Capítulo 117

La astucia de un bárbaro

Los días pasaban deprisa, como suele ocurrir cuando hay mucho con que llenarlos. Vashet seguía instruyéndome, y yo ponía toda mi atención en ser un alumno aplicado e inteligente.

Seguimos teniendo encuentros amorosos intercalados en mi entrenamiento. Yo nunca los iniciaba directamente, pero Vashet se daba cuenta de cuándo yo estaba distraído y, sin perder tiempo, me llevaba entre los arbustos. «Para despejar tu alocada cabeza de bárbaro», solía decir.

El antes y el después de esos encuentros seguía turbándome; el durante, sin embargo, no me producía la menor angustia. Y Vashet también parecía disfrutar lo suyo.

Bien es cierto que tampoco se mostraba en absoluto interesada en todo lo que yo había aprendido con Felurian. No le interesaba jugar a la hiedra, y aunque le gustaba el millar de manos, tenía poca paciencia, y generalmente todo quedaba en unas setenta y cinco manos. Por norma general, en cuanto habíamos recobrado el aliento, Vashet se ponía la ropa roja de mercenario y me recordaba que si seguía olvidándome de girar el talón hacia fuera, nunca podría golpear más fuerte que un niño de seis años.

No dedicaba todo mi tiempo al entrenamiento con Vashet. Cuando ella estaba ocupada, me dejaba practicando el Ketan, reflexionando sobre el Lethani o viendo entrenar a los otros alumnos.

Algunas tardes y algunas noches Vashet me dejaba tiempo libre, simplemente. Entonces me dedicaba a explorar los alrededores del pueblo, y así descubrí que Haert era mucho más grande de lo que me había parecido al principio. La diferencia consistía en que todas sus casas y tiendas no estaban apiñadas formando un núcleo, sino diseminadas por varios kilómetros cuadrados de ladera rocosa.

No tardé en encontrar los baños. O mejor dicho, me hizo ir allí Vashet con instrucciones de lavarme para desprenderme de mi hedor bárbaro.

Eran una maravilla: un edificio de piedra bajo y espacioso, construido sobre lo que deduje que debía de ser un manantial natural de agua caliente, o una instalación de ingeniería espectacular. Había habitaciones grandes llenas de agua y habitaciones pequeñas llenas de vapor. Habitaciones con piscinas hondas para sumergirte, y habitaciones con grandes bañeras metálicas para lavarte. Hasta había una habitación con una piscina lo bastante grande para nadar.

Los Adem se paseaban por todo el edificio sin distinción de edad, género o grado de desnudez. Eso no me sorprendió tanto como me habría sucedido un mes atrás, pero aun así tardé en acostumbrarme.

Al principio me costaba no quedarme embobado mirándoles los pechos a las mujeres desnudas. Luego, cuando pasó un poco la novedad, me costaba no quedarme mirando las cicatrices que cubrían el cuerpo de los mercenarios. Era fácil saber quién vestía el rojo, aunque en ese momento estuviera desnudo.

En lugar de reprimir el impulso de quedarme mirándolos fijamente, decidí que era más fácil ir a los baños a primera hora de la mañana o a última de la noche, cuando estaban prácticamente vacíos. Entrar y salir a esas horas no era difícil, pues la puerta no estaba cerrada con llave: siempre permanecía abierta y podía entrar quien quisiera. Había jabón, velas y toallas a disposición de los usuarios. Vashet me explicó que la escuela se encargaba de mantener los baños.

Encontré la herrería siguiendo el ruido de hierro golpeado. El hombre que trabajaba allí era agradablemente locuaz. Se mostró encantado de enseñarme sus herramientas y decirme sus nombres en adémico.

Cuando aprendí a reconocerlos, descubrí que había letreros encima de las puertas de las tiendas. Trozos de madera labrada o pintada que informaban de lo que se vendía en el interior: pan, hierbas, duelas de barril… En ningún letrero había texto escrito, lo cual era una suerte para mí, pues seguía sin saber leer adémico.

Visité una botica donde se me informó de que no era bien recibido, y una sastrería donde me acogieron calurosamente. Invertí parte de los tres reales que había robado en dos trajes nuevos, porque los que tenía empezaban a estar gastados. Me compré camisas y pantalones de colores apagados como era la moda del lugar, con la esperanza de que me ayudaran a integrarme un poco mejor en Haert.

También pasé muchas horas observando el árbol espada. Al principio lo hacía porque Vashet me enviaba allí, pero al poco tiempo empecé a ir siempre que tenía un rato libre. Su movimiento era hipnótico y reconfortante. A veces parecía que las ramas escribieran en el cielo, deletreando el nombre del viento.

Vashet cumplió su palabra y me buscó un sparring.

– Se llama Celean -me dijo mientras desayunábamos-. Tenéis una cita a mediodía junto al árbol espada. Deberías dedicar esta mañana a prepararte como creas más oportuno.

Por fin. Una oportunidad para demostrar mi valía. Una oportunidad para medir mi ingenio con alguien que tuviera un nivel de habilidad similar al mío. Un combate en toda regla.

Llegué al árbol espada antes de hora, por supuesto, y cuando los vi acercarse experimenté un momento de pánico y confusión, pues creí que la figura menuda que iba al lado de Vashet era Penthe, la mujer que había vencido a Shehyn.

Entonces me di cuenta de que no podía ser Penthe. La figura que se acercaba con Vashet era bajita, pero el viento revelaba un cuerpo recto y delgado, sin las curvas de Penthe. Es más, la figura llevaba una camisa de seda de maíz de color amarillo brillante, y no roja como la de los mercenarios.

Tuve que combatir una punzada de decepción, aunque sabía que era absurdo. Vashet me había dicho que había encontrado un contrincante adecuado para mí. Evidentemente no podía ser alguien que ya vistiera el rojo.

Se acercaron más, y mi emoción parpadeó brevemente y se apagó.

Era una niña. No una chica de catorce o quince años, sino una niña pequeña. Calculé que no podía tener más de diez. Era delgada como una ramita y tan baja que su cabeza apenas me llegaba al esternón. Tenía unos ojos grises y enormes en una cara diminuta.

Me sentí humillado. Lo único que impidió que me pusiera a protestar a gritos fue que sabía que Vashet lo consideraría tremendamente grosero.

– Celean, te presento a Kvothe -dijo Vashet en adémico.

La niña me miró de arriba abajo, evaluándome; entonces dio medio paso adelante, sin timidez. Un cumplido. Me consideraba suficientemente amenazador como para querer estar a una distancia de mí que le permitiera golpearme en caso necesario. Se acercó más de lo que lo habría hecho con un adulto, porque era más baja.

Hice el signo de saludo educado.

Celean me devolvió el saludo con el mismo signo. Quizá fueran imaginaciones mías, pero me pareció que el ángulo de sus manos incluía el matiz saludo educado no subordinado.

No sé si Vashet lo vio, pero no hizo ningún comentario.

– Quiero que vosotros dos peleéis -dijo.

Celean volvió a mirarme de arriba abajo con aquella imperturbabilidad típicamente adémica. El viento le agitaba el cabello, y vi que tenía un corte que todavía no había cicatrizado del todo que iba desde una ceja hasta la línea de crecimiento del pelo.

– ¿Por qué? -preguntó la niña con serenidad. No parecía que tuviera miedo. Más bien parecía que no se le ocurriera ninguna razón para pelear conmigo.

– Porque hay cosas que podéis aprender el uno del otro -respondió Vashet-. Y porque lo digo yo.

Vashet me hizo un signo: atiende.

– El Ketan de Celean es excepcional. Tiene años de experiencia, y sería un difícil rival para dos niñas de su tamaño.

Vashet le dio dos golpecitos en el hombro a Celean. Cautela.

– El Ketan es nuevo para Kvothe. Todavía tiene mucho que aprender. Pero es más fuerte que tú, y más alto, y llega más lejos. Además tiene la astucia de un bárbaro.

Miré a Vashet, sin saber si se burlaba de mí o no.

– Además -continuó Vashet dirigiéndose a Celean-, seguramente cuando crezcas tendrás la estatura de tu madre, de modo que debes practicar con contrincantes más altos que tú. -Atiende-. Por último, está aprendiendo nuestro idioma, y no debes burlarte de él por ese motivo.

La niña asintió con la cabeza. Me fijé en que Vashet no había especificado que tampoco podía burlarse de mí por otros motivos.

Vashet se enderezó y dijo con formalidad:

– No hagáis nada con intención de lesionar. -Ayudándose con los dedos, enumeró las reglas que me había enseñado cuando empezáramos a pelear con las manos-. Podéis golpear fuerte, pero no con crueldad. Tened cuidado con la cabeza y el cuello, y no golpeéis en los ojos. Cada uno es responsable de la seguridad del otro. Si alguno de vosotros consigue una rendición clara del otro, debéis respetarla. Señalizad limpiamente y considerad el combate terminado.

– Todo eso ya lo sé -dijo Celean. Irritación.

– Nunca está de más repetirlo -replicó Vashet. Reprimenda severa-. Perder una pelea es perdonable. Perder los estribos no lo es. Por eso te he traído aquí a ti, y no a cualquier niño. ¿Acaso he elegido mal?

Celean agachó la cabeza. Pesar y arrepentimiento. Aceptación y vergüenza.

Vashet se dirigió a los dos:

– Lesionar al contrincante por descuido no es del Lethani.

No acababa de entender que golpear a una niña de diez años sí fuera del Lethani, pero me abstuve de comentarlo.

Vashet nos dejó solos y se dirigió hacia un banco de piedra que había a unos diez metros, donde estaba sentada otra mujer con el rojo de mercenario. Celean hizo un signo complicado que no reconocí hacia la espalda de Vashet.

Entonces la niña se volvió hacia mí y me miró de arriba abajo.

– Nunca había peleado con un bárbaro -dijo tras una larga pausa-. ¿Todos sois rojos? -Levantó una mano y se tocó el pelo para aclarar lo que había querido decir.

Negué con la cabeza.

– No, la mayoría no lo son.

Celean titubeó; entonces estiró un brazo.

– ¿Puedo tocarlo?

Estuve a punto de sonreír, pero me contuve. Agaché un poco la cabeza y me acerqué para que pudiera tocarme.

Celean me pasó la mano por el pelo y luego frotó un mechón con el índice y el pulgar.

– Es suave. -Rió un poco-. Pero parece metal.

Me soltó el pelo y se apartó a una distancia formal. Hizo el signo de gracias educadas y levantó ambas manos.

– ¿Estás preparado?

Asentí con la cabeza, indeciso, y levanté también las manos.

No estaba preparado. Celean se lanzó hacia delante y me cogió desprevenido. Me lanzó un puñetazo directamente a la entrepierna. Me agaché por instinto y recibí el golpe en el estómago.

Por suerte, a esas alturas ya sabía cómo encajar un puñetazo, y tras un mes de duros entrenamientos, mi estómago era una lámina de músculo. Con todo, fue como si me hubieran lanzado una piedra, y supuse que a la hora de la cena tendría un buen cardenal.

Planté firmemente los pies y lancé una patada exploratoria. Quería saber cuán asustadiza era Celean, y confiaba en hacerla retroceder para asentar mi equilibrio y poder aprovechar mejor la ventaja que me proporcionaba mi superior estatura.

Resultó que Celean no era nada asustadiza. No retrocedió. Se escurrió por el lado de mi pierna y me golpeó de lleno en el grueso nudo de músculo justo por encima de la rodilla.

No pude evitar tambalearme cuando volví a poner el pie en el suelo, y me quedé en un equilibrio precario y con Celean lo bastante cerca para trepar por mí si hubiera querido. Juntó las manos, afianzó los pies y me golpeó con Trillar el Trigo. Me dio tan fuerte que me caí de espaldas.

La hierba era muy tupida, de modo que no fue una caída dolorosa. Rodé hacia un lado para alejarme un poco y me levanté. Celean me persiguió e hizo Rayo Lanzado. Era rápida, pero yo tenía las piernas más largas, y podía retroceder o bloquear cualquier golpe que me asestara. Celean fingió una patada y fui a interceptarla, ofreciéndole la oportunidad de golpearme por encima de la rodilla, en el mismo sitio que antes.

Me dolió, pero esa vez no me tambaleé, sino que di un paso hacia un lado y me aparté. Celean me siguió, implacable y desmesuradamente entusiasta. Y con las prisas dejó un hueco.

Sin embargo, pese a los golpes que me había dado Celean y a que ya me había hecho caer una vez, yo no me decidía a lanzarle un puñetazo a una niña tan pequeña. Sabía lo fuerte que podía pegar a Tempi o a Vashet. Pero Celean era muy menuda, y me preocupaba hacerle daño. ¿No había dicho Vashet que cada uno era responsable de la seguridad del otro?

Decidí agarrarla con Hierro que Trepa. La mano izquierda me falló, pero los largos y fuertes dedos de la mano derecha le asieron fácilmente la muñeca. No la tenía sometida, pero ya solo era cuestión de fuerza, y no me cabía ninguna duda de que podría con ella. La tenía agarrada por la muñeca; lo único que me faltaba era sujetarla por el hombro y ya la tendría con el Oso Dormido antes…

Celean hizo Romper León. Pero no era la versión que yo había aprendido. La suya empleaba ambas manos, golpeando y retorciendo tan deprisa que me encontré con la mano dolorida y vacía en un abrir y cerrar de ojos. Entonces me agarró por la muñeca y tiró de ella, y arremetió contra mí para darme una patada en la pierna con un movimiento fluido. Me incliné, me torcí y Celean me tumbó en el suelo.

Esa vez la caída no fue tan blanda, sino más bien un brusco golpetazo contra la hierba. No llegó a aturdirme, pero no importó, porque Celean estiró un brazo y me dio un par de golpecitos en la cabeza. Era la manera de indicar que si hubiera querido, habría podido dejarme inconsciente fácilmente.

Me senté en el suelo, con varias partes del cuerpo doloridas y con un esguince en el orgullo. Pero no fue un esguince grave. El entrenamiento con Tempi y Vashet me había enseñado a valorar la pericia del contrincante, y el Ketan de Celean era verdaderamente excelente.

– Nunca había visto esa versión de Romper León -dije.

Celean sonrió. No fue más que una breve sonrisa, pero me permitió ver sus blancos dientes. En el mundo de la imperturbabilidad adámica, fue como si el sol saliera de detrás de una nube.

– Es mía -dijo. Orgullo extremo-. Me la inventé yo. No soy lo bastante fuerte para usar un Romper León normal contra mi madre o cualquiera de tu talla.

– ¿Me la enseñas? -pregunté.

Celean vaciló, pero entonces asintió con la cabeza y se acercó a mí, tendiéndome una mano.

– Cógeme por la muñeca.

Se la agarré firmemente, pero sin apretar demasiado.

Celean repitió el movimiento, como si hiciera un truco de magia. Movió ambas manos a una velocidad vertiginosa, y de pronto me encontré con la mano dolorida y vacía.

Volví a estirar el brazo. Diversión.

– Tengo unos ojos lentos de bárbaro. ¿Puedes repetirlo para que lo aprenda?

Celean dio un paso atrás y encogió los hombros. Indiferencia.

– ¿Acaso soy tu maestra? ¿Debo darle algo mío a un bárbaro que ni siquiera puede golpearme en un combate? -Levantó la barbilla y dirigió la vista hacia el árbol espada, pero me lanzaba miradas picaras de reojo.

Reí y me puse en pie. Volví a levantar las manos.

Celean rió y se colocó frente a mí.

– ¡Adelante!

Esa vez sí estaba preparado, y sabía de qué era capaz mi contrincante. Celean no era ninguna flor delicada. Era rápida, valiente y agresiva.

Pasé a la ofensiva, aprovechando la longitud de mis piernas y mis brazos. Golpeé con Doncella que Baila, pero Celean se escabulló.

O mejor dicho: se deslizó alejándose de mí, sin perjudicar lo más mínimo su equilibrio; sus pies zigzagueaban suavemente por la larga hierba.

De pronto cambió de dirección, me golpeó entre dos pasos y me hizo perder el ritmo. Hizo como si fuera a darme un puñetazo en la entrepierna, pero entonces me sorprendió con Rueda de Molino. Me tambaleé, pero conseguí mantenerme en pie.

Intenté recuperar el equilibrio, pero Celean volvió a golpearme con Rueda de Molino, y luego otra vez. Y otra. Solo me empujaba unos centímetros, pero eso me obligaba a mantenerme en constante retirada, hasta que Celean consiguió poner un pie detrás del mío y hacerme tropezar y caer al suelo de espaldas.

Antes de que golpeara contra el suelo, Celean ya me había agarrado por la muñeca, y me inmovilizó firmemente el brazo con Hiedra en el Roble. Me apretó la cara contra la hierba mientras me aplicaba una incómoda presión en la muñeca y el hombro.

Por un instante me planteé forcejear e intentar soltarme, pero solo por un instante. Era más fuerte que ella, pero la intención de posiciones como Hiedra en el Roble y Oso Dormido consiste en aplicar presión en las partes frágiles del cuerpo. No necesitabas mucha fuerza para atacar la rama.

– Me rindo. -Es más fácil decirlo en adémico: Veh. Es un sonido fácil de articular cuando estás sin aliento, cansado o dolorido. Últimamente yo me había acostumbrado bastante a decir esa palabra.

Celean me soltó y se alejó un paso, sin apartar de mí la vista mientras yo me incorporaba.

– La verdad es que no eres muy bueno -dijo con una sinceridad brutal.

– No estoy acostumbrado a pegar a niñas pequeñas -repuse.

– ¿Cómo ibas a estar acostumbrado? -Se rió-. Para acostumbrarte a una cosa, debes hacerla una y otra vez. Me da la impresión de que tú no has golpeado a una mujer ni una sola vez.

Celean me tendió una mano; yo se la cogí procurando hacerlo con elegancia y ella me ayudó a levantarme del suelo.

– Lo que quiero decir es que de donde yo vengo no está bien pelear con mujeres.

– No lo entiendo -repuso Celean-. ¿No dejan a los hombres pelear en el mismo sitio que las mujeres?

– Quiero decir que, en general, nuestras mujeres no pelean -aclaré.

Celean hizo girar la muñeca abriendo y cerrando la mano como si tuviera suciedad en la palma e intentase desprenderla distraídamente. Era el signo equivalente a desconcierto, una especie de ceño de confusión.

– Si no practican, ¿cómo mejoran su Ketan? -me preguntó.

– De donde yo vengo, las mujeres no tienen Ketan.

Entornó los ojos, y entonces su rostro se iluminó.

– Ah, te refieres a que tienen un Ketan secreto. -Dijo «secreto» en atur. Aunque mantenía un semblante impasible, su cuerpo vibraba de emoción-. Un Ketan que solo conocen ellas, y que los hombres tienen prohibido ver.

Celean señaló el banco donde estaban sentadas nuestras maestras, que no nos prestaban atención.

– Vashet tienen una cosa parecida. Le he pedido muchas veces que me la enseñe, pero no quiere.

– ¿Vashet sabe otro Ketan? -pregunté.

Celean asintió con la cabeza.

– Estudiaba en la vía del gozo antes de venir con nosotros. -Entonces la miró, muy seria, como si fuera a sonsacarle aquel secreto a Vashet a base de fuerza de voluntad-. Algún día iré allí y lo aprenderé. Iré a todas partes, y aprenderé todos los Ketan que hay. Aprenderé las vías ocultas de la cinta, de la cadena y del estanque móvil. Aprenderé las vías del gozo, la pasión y la contención. Las aprenderé todas.

No lo dijo con un tono fantasioso e infantil, como si soñara despierta que se comía un pastel entero. Tampoco lo dijo con tono jactancioso, como si describiera un plan que hubiera ideado ella sola y que considerase muy inteligente.

Lo dijo con una intensidad templada. Era como si sencillamente me estuviera explicando quién era. Mejor aún: como si estuviera explicándoselo a sí misma.

– También iré a tu tierra -dijo mirándome. Incuestionable-. Y aprenderé el Ketan bárbaro que tus mujeres te ocultan.

– Te llevarás una decepción -dije-. No me he equivocado de palabra. Sé decir «secreto». Lo que quiero decir es que de donde yo vengo, muchas mujeres no pelean.

Celean volvió a hacer girar la muñeca, desconcertada, y comprendí que tenía que ser más explícito.

– De donde yo vengo, la mayoría de las mujeres se pasan la vida sin empuñar una espada. La mayoría no sabría cómo golpear a alguien con el puño ni con el canto de la mano. No conocen ningún Ketan. No pelean nunca. -Enfaticé la última frase con el signo de firme negación.

Con eso pareció que ya me había hecho entender. Pensé que estaría horrorizada, pero se quedó allí plantada, mirándome con gesto inexpresivo y con las manos quietas, como si no supiera qué pensar de lo que acababa de oír. Era como si le hubiera explicado que de donde yo venía las mujeres no tenían cabeza.

– ¿No pelean? -preguntó, incrédula-. ¿Ni con los hombres ni entre ellas ni con nadie?

Negué con la cabeza.

Hubo una pausa larguísima. Celean arrugó la frente y me di cuenta de que se esforzaba para asimilar aquella idea. Confusión. Consternación.

– Entonces, ¿qué hacen? -dijo por fin.

Pensé en las mujeres que conocía: Mola, Fela, Devi.

– Muchas cosas -respondí, y tuve que improvisar para explicarme con mi limitado léxico-. Hacen dibujos en las piedras. Compran y venden dinero. Escriben en libros.

Celean pareció relajarse mientras yo recitaba esa lista, como si la aliviara oír que esas mujeres extrañas, que no tenían Ketan, no estaban esparcidas por el campo como cadáveres sin huesos.

– Curan a los enfermos y a los heridos. Hacen… -Estuve a punto de decir «hacen música y cantan canciones», pero me contuve a tiempo-. Hacen juegos y plantan trigo y cuecen pan.

Celean se quedó pensando un buen rato.

– Yo preferiría hacer esas cosas y pelear también -dijo con decisión.

– Algunas mujeres lo hacen, pero muchas no lo consideran del Lethani. -Utilicé la expresión «del Lethani» porque no se me ocurría cómo decir «comportamiento adecuado» en adémico.

Celean hizo los signos de agudo desdén y reproche. Me sorprendió comprobar que me dolía mucho más proviniendo de aquella niña con su camisa amarilla de lo que me había dolido jamás proviniendo de Tempi o Vashet.

– El Lethani es el mismo en todas partes -afirmó-. No es como el viento, que cambia de un lugar a otro.

– El Lethani es como el agua -repliqué sin pensar-. Es inalterable en sí, pero cambia de forma para adaptarse a diferentes lugares. Es el río y es la lluvia.

Celean me miró fijamente. No era una mirada furiosa, pero proviniendo de un Adem tenía el mismo efecto.

– ¿Y tú quién eres para decir si el Lethani es una cosa o la otra?

– ¿Y tú? ¿Quién eres?

Celean se quedó mirándome un momento y frunció ligeramente las pálidas cejas. Entonces soltó una risotada y levantó las manos.

– Yo soy Celean -proclamó-. Mi madre es de la tercera piedra. Soy Adem de nacimiento, y soy la que te tirará al suelo. Y cumplió su palabra.

Загрузка...