Pese a lo que opinaban Wil y Simmon, yo no podía creer que Devi fuera la responsable de la felonía contra mí. Era plenamente consciente de que no entendía nada de mujeres, pero Devi siempre había sido simpática conmigo. A veces, hasta cariñosa.
Es verdad, tenía una reputación pésima. Pero yo sabía mejor que nadie lo deprisa que un puñado de rumores se podían convertir en todo un cuento de hadas.
Consideraba mucho más probable que mi agresor secreto fuera, sencillamente, un alumno amargado contrariado por mi rápido ascenso en el Arcano. La mayoría de los estudiantes tardaban años en alcanzar el rango de Re'lar, y yo lo había conseguido en menos de tres bimestres. Hasta podía ser alguien que odiara a los Edena Ruh. No sería la primera vez que me llevaba una paliza por eso.
En cierto modo, en realidad no importaba quién fuera el responsable de los ataques. Lo que necesitaba era una forma de acabar con ellos. No podía esperar que Wil y Sim me velaran el resto de mi vida.
Necesitaba una solución más permanente. Necesitaba un gram.
Un gram es una interesante obra de artificería pensada precisamente para esa clase de problemas. Es una especie de armadura simpática que impide que puedan hacer un vínculo contra tu cuerpo. Yo no sabía cómo funcionaban, pero sabía que existían. Y sabía dónde averiguar cómo fabricar uno.
Kilvin levantó la cabeza cuando me acerqué a su despacho. Sentí un gran alivio al comprobar que tenía el horno de vidrio apagado.
– ¿Va todo bien, Re'lar Kvothe? -me preguntó sin levantarse del banco de trabajo. Sujetaba una gran semiesfera de cristal con una mano y una aguja de diamante con la otra.
– Sí, maestro Kilvin -mentí.
– ¿Has pensado ya en tu próximo proyecto? -me preguntó-. ¿Has tenido sueños inspirados?
– Pues sí, buscaba un esquema para fabricar un gram, maestro Kilvin. Pero no lo encuentro en los rollos ni en los libros de consulta.
Kilvin me miró con curiosidad.
– Y ¿para qué necesitas un gram, Re'lar Kvothe? Ese interés no refleja mucha fe en tus colegas arcanistas.
Como no estaba seguro de si bromeaba o no, decidí jugar limpio.
– En Simpatía Experta hemos estudiado los deslices. He pensado que si un gram sirve para denegar afinidades externas…
Kilvin rió entre dientes.
– Dal ya os está metiendo miedo. Estupendo. Y tienes razón, un gram te ayudaría a protegerte de un desliz… -Me miró, muy serio, con sus oscuros ojos de ceáldico-. Hasta cierto punto. Sin embargo, lo lógico sería que un alumno listo estudiase bien la lección y evitara el desliz mediante la cautela y el esmero.
– Eso pienso hacer, maestro Kilvin -le aseguré-. Aun así, creo que tener un gram puede resultar útil.
– Eso es cierto -admitió Kilvin asintiendo con su enmarañada cabeza-. Sin embargo, entre las reparaciones y los pedidos de otoño, vamos escasos de personal. -Señaló la ventana que daba al taller-. No puedo prescindir de ningún trabajador para fabricar una cosa así. Y aunque pudiera, tengo que pensar en el coste. La fabricación de un gram requiere un trabajo muy delicado, y se necesita oro para la incrustación.
– Preferiría hacerlo yo mismo, maestro Kilvin.
– Si el esquema no aparece en los libros de consulta es por algo -dijo Kilvin sacudiendo la cabeza-. Todavía no has progresado lo suficiente para fabricar tu propio gram. Hay que tener mucho cuidado para jugar con la sigaldría y la propia sangre.
Fui a decir algo, pero el maestro me interrumpió:
– Y lo más importante: la sigaldría necesaria para fabricar ese artículo solo está a disposición de quienes han alcanzado el rango de El'the. Las runas para trabajar con sangre y hueso tienen un potencial excesivo de mala utilización.
El tono en que lo dijo me hizo comprender que no conseguiría nada discutiendo, así que fingí que no me importaba.
– No importa, maestro Kilvin. Tengo otros proyectos con que ocupar mi tiempo.
– No lo dudo, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin componiendo una gran sonrisa-. Estoy impaciente por ver lo que me traes.
Entonces se me ocurrió una idea.
– Con ese propósito, maestro Kilvin, ¿podría utilizar uno de los talleres privados? Preferiría que no hubiera nadie fisgando por encima de mi hombro mientras trabajo.
Kilvin arqueó las cejas.
– Ahora siento el doble de curiosidad. -Dejó la semiesfera de cristal, se levantó y abrió un cajón de su mesa-. ¿Te va bien uno de los talleres del primer piso? ¿O hay algún riesgo de que explote algo? En ese caso, te daré uno del tercer piso. Hace más frío, pero el tejado es más adecuado para esas cosas.
Me quedé mirándolo y traté de decidir si bromeaba o no.
– Ya me va bien el del primer piso, maestro Kilvin. Pero necesitaré un fundidor pequeño y un poco de espacio para respirar.
Kilvin murmuró por lo bajo y sacó una llave.
– ¿Piensas respirar mucho? La habitación veintisiete tiene cincuenta metros cuadrados.
– Con eso tengo de sobra -dije-. Es posible que también necesite permiso para coger metales preciosos de Existencias.
Kilvin rió entre dientes, asintió con la cabeza y me entregó la llave.
– Me encargaré de eso, Re'lar Kvothe. Estoy impaciente por ver qué me presentarás.
Me daba rabia que el esquema que necesitaba fuera de uso restringido. Pero siempre hay otras formas de obtener información, y siempre hay personas que saben más de lo que se supone.
Estaba seguro, por ejemplo, de que Manet sabía fabricar un gram. Todos sabíamos que no significaba nada que solo fuera E'lir. Pero era imposible que compartiera conmigo esa información en contra de los deseos de Kilvin. La Universidad era el hogar de Manet desde hacía treinta años, y probablemente él era el único alumno que temía la expulsión más que yo.
Eso significaba que mis opciones eran limitadas. Aparte de una búsqueda prolongada en el Archivo, no se me ocurría ninguna otra forma de conseguir mi propio esquema. Tras varios minutos estrujándome el cerebro en busca de una opción mejor, me dirigí a la Bala y Cebada.
La Bala era una de las tabernas de peor fama de nuestro lado del río. Anker's no era un local sórdido en sentido estricto, sino que sencillamente carecía de pretensiones. Estaba limpio sin oler a flores y era barato sin ser hortera. La gente iba a Anker's a comer, beber, escuchar música y, de vez en cuando, a pelearse en plan amistoso.
La Bala estaba varios peldaños más abajo en el escalafón. Estaba mugrienta, la música no era una prioridad, y normalmente las peleas solo eran recreativas para uno de los implicados.
Ojo: la Bala no era tan chunga como la mitad de los locales de Tarbean. Pero era de lo peorcito que podías encontrar tan cerca de la Universidad. Pese a ser cutre, tenía suelos de madera y cristal en las ventanas. Y si bebías hasta perder el conocimiento y al despertar no encontrabas la bolsa del dinero, podías consolarte pensando que no te habían apuñalado ni te habían robado también las botas.
Como todavía era temprano, solo había un puñado de parroquianos repartidos por la taberna. Me alegré de ver a Sleat sentado al fondo. No lo conocía personalmente, pero sabía quién era. Había oído historias.
Sleat era una de esas personas, indispensables y raras, que tienen un don para organizar cosas. Según tenía entendido, llevaba diez años entrando y saliendo de la Universidad.
En ese momento estaba hablando con un individuo de aspecto nervioso, y preferí no interrumpirlos. Pedí dos jarras de cerveza y fingí que me bebía una mientras esperaba.
Sleat era atractivo, moreno y con los ojos castaño oscuro. Aunque no llevaba la barba característica, deduje que como mínimo era medio ceáldico. Su lenguaje no verbal transmitía una autoridad indudable. Se movía como si controlara cuanto lo rodeaba.
Y de hecho, no me habría extrañado que así fuera. Según las informaciones que tenía sobre él, podía ser perfectamente el dueño de la Bala. Los tipos como Sleat suelen tener dinero.
Sleat y el joven nervioso llegaron por fin a algún tipo de acuerdo. Sleat sonrió cordialmente cuando le estrechó la mano a su interlocutor, y le dio una palmada en la espalda antes de separarse de él.
Esperé un momento y me dirigí hacia donde estaba sentado. Al acercarme, me fijé en que había cierta separación entre su mesa y las otras de la taberna. No mucha, solo la suficiente para que resultara difícil escuchar a hurtadillas.
Al verme llegar, Sleat levantó la cabeza.
– ¿Podemos hablar un momento? -pregunté.
Sleat hizo un amplio ademán señalando la silla vacía.
– Qué sorpresa -dijo.
– ¿Por qué?
– No recibo muchas visitas de gente inteligente. La mayoría es gente desesperada. -Miró mis dos jarras-. ¿Son las dos para ti?
– Puedes escoger la que quieras, o quedarte las dos. -Apunté con la barbilla a la de la derecha-. Pero de esta ya he bebido.
Sleat miró las dos jarras con recelo, solo una milésima de segundo; compuso una amplia y blanca sonrisa y cogió la jarra de la izquierda.
– Por lo que me han contado, dudo que vayas por ahí envenenando a la gente.
– Por lo visto sabes muchas cosas de mí -dije.
La soltura con que encogió los hombros me hizo deducir que aquel era un movimiento que tenía muy ensayado.
– Sé muchas cosas sobre todo el mundo -afirmó-, pero sobre ti sé más.
– ¿Y eso?
Sleat se inclinó hacia delante apoyándose en la mesa y, con tono confidencial, dijo:
– ¿Tienes idea de lo aburrido que es el estudiante medio? La mitad son turistas ricos a los que les importan un cuerno las clases. -Puso los ojos en blanco e hizo como si lanzara algo por encima del hombro-. La otra mitad son ratones de biblioteca que llevan tanto tiempo soñando con esto que cuando llegan aquí casi no pueden ni respirar. Caminan sobre cáscaras de huevo, son mansos como sacerdotes. Temen que los maestros les dirijan una mirada de desaprobación.
Dio un bufido de desdén y volvió a recostarse en la silla.
– Digamos que tú eres una ráfaga de aire fresco. Todos dicen… -Se interrumpió y repitió aquel encogimiento de hombros calculado-. Bueno, ya sabes lo que dicen.
– Pues la verdad es que no -admití-. ¿Qué dice la gente?
Sleat me dedicó una sonrisa franca y hermosa.
– Ah, ahí está el problema, ¿verdad? Todos saben qué reputación tiene un hombre, excepto el interesado. A la mayoría no le importa. Pero hay quienes hemos trabajado muy duro para labrarnos nuestra reputación. Yo he construido la mía ladrillo a ladrillo. Es una herramienta útil. -Me miró con picardía-. Supongo que entiendes a qué me refiero.
– Creo que sí -dije esbozando una sonrisa.
– A ver, ¿qué dicen de mí? Dímelo, y te devolveré el favor.
– Dicen que eres bueno encontrando cosas -dije-. Que eres discreto, pero caro.
Sleat agitó las manos, molesto.
– Eso son vaguedades. Los huesos de la historia son los detalles. Dame los huesos.
Cavilé un momento.
– Me han contado que el bimestre pasado conseguiste vender varios frascos de regitn ignaul neratum. Después del incendio en el taller de Kilvin, donde presuntamente se destruyó todo el que había.
Sleat asintió con la cabeza; su expresión no revelaba absolutamente nada.
– Me han contado que conseguiste hacer llegar un mensaje al padre de Veyane, en Emlin, pese a que la ciudad estaba sitiada. -Otra cabezada afirmativa-. Le conseguiste a una joven prostituta que trabajaba en La Botonería unos documentos que demostraban que era prima lejana del baronet Gamre, con lo que pudo casarse con cierto joven caballero con el mínimo de alboroto.
– Sí, de eso estoy orgulloso -dijo Sleat con una sonrisa.
– Cuando eras E'lir -continué-, te expulsaron temporalmente, durante dos bimestres, acusado de Adquisición Indebida. Dos años más tarde, te multaron y volvieron a expulsarte temporalmente por Uso Incorrecto de Materiales de la Universidad en el Crisol. Dicen que Jamison sabe qué clase de negocios haces, pero que le pagas para que haga la vista gorda. Eso último no me lo creo, por cierto.
– Ya -dijo él con soltura-. Yo tampoco.
– Pese a tus amplias actividades solo te has presentado ante la ley del hierro una vez -proseguí-. Por Transporte de Sustancias de Contrabando, ¿verdad?
Sleat puso los ojos en blanco.
– ¿Sabes qué es lo peor? Que esa vez era inocente. Los chicos de Heffron sobornaron a un alguacil para que presentara pruebas falsas. Retiraron los cargos al cabo de dos días. -Frunció el ceño-. Pero a los maestros no les importó. Lo único que les importaba era que yo había mancillado el buen nombre de la Universidad. -Hablaba con amargura-. Después de eso, mi matrícula se triplicó.
Decidí presionar un poco más.
– Hace unos meses, envenenaste a la hija de un joven conde con venitasin y no le diste el antídoto hasta que firmó cediendo el mayor de los feudos que le correspondía heredar. Y lo montaste para que pareciera que lo había perdido jugando una partida de faro con apuestas muy altas.
– ¿Te han dicho por qué? -preguntó arqueando una ceja.
– No -contesté-. Supongo que porque la joven pretendía no saldar una deuda que tenía contigo.
– Algo hay de cierto en eso -dijo-. Aunque fue un poco más complicado. Y no fue con venitasin. Eso habría sido extremadamente imprudente. -Se mostró ofendido y se sacudió la manga, claramente irritado-. ¿Algo más?
Hice una pausa mientras decidía si quería que me confirmara una cosa que sospechaba desde hacía tiempo.
– No, solo que el bimestre pasado pusiste a Ambrose Anso en contacto con un par de individuos que se dedican a matar por dinero.
Sleat no mudó la expresión; permaneció impasible, con una postura suelta y relajada. Sin embargo, detecté una ligera tensión en sus hombros. Cuando observo atentamente, se me escapan muy pocos detalles.
– ¿Eso dicen?
Hice un encogimiento de hombros que superaba con mucho el suyo; fue un gesto tan desenfadado que habría puesto celoso a un gato.
– Soy músico. Toco tres noches por ciclo en una taberna muy concurrida. Oigo toda clase de historias. -Cogí mi jarra-. Y ¿qué has oído tú de mí?
– Pues lo mismo que ha oído todo el mundo. Que convenciste a los maestros para que te admitieran en la Universidad pese a que solo eras un cachorro. Sin ánimo de ofender. Dos días más tarde avergonzaste al maestro Hemme en su propia clase y saliste indemne.
– Salvo por unos latigazos.
– Salvo por unos latigazos -coincidió él-. Y mientras te los daban, no te molestaste en gritar ni sangrar, ni siquiera un poco. No me lo creería de no ser porque había cientos de testigos.
– Sí, conseguimos reunir a un público considerable -dije-. Hacía buen tiempo.
– He oído a gente tirando a dramática llamarte Kvothe el Sin Sangre después de aquello -continuó Sleat-. Aunque supongo que en parte eso se debe a que eres Edena Ruh, lo cual significa que estás tan lejos como uno puede estar de llevar sangre noble en las venas.
– Debe de ser por las dos cosas -dije con una sonrisa.
– He oído que el maestro Elodin y tú os peleasteis en el Refugio -dijo Sleat con aire pensativo-. Se desataron magias poderosas y terribles, y al final ganó él haciéndote atravesar una pared de piedra y tirándote desde el tejado del edificio.
– ¿Dicen por qué nos peleamos? -pregunté.
– Hay muchas versiones -dijo él quitándole importancia-. Un insulto. Un malentendido. Intentaste robarle su magia. Él intentó robarte a una mujer. Bobadas de esas.
«Veamos -prosiguió Sleat frotándose la cara-. Tocas bastante bien el laúd y eres más orgulloso que un gato pateado. Eres descortés, mordaz y no muestras ningún respeto por tus superiores, que dada tu humilde cuna de liante, son prácticamente todos.
Noté que me ponía rojo de ira; el calor abrasador de mi cara se extendió rápidamente por todo mi cuerpo.
– Soy el mejor músico que jamás conocerás o verás desde lejos -dije con una calma forzada-. Y soy Edena Ruh hasta la médula. Lo que significa que mi sangre es roja. Significa que respiro aire puro y camino por donde me llevan los pies. No me arrastro ni me acobardo como un perro ante nadie por el hecho de que tenga un título. Eso lo interpretan como orgullo quienes se han pasado la vida lamiéndoles el culo a los demás.
Sleat compuso una sonrisa perezosa, y comprendí que había mordido su anzuelo.
– También dicen que tienes mal genio. Y circulan montones de tonterías más sobre ti. Que solo duermes una hora al día. Que tienes sangre de demonio. Que puedes hablar con los muertos…
Me incliné hacia delante, intrigado. Ese no era uno de los rumores que yo había extendido.
– ¿En serio? ¿Hablo con espíritus, o desentierro cadáveres?
– Supongo que se refieren a los espíritus -dijo Sleat-. No he oído a nadie mencionar robos de tumbas.
Asentí con la cabeza.
– ¿Algo más?
– No, solo que el bimestre pasado te acorralaron en un callejón dos tipos que matan por dinero. Y pese a que iban armados con puñales y te pillaron desprevenido, cegaste a uno y dejaste inconsciente al otro, invocando al fuego y al rayo como Táborlin el Grande.
Nos quedamos mirándonos, y se produjo un silencio muy incómodo.
– ¿Fuiste tú quien puso a Ambrose en contacto con aquellos matones? -pregunté por fin.
– Esa -dijo Sleat con franqueza- no es una buena pregunta. Insinúa que hablo de tratos privados después con ligereza. -Me miró con gesto inexpresivo; no había ni rastro de sonrisa en sus labios ni en sus ojos-. Además, ¿confiarías en que te estaba dando una respuesta sincera?
Fruncí el entrecejo.
– Sin embargo, puedo afirmar que, debido a esos rumores, ya no hay nadie muy interesado en aceptar esa clase de trabajos -dijo Sleat con desenfado-. Y no es que por aquí haya una gran demanda de esas faenas. Somos todos terriblemente civilizados.
– Y si la hubiera, tú no te enterarías.
Sleat recuperó la sonrisa.
– Exactamente -dijo. Se inclinó hacia delante-. Basta de cháchara. ¿Qué andas buscando?
– Necesito un esquema para fabricar una obra de artificería.
Sleat apoyó los codos en la mesa.
– Y…
– Contiene sigaldría que Kilvin restringe a quienes tienen rango de El'the o superior.
Sleat asintió con naturalidad.
– Y ¿para cuándo lo necesitas? ¿Horas? ¿Días?
Pensé en las noches que Wil y Sim tendrían que pasarse velándome.
– Cuanto antes, mejor.
Sleat se quedó pensativo y con la mirada extraviada.
– Te saldrá caro, y no puedo garantizarte que lo tenga un día determinado. -Me miró a los ojos-. Además, si te descubren, te acusarán de Adquisición Indebida, como mínimo.
Asentí con la cabeza.
– Y ¿sabes cuál es el castigo?
– En caso de Adquisición Indebida del Arcano que no conlleve daños a terceros -recité-, el alumno puede recibir una multa de no más de veinte talentos, puede ser azotado no más de diez veces, suspendido del Arcano o expulsado de la Universidad.
– A mí me multaron con los veinte talentos y me suspendieron durante dos bimestres -dijo Sleat con gravedad-. Y solo fue por una alquimia de nivel de Re'lar. Si lo tuyo es de nivel de El'the, el castigo puede ser mayor.
– ¿Cuánto? -pregunté.
– Conseguirlo en pocos días… -Miró al techo un momento-. Treinta talentos.
Noté un vacío en el estómago, pero mantuve una apariencia serena.
– ¿Esa cifra se puede negociar?
Sleat volvió a sonreír abiertamente exhibiendo unos dientes muy blancos.
– También acepto favores -dijo-. Pero un favor de treinta talentos va a ser un favor muy gordo. -Me miró con aire pensativo-. Quizá podríamos llegar a algún acuerdo por ahí. Pero me siento obligado a comentarte que cuando exijo que se cumpla el favor, hay que cumplirlo. En eso sí que no hay negociación que valga.
Asentí con calma para demostrarle que lo entendía. Pero noté que se me formaba un nudo frío en las entrañas. Aquello no era buena idea. Me lo decía mi instinto.
– ¿Le debes algo a alguien más? -me preguntó Sleat-. Y no me mientas, porque me enteraré.
– Seis talentos -dije con indiferencia-. Tengo que pagarlos a finales de este bimestre.
Sleat asintió con la cabeza.
– Supongo que no conseguiste que te los diera ningún prestamista. ¿Acudiste a Heffron?
– No, a Devi.
Por primera vez en la conversación, Sleat perdió la compostura, y su encantadora sonrisa se borró por completo de sus labios.
– ¿A Devi? -Se enderezó, y de pronto se le tensaron todos los músculos del cuerpo-. No, no creo que podamos llegar a un acuerdo. Si tuvieras dinero en efectivo, sería otra cosa. -Negó con la cabeza-. Pero no, ni hablar. Si Devi ya tiene un trozo de ti…
Su reacción me sorprendió, pero entonces comprendí que solo era una estrategia para pedirme más dinero.
– ¿Y si te pidiera prestado dinero a ti para saldar mi deuda con ella?
Sleat negó con la cabeza y recuperó parte de su aire resuelto.
– Eso es caza furtiva pura y dura -dijo-. Devi ya tiene un interés depositado en ti. Una inversión. -Dio un sorbo y carraspeó significativamente-. No ve con buenos ojos que otros interfieran cuando ella ya ha puesto un pie.
– Supongo que me he dejado engañar por tu reputación -dije arqueando una ceja-. Ahora veo lo tonto que he sido.
– ¿Qué quieres decir con eso? -me preguntó arrugando la frente.
Le quité importancia con un ademán.
– Por favor, concédeme que soy al menos la mitad de listo de lo que te han dicho -dije-. Si no puedes conseguir lo que busco, reconócelo, y punto. No me hagas perder el tiempo poniendo a las cosas un precio que no puedo pagar, ni me salgas con excusas rebuscadas.
Sleat no estaba seguro de si debía ofenderse.
– ¿Qué parte es la rebuscada?
– Venga, va -dije-. Estás dispuesto a infringir las leyes de la Universidad, a correr el riesgo de provocar la ira de los maestros, de los alguaciles y de la ley del hierro de Atur. ¿Pero una chiquilla hace que te tiemblen las rodillas? -Di un resoplido e imité el gesto que Sleat había hecho antes, como si hiciera una bola con algo y la lanzara por encima del hombro.
Sleat me miró un momento y se echó a reír.
– Sí, exacto -dijo enjugándose las lágrimas, sinceramente divertido-. Por lo visto, yo también me he dejado engañar por tu reputación. Si crees que Devi es una chiquilla, no eres tan listo como yo creía.
Sleat miró más allá de mi hombro, asintió a alguien que yo no veía e hizo un ademán para despedirme.
– Lárgate -me dijo-. Tengo asuntos que tratar con personas razonables que saben qué forma tiene el mundo. Contigo estoy perdiendo el tiempo.
Estaba cabreadísimo, pero me esforcé para que no se me notara.
– También necesito una ballesta -dije.
Sleat negó con la cabeza.
– No, ya te lo he dicho. Ni préstamos ni favores.
– Puedo ofrecerte materiales a cambio.
Se quedó mirándome con escepticismo.
– ¿Qué clase de ballesta?
– Cualquiera -dije-. No hace falta que sea bonita. Basta con que funcione.
– Ocho talentos -impuso Sleat.
Lo miré con dureza.
– No me insultes. Esto es contrabando normal y corriente. Apuesto algo a que puedes conseguir una en dos horas. Si intentas timarme, solo tengo que cruzar el río y pedirle una a Heffron.
– Pues ve a pedírsela a Heffron, pero tendrás que cargar con ella desde Imre -replicó él-. Al alguacil le va a encantar.
Me encogí de hombros y empecé a levantarme.
– Tres talentos con cinco -dijo Sleat-. Pero será de segunda mano. Y de estribo, no de manivela.
Calculé mentalmente.
– ¿Aceptarías una onza de plata y un carrete de hilo de oro? -pregunté al mismo tiempo que me los sacaba de los bolsillos de la capa.
Los oscuros ojos de Sleat se desenfocaron ligeramente mientras hacía sus cálculos.
– Eres buen negociador. -Cogió el carrete de hilo de oro y el pequeño lingote de plata-. Detrás de la curtiduría Grimsome hay un barril de agua de lluvia. La ballesta estará allí dentro de un cuarto de hora. -Me lanzó una mirada insultante-. ¿Dos horas? Se nota que no me conoces.
Horas más tarde, Fela salió de entre los estantes del Archivo y me descubrió con una mano sobre la puerta de las cuatro placas. No estaba empujándola exactamente, sino solo presionándola. Solo comprobaba si estaba firmemente cerrada. Y lo estaba.
– Supongo que a los secretarios no les dicen qué hay detrás de esta puerta, ¿verdad? -le pregunté sin esperanza alguna.
– No lo sé, pero a mí todavía no -me contestó Fela; se acercó, estiró un brazo y pasó los dedos por los surcos de las letras grabadas en la piedra: VALARITAS-. Una vez soñé con esta puerta. Valaritas era el nombre de un rey antiguo. Detrás de la puerta estaba su tumba.
– Uau -dije-. Tu sueño es mucho mejor que los que tengo yo.
– ¿Cómo son los tuyos?
– Una vez soñé que veía luz por el ojo de las cerraduras. Pero la mayoría de las veces estoy aquí de pie, contemplándola y tratando de entrar. -Arrugué el entrecejo-. Como si estar plantado aquí delante mientras estoy despierto no fuera suficientemente frustrante, también lo hago cuando duermo.
Fela rió un poco; luego se dio la vuelta y me miró.
– Encontré tu nota -dijo-. ¿Qué es ese proyecto de investigación que insinúas vagamente?
– Vamos a algún sitio donde podamos hablar en privado -dije-. Es una historia bastante larga.
Fuimos a uno de los rincones de lectura, y después de cerrar la puerta le conté toda la historia, situaciones embarazosas incluidas. Alguien estaba practicando felonía contra mí. No podía acudir a los maestros por temor a revelar que había sido yo quien había entrado en las habitaciones de Ambrose. Necesitaba un gram para protegerme, pero no sabía suficiente sigaldría para fabricarlo.
– Felonía -dijo Fela en voz baja, y meneó la cabeza lentamente, consternada-. ¿Estás seguro?
Me desabroché la camisa y me descubrí el hombro revelando un moratón, producto del ataque que solo había conseguido detener parcialmente.
Fela se acercó para mirar.
– ¿Y de verdad no sabes quién podría ser?
– No -dije, tratando de no pensar en Devi. De momento, prefería reservarme aquella mala decisión-. Siento mucho meterte en esto, pero eres la única que…
Fela agitó ambas manos y me interrumpió:
– No digas tonterías. Te dije que me avisaras si podía hacerte algún favor, y me alegro de que lo hayas hecho.
– Yo me alegro de que te alegres -repliqué-. Si puedes ayudarme con esto, estaré en deuda contigo. Ya no me cuesta tanto encontrar lo que busco, pero todavía soy nuevo aquí.
Fela asintió con la cabeza.
– Aprender a moverse por Estanterías lleva años. Es como una ciudad.
Sonreí.
– Eso mismo pienso yo. Y no llevo suficiente tiempo viviendo aquí para conocer todos los atajos.
Fela hizo una leve mueca.
– Y supongo que vas a necesitarlos. Si Kilvin cree que esa sigaldría es peligrosa, la mayoría de los libros que buscas estarán en su biblioteca privada.
Noté un vacío en el estómago.
– ¿En su biblioteca privada?
– Todos los maestros tienen una biblioteca privada -me explicó Fela-. Yo sé un poco de alquimia, y por eso ayudo a identificar libros con fórmulas que Mandrag no quiere que vayan a parar a según qué manos. Los secretarios que saben sigaldría hacen lo mismo para Kilvin.
– Entonces, es inútil que los busque -dije-. Si Kilvin tiene todos esos libros guardados bajo llave, no hay ninguna posibilidad de que encuentre lo que busco.
Fela sonrió y negó con la cabeza.
– El sistema no es perfecto. Solo una tercera parte del Archivo está catalogada como es debido. Seguramente, lo que tú buscas todavía está en algún lugar de Estanterías. Solo se trata de encontrarlo.
– Ni siquiera necesito todo el esquema -dije-. Si averiguara unas cuantas runas, seguramente podría inventarme el resto.
– ¿Crees que sería prudente? -me preguntó mirándome con cara de preocupación.
– La prudencia es un lujo que no puedo permitirme -repuse-. Wil y Sim ya llevan dos noches velándome. No pueden pasarse los diez próximos años turnándose para dormir.
Fela inspiró y expulsó el aire lentamente.
– De acuerdo. Podemos empezar por los libros catalogados. Cabe la posibilidad de que a los secretarios se les haya escapado el que necesitas.
Cogimos varias docenas de libros de sigaldría, nos encerramos en un rincón de lectura apartado del cuarto piso y comenzamos a hojearlos uno por uno.
Empezamos con la esperanza de encontrar un esquema completo de un gram, pero a medida que pasaban las horas, fuimos rebajando nuestras expectativas. Si no un esquema completo, quizá encontráramos una descripción. Quizá una referencia a la secuencia de runas utilizadas. El nombre de una sola runa. Una pista. Un indicio. Una pizca. Una pieza del rompecabezas.
Cerré el último de los libros que nos habíamos llevado al rincón de lectura. Al cerrarse, el libro dio un sonoro golpazo.
– ¿Nada? -me preguntó Fela, cansada.
– Nada. -Me froté la cara con ambas manos-. No ha habido suerte.
Fela se encogió de hombros, y hacia la mitad del movimiento hizo una mueca; entonces estiró el cuello y ladeó la cabeza para estirar un músculo contracturado del cuello.
– Lo lógico era empezar por los sitios más obvios -dijo-. Pero esos son los sitios que los secretarios habrán revisado para Kilvin. Tendremos que escarbar a más profundidad.
Oí unas campanadas lejanas y me sorprendió que sonaran tantas veces. Llevábamos más de cuatro horas buscando.
– Te has saltado la clase -dije.
– Solo era una clase de Geometrías -dijo ella.
– Eres maravillosa. ¿Por dónde propones que continuemos?
– Por un largo y lento paseo por Estanterías. Pero será como lavar oro. Tardaremos horas, y eso si trabajamos juntos para no traslapar nuestros esfuerzos.
– Puedo pedir a Wil y a Sim que nos ayuden -propuse.
– Wilem trabaja aquí -dijo Fela-. Pero Simmon nunca ha sido secretario; seguramente no hará más que estorbar.
La miré con curiosidad.
– ¿Conoces mucho a Sim?
– No mucho -admitió ella-. Lo veo por aquí.
– Creo que lo subestimas -dije-. Mucha gente lo subestima. Sim es muy inteligente.
– Aquí todos son inteligentes -repuso Fela-. Y Sim es simpático, pero…
– Ese es el problema -la atajé-. Que es simpático. Es amable, y la gente interpreta la amabilidad como debilidad. Y es feliz, lo que la gente interpreta como estupidez.
– No quería decir eso -dijo Fela.
– Ya lo sé -dije, y me froté la cara-. Lo siento. He pasado un par de días malos. Creía que la Universidad sería diferente del resto del mundo, pero veo que pasa como en todas partes: la gente trata de satisfacer a unos capullos groseros y pedantes como Ambrose, mientras que a las buenas personas como Simmon no les hacen caso por simplonas.
– Y tú ¿qué eres? -dijo Fela, sonriente, mientras empezaba a amontonar los libros-. ¿Un capullo pedante o una buena persona?
– Eso ya lo investigaré más tarde -dije-. Ahora tengo preocupaciones más urgentes.