Stapes acompañó a Meluan a la salita mientras Alveron y yo nos levantábamos. Iba vestida de gris y azul lavanda, y llevaba el cabello, castaño y rizado, recogido de forma que realzara su elegante cuello.
Seguían a Meluan dos sirvientes que cargaban con un baúl de madera. El maer tomó a su esposa por el codo mientras Stapes daba instrucciones a los sirvientes para que dejaran el baúl junto a la butaca de Meluan. El valet de Alveron los hizo salir rápidamente de la salita y me guiñó un ojo antes de cerrar la puerta tras él.
Todavía de pie, me volví hacia Meluan para saludarla con la reverencia de rigor.
– Me alegro de tener la ocasión de volver a verla… ¿milady? -No estaba seguro de cómo debía dirigirme a ella. Las tierras de los Lackless habían sido un condado independiente, pero eso había sido mucho antes de la rebelión sin sangre, cuando todavía controlaban Tinué. Además, su matrimonio con Alveron complicaba las cosas, pues yo ignoraba si existía una contrapartida femenina al título de maershon.
Meluan agitó una mano quitándole importancia al asunto.
– «Señora» es más que suficiente entre nosotros dos, al menos cuando no estemos en público. No necesito ceremonias por parte de una persona a la que tanto debo. -Le cogió la mano a su esposo-. Por favor, siéntese.
Hice otra reverencia y me senté, y observé el baúl con toda la indiferencia de que fui capaz. Era del tamaño de un tambor grande, hecho de madera de abedul bien ensamblada y reforzado con latón.
Sabía que lo correcto era iniciar una conversación intrascendente hasta que alguno de los dos sacara a colación el asunto del baúl. Sin embargo, me venció la curiosidad.
– Me habían dicho que iba a traernos usted una pregunta. Debe de ser una pregunta de gran importancia, o de lo contrario no la guardaría con tanto celo. -Apunté con la barbilla al baúl.
Meluan miró a Alveron y rió como si su esposo acabara de hacer un chiste.
– Mi esposo me ha asegurado que usted nunca deja un rompecabezas sin resolver.
Esbocé una sonrisa un tanto avergonzada.
– Sí, eso va contra mi naturaleza, señora.
– No quiero que luche contra su naturaleza por mí. -Sonrió-. ¿Sería tan amable de acercarme el baúl?
Conseguí levantar el baúl sin lastimarme, pero si pesaba menos de sesenta kilos, soy poeta.
Meluan se inclinó hacia delante sin levantarse de la butaca.
– Lerand me ha contado el papel que desempeñó usted en nuestra unión. Se lo agradezco, y estoy en deuda con usted por ello. -Sus ojos castaño oscuro denotaban seriedad-. Sin embargo, también considero saldada gran parte de esa deuda por lo que me dispongo a mostrarle. Puedo contar con los dedos de las manos a las personas que han visto esto. Con deuda o sin ella, jamás se me habría ocurrido mostrárselo a usted si mi esposo no me hubiera garantizado su absoluta discreción. -Me miró de forma significativa.
– Le aseguro por mi mano que no hablaré con nadie de lo que vea -prometí tratando de disimular mi impaciencia.
Meluan asintió con la cabeza. Entonces, en lugar de sacar una llave, como yo esperaba, presionó los costados del baúl con ambas manos y deslizó ligeramente dos paneles. Se oyó un débil chasquido, y la tapa quedó entreabierta.
«Sin candado», me dije.
Al abrirse la tapa, reveló otro baúl más pequeño y más plano. Era del tamaño de una panera, y la placa de la cerradura de latón no tenía un ojo de cerradura propiamente dicho, sino solo un círculo. Meluan sacó algo que llevaba colgado al cuello de una cadena.
– ¿Me permite ver eso? -pregunté.
– ¿Cómo dice? -preguntó Meluan, sorprendida.
– Esa llave. ¿Me permite verla un momento?
– ¡Maldita sea! -exclamó Alveron-. Pero si todavía no hemos llegado a la parte más interesante. ¡Te ofrezco el misterio de una eternidad y tú te quedas admirando el envoltorio!
Meluan me puso la llave en la mano, e hice un examen rápido pero concienzudo, dándole vueltas con los dedos.
– Me gusta abordar los enigmas capa a capa -expliqué.
– ¿Como una cebolla? -se burló el maer.
– Como una flor -repliqué, y le devolví la llave a Meluan-. Gracias.
Meluan introdujo la llave y abrió la tapa del segundo baúl. Volvió a colgarse la cadena del cuello, la ocultó bajo la ropa y se arregló la ropa y el pelo, reparando cualquier desperfecto que la operación hubiera podido causarle a su aspecto. Todo eso le llevó una hora, o eso me pareció.
Por último, alargó una mano y levantó algo del baúl con ambas manos. Sosteniéndolo lejos del alcance de mi vista, detrás de la tapa abierta, me miró e inspiró hondo.
– Esto ha sido… -empezó.
– Déjale verlo, querida -intervino Alveron con amabilidad-. Siento curiosidad por saber qué piensa. -Rió un poco-. Además, temo que al chico le dé un síncope si le haces esperar un minuto más.
Con gran reverencia, Meluan me acercó un trozo de madera oscura del tamaño de un libro grande. Lo cogí con ambas manos.
Era una caja desmesuradamente pesada para su tamaño, de una madera lisa como la piedra pulida. Al pasarle las manos, descubrí que los costados estaban tallados. No de una forma marcada que atrajera de inmediato la vista, sino con tanta sutileza que mis dedos apenas detectaron el tenue dibujo de relieves y surcos en la madera. Deslicé las manos por la parte superior y descubrí un diseño similar.
– Tenías razón -dijo Meluan en voz baja-. Es como un crío con un regalo de Solsticio.
– Todavía no has visto lo mejor -replicó Alveron-. Espera y verás. Este chico tiene una mente como un martillo de hierro.
– ¿Cómo se abre? -pregunté.
Le di vueltas con las manos y noté que algo se desplazaba en el interior. No se veían bisagras, ni siquiera una juntura que revelara la presencia de una tapa. De hecho, parecía un taco de madera maciza, oscura y pesada. Pero yo sabía que era una caja. Sentía que era una caja. Que esperaba ser abierta.
– No lo sabemos -dijo Meluan. Quizá hubiera continuado, pero su esposo la hizo callar con dulzura.
– ¿Qué hay dentro? -Volví a inclinarla y noté que el contenido se desplazaba.
– No lo sabemos -repitió ella.
La madera ya era interesante por sí sola. Era lo bastante oscura para ser roah, pero tenía una veta de color rojo oscuro. Es más, parecía madera de lindera. Olía débilmente a… algo. Era un olor familiar que no acababa de identificar. Acerqué la cara a su superficie y aspiré hondo por la nariz. Algo parecido al limón, desesperadamente evocador.
– ¿Qué madera es esta?
Su silencio fue respuesta suficiente.
Levanté la cabeza y miré al maer y a su esposa.
– No puede decirse que estén dispuestos a ayudarme mucho, ¿verdad? -Sonreí para suavizar cualquier ofensa que mis palabras pudieran causarles.
Alveron se inclinó hacia delante.
– Debes admitir -dijo con una emoción débilmente velada- que esta es una pregunta excelente. Ya me has mostrado tu habilidad para resolver adivinanzas en otras ocasiones. -Sus ojos grises destellaron-. Dime, ¿qué adivinas sobre esto?
– Es una reliquia de familia -dije con soltura-. Muy antigua…
– ¿Cuántos años crees que tendrá? -me cortó Alveron con ansia.
– Quizá tres mil años -respondí-. Más o menos. -Meluan, sorprendida, se puso en tensión-. ¿Me acerco a sus suposiciones?
Meluan asintió con la cabeza.
– Sin duda el tallado se ha desgastado con el uso después de tantos años.
– ¿El tallado? -preguntó Alveron inclinándose un poco más.
– Es muy tenue -dije cerrando los ojos-. Pero lo noto.
– Yo no he notado nada.
– Ni yo -dijo Meluan. Parecía ligeramente ofendida.
– Tengo unas manos excepcionalmente sensibles -dije con sinceridad-. Son imprescindibles para mi trabajo.
– ¿Tu magia? -preguntó Meluan con una pizca bien disimulada de sobrecogimiento infantil.
– Y mi música -dije-. ¿Me permite? -Meluan asintió con la cabeza; le cogí una mano y la apreté contra la parte superior de la caja-. Aquí. ¿No lo nota?
Meluan arrugó la frente, concentrada.
– Tal vez, un poco. -Apartó la mano-. ¿Está seguro de que es un tallado?
– Es demasiado regular para ser un accidente. ¿Cómo es posible que no lo hayan notado hasta ahora? ¿No se menciona en ninguna de sus historias?
– A nadie se le ocurriría poner por escrito nada relacionado con la Caja Loeclos -dijo Meluan, sobresaltada-. ¿No le he dicho que este es el más secreto de los secretos?
– Enséñamelo -dijo Alveron. Guié sus dedos por encima del dibujo. Alveron frunció el entrecejo-. Nada. Mis dedos deben de ser demasiado viejos. ¿Podrían ser letras?
Negué con la cabeza.
– Es un diseño fluido, como volutas. Pero no se repite, sino que cambia… -Se me ocurrió una idea-. Podría ser un nudo narrativo íllico.
– ¿Sabes leerlo? -me preguntó Alveron.
Pasé los dedos por encima.
– No sé suficiente íllico para leer los nudos, aunque tuviera la cuerda entre los dedos. -Negué con la cabeza-. Además, los nudos habrán cambiado en tres mil años. Conozco a algunas personas en la Universidad que podrían traducirlo.
Alveron miró a Meluan, pero ella negó enérgicamente con la cabeza.
– No pienso permitir que hable de esto con ningún desconocido.
Al maer pareció decepcionarle esa respuesta, pero no insistió. Se volvió hacia mí y dijo:
– Déjame plantearte tu propia pregunta otra vez: ¿qué clase de madera es?
– Ha durado tres mil años -cavilé en voz alta-. Pesa mucho, pese a estar hueca. De modo que tiene que ser una madera lenta, como carpe o renelo. Su color y su peso me hacen pensar que contiene una buena cantidad de metal, como la roah. Seguramente hierro o cobre. -Encogí los hombros-. No puedo decir nada más.
– ¿Qué hay dentro?
Reflexioné largo rato antes de contestar.
– Algo más pequeño que un salero… -empecé. Meluan sonrió, pero Alveron frunció levemente el ceño, así que me apresuré-. Algo de metal, por cómo se desplaza el peso cuando inclino la caja. -Cerré los ojos y escuché el amortiguado golpeteo del contenido al moverse en la caja-. No. Por su peso, quizá sea de cristal o de piedra.
– Algo valioso -aportó Alveron.
Abrí los ojos.
– No necesariamente. Ha adquirido valor porque es antiguo, y porque ha permanecido dentro de una misma familia mucho tiempo. También es valioso porque es un misterio. Pero ¿era valioso al principio? -Encogí los hombros-. ¿Quién sabe?
– Pero los objetos de valor se guardan bajo llave -señaló Alveron.
– Precisamente. -Levanté la caja, mostrándole su lisa superficie-. Esto no está guardado bajo llave. Es más, podría estar encerrado aquí por otros motivos. Podría ser algo peligroso.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Alveron con curiosidad.
– ¿Por qué tomarse tantas molestias? -protestó Meluan-. ¿Por qué guardar un objeto peligroso? Si algo es peligroso, lo destruyes. -Contestó su propia pregunta nada más articularla-. A menos que fuera valioso además de peligroso.
– Quizá fuera demasiado útil para destruirlo -sugirió Alveron.
– Quizá no pudiera ser destruido -aventuré.
– Y la última pregunta, que es la mejor -dijo Alveron inclinándose un poco más en el asiento-. ¿Cómo se abre?
Examiné la caja con detenimiento, le di vueltas con las manos, le apreté los costados. Pasé los dedos sobre el tallado buscando una juntura que mis ojos no hubieran detectado. La sacudí ligeramente, la olfateé, la puse a la luz.
– No tengo ni idea -confesé.
Alveron dejó caer un poco los hombros.
– Supongo que era esperar demasiado. ¿Y con un poco de magia?
Iba a decirle que esa clase de magia solo existía en las historias, pero vacilé.
– Ninguna que yo domine.
– ¿Te has planteado alguna vez cortarla, sencillamente? -le preguntó Alveron a su esposa.
Meluan se mostró tan horrorizada como yo ante esa propuesta.
– ¡Jamás! -exclamó nada más recuperar el aliento-. Esto es el origen de nuestra familia. Antes cubriría de sal hasta la última hectárea de nuestras tierras.
– Y con lo dura que es esta madera -me apresuré a decir-, seguramente estropearía eso que hay dentro. Sobre todo si se trata de algo delicado.
– Solo era una idea -dijo Alveron para tranquilizar a su esposa.
– Una idea muy poco meditada -dijo Meluan con brusquedad, e inmediatamente pareció lamentar sus palabras-. Lo siento, pero solo de pensarlo… -Dejó la frase en el aire, claramente consternada.
Alveron le dio unas palmaditas en la mano.
– Lo entiendo, querida. Tienes razón, ha sido una idea muy poco meditada.
– ¿Puedo guardarla ya? -le preguntó Meluan.
Le devolví la caja a Meluan de mala gana.
– Si tuviera cerradura, podría intentar forzarla, pero ni siquiera veo dónde pueden estar la bisagra o la juntura de la tapa. -«En una caja sin tapa ni candado / encierra Lackless las piedras de su amado.» Aquella cancioncilla infantil se repetía una y otra vez en mi cabeza, y no sé cómo me las ingenié para disfrazar mi risa de tos.
Alveron no pareció notarlo.
– Confío en tu discreción, como siempre. -Se levantó-. Por desgracia, me temo que ya he consumido gran parte de nuestro tiempo. Estoy seguro de que tienes otros asuntos que atender. ¿Quieres que nos reunamos mañana para hablar de los Amyr? ¿A la segunda campanada?
Me había levantado al mismo tiempo que el maer.
– Si le parece bien, excelencia, hay otro asunto del que me gustaría hablarle.
Me miró con seriedad.
– Espero que sea un asunto importante.
– Es urgente, excelencia -dije con nerviosismo-. Me temo que no puede esperar un día más. Lo habría mencionado antes si ambos hubiéramos tenido el tiempo y la intimidad necesarios.
– Muy bien. -Volvió a sentarse-. ¿Qué es eso que tanto te preocupa?
– Lerand -dijo Meluan con un leve deje de reproche-, es tarde. Hayanis debe de estar esperando.
– Que espere -replicó el maer-. Kvothe siempre me ha servido con lealtad. No hace nada a la ligera, y si lo ignoro, es solo en mi propio detrimento.
– Me halaga usted, excelencia. Se trata de un asunto grave. -Miré a Meluan-. Y también un poco delicado. Si la señora desea marcharse, quizá sería lo mejor.
– Si se trata de un asunto importante, ¿no debería quedarme? -preguntó ella con aspereza.
Le lancé una mirada interrogante al maer.
– Cualquier cosa que tengas que decirme puedes decírmela delante de mi esposa -declaró.
Vacilé. Necesitaba contarle a Alveron lo ocurrido con los falsos artistas de troupe. Estaba convencido de que si oía mi versión de los hechos primero, podría presentárselos de forma que proyectaran sobre mí una luz favorable. Si la noticia le llegaba antes por los canales oficiales, quizá no estuviera tan dispuesto a pasar por alto los hechos: que me había tomado la justicia por mi mano y había asesinado a nueve viajeros.
Pese a todo, lo último que quería era que Meluan estuviera presente mientras manteníamos esa conversación. Eso solo podía complicar la situación. Lo intenté una vez más:
– Es un asunto sumamente siniestro, excelencia.
Alveron negó con la cabeza y frunció ligeramente el ceño.
– No tenemos secretos entre nosotros.
Contuve un suspiro de resignación y saqué un grueso trozo de pergamino doblado de uno de los bolsillos interiores de mi shaed.
– ¿Es esto uno de los títulos de mecenazgo concedidos por su excelencia?
Sus ojos grises lo examinaron someramente y revelaron cierta sorpresa.
– Sí. ¿De dónde lo has sacado?
– Ay, Lerand -dijo Meluan-. Ya sabía que dejabas que los mendigos viajaran por tus tierras, pero nunca se me habría ocurrido pensar que también te rebajaras a patrocinarlos.
– Solo a unas pocas troupes -aclaró él-. Como corresponde a alguien de mi rango. Toda casa respetable tiene, como mínimo, unos pocos intérpretes.
– La mía, no -dijo Meluan, tajante.
– Es conveniente tener tu propia troupe -dijo Alveron con gentileza-. Y más conveniente aún tener varias. Así puedes escoger el espectáculo adecuado para acompañar cualquier acto que celebres. ¿De dónde crees que salieron los músicos que actuaron en nuestra boda?
Como la expresión de Meluan no se suavizaba, Alveron continuó:
– No les está permitido interpretar nada pagano o subido de tono, querida. Los tengo firmemente controlados. Y ten por seguro que, dentro de mi territorio, ninguna población dejaría actuar a ninguna troupe que no estuviera en posesión de algún título de mecenazgo.
Alveron me miró y prosiguió:
– Y eso nos devuelve al asunto de que hablábamos. ¿Cómo es que tenías su título? Esa troupe no podrá trabajar sin él.
No sabía cómo contestar. En presencia de Meluan, no estaba seguro de cuál era la mejor manera de abordar el tema. Yo tenía previsto hablar a solas con el maer.
– En efecto, excelencia. Los mataron.
El maer no se sorprendió.
– Me lo imaginaba. Es lamentable, pero sucede de cuando en cuando.
Los ojos de Meluan destellaron.
– Pagaría para que eso sucediera más a menudo.
– ¿Tienes idea de quién los mató? -me preguntó el maer.
– En cierto modo sí, excelencia.
El maer arqueó las cejas, expectante.
– ¿Y bien?
– Los maté yo.
– ¿Cómo dices?
Suspiré.
– Maté a los hombres que llevaban ese título, excelencia.
Se enderezó en el asiento.
– ¿Qué?
– Habían secuestrado a un par de chicas de un pueblo por el que habían pasado. -Hice una pausa buscando una forma delicada de expresarlo delante de Meluan-. Eran jóvenes, excelencia, y los hombres no fueron piadosos con ellas.
La expresión de Meluan, que ya era dura hasta ese momento, se volvió fría como el hielo al oír eso. Pero antes de que pudiera decir nada, Alveron me preguntó, incrédulo:
– ¿Y tú te tomaste la justicia por tu mano y los mataste? ¿A una troupe entera de artistas a los que yo había concedido una licencia? -Se frotó la frente-. ¿Cuántos eran?
– Nueve.
– Dios mío…
– Yo creo que hizo bien -dijo Meluan acaloradamente-. Propongo que le des una veintena de guardias y que le dejes hacer lo mismo con toda banda de liantes Ruh que encuentre en tus tierras.
– Querida -dijo Alveron con un deje de severidad-, yo no les tengo mucha más simpatía que tú, pero la ley es la ley. Cuando…
– La ley es lo que tú quieras que sea -lo interrumpió-. Este hombre te ha prestado un noble servicio. Deberías concederle feudo y título y ponerlo en tu consejo.
– Ha matado a nueve de mis súbditos -señaló Alveron con severidad-. Cuando los hombres se apartan del dominio de la ley, reina la anarquía. Si me hubiera enterado de esto de pasada, lo ahorcaría por bandido.
– Mató a nueve violadores Ruh. Nueve liantes ladrones y asesinos. Nueve Edena menos en el mundo es un gran favor para todos nosotros. -Meluan me miró-. Señor, creo que no hizo usted nada que no fuera correcto y adecuado.
Su elogio solo consiguió avivar el fuego que calentaba mi mal genio.
– No todos eran hombres, señora -le dije.
Meluan palideció un poco.
Alveron se frotó la cara con una mano.
– Dios mío. Tu sinceridad es como el hachazo de un leñador.
– Y debería mencionar -dije con seriedad-, si me lo permiten, que esos artistas a los que maté no eran Edena Ruh. Ni siquiera eran una troupe auténtica.
Alveron sacudió la cabeza, disgustado, y señaló con un dedo el título de mecenazgo que tenía delante.
– Aquí no dice eso. Dice que eran artistas de troupe, y Edena Ruh.
– Ese título lo habían robado, excelencia. Esa gente a la que encontré en el camino había matado a una troupe de Ruh y los había suplantado.
Alveron me miró con curiosidad.
– Pareces convencido de ello.
– Uno de ellos lo reconoció, excelencia. Admitió que solo se hacían pasar por Ruh.
Meluan parecía no poder decidir si aquella idea le producía más confusión o asco.
– ¿Quién iba a fingir semejante cosa?
– Mi esposa tiene razón -coincidió Alveron-. Lo más probable es que te mintieran. ¿Quién no negaría tal cosa? ¿Quién admitiría voluntariamente ser un Edena Ruh?
Al oír eso noté que me ruborizaba, avergonzado de pronto por haber ocultado mi sangre de Edena Ruh todo ese tiempo.
– No pongo en duda que la troupe original fuera Edena Ruh, excelencia. Pero los hombres que yo maté no lo eran. Ningún Ruh haría las cosas que hicieron ellos.
Los ojos de Meluan emitían destellos furiosos.
– Usted no los conoce.
– Señora, me parece que los conozco bastante bien -la contradije mirándola a los ojos.
– Pero ¿por qué? -insistió Alveron-. ¿Por qué intentaría alguien en su sano juicio hacerse pasar por Edena Ruh?
– Para viajar libremente -dije-. Y para gozar de la protección que ofrece su nombre, excelencia.
Alveron encogió los hombros rechazando mi explicación.
– Seguramente serían Ruh que se cansaron de trabajar honradamente y se dedicaron a robar.
– No, excelencia -insistí-. No eran Edena Ruh.
Alveron me lanzó una mirada llena de reproche.
– Vamos a ver, ¿quién puede distinguir a unos bandidos de una banda de Ruh?
– No hay ninguna diferencia -afirmó Meluan con vehemencia.
– Yo puedo distinguirlos, excelencia -dije acaloradamente-. Yo soy Edena Ruh.
Silencio. En el rostro de Meluan se reflejaron la conmoción, la incredulidad, la rabia y, por último, la repugnancia. Se levantó, me miró como si fuera a escupirme en la cara y caminó envarada hasta la puerta. Se oyó un repiqueteo cuando su guardia personal se puso en posición de firmes y la siguió fuera de los aposentos del maer.
Alveron seguía mirándome con expresión severa.
– Si es una broma, es de muy mal gusto.
– No lo es, excelencia -dije tratando de controlar mi mal genio.
– Y ¿puedo saber por qué has creído necesario ocultármelo?
– No se lo he ocultado, excelencia. Usted mismo ha mencionado varias veces que estoy lejos de ser de noble cuna.
El maer golpeó con rabia el brazo de su butaca.
– ¡Ya sabes a qué me refiero! ¿Por qué nunca mencionaste que eres un Ruh?
– Creo que el motivo es bastante obvio, excelencia -dije fríamente, esforzándome para no escupir las palabras-. Las palabras «Edena Ruh» tienen un olor demasiado intenso para muchas narices de la nobleza. Su esposa acaba de comprobar que ni su perfume puede taparlo.
– Mi esposa ha tenido malas experiencias con los Ruh en el pasado -dijo Alveron a modo de explicación-. Te conviene tenerlo en cuenta.
– Sé lo de su hermana. La trágica vergüenza de su familia. Se fugó y se enamoró de un artista de troupe. Qué calamidad -dije con tono mordaz. La rabia hacía que me hormigueara todo el cuerpo-. El sentido común de su hermana habla muy bien de su familia; la actitud de su esposa, no tanto. Mi sangre vale tanto como la de cualquier hombre, y más que la de la mayoría. Y aunque no fuera así, ella no tiene derecho a tratarme como lo ha hecho.
La expresión de Alveron se endureció.
– Yo creo que tiene derecho a tratarte como le parezca -dijo-. Lo que pasa es que le ha sobresaltado tu repentina revelación. Dados sus sentimientos hacia vosotros, los liantes, creo que ha mostrado una circunspección considerable.
– Pues yo creo que a ella le escuece la verdad. Con la lengua de otro artista de troupe se la han llevado a la cama, y más deprisa que a su hermana.
En cuanto lo hube dicho supe que me había sobrepasado. Apreté los dientes para no soltar algo peor.
– Eso es todo -dijo Alveron con fría formalidad y la rabia reflejada en sus ojos.
Salí con toda la dignidad de que fui capaz. No porque no tuviera nada más que decir, sino porque si me hubiera quedado un solo momento más, Alveron habría llamado a los guardias, y no era así como yo deseaba hacer mutis.