– Tehlu que ataste a Encanis a la rueda, vela por mí en la oscuridad.

Al final, tras mucho buscar, encontró una flecha y, con manos temblorosas, la puso en el arco sin dejar de rezar. Me volví hacia el campamento. El cabecilla había controlado la situación. Le vi gritar órdenes, pero yo solo oía la temblorosa voz de Marten:

Tehlu, el de los ojos certeros,

vela por mí.

De pronto el cabecilla se quedó quieto y ladeó la cabeza. Permaneció inmóvil como una estatua, como si escuchara algo. Marten siguió rezando:

Tehlu, hijo de ti mismo,

vela por mí.

El cabecilla miró rápidamente a derecha e izquierda, como si hubiera oído algo que lo hubiese molestado. Volvió a ladear la cabeza.

– ¡Te oye! -le grité enloquecido a Marten-. ¡Dispara! ¡Los está preparando para hacer algo!

Marten apuntó al árbol que se erguía en el centro del campamento. El viento lo azotaba, y él seguía rezando:

Tehlu que era Mend que eras tú.

Vela por mí en nombre de Mend,

en nombre de Perial,

en nombre de Ordal,

en nombre de Andan,

vela por mí.

El cabecilla giró la cabeza, como si escudriñara el cielo. Sus movimientos tenían algo que me resultaba terriblemente familiar, pero a medida que la tiritona del simpatista me atenazaba, mis pensamientos iban volviéndose más y más vagos. El jefe de los bandidos se dio la vuelta y se metió en su tienda.

– ¡Dispara al árbol! -grité con todas mis fuerzas.

Marten soltó la cuerda, y vi cómo la flecha se clavaba firmemente en el tronco del inmenso roble que se alzaba en medio del campamento de los bandidos. Escarbé en el barro buscando otra de las flechas de Marten y empecé a reír de pensar en lo que estaba a punto de intentar. Quizá no sirviera de nada. Quizá me matara. Tan solo el desliz… Pero no me importaba. De todas formas, ya estaba muerto a menos que encontrara una forma de calentarme y secarme. No tardaría en sufrir un estado de shock. Quizá ya estuviera sufriéndolo.

Cerré la mano alrededor de una flecha. Partí mi mente en seis partes y grité mis vínculos al mismo tiempo que clavaba la flecha en el suelo empapado.

– ¡Lo mismo arriba que abajo! -bramé; era una broma que solo habría podido entender alguien de la Universidad.

Pasó un segundo. El viento amainó.

Una blancura. Un resplandor. Un ruido. Me caía.

Y luego, nada.

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