Capítulo 75

Los actores

Durante las primeras horas del viaje, hice todo lo posible para conocer a los hombres que el maer había puesto a mi cargo. O mejor dicho, tres hombres y una mujer.

Tempi fue el que me llamó más la atención y el que la mantuvo más tiempo, pues era el primer mercenario adem que veía. Lejos de ser el imponente asesino de mirada feroz que yo esperaba, Tempi parecía más bien anodino, ni muy alto ni muy corpulento. Tenía la piel clara, el cabello rubio rojizo y los ojos de un gris pálido. Su rostro era inexpresivo como un papel en blanco. Extrañamente inexpresivo. Esforzadamente inexpresivo.

Yo sabía que la ropa de color rojo sangre de los mercenarios adem era una especie de insignia. Pero el atuendo de Tempi no era como lo había imaginado. Llevaba la camisa ceñida al cuerpo mediante una docena de correas de piel blanda. También llevaba los pantalones ceñidos por el muslo, la pantorrilla y la rodilla. Toda la ropa estaba teñida del mismo rojo intenso y brillante, y se ajustaba a su cuerpo como un guante.

A medida que avanzaba el día, vi que Tempi empezaba a sudar. Acostumbrado a vivir en el clima frío de la sierra de Borrasca, aquel debía de parecerle desproporcionadamente caluroso. Una hora antes del mediodía se soltó las correas de piel de la camisa y se la quitó, utilizándola para enjugarse el sudor de la cara y los brazos. No parecía ni remotamente cohibido por el hecho de caminar desnudo hasta la cintura por el camino real.

La piel de Tempi era tan blanca que parecía casi del color de la nata; tenía un cuerpo delgado y enjuto, como un perro de caza, y sus músculos se movían bajo la piel con una elegancia animal. Intenté disimular, pero no pude evitar fijarme en las finas cicatrices blancas que le cubrían los brazos, el pecho y la espalda.

Tempi no se quejó ni una sola vez del calor. Apenas pronunciaba palabra, y contestaba a la mayoría de las preguntas asintiendo o negando con la cabeza. Llevaba un macuto como el mío, y su espada no era intimidante, sino todo lo contrario: bastante corta e insignificante.

Dedan era la antítesis de Tempi. Alto, ancho de espaldas y con el cuello grueso. Llevaba una espada muy pesada, un puñal largo y una armadura de cuero gastada, hecha con piezas disparejas, lo bastante dura para hacerla sonar con los nudillos y con muchos remiendos. Si habéis visto alguna vez a un guardia de caravana, entonces habéis visto a Dedan, o por lo menos a alguien cortado por el mismo patrón.

Comía como nadie, se quejaba como nadie, blasfemaba como nadie y se mostraba terco como una mula. Pero he de reconocer que era simpático y tenía la risa fácil. Estuve tentado de considerarlo estúpido debido a sus modales y su tamaño, pero Dedan era de ingenio rápido, cuando se molestaba en utilizarlo.

Hespe era mercenaria. Las mujeres mercenarias no son un fenómeno tan raro como creen algunos. Su aspecto y su atuendo eran réplicas casi idénticas de los de Dedan. El cuero, la espada, la actitud de persona viajada y curtida. Tenía los hombros anchos, unas manos fuertes y una cara orgullosa con una mandíbula que parecía de piedra. El pelo, rubio y fino, lo llevaba cortado a lo chico.

Sin embargo, habría sido un error considerarla una versión femenina de Dedan. Hespe era reservada, mientras que Dedan era pura bravuconería. Y así como Dedan era tranquilo cuando no estaba de mal humor, Hespe parecía siempre vagamente molesta, como a la espera de que alguien le causara problemas.

Marten, nuestro rastreador, era el mayor del grupo. Llevaba una coraza de cuero, más blanda y más cuidada que las de Dedan y Hespe. Iba armado con un puñal largo, un puñal corto y un arco de cazador.

Marten había trabajado de cazador antes de que el baronet cuyos bosques cuidaba se cansara de él. El de mercenario era peor trabajo comparado con el de cazador, pero le permitía vivir. Su destreza con el arco le aportaba valía pese a no tener un físico tan imponente como Dedan o Hespe.

Los tres se habían asociado, por decirlo así, unos meses atrás, y desde entonces vendían sus servicios como grupo. Marten me contó que habían hecho otros trabajos para el maer; el más reciente había sido inspeccionar las tierras de los alrededores de Tinué.

Solo tardé unos diez minutos en comprender que Marten debería haber sido el jefe de aquella expedición. Sabía más de bosques que todos nosotros juntos, e incluso había hecho de cazador de recompensas en un par de ocasiones. Cuando se lo comenté, él sacudió la cabeza y sonrió, y me dijo que ser capaz de hacer algo y querer hacerlo eran dos cosas muy diferentes.

El último era yo: el intrépido cabecilla. La carta de presentación del maer me describía como «un joven con criterio, bien educado y con diversas y útiles cualidades». Si bien era una descripción absolutamente cierta, me hacía parecer el petimetre más tremendamente inútil de todas las cortes de la tierra.

Tampoco me favorecía el hecho de ser mucho más joven que todos los demás y vestir ropa más adecuada para una cena de gala que para viajar por los caminos. Llevaba mi laúd y la bolsa del dinero del maer. Ni espada, armadura o puñal.

Supongo que no debían de saber qué pensar de mí.

Cuando faltaba una hora para el ocaso, nos encontramos a un calderero en el camino. Llevaba la túnica marrón tradicional, atada a la cintura con un trozo de cuerda. No iba en carro, sino que tiraba de un burro tan cargado de fardos y paquetes que parecía una seta. Venía caminando despacio hacia nosotros y cantaba:

Aunque no te haga falta un remiendo, ni nada necesites comprar,

si eres sabio sabrás que llegó el momento de gastar.

Disfruta de esos rayos de sol

y no te me escondas como un caracol;

si no te detienes ahora, te arrepentirás.

Hazme caso y apoquina:

aunque creas que la lluvia no se avecina,

cuando estés chorreando de mí te acordarás.

Me reí y aplaudí. Los verdaderos caldereros itinerantes son unos personajes que no abundan, y siempre me alegro de ver a uno. Mi madre decía que traían suerte, y mi padre los valoraba porque traían noticias. A mí me hacían falta unos cuantos artículos, y eso hizo que aquel encuentro fuera tres veces bienvenido.

– Hola, calderero -dijo Dedan componiendo una sonrisa-. Necesito fuego y una cerveza. ¿Cuánto falta para la próxima posada?

El calderero señaló por donde había venido.

– Unos veinte minutos. -Miró a Dedan-. Pero no me irás a decir que no necesitas nada más -le previno-. Todos necesitamos algo.

Dedan meneó la cabeza educadamente.

– Lo siento mucho, calderero. Llevo la bolsa vacía.

– ¿Y tú? -El calderero me miró de arriba abajo-. Se ve a la legua que tú sí necesitas algo.

– Sí, me faltan algunas cosas -admití. Al ver que los otros miraban con anhelo el camino, les hice señas-. Adelantaos. Ya os alcanzaré.

Siguieron camino, y el calderero se frotó las manos y sonrió.

– Veamos, ¿qué es eso que buscas?

– Para empezar, un poco de sal.

– Y una cajita donde ponerla -añadió él mientras empezaba a hurgar en sus fardos.

– También me vendría bien una navaja, si tienes alguna que no sea demasiado cara.

– Sobre todo si te diriges al norte -dijo él sin perder el compás-.

Un camino peligroso. Es conveniente llevar una navaja.

– ¿Has tenido algún problema? -le pregunté con la esperanza de que supiese algo que pudiera ayudarnos a encontrar a los bandidos.

– No, no -me contestó mientras seguía revolviendo en sus fardos-. Las cosas no están tan feas como para que a alguien se le ocurra ponerle las manos encima a un calderero. Pero es un tramo malo del camino. -Sacó un puñal largo y estrecho enfundado en una vaina de cuero y me lo dio-. Acero de Ramston.

Lo saqué de la vaina y examiné la hoja. Era, ciertamente, acero de Ramston.

– No necesito que sea tan elegante -dije, y se lo devolví-. Lo quiero para usarlo todos los días, sobre todo para comer.

– El acero de Ramston es perfecto para el uso diario -dijo el calderero, y me lo puso de nuevo en las manos-. Puedes usarlo para hacer astillas y luego, si quieres, afeitarte con él. Siempre está afilado.

– Quizá tenga que usarlo mucho -aclaré-. Y el acero de Ramston es quebradizo.

– Cierto -admitió el calderero-. Como solía decir mi padre, «el mejor cuchillo que jamás tendrás, hasta que se rompa». Pero podríamos decir lo mismo de cualquier otro cuchillo. Y te seré sincero: ese es el único cuchillo que tengo.

Suspiré. Sé cuándo me están desplumando.

– Y un yesquero.

El calderero sacó uno casi antes de que yo hubiera terminado de decirlo.

– Perdóname, pero me he fijado en que tienes los dedos manchados de tinta. -Señaló mis manos-. Llevo un poco de papel, de buena calidad. Y también tinta y plumas. No hay nada peor que tener una idea para una canción y no poder anotarla. -Me mostró un paquete de cuero con papel, plumas y tinta.

Negué con la cabeza; sabía que la bolsa del maer no llegaba para tanto.

– Me temo que no voy a poder componer canciones durante un tiempo, calderero.

Encogió los hombros sin retirar la mano.

– Pues para escribir cartas. Conozco a uno que una vez tuvo que abrirse una vena para escribirle una nota a su amada. Dramático, es cierto. Simbólico, también. Pero además, doloroso, poco higiénico y considerablemente macabro. Desde entonces siempre lleva consigo pluma y tinta.

Me sentí palidecer de golpe, pues las palabras del calderero me habían hecho acordarme de algo más que había olvidado con las prisas al marcharme de Severen: Denna. La charla con el maer sobre bandidos, dos botellas de vino y una noche sin dormir habían conseguido que la borrara por completo de mi pensamiento. Me había marchado sin avisar después de aquella discusión tan violenta. ¿Qué pensaría Denna si, después de hablarle con tanta crueldad, desaparecía sin más?

Me encontraba ya a un día entero de viaje de Severen. No podía volver para anunciarle que me marchaba, ¿verdad? Lo pensé un momento. No. Además, Denna también desaparecía durante días sin avisarme. Seguro que si yo hacía lo mismo, lo entendería…

«Estúpido. Zoquete. Inútil.» Mis pensamientos daban vueltas en mi cabeza intentando decidir entre varias opciones, todas desagradables.

El repentino rebuzno del burro del calderero me dio de pronto una idea.

– ¿Vas a Severen, calderero?

– Paso por Severen, más bien -respondió él-. Pero sí.

– Acabo dé acordarme de que tengo que enviar una carta. Si te la doy, ¿podrás llevarla a una posada que te indicaré?

– Sí, podré -me contestó-. Y dado que necesitarás papel y tinta…-Sonrió y volvió a agitar el paquete.

– Sí, calderero -dije haciendo una mueca-. Pero ¿cuánto me costará todo eso?

El calderero echó un vistazo a todos aquellos artículos.

– La sal y la caja: cuatro sueldos. El puñal: quince sueldos. Papel, plumas y tinta: dieciocho sueldos. Yesquero: tres sueldos.

– Y la entrega -le recordé.

– Y una entrega urgente -puntualizó el calderero con un amago de sonrisa-. A una dama, a menos que interprete mal la expresión de tu cara.

Asentí.

– Muy bien. -Se frotó la barbilla-. Normalmente, te pediría treinta y cinco, y luego te dejaría regatear hasta treinta.

Era un precio razonable, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que era encontrar papel de calidad. Sin embargo, era una tercera parte del dinero que me había dado el maer. Íbamos a necesitar ese dinero para comida, alojamiento y otras provisiones.

Pero antes de que pudiera contestar, el calderero continuó:

– Pero ya veo que te parece demasiado. Y espero que no te moleste que te hable con franqueza, pero esa capa que llevas es muy bonita. Siempre estoy dispuesto a hacer un trato.

Me ceñí mi bonita capa granate con afectación.

– Supongo que no me importaría dártela -dije sin necesidad de fingir cuánto lo habría lamentado-, pero si lo hiciera, me quedaría sin capa. ¿Qué voy a hacer cuando llueva?

– Eso no es ningún problema -repuso el calderero. Sacó una capa de uno de sus paquetes y me la dio para que la examinara. En su día había sido negra, pero el uso y los numerosos lavados la habían desteñido hasta tornarla de un verde oscuro.

– Está un poco gastada -dije estirando un brazo para tocar una costura deshilachada.

– Bah, solo un poco perjudicada -repuso, y me la echó sobre los hombros-. Te sienta bien. El color te favorece: realza tus ojos. Además, en el camino hay bandidos, y no te conviene parecer demasiado elegante.

Suspiré.

– ¿Qué me ofreces a cambio? -pregunté entregándole mi hermosa capa-. Permíteme que te diga que esa capa no tiene ni un mes, y que no ha visto ni una sola gota de lluvia.

El calderero la acarició.

– ¡Tiene un montón de bolsillitos! -dijo, admirado-. ¡Qué maravilla!

Toqué la adelgazada tela de la capa del calderero.

– Si añades aguja e hilo al lote, te lo cambio por mi capa -dije, repentinamente inspirado-. Y además te daré un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata.

Sonreí. Era una miseria, pero era lo que los caldereros de los cuentos piden cuando le venden un fabuloso artículo mágico al inocente hijo de una viuda que parte a buscar fortuna por el mundo.

El calderero echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– Eso mismo iba a proponerte -dijo. Se colgó mi capa del brazo y me dio un firme apretón de manos.

Hurgué en mi portamonedas y le entregué un drabín de hierro, dos medios peniques vínticos y, gratamente sorprendido, un penique duro atur. Fue una suerte que encontrara el penique atur, porque equivalía a una pequeña fracción de un disco de plata víntico. Vacié la docena de bolsillos de mi capa granate en mi macuto y recogí mis nuevas posesiones.

Entonces le escribí una nota a Denna explicándole que el maer me había enviado inesperadamente fuera de la ciudad con un mandado. Me disculpé por las cosas crueles que le había dicho, y le aseguré que nos veríamos en cuanto regresara a Severen. Me habría gustado tener más tiempo para redactarla. Me habría gustado ofrecerle una disculpa más sutil, una explicación más detallada, pero el calderero había terminado de guardar mi hermosa capa y era evidente que estaba ansioso por continuar su camino.

Como no tenía cera para sellar la carta, utilicé un truco que me había inventado cuando escribía notas en nombre del maer. Doblé el trozo de papel por la mitad, y luego lo cerré sobre sí mismo de tal forma que habría sido necesario romperlo para desdoblarlo.

Le entregué la nota al calderero.

– Es para una mujer muy hermosa, morena, que se llama Denna. Se hospeda en Las Cuatro Candelas, en Bajo Severen.

– ¡Se me olvidaba! -exclamó mientras se guardaba mi carta en un bolsillo-. ¡Velas! -Metió la mano en una alforja y sacó un puñado de gruesas velas de sebo-. Todos necesitamos velas.

Y era verdad: las necesitaba, aunque no para lo que él creía.

– También tengo un poco de cera para tus botas -continuó revolviendo en sus paquetes-. En esta época del año llueve mucho.

Levanté ambas manos riendo.

– Te daré un sueldo por cuatro velas, pero no puedo pagar más. Si seguimos así, tendré que comprarte el burro para llevármelo todo.

– Como quieras -dijo encogiendo los hombros-. Ha sido un placer hacer negocios contigo, joven caballero.

Загрузка...