Capítulo 113

Lengua bárbara

Me gustaría poder decir que mantuve los ojos cerrados, pero no sería fiel a la verdad. Oí el sonido arenoso de la tierra bajo las suelas de los zapatos de Vashet y no pude evitar abrirlos.

No espié con los ojos entrecerrados. Eso me habría hecho parecer infantil. Los abrí bien y la miré, sencillamente. Ella me observó fijamente, estableciendo más contacto visual del que yo habría conseguido de Tempi en un ciclo entero. La dureza de sus ojos gris pálido destacaba en su delicado rostro. La nariz rota ya no desentonaba: era una cruda advertencia.

El viento que se arremolinaba entre nosotros dos me erizó el vello de los brazos.

Vashet inspiró con resignación y encogió los hombros; entonces lanzó la espada de madera al aire para asirla por el puño cuando cayó. La sopesó minuciosamente con ambas manos, la levantó por encima de un hombro y la hizo descender.

Pero no, no la hizo descender.

– ¡Muy bien! -dijo exasperada, alzando las manos-. Eres un majadero enclenque. ¡Muy bien! ¡Mierda y cebollas! Ponte la camisa. Me está dando frío de verte.

Me dejé caer hasta sentarme en el banco.

– Menos mal -dije. Empecé a ponerme la camisa, pero era difícil, porque me temblaban las manos. Y no era de frío.

Vashet lo vio.

– ¡Lo sabía! -dijo triunfante, apuntándome con un dedo-. Te has plantado ahí como si no te importara que te ahorcaran. ¡Sabía que estabas a punto de echar a correr como un conejo! -Dio un pisotón en el suelo, frustrada-. ¡Sabía que debía pegarte!

– Me alegro de que no lo hayas hecho -repuse. Conseguí ponerme la camisa, y entonces me di cuenta de que estaba del revés. Decidí dejármela para no volver a arrastrarla otra vez por mi dolorida espalda.

– ¿Qué ha sido lo que me ha delatado? -me preguntó Vashet.

– Nada. Ha sido una interpretación magistral.

– Entonces, ¿cómo has sabido que no iba a abrirte el cráneo?

– Me lo he pensado mucho -dije-. Si Shehyn hubiera querido realmente echarme, no tenía más que ordenarme que me largara. Si hubiera querido verme muerto, también podría haberlo hecho.

Me froté las manos sudadas en los pantalones.

– Eso significaba que realmente te habían escogido para ser mi maestra. De modo que solo había tres opciones lógicas. -Levanté un dedo-. Esto era un ritual de iniciación. -Levanté otro dedo-. Era una prueba de mi determinación…

– O de verdad intentaba echarte -terminó Vashet sentándose en el otro banco, enfrente de mí-. ¿Y si te hubiera dicho la verdad y te hubiese golpeado hasta hacerte sangrar?

– Al menos lo habría sabido. -Me encogí de hombros-. Pero no parecía probable que Shehyn te hubiera elegido a ti. Si hubiera querido que me dieran una paliza, le habría encargado a Carceret que lo hiciera. -Ladeé la cabeza-. Por curiosidad, ¿qué era? ¿Un rito iniciático o una prueba de determinación? ¿Todos los aspirantes pasan por esto?

Vashet sacudió la cabeza.

– Determinación. Necesitaba estar segura de ti. No estaba dispuesta a perder el tiempo enseñando a un cobarde o a alguien que temiera recibir un par de golpes. También necesitaba saber si estabas entregado.

– Sí, parecía lo más probable -dije asintiendo con la cabeza-. He pensado que podía ahorrarme unos cuantos días de verdugones y forzar la situación.

Vashet me miró largamente; la curiosidad se reflejaba en su rostro.

– He de admitir que ningún alumno se me había ofrecido a recibir una brutal paliza solo para demostrarme que valía la pena que le dedicara mi tiempo.

– Pues eso no ha sido nada -dije con desenfado-. Una vez me tiré desde un tejado.

Pasamos una hora hablando de cosas sin importancia, dejando que poco a poco se diluyera la tensión entre los dos. Me pidió que le contara lo de los azotes, y yo le resumí la historia, contento de tener la oportunidad de explicarme. No quería que Vashet me tomara por un delincuente.

Después me examinó las cicatrices más de cerca.

– El que te curó sabía lo que hacía -comentó, admirada-. Es un trabajo muy limpio. De los mejores que he visto.

– Le haré llegar el cumplido -repliqué.

Me acarició suavemente el borde del verdugón que me recorría toda la espalda.

– Por cierto, siento lo de tu espalda.

– Me duele mucho más que aquellos azotes, eso te lo aseguro.

– En un par de días se te habrá curado -dijo-. Lo cual no quiere decir que esta noche no vayas a dormir boca abajo.

Me ayudó a ponerme bien la camisa, y luego se sentó en el otro banco, enfrente de mí.

Titubeé un poco antes de decir:

– No te ofendas, Vashet, pero pareces diferente de los otros Adem que he conocido. Aunque la verdad es que no he conocido a muchos.

– Lo que te pasa es que añoras el lenguaje corporal -dijo ella.

– Sí, en parte es eso. Pero tú pareces más… expresiva que los otros Adem que he visto aquí. -Me señalé la cara.

Vashet se encogió de hombros.

– De donde yo vengo, aprendemos tu idioma de niños. Y trabajé cuatro años de guardaespaldas y capitana para un poeta de los Pequeños Reinos que además era rey. Seguramente hablo atur mejor que nadie en Haert. Incluido tú.

Pasé por alto ese último comentario.

– Entonces, ¿no creciste aquí?

Vashet negó con la cabeza.

– Soy de Feant, una ciudad que hay más al norte. Allí somos… más cosmopolitas. En Haert solo hay una escuela, y todos están estrechamente ligados a ella. Y el árbol espada es una de las vías más antiguas. Muy formal. Yo crecí siguiendo la vía del gozo.

– Ah, pero ¿hay otras escuelas?

Vashet asintió.

– Esta es una de las muchas escuelas que siguen la Latantha, la vía del árbol espada. Es de las más antiguas, después del Aethe y el Aratan. Hay otras vías, quizá tres docenas. Pero algunas son muy pequeñas, y solo tienen una o dos escuelas donde enseñan su Ketan.

– ¿Por eso tu espada es diferente? -pregunté-. ¿Te la trajiste de la otra escuela?

– ¿Qué sabes tú de mi espada? -me preguntó Vashet mirándome con los ojos entrecerrados.

– La sacaste para pelar la rama de sauce -dije-. La espada de Tempi estaba bien hecha, pero la tuya es diferente. El puño está gastado, y sin embargo la hoja parece nueva.

Me miró con curiosidad.

– Veo que tienes los ojos bien abiertos.

Encogí los hombros.

– En sentido estricto no es mi espada -dijo Vashet-. Yo solo la tengo a mi cuidado. Es vieja, y la hoja es su parte más vieja. Me la dio Shehyn.

– ¿Por eso viniste a esta escuela?

Vashet negó con la cabeza.

– No. Shehyn me dio la espada mucho más tarde. -Llevó una mano hacia atrás y tocó el puño con cariño-. No. Vine aquí porque aunque la Latantha es muy formal, sus seguidores sobresalen en el uso de la espada. Yo ya había aprendido cuanto podía de la vía del gozo. En otras tres escuelas me rechazaron, hasta que Shehyn me aceptó. Es una mujer muy inteligente, y se dio cuenta de que enseñándome podía ganar algo.

– Supongo que es una suerte para ambos que Shehyn tenga una mentalidad abierta -comenté.

– Para ti más -dijo Vashet-. Entre las diferentes vías hay cierta competencia. Mi ingreso en la Latantha fue un pequeño triunfo personal para Shehyn.

– No debe de haber sido fácil -dije-. Venir aquí y ser una extraña para todos.

Vashet encogió los hombros, y su espada ascendió y descendió detrás de su hombro.

– Al principio sí -admitió-. Pero saben reconocer el talento, y a mí me sobra. Los que estudian la vía del gozo me consideraban rígida y pesada. En cambio, aquí me consideran más bien salvaje. -Sonrió-. Es grato poder ponerse un traje nuevo.

– ¿La vía del gozo también enseña el Lethani? -pregunté.

– Eso es objeto de un debate considerable -dijo Vashet riendo-. La respuesta más sencilla es que sí. Todos los Adem estudian el Lethani de un modo u otro. Sobre todo, los miembros de las escuelas. Pero el Lethani se presta a diversas interpretaciones. Algunas escuelas rechazan aquello a lo que otras se aferran.

Me miró con seriedad.

– ¿Es cierto que dijiste que el Lethani proviene del mismo sitio que la risa?

Asentí.

– Fue una buena respuesta -dijo-. Mi maestra de la vía del gozo me dijo eso mismo una vez. -Arrugó el entrecejo-. Te veo pensativo. ¿Por qué?

– Te lo diría -dije-, pero no quiero decepcionarte.

– Me decepcionas si le ocultas algo a tu maestra -replicó ella con seriedad-. Debemos confiar el uno en el otro.

Suspiré.

– Me alegro de que te guste la respuesta que di. Pero sinceramente, no sé qué significa.

– No te he preguntado qué significa -replicó Vashet.

– No es más que una respuesta absurda -dije-. Sé que vosotros dais mucho valor al Lethani, pero no alcanzo a comprenderlo. Solo he encontrado una forma de fingirlo.

Vashet sonrió con indulgencia.

– No se puede fingir que se entiende el Lethani -dijo con seguridad-. Es como nadar. Cualquiera que te vea sabe distinguir perfectamente si sabes nadar o no.

– También puedes fingir que sabes nadar -la contradije-. Lo único que he hecho yo ha sido mover los brazos y caminar por el fondo del río.

Vashet me miró con curiosidad.

– De acuerdo. ¿Cómo has conseguido engañarnos?

Le expliqué lo de la Hoja que Gira. Que había aprendido a dirigir mis pensamientos hacia un lugar vacío, ligero e ingrávido donde las respuestas a sus preguntas llegaban fácilmente.

– De modo que te has robado a ti mismo las respuestas -dijo fingiendo seriedad-. Nos has engañado a todos extrayendo las respuestas de tu propia mente.

– No me has entendido -dije, irritado-. ¡No tengo ni la menor idea de qué es el Lethani! No es un camino, pero ayuda a escoger un camino. Es la vía más sencilla, pero no es fácil verlo. Sinceramente, los Adem parecéis cartógrafos borrachos.

Lamenté haberlo dicho tan pronto como las palabras salieron de mi boca, pero Vashet se limitó a reír.

– Hay muchos borrachos que están muy versados en el Lethani -dijo-. Algunos, de dimensiones legendarias.

Al ver que yo seguía agitado, hizo un gesto para tranquilizarme.

– Yo tampoco entiendo el Lethani, o al menos no de una forma que se pueda explicar a otra persona. La enseñanza del Lethani es un arte que yo no poseo. Si Tempi ha conseguido inculcarte el Lethani, eso dice mucho en su favor.

Vashet se inclinó hacia delante y, muy seria, continuó:

– En parte, el problema está en tu idioma. El atur es muy explícito. Es muy preciso y directo. Nuestra lengua es rica en insinuaciones, y por eso nos es más fácil aceptar la existencia de cosas que no pueden explicarse. El Lethani es la mayor de todas.

– ¿Puedes ponerme un ejemplo de otra cosa que no pueda explicarse, que no sea el Lethani? -pregunté-. Y no me digas «azul», por favor, o enloqueceré aquí mismo, en este banco.

Vashet meditó unos instantes.

– El amor, por ejemplo. Sabes qué es, pero se resiste a una explicación detallada.

– El amor es un concepto sutil -admití-. Es elusivo, como la justicia, pero puede definirse.

A Vashet le centellearon los ojos.

– Pues defínelo, mi inteligente alumno. Dime qué es el amor.

Pensé un momento, y luego otro, más largo.

Vashet sonrió.

– ¿Ves lo fácil que lo tendré para detectar lagunas en cualquier definición que me des?

– El amor es la voluntad de hacer cualquier cosa por alguien -dije-. Incluso en detrimento propio.

– En ese caso -repuso ella-, ¿en qué se diferencia el amor del deber o la lealtad?

– En que está combinado con la atracción física -dije.

– ¿También el amor de una madre? -inquirió Vashet.

– Pues combinado con un profundo cariño -me corregí.

– Y ¿qué quieres decir exactamente con «cariño»? -dijo ella con una calma desquiciante.

– El cariño es… -Me estrujé el cerebro tratando de pensar cómo podía describir el amor sin recurrir a otros términos igualmente abstractos.

– Esa es la naturaleza del amor -dijo Vashet-. Intentar describirlo volvería loca a cualquier mujer. Por eso los poetas se pasan la vida escribiendo. Si uno de ellos pudiera describirlo definitivamente en el papel, los otros tendrían que abandonar sus plumas. Pero es imposible.

Levantó un dedo.

– Pero solo un necio puede afirmar que no existe el amor. Cuando ves a dos jóvenes mirándose fijamente con los ojos lagrimosos, allí está. Tan denso que podrías untarlo en el pan y comértelo. Cuando ves a una madre con su hijo en brazos, ves el amor. Cuando lo notas agitarse en tu vientre, sabes qué es. Aunque no puedas expresarlo con palabras.

Vashet hizo un gesto triunfante.

– Lo mismo ocurre con el Lethani. Pero como es más grande, es más difícil señalarlo. Ese es el propósito de las preguntas. Hacer esas preguntas es como preguntarle a una muchacha por el chico que le gusta. Quizá no emplee la palabra en sus respuestas, pero estas revelan si hay o no amor en su corazón.

– ¿Cómo pueden revelar mis respuestas el conocimiento del Lethani si en realidad no sé qué es? -pregunté.

– Es evidente que entiendes el Lethani -repuso Vashet-. Está enraizado dentro de ti. Demasiado hondo para que lo veas. A veces ocurre lo mismo con el amor.

Estiró un brazo y me dio unos golpecitos en la frente.

– En cuanto a eso de la Hoja que Gira… Tengo entendido que otras vías practican algo parecido. Que yo sepa, en atur no hay ninguna palabra para definirlo. Es como un Ketan para tu mente. Un movimiento que haces con tus pensamientos para entrenarlos.

»Sea como sea -continuó quitándole importancia con un ademán-, no es un engaño. Es una forma de revelar lo que está oculto en las aguas profundas de tu mente. El hecho de que lo hayas encontrado por ti solo es sorprendente.

Le hice una inclinación de cabeza.

– Me inclino ante tu sabiduría, Vashet.

Vashet dio una palmada.

– Bueno, tengo muchas cosas que enseñarte. Sin embargo, como todavía estás magullado y dolorido, nos abstendremos de practicar el Ketan. Demuéstrame cuánto adémico has aprendido. Quiero oír cómo destrozas mi maravilloso idioma con tu basta lengua bárbara.

En las horas siguientes aprendí mucho sobre el adémico. Daba gusto poder hacer preguntas detalladas y recibir respuestas claras y específicas. Después de un mes bailando y dibujando en el suelo, aprender con Vashet era tan fácil que hasta parecía deshonesto.

Por otra parte, Vashet me dejó claro que mi lenguaje de signos era bochornosamente torpe. Podía transmitir mis mensajes, pero siendo benévolos, se me podía comparar a un recién nacido. Siendo malévolos, a las peroratas de un maníaco trastornado.

– Ahora hablas así. -Vashet se levantó, agitó ambas manos por encima de su cabeza y se señaló con los pulgares-. Quiero pelear bien. -Compuso una sonrisa amplia e insulsa-. ¡Con espada! -Se golpeó el pecho con los puños, y luego dio unos saltitos, como un crío impaciente.

– No seas tan dura -dije, abochornado-. No lo hago tan mal.

– Casi -dijo Vashet con seriedad, y se sentó en el banco-. Si fueras hijo mío, no te dejaría salir de casa. Como pupilo mío, lo tolero solo porque eres un bárbaro. Es como si Tempi hubiera traído a un perro que supiera silbar. El hecho de que desafines no es lo más llamativo.

Hizo ademán de levantarse.

– Aclarado eso, si te contentas con hablar como un simplón, dilo y pasaremos a otras cosas…

Le aseguré que quería aprender.

– En primer lugar, hablas demasiado y en voz demasiado alta -dijo-. La quietud y el silencio son el corazón de los Adem. Y nuestro idioma lo refleja.

»En segundo lugar, debes tener mucho más cuidado con tus signos -continuó-. Debes elegir muy bien el momento. Los signos modifican determinadas palabras e ideas. No siempre refuerzan lo que dices; a veces expresan todo lo contrario de lo que dicen tus palabras.

Hizo seis o siete signos distintos, uno detrás de otro. Todos significaban diversión, pero todos eran ligeramente diferentes.

– También debes entender los matices de significado. La diferencia entre flaco y delgado, como solía decir mi rey poeta. Ahora solo tienes una sonrisa, y eso hace que parezcas un necio.

Pasamos varias horas trabajando, y Vashet dejó claro algo que Tempi solo podía insinuar. El atur era como una laguna extensa y poco profunda; tenía muchas palabras, todas muy específicas y precisas. El adémico era como un pozo hondo. Había menos palabras, pero cada una tenía diversos significados. En atur, una frase bien construida es como una línea recta que señala. En adémico, una frase bien construida es como una telaraña: cada filamento tiene su propio significado y es una pieza de algo mayor y más complejo.

Cuando llegué al comedor a la hora de la cena, estaba de bastante mejor humor que la vez anterior. Todavía me dolían los verdugones, pero me palpé la hinchazón de la mejilla y noté que se había reducido mucho. Volví a sentarme solo, pero no mantuve la cabeza agachada como a la hora de la comida. Observaba las manos de los que me rodeaban y trataba de detectar los matices que diferenciaban entusiasmo e interés, negación y rechazo.

Después de cenar, Vashet trajo un tarrito de ungüento que me aplicó abundantemente por la espalda y los brazos, y en menor cantidad en la cara. Al principio me produjo un cosquilleo, luego un escozor, y por último un ligero calor. Hasta que no se me pasó el dolor de la espalda no me di cuenta de lo tenso que había tenido todo el cuerpo.

– Ya está -dijo Vashet tapando el tarro-. ¿Cómo te sientes?

– Te besaría -dije, agradecido.

– Sí, claro. Pero tienes el labio hinchado, y seguro que lo harías fatal. En lugar de eso, enséñame tu Ketan.

No había hecho el calentamiento, pero como no quería que pareciera que ponía excusas, hice Manos Abiertas y comencé lentamente la serie de movimientos.

Como ya he mencionado, Tempi solía detenerme en cuanto cometía el más mínimo error en el Ketan. Por eso, cuando llegué a la duodécima posición sin interrupciones, me sentía bastante satisfecho de mí mismo. Entonces coloqué mal el pie en Abuela Recoge. Vashet no dijo nada, y entonces comprendí que se estaba limitando a observarme y reservándose su juicio hasta el final. Rompí a sudar, y no paré hasta diez minutos más tarde, cuando hube terminado el Ketan.

Entonces Vashet se levantó frotándose la barbilla.

– Bueno -dijo pausadamente-. Podría ser peor, desde luego… -Sentí un leve chispazo de orgullo, hasta que añadió-: Podría faltarte una pierna, por ejemplo.

Entonces caminó describiendo un círculo alrededor de mí, mirándome de arriba abajo. Estiró un brazo y me hincó un dedo en el pecho y en el abdomen. Me agarró un brazo y un muslo. Me sentí como un cerdito al que llevan al mercado.

Por último, me cogió las manos y les dio la vuelta para examinarlas. Pareció gratamente sorprendida.

– ¿Nunca habías luchado antes de que Tempi te enseñara? -me preguntó.

Negué con la cabeza.

– Tienes buenas manos -dijo, deslizando los dedos por mis antebrazos y palpándome los músculos-. La mitad de los bárbaros tienen unas manos suaves y débiles, de no hacer nada. La otra mitad tienen unas manos fuertes y rígidas de cortar leña y trabajar detrás de un arado. -Siguió dando vueltas a mis manos-. Pero tú tienes unas manos fuertes e inteligentes, y un buen movimiento de muñecas. -Me miró inquisitivamente-. ¿Cómo te ganas la vida?

– Soy alumno de la Universidad, donde trabajo con herramientas de precisión, con piedra y metal -expliqué-. Pero también soy músico. Toco el laúd.

Vashet dio un respingo y se echó a reír. Me soltó las manos y sacudió la cabeza, consternada.

– Un músico, para colmo -dijo-. Perfecto. ¿Lo sabe alguien más?

– ¿Qué importancia tiene eso? -pregunté-. No me avergüenzo de ser quien soy.

– No -dijo ella-. Claro que no. Eso es parte del problema. -Inspiró hondo y soltó el aire-. Está bien. Cuanto antes lo sepas, mejor. A la larga, nos ahorrará problemas a los dos. -Me miró a los ojos-. Eres una puta.

Parpadeé varias veces.

– ¿Cómo dices?

– Préstame atención un momento. No eres idiota. Te habrás dado cuenta de que hay grandes diferencias culturales entre Ademre y donde tú creciste, en…

– La Mancomunidad -dije-. Sí, tienes razón. La brecha cultural entre Tempi y yo era enorme comparada con los otros mercenarios de Vintas.

Vashet asintió con la cabeza.

– Eso se debe, en parte, a que Tempi tiene menos cabeza que trasero. Y es más inocente que un pollito cuando se trata de manejarse por el mundo. -Agitó una mano-. Pero aparte de eso, sí, tienes razón. Las diferencias son enormes.

– Ya me he fijado -dije-. Por lo visto, para vosotros la desnudez no es un tabú, por ejemplo. O eso, o Tempi es exhibicionista.

– Me gustaría saber cómo has descubierto eso -dijo riendo-. Pero tienes razón. Por extraño que te parezca, no nos asusta un cuerpo desnudo.

Vashet se quedó pensativa un momento, hasta que, al parecer, tomó una decisión.

– De acuerdo. Será más sencillo hacerte una demostración. Mira.

Vi cómo la característica imperturbabilidad adem se apoderaba de su semblante, dejándolo completamente inexpresivo. Al mismo tiempo, su voz perdió casi toda la entonación, deshaciéndose de su contenido emocional.

– Dime qué quiero decir cuando hago esto -dijo.

Vashet se acercó a mí sin establecer contacto visual. Con una mano hizo el signo de respeto.

– Luchas como un tigre -dijo con voz pausada y monótona, y sin que su rostro reflejara ni pizca de emoción. Me cogió por un hombro con una mano, y con la otra me cogió el brazo y me lo apretó.

– Es un cumplido -dije.

Vashet asintió y dio un paso atrás. Entonces cambió de actitud. Su rostro se animó. Sonrió y me miró a los ojos. Dio un paso hacia mí.

– Luchas como un tigre -dijo con una voz cargada de admiración. Me apoyó una mano en el hombro mientras deslizaba la otra alrededor de mi bíceps. Me dio un apretón en el brazo.

De pronto me sentí incómodo por lo cerca que estábamos el uno del otro.

– Es una insinuación sexual -dije.

Vashet se apartó y asintió.

– Vosotros consideráis intimidantes ciertas cosas. La desnudez. El contacto físico. La proximidad de un cuerpo. Los juegos amorosos. Para los Adem, nada de eso es extraordinario.

Me miró a los ojos.

– ¿Alguna vez nos has oído gritar? ¿Levantar la voz? ¿O hablar lo bastante alto para que se nos oyera desde lejos?

Reflexioné un momento y negué con la cabeza.

– Eso se debe a que para nosotros hablar es algo privado. Algo íntimo. Igual que las expresiones faciales. Y esto… -Se tocó el cuello-. El calor que puede provocar una voz. La emoción que revela. Eso es algo muy íntimo.

– Y nada transmite tanta emoción como la música -dije, al entenderlo. Para mí era una idea tan extraña que no podía asimilarla de golpe.

Vashet asintió con la cabeza, con gesto grave.

– Los miembros de una familia pueden cantar juntos, si están muy unidos. Una madre puede cantarle a su hijo. Una mujer puede cantarle a su hombre. -Vashet se ruborizó ligeramente cuando dijo eso-. Pero solo si están muy enamorados, y si están a solas.

»Pero tú… -Me señaló-. Eres músico. Tú haces eso en una habitación llena de gente. Delante de muchas personas, con todas a la vez. Y ¿a cambio de qué? ¿Unos pocos peniques? ¿Una comida? -Me miró con gravedad-. Y lo haces una y otra vez. Noche tras noche. Con cualquiera.

Vashet meneó la cabeza, consternada, y se estremeció un poco mientras con la mano izquierda, inconscientemente, hacía una serie de signos: horror, repugnancia, reprimenda. Recibir las dos clases de señales al mismo tiempo resultaba intimidante.

Intenté ahuyentar de mi mente una imagen mental: estaba desnudo en el escenario del Eolio; luego bajaba y me abría paso entre el público, restregando mi cuerpo contra todos. Jóvenes y viejos. Gordos y delgados. Nobles ricos y plebeyos pobres. Fue un pensamiento revulsivo.

– Pero Tocar el Laúd es la posición treinta y ocho del Ketan -protesté. Me aferraba desesperadamente a una esperanza remota, y lo sabía.

– Y Oso Dormido es la duodécima. -Vashet se encogió de hombros-. Pero aquí no verás osos, ni leones, ni laúdes. Algunos nombres revelan cosas. Los nombres del Ketan sirven para ocultar la verdad, para que podamos hablar de él sin revelar nuestros secretos.

– Ya lo entiendo -dije por fin-. Pero muchos de vosotros habéis viajado por el mundo. Tú, por ejemplo, hablas atur perfectamente, y con mucho calor en la voz. Estoy seguro de que sabes que no hay nada intrínsecamente malo en que una persona cante.

– Tú también has viajado por el mundo -repuso ella con calma-. Y estoy segura de que sabes que no hay nada intrínsecamente malo en tener relaciones sexuales con tres personas, una detrás de otra, en el escalón de la chimenea de una taberna abarrotada. -Me miró a los ojos.

– Debe de ser muy incómodo hacerlo sobre la piedra… -dije.

Vashet rió.

– Está bien. Supongamos que hay una manta sobre la piedra. ¿Cómo llamarías a esa persona?

Si me lo hubiera preguntado dos ciclos atrás, cuando yo acababa de salir de Fata, quizá no la habría entendido. Si me hubiera quedado más tiempo con Felurian, es muy posible que tener relaciones sexuales en el escalón de la chimenea no me hubiera parecido nada extraño. Pero ya llevaba un tiempo en el mundo de los mortales…

«Una puta», pensé. Y una puta barata y desvergonzada. Me alegré de no haber mencionado a nadie el interés de Tempi por aprender a tocar el laúd. Qué avergonzado debía de sentirse por haber sentido ese impulso tan inocente. Me imaginé a Tempi de joven, queriendo hacer música pero no diciéndoselo a nadie porque sabía que era algo sucio. Me partió el corazón.

Mi cara debió de delatarme un poco, porque Vashet me cogió una mano con ternura.

– Ya sé que a vosotros os cuesta entenderlo. Más aún porque nunca os habéis planteado la posibilidad de pensar de otra forma. -Cautela.

Intenté encajar todo lo que eso significaba.

– ¿Cómo recibís las noticias? -pregunté-. Sin artistas de troupe yendo de pueblo en pueblo, ¿cómo os mantenéis en contacto con el mundo exterior?

Vashet esbozó una sonrisita de suficiencia e hizo un ademán señalando el paisaje azotado por el viento.

– ¿Te parece este un lugar muy preocupado por lo que sucede en el mundo? -Bajó el brazo-. Pero no es tan grave como crees. Los vendedores ambulantes son mejor recibidos aquí que en muchos sitios. Y los caldereros, aún más. Y nosotros también viajamos bastante. Los que visten el rojo vienen y van, y traen noticias con ellos.

Me puso una mano en el hombro para tranquilizarme.

– Y de vez en cuando, pasa por aquí algún músico o algún cantante. Pero nunca tocan para todo el pueblo a la vez. Visitan a una sola familia. Y actúan sentados detrás de un biombo, para que no los vean. Puedes reconocer a los músicos adem porque viajan con sus altos biombos a la espalda. -Frunció un poco los labios-. Pero no tienen muy buena fama. La suya es una ocupación valiosa, pero no respetable.

Me relajé un poco. La idea de un sitio donde ningún músico fuera bien recibido me parecía rarísima, incluso malsana. Pero sí podía entender que hubiera un sitio con costumbres extrañas. Para los Edena Ruh, adaptarse al público es algo tan natural como cambiarse de disfraz.

– Así son las cosas -continuó Vashet-, y será mejor que las aceptes cuanto antes. Te lo dice una mujer que ha viajado mucho. He vivido ocho años entre bárbaros. Hasta he escuchado música con un grupo de gente. -Lo dijo con orgullo, ladeando un poco la cabeza con aire desafiante-. Lo he hecho más de una vez.

– ¿Alguna vez has cantado en público? -pregunté.

Vashet adoptó un gesto glacial.

– Esa pregunta es de mala educación -dijo con rigidez-. Con ella no te ganarás amigos aquí.

– Solo quería decir -me apresuré a agregar- que si lo probaras, quizá comprobarías que no es nada ignominioso. Es una gran alegría para todos.

Vashet me lanzó una mirada severa e hizo los signos de rechazo y tajante.

– He viajado mucho y he visto muchas cosas, Kvothe. La mayoría de los Adem que hay aquí son personas de mundo. Sabemos que existen los músicos. Y, para ser sinceros, muchos de nosotros sentimos una fascinación secreta y vergonzosa por ellos. De igual modo que a vosotros os entusiasma la habilidad de las cortesanas modeganas.

Me miró con dureza.

– Pero a pesar de todo eso, no me gustaría que mi hija trajera a un músico a casa, no sé si me explico. Y la opinión que los demás tienen de Tempi no mejoraría si supieran que había compartido el Ketan con alguien como tú. Guárdatelo para ti. Todavía tienes mucho que vencer, y solo falta que todo Ademre se entere de que para colmo eres músico.

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