Capítulo 110

Belleza y ramas

Por el trayecto no nos entreteníamos mucho en los pueblos, y solo parábamos el tiempo necesario para comer y beber. El paisaje era una mancha borrosa. Yo estaba concentrado en el Ketan, el Lethani y la lengua que estaba aprendiendo.

Llegamos a las estribaciones de la sierra de Borrasca y el camino se estrechó. El terreno era rocoso e irregular, y el camino culebreaba esquivando valles profundos, riscos y lechos rocosos. La atmósfera cambió, y se tornó sorprendentemente fría para ser verano.

Concluimos el viaje en quince días. Según mis cálculos, habíamos recorrido casi quinientos kilómetros.

Haert era el primer pueblo adem que yo veía, y mi inexperta mirada no le encontró ningún parecido con un pueblo. No había calle principal flanqueada por casas y tiendas. Los pocos edificios que vi estaban muy separados, tenían formas inauditas y se integraban plenamente en el terreno, como si procuraran pasar desapercibidos.

No sabía que las fuertes tormentas que daban nombre a aquella cordillera fueran tan frecuentes allí. Los vendavales que las acompañaban, repentinos y cambiantes, habrían destrozado cualquier edificio elevado y anguloso como las casas de madera cuadradas típicas de las tierras más bajas.

Los Adem, en cambio, edificaban con tino, ocultando sus edificios de los fenómenos meteorológicos. Las casas estaban construidas en el interior de las laderas, o hacia el exterior junto a las caras de sotavento de precipicios protectores. Algunas estaban excavadas en el suelo. Otras, labradas en las paredes de piedra de los riscos. Algunas apenas las veías a menos que las tuvieras justo delante.

La excepción era un grupo de edificios bajos de piedra, apiñados y un poco apartados del camino.

Nos detuvimos frente al mayor de esos edificios. Tempi se volvió hacia mí y tiró con nerviosismo de las correas de cuero que le ceñían la camisa de mercenario a los brazos.

– Debo ir a presentarme ante Shehyn. Puedo tardar. -Ansiedad. Pesar-. Tú debes esperar aquí. Quizá mucho. -Su lenguaje corporal me revelaba más que sus palabras. No puedes entrar conmigo, eres un bárbaro.

– Te esperaré -le aseguré.

Tempi asintió y entró en el edificio. Antes de cerrar la puerta, giró la cabeza y me miró.

Miré alrededor y vi a unas pocas personas que realizaban sus tareas cotidianas: una mujer con un cesto, un niño con una cabra atada con una cuerda. Los edificios estaban hechos de la misma piedra rugosa que se veía en el paisaje, y se confundían con el entorno. El cielo estaba nublado, lo que añadía una tonalidad más de gris.

Soplaba un viento que restallaba en las esquinas y trazaba dibujos en la hierba. Me pasó por la cabeza ponerme el shaed, pero decidí no hacerlo. Allí la atmósfera era más seca y fría. Pero era verano, y el sol calentaba.

Reinaba una tranquilidad extraña, sin el bullicio ni el hedor que había en los pueblos más grandes. No se oían cascos de caballos sobre adoquines. No había vendedores ambulantes anunciando a gritos sus mercancías. Me imaginé a alguien como Tempi criándose en un sitio como aquel, empapándose de aquella paz y llevándosela cuando se marchara.

Ya que poco más había para mirar, me entretuve observando el edificio más cercano. Estaba construido con bloques de piedra desiguales encajadas como un rompecabezas. Me acerqué más y me sorprendió comprobar que no había argamasa. Golpeé la piedra con los nudillos, creyendo que quizá se tratara de una sola pieza de piedra, labrada para simular una pared de piedras encajadas.

Detrás de mí, una voz dijo en adémico:

– ¿Qué te parece nuestra pared?

Me di la vuelta y vi a una mujer mayor con los característicos ojos gris claro de los Adem. Tenía un gesto imperturbable, pero sus facciones eran amables y maternales. Llevaba un gorro amarillo de lana que le tapaba las orejas; estaba tejido a mano, y el cabello rubio rojizo que asomaba por debajo tenía algunas canas. Después de tanto tiempo viajando con Tempi, me pareció extraño ver a un Adem que no llevara la ceñida ropa de mercenario ni una espada al cinto. Aquella mujer vestía una camisa blanca y holgada, y unos pantalones de hilo.

– ¿Te parece fascinante nuestra pared? -me preguntó, y con una mano hizo los signos ligera diversión, curiosidad-. ¿Qué opinas de ella?

– Creo que es bella -respondí en adémico procurando reducir al máximo el contacto visual.

La mujer hizo un signo que yo no conocía con la mano.

– ¿Bella?

Encogí un poco los hombros.

– Existe una belleza que pertenece a los objetos sencillos y funcionales.

– Quizá te estés confundiendo de palabra -repuso ella. Ligera disculpa-. Belleza es una flor, una mujer, una gema. Quizá te refieras a su utilidad. Una pared es útil.

– Útil, pero también bella.

– Quizá un objeto adquiera belleza con el uso.

– Quizá un objeto se use según su belleza -repliqué, y me pregunté si aquello sería el equivalente adem a una charla superficial. Si lo era, la prefería a los chismorreos insulsos de la corte del maer.

– ¿Y mi gorro? -me preguntó tocándoselo con una mano-. ¿Es bello porque está usado?

Estaba tejido con una lana gruesa, hilada a mano, y teñido de un amarillo chillón. Lo llevaba un poco torcido, y se apreciaban algunos puntos sueltos.

– Parece muy caliente -dije con cautela.

La mujer hizo el signo de ligera diversión y le chispearon los ojos.

– Lo es -dijo-. Y para mí es bello, porque me lo hizo la hija de mi hija.

– Entonces también es bello. -Acuerdo.

La mujer me sonrió con un signo. No inclinó la mano exactamente igual que Tempi, y decidí interpretarlo como una sonrisa cariñosa y maternal. Sin que mi rostro revelara nada, correspondí con otra sonrisa hecha con las manos, esforzándome para imprimirle calidez y cortesía.

– Hablas bien para ser un bárbaro -dijo ella, y extendió ambos brazos para asir los míos con cordialidad-. No vienen muchos visitantes, y menos aún tan educados. Ven conmigo y te enseñaré cosas bellas, y tú me dirás qué uso podrían tener.

Agaché la cabeza. Pesar.

– No puedo. Estoy esperando.

– ¿A alguien que está ahí dentro?

Asentí con la cabeza.

– Si está ahí dentro, sospecho que tendrás que esperar largo rato. Seguro que se alegrarían de que vinieras conmigo. Quizá resulte más entretenida que una pared. -La anciana levantó un brazo y llamó a un niño. El niño se acercó corriendo; la miró expectante, aunque de reojo echó un vistazo a mi cabello.

La anciana le hizo varios signos al niño, pero solo entendí discretamente.

– Di a los de dentro que me llevo a este hombre a dar un paseo para que no tenga que esperar aquí solo con el viento. Lo devolveré pronto.

Dio unos golpecitos en el estuche de mi laúd, y luego en mi macuto y en la espada que llevaba al cinto.

– Dale esto al chico, y él lo llevará adentro.

Sin esperar una respuesta, empezó a descolgarme el macuto del hombro, y no se me ocurrió ninguna forma educada de soltarme de su mano sin parecer terriblemente maleducado. Todas las culturas son diferentes, pero hay una cosa que no varía: la manera más segura de ofender a tu anfitrión es rechazar su hospitalidad.

El niño se escabulló con mis cosas, y la anciana me cogió del brazo y me llevó. Me resigné, algo agradecido de su compañía, y fuimos paseando en silencio hasta que llegamos a un valle profundo que se abrió de repente ante nosotros. Era verde, con un arroyo en el fondo, y estaba resguardado del persistente viento.

– ¿Qué dirías de algo así? -me preguntó la anciana señalando aquel valle escondido.

– Es muy propio de Ademre.

Me dio unas palmaditas cariñosas en el brazo.

– Tienes el don de decir sin decir. Eso no es frecuente en alguien como tú. -Comenzó a descender hacia el valle, apoyándose en mi brazo y avanzando con cuidado por un sendero estrecho y pedregoso. No lejos de allí vi a un niño que vigilaba un rebaño de ovejas. Nos saludó con la mano, pero no gritó.

Llegamos al fondo del valle, donde las aguas blancas del arroyo fluían sobre un lecho de piedras. En unas pozas transparentes se veían las ondas que provocaban los peces.

– ¿Dirías que esto es bello? -preguntó la anciana cuando llevábamos un rato contemplándolo.

– Sí.

– ¿Por qué?

Inseguridad.

– Quizá por el movimiento.

– La piedra no se movía, y también la llamaste bella. -Interrogante.

– El movimiento no forma parte de la naturaleza de la piedra. Quizá lo bello sea moverse según la propia naturaleza.

Asintió con la cabeza, como si mi respuesta la hubiera complacido. Seguimos contemplando el agua.

– ¿Has oído hablar de la Latantha? -me preguntó.

– No. -Pesar-. Pero quizá sea que no conozco esa palabra.

La anciana se dio la vuelta y echamos a andar por el fondo del valle hasta llegar a un lugar más abierto que parecía un jardín bien cuidado. En el centro había un árbol como yo no había visto nunca.

Nos detuvimos al borde del claro.

– Ese es el árbol espada -dijo la anciana, e hizo un signo que no reconocí, frotándose la mejilla con el dorso de la mano-. La Latantha. ¿Te parece bello?

Me quedé mirándolo. Curiosidad.

– Me gustaría verlo desde más cerca.

– No está permitido. -Énfasis.

Asentí y lo observé tan bien como pude desde aquella distancia. Tenía unas ramas altas y arqueadas, como un roble, pero las hojas eran anchas, planas y giraban describiendo extraños círculos cuando el viento las agitaba.

– Sí -contesté al cabo de un rato.

– ¿Por qué has tardado tanto en decidirte?

– Estaba reflexionando sobre la causa de su belleza -admití.

– ¿Y?

– Podría decir que se mueve y no se mueve según su naturaleza, y que eso le aporta belleza. Pero no creo que sea esa la causa.

– Entonces, ¿por qué?

Me quedé largo rato mirándolo.

– No lo sé. ¿Cuál cree usted que es la causa?

– Es, simplemente -me contestó-. Con eso basta.

Asentí con la cabeza y me sentí un tanto estúpido por las elaboradas respuestas que había dado anteriormente.

– ¿Conoces el Ketan? -me preguntó entonces.

Me pilló por sorpresa. Yo sabía la importancia que aquellas cosas tenían para los Adem. Por eso dudé de si debía responder abiertamente. Sin embargo, tampoco quería mentir.

– Tal vez. -Disculpa.

La anciana asintió y dijo:

– Eres prudente.

– Sí. ¿Es usted Shehyn?

La anciana asintió.

– ¿Cuándo has sospechado que soy quién soy?

– Cuando me ha preguntado si conocía el Ketan -dije-. ¿Cuándo ha sospechado que sabía más de lo que debe saber un bárbaro?

– Cuando he visto cómo colocabas los pies.

Otro silencio.

– ¿Por qué no viste de rojo como los otros mercenarios, Shehyn?

Shehyn hizo un par de signos que yo no conocía.

– ¿Te ha explicado tu maestro por qué ellos visten de rojo?

– No se me ha ocurrido preguntárselo -contesté, pues no quería insinuar que Tempi había sido negligente en su instrucción.

– Pues ahora yo te lo pregunto a ti.

Reflexioné un momento.

– ¿Para que sus enemigos no los vean sangrar?

Aprobación.

– Entonces, ¿por qué yo visto de blanco?

La única respuesta que se me ocurrió me produjo un escalofrío.

– Porque usted no sangra.

Shehyn asintió con cierta reticencia.

– Y también porque si un enemigo me hace sangrar, merece ver mi sangre como recompensa.

Traté de disimular mi inquietud y transmitir la adecuada serenidad adémica. Tras una pausa educada, pregunté:

– ¿Qué será de Tempi?

– Eso ya se verá. -Hizo un signo parecido al de irritación, y a continuación me preguntó-: ¿No estás preocupado por lo que va a ser de ti?

– Estoy más preocupado por Tempi.

El árbol espada oscilaba dibujando en el viento. Era casi hipnótico.

– ¿Hasta dónde has llegado en tu instrucción? -me preguntó Shehyn.

– Llevo un mes estudiando el Ketan.

Se volvió hacia mí y levantó las manos.

– ¿Estás preparado?

No pude por menos de pensar que era quince centímetros más baja que yo y lo bastante mayor para ser mi abuela. Además, el gorro amarillo y ladeado no le daba un aspecto muy intimidante.

– Tal vez -dije, y levanté también las manos.

Shehyn vino hacia mí despacio, haciendo Manos como Cuchillos. Respondí con Atrapar la Lluvia. Luego hice Hierro que Trepa y Rápido hacia Dentro, pero no conseguí tocarla. Ella aceleró un poco e hizo Aliento que Gira y Golpear hacia Delante al mismo tiempo. Paré el primero con Agua en Abanico, pero no pude esquivar el segundo. Me tocó por debajo de las costillas y luego en la sien, flojo, con la fuerza con que le pondrías a alguien el dedo en los labios.

Ninguno de los movimientos que intenté surtió efecto. Hice Arrojar Rayos, pero ella sencillamente se apartó, sin molestarse siquiera en responder. Una o dos veces mis manos llegaron a rozarle la camisa blanca, pero eso fue todo. Era como intentar golpear un trozo de cuerda que cuelga.

Apreté los dientes e hice Trillar el Trigo, Prensar Sidra y Madre en el Arroyo, pasando sin interrupción de uno a otro con una ráfaga de golpes.

Nunca había visto a nadie moverse como Shehyn. Era rápida, pero no se trataba de eso. Se movía con perfección, y nunca daba dos pasos si bastaba con uno. Nunca se movía cuatro centímetros si solo necesitaba tres. Se movía como un personaje de cuento, más fluida y elegante que Felurian cuando bailaba.

Con la esperanza de pillarla desprevenida y demostrar mi valía, me moví tan deprisa como pude. Hice Doncella que Baila, Atrapar Gorriones, Quince Lobos…

Shehyn dio un paso, único y perfecto.

– ¿Por qué lloras? -me preguntó mientras hacía Garza que Cae-. ¿Tienes vergüenza? ¿Tienes miedo?

Parpadeé con objeto de contener las lágrimas. Con voz entrecortada por el esfuerzo y la emoción, dije:

– Eres bella, Shehyn. Porque en ti están la piedra de la pared, el agua del arroyo y el movimiento del árbol.

Shehyn parpadeó, sorprendida, y aproveché ese momento de distracción para sujetarla con firmeza por el hombro y el brazo. Hice Trueno hacia Arriba, pero en lugar de salir despedida, Shehyn permaneció inmóvil y sólida como una roca.

Casi distraídamente, se soltó con Romper León e hizo Trillar el Trigo. Salté por los aires y fui a parar dos metros más allá.

Me levanté enseguida. No me había hecho daño; fue una caída suave sobre hierba blanda, y Tempi me había enseñado a caer sin lastimarme. Pero antes de que pudiera continuar, Shehyn me detuvo con un ademán.

– Tempi te ha enseñado y no te ha enseñado -dijo con expresión insondable. Me obligué a desviar la mirada de su cara. Era difícil abandonar esa costumbre, que había practicado toda la vida-. Y eso es bueno y malo a la vez. Ven. -Se dio la vuelta y se acercó más al árbol.

Era más alto de lo que me había parecido. Las ramas más pequeñas se movían a gran velocidad describiendo curvas cuando el viento las agitaba.

Shehyn cogió una hoja que se había desprendido y me la dio. Era ancha y plana, del tamaño de un plato pequeño, y asombrosamente pesada. Sentí una punzada en la mano y vi que por mi pulgar corría un hilillo de sangre.

Examiné el borde de la hoja, rígido y afilado como una brizna de hierba. Entendí que lo llamaran el árbol espada. Levanté la cabeza y miré las hojas que giraban. Cualquiera que se acercara al árbol cuando soplase un fuerte viento quedaría hecho trizas.

– Si tuvieras que atacar a este árbol -dijo Shehyn-, ¿qué harías? ¿Golpearías la raíz? No. Demasiado fuerte. ¿Golpearías las hojas? No. Demasiado rápidas. ¿Qué harías?

– Golpearía las ramas

– Las ramas. -Acuerdo. Se volvió hacia mí-. Eso es lo que no te ha enseñado Tempi. Habría sido incorrecto que te lo enseñara. Sin embargo, has sufrido por ello.

– No lo entiendo.

Me indicó por señas que empezara el Ketan. Automáticamente, hice Atrapar Gorriones.

– Detente. -Me quedé inmóvil en esa posición-. Si tuviera que atacarte, ¿dónde golpearía? ¿Aquí, en la raíz? -Me empujó una pierna y comprobó que no cedía-. ¿Aquí, en la hoja? -Me empujó la mano que tenía levantada, moviéndola sin esfuerzo pero sin conseguir nada más-. Aquí. La rama. -Me empujó suavemente por un hombro, y me desplazó con facilidad-. Y aquí. -Añadió presión en mi cadera, y me hizo girar-. ¿Lo ves? Buscas el sitio donde aplicar tu fuerza, para no malgastarla. Malgastar tu fuerza no es del Lethani.

– Sí, Shehyn.

Levantó ambas manos y se quedó en la posición donde yo la había sorprendido, a mitad de Garza que Cae.

– Haz Trueno hacia Arriba. ¿Dónde está mi raíz?

Señalé sus pies, firmemente plantados.

– ¿Dónde está la hoja?

Le señalé las manos.

– No. La hoja es desde aquí hasta aquí. -Se señaló todo el brazo y me mostró cómo podía golpear libremente con las manos, los codos o los hombros-. ¿Dónde está la rama?

Lo pensé largo rato y le di un golpecito en la rodilla.

No lo demostró, pero noté su sorpresa.

– ¿Y?

Le di un golpecito en el costado opuesto, bajo la axila, y luego en el hombro.

– Enséñamelo.

Me acerqué a ella, coloqué una pierna frente a su rodilla e hice Trueno hacia Arriba, desplazándola hacia un lado. Me sorprendió la poca fuerza que necesité.

Sin embargo, en lugar de salir despedida y caer al suelo, Shehyn me agarró por el antebrazo. Noté una sacudida y me tambaleé hacia un lado. Sujetándose a mí, Shehyn afianzó los pies; le bastó con dar un paso para recuperar el equilibrio.

Shehyn me miró a los ojos largo rato, inquisitivamente; se dio la vuelta y me hizo una seña para que la siguiera.

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