Capítulo 56

Poder

Alveron mandó llamarme otra vez al día siguiente, y de nuevo paseamos juntos por los senderos del jardín; él apoyaba una mano en mi brazo, pero sin sujetarse apenas a mí.

– Vayamos hacia el lado sur. -El maer señaló con su bastón-. Me han dicho que las selas no tardarán en florecer.

Torcimos a la izquierda por el sendero, y Alveron inspiró hondo.

– Existen dos tipos de poder: el inherente y el otorgado -dijo revelándome el tema de conversación del día-. El poder inherente lo posees como parte de ti mismo. El poder otorgado te lo prestan o te lo dan otras personas. -Me miró de soslayo. Asentí con la cabeza.

Al ver que yo no disentía, el maer continuó:

– El poder inherente es algo obvio. Fuerza corporal. -Me palmeó el brazo en que se sujetaba-. Fuerza mental. Fuerza de personalidad. Todas esas cosas las llevamos dentro las personas. Nos definen. Determinan nuestros límites.

– No del todo, excelencia -objeté con discreción-. Un hombre siempre puede mejorar.

– Nos limitan -afirmó el maer-. Un manco nunca peleará en los corros. Un cojo nunca correrá tan rápido como un hombre con dos piernas.

– Un guerrero adem con una sola mano podría ser más mortífero que un guerrero común con dos manos, excelencia -señalé-. Pese a su deficiencia.

– Cierto, cierto -concedió el maer de mala gana-. Podemos mejorar, ejercitar nuestro cuerpo, educar nuestra mente, acicalarnos con cuidado. -Se pasó una mano por la barba, entrecana e impecable-. Pues también el aspecto es un tipo de poder. Pero siempre hay límites. Si bien un hombre con una sola mano podría llegar a ser un guerrero decente, nunca podría tocar el laúd.

Asentí despacio.

– Es un buen razonamiento, excelencia. Nuestro poder tiene límites que podemos expandir, pero no indefinidamente.

– Pero ese solo es el primer tipo de poder -dijo levantando un dedo-. Solo estamos limitados si dependemos del poder que nosotros mismos poseemos. Pero también está ese otro tipo de poder, el que nos dan. ¿Entiendes a qué me refiero cuando hablo de poder otorgado?

– ¿Impuestos? -dije tras pensar un momento.

– Hummm -murmuró el maer, sorprendido-. De hecho, es un ejemplo bastante bueno. ¿Habías reflexionado mucho sobre este tema con anterioridad?

– Un poco -admití-. Pero nunca en estos términos.

– Es un asunto peliagudo -dijo él, complacido con mi respuesta-. ¿Qué poder crees que es mayor?

Solo tuve que pensar un segundo.

– El inherente, excelencia.

– Interesante. ¿Por qué lo dices?

– Porque un poder que posees tú mismo no te lo pueden quitar, excelencia.

– Ah. -Levantó un largo dedo como si fuera a prevenirme-. Pero ya hemos acordado que ese tipo de poder está muy limitado. El poder otorgado, en cambio, no tiene límites.

– ¿Ninguno, excelencia?

– Bueno, muy pocos límites -concedió.

Yo seguía sin estar de acuerdo con él. El maer debió de notármelo en la cara, porque se inclinó hacia mí para explicármelo.

– Supongamos que tengo un enemigo joven y fuerte. Supongamos que me ha robado algo. Dinero, pongamos por caso. ¿Me sigues?

Asentí.

– Ningún entrenamiento me permitiría estar a la altura de un veinteañero belicoso. Así pues, ¿qué hago? Le pido a uno de mis jóvenes y fuertes amigos que vaya a darle un par de bofetadas. Con esa fuerza puedo lograr una proeza de la que de otro modo jamás sería capaz.

– Pero su enemigo podría abofetear a su amigo -objeté mientras doblábamos una esquina. Un emparrado en forma de arco convertía el sendero que teníamos delante en un túnel umbrío y frondoso.

– Supongamos que enviara a tres amigos a la vez -se corrigió el maer-. ¡De pronto me han otorgado la fuerza de tres hombres! Mi enemigo, aunque fuera muy fuerte, nunca podría superarlos.

»Mira qué selas. Tengo entendido que es dificilísimo cultivarlas.

Entramos en el túnel, donde cientos de pétalos de color rojo oscuro florecían a la sombra de las hojas que recubrían el arco. Se respiraba un aroma dulce y trémulo. Acaricié una de aquellas flores de color rojo oscuro y suavidad inefable. Pensé en Denna.

El maer retomó nuestra discusión.

– De todas formas, te desvías del tema. El préstamo de fuerza solo es un pequeño ejemplo. Ciertos tipos de poder únicamente pueden ser otorgados.

Hizo un gesto velado hacia un rincón del jardín.

– ¿Ves al conde Farlend, ese de ahí? Si le preguntaras por su título, te diría que lo posee. Afirmaría que forma parte de él, tanto como su propia sangre. Que, de hecho, forma parte de su sangre. Cualquier noble diría lo mismo. Todos defenderían que su linaje los imbuye del derecho a dominar.

El maer me miró; sus ojos destellaban de jovialidad.

– Pero se equivocan. No es un poder inherente. Es otorgado. Yo podría arrebatarles sus tierras y dejarlos en la calle, sin nada.

Alveron me hizo una seña para que me acercara, y me incliné un poco.

– Voy a revelarte un gran secreto. Mi título, mi riqueza, mi control de las personas y las tierras también son poder otorgado. Ese poder no me pertenece más que la fuerza de tu brazo. -Me dio unas palmaditas en la mano y me sonrió-. Pero yo sé que existe esa diferencia, y por eso siempre tengo el control.

Se enderezó y siguió hablando en un tono de voz normal.

– Buenas tardes, conde. Un día precioso para salir a tomar el sol, ¿verdad?

– Sí, excelencia. Las selas están impresionantes. -El conde era un hombre corpulento, con los carrillos colgantes y mostacho-. ¡Lo felicito!

Cuando el conde hubo pasado de largo, Alveron continuó:

– ¿Te has fijado? Me ha felicitado por las selas. A mí. Yo jamás he tocado un desplantador. -Me miró de soslayo con gesto de leve suficiencia-. ¿Todavía crees que el poder inherente es el mayor de los dos?

– Su argumento es persuasivo, excelencia -admití-. Sin embargo…

– Eres difícil de convencer. Está bien, te pondré un último ejemplo. ¿Estamos de acuerdo en que nunca podré dar a luz a un hijo?

– Sí, creo que esa es una afirmación prudente, excelencia.

– Sin embargo, si una mujer me otorga el derecho a tomarla en matrimonio, puedo tener un hijo. Mediante el poder otorgado, un hombre puede ser rápido como un caballo y fuerte como un buey. ¿Puede conseguir eso el poder inherente?

No podía rebatir su razonamiento.

– Me inclino ante sus argumentos, excelencia.

– Y yo me inclino ante tu sabiduría por aceptarlos. -Rió, y en ese mismo instante, el tañido de las campanas se extendió por el jardín-. Vaya -se lamentó el maer-. Debo ir a tomarme esa repugnante panacea, o Caudicus me torturará durante un ciclo. -Lo miré con gesto interrogante, y me explicó-: Ha descubierto, no sé cómo, que tiré la dosis de ayer al orinal.

– Debería preocuparse más por su salud, excelencia.

– No te sobrepases -me espetó Alveron frunciendo el entrecejo.

Me sonrojé, avergonzado, pero antes de que pudiera disculparme, el maer me hizo callar con un ademán.

– Tienes razón, claro -dijo-. Conozco mi deber. Pero es que hablas igual que él, y ya tengo suficiente con un Caudicus.

Se interrumpió y saludó con una cabezada a una pareja que se acercaba. El hombre era alto y apuesto, algo mayor que yo. La mujer debía de estar en la treintena; tenía los ojos oscuros y una boca elegante y picara.

– Buenas tardes, lady Hesua. Espero que su padre siga mejorando.

– Ah, sí -repuso ella-. El cirujano cree que ya podrá levantarse antes de que termine el ciclo. -Me sostuvo la mirada unos instantes, y sus rojos labios esbozaron una sonrisa cómplice.

La pareja pasó de largo. Noté que sudaba un poco. Si se dio cuenta, el maer no hizo ningún comentario.

– Una mujer terrible. Cambia de pareja todos los ciclos. Su padre resultó herido en un duelo con el caballero Higton con motivo de un comentario «inapropiado». Un comentario cierto, pero eso no tiene mucha importancia una vez que se desenvainan las espadas.

– ¿Qué fue del caballero?

– Murió al día siguiente. Es una lástima. Era un buen hombre, pero no sabía controlar su lengua. -Dio un suspiro y miró hacia la torre de la campana-. Como te decía, ya tengo bastante con un médico. Caudicus me persigue como una gallina clueca. No soporto tomar medicinas cuando ya me estoy reponiendo.

Era verdad que el maer tenía mejor aspecto ese día. Durante nuestro paseo, no había necesitado descansar en mi brazo. Me daba la impresión de que solo se apoyaba en mí porque así tenía una excusa para hablarme en voz baja.

– Su mejoría parece prueba suficiente de que los cuidados de su médico sirven para curarlo -observé.

– Sí, sí. Sus potingues alejan mi enfermedad durante más o menos un ciclo. A veces, durante meses. -Dio un amargo suspiro-. Pero siempre regresa. ¿Tendré que pasarme el resto de la vida tomando pociones?

– Quizá llegue el día en que no sean necesarias, excelencia.

– Yo también abrigaba esa esperanza. En sus últimos viajes, Caudicus recogió unas hierbas que tenían un efecto maravilloso. Su último tratamiento me dejó curado durante casi un año. Creí que por fin me había liberado de mis dolencias. -El maer miró, ceñudo, su bastón-. Pero ya me ves.

– Si pudiera ayudarlo de alguna forma, excelencia, lo haría.

Alveron giró la cabeza y me miró a los ojos. Me sostuvo un momento la mirada y asintió con la cabeza.

– Te creo -dijo-. Es extraordinario.

Mantuvimos varias conversaciones parecidas. Comprendí que el maer trataba de familiarizarse conmigo. Gracias a la habilidad adquirida en cuarenta años de intrigas cortesanas, dirigía nuestras charlas con sutilidad para conocer mis opiniones y determinar si yo era digno de su confianza o no.

Pese a no tener la experiencia del maer, yo también era un buen conversador. Tenía mucho cuidado con lo que respondía, y siempre era cortés. Al cabo de unos días empezó a surgir entre nosotros el respeto mutuo. No me habría atrevido a llamarlo amistad, que era lo que yo tenía con el conde Threpe. El maer nunca me animaba a no tener en cuenta su título ni a sentarme en su presencia, pero poco a poco íbamos intimando. A Threpe podía considerarlo mi amigo; el maer, en cambio, era como un abuelo distante: cordial, pero mayor, serio y reservado.

Tenía la impresión de que el maer se sentía solo, obligado a guardar las distancias con sus súbditos y con los miembros de su corte.

Llegué a sospechar que lo que le había pedido a Threpe era un acompañante. Una persona inteligente, pero apartada de la política de la corte, con la que pudiera mantener una conversación sincera de vez en cuando.

Al principio descarté esa idea, pero pasaban los días y el maer seguía sin mencionar qué utilidad había planeado darme.

Si hubiera tenido mi laúd, habría podido entretenerme, pero seguía en Bajo Severen, y faltaban siete días para que pasara a ser propiedad del empeñero. De modo que no había música, sino solo el eco de mis habitaciones y aquella maldita e inútil inactividad.

A medida que se extendían los rumores sobre mí, varios miembros de la corte vinieron a visitarme. Algunos fingían darme la bienvenida. Otros no tenían reparo en admitir que solo querían chismorrear. Hasta sospeché haber sido objeto de un par de intentos de seducción, pero en esa época de mi vida entendía tan poco de mujeres que era inmune a esos juegos. Un caballero incluso intentó pedirme prestado dinero, y tuve que contenerme para no reírme en sus narices.

Me contaban diferentes historias y empleaban diferentes grados de sutileza, pero todos venían por la misma razón: para recabar información sobre mí. Sin embargo, como el maer me había dado instrucciones de mostrarme reservado respecto a mí mismo, todas las conversaciones eran breves e insatisfactorias.

Bueno, todas menos una. La excepción confirma la regla.

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