Capítulo 104

El Cthaeh

Después de que Felurian me ayudara a descubrir de qué era yo capaz, participé más activamente en la creación de mi shaed. Felurian parecía satisfecha con mis progresos, pero yo me sentía frustrado. No había normas que seguir, ni datos que recordar. Por ese motivo mi agudo ingenio y mi buena memoria de artista de troupe me servían de muy poco, y mi avance me parecía enojosamente lento.

Al final conseguí tocar mi shaed sin temor a estropearlo, y cambiar su apariencia a mi antojo. Con un poco de práctica podía convertirlo de capa corta en manto de duelo con capucha, o cualquier forma intermedia.

Sin embargo, sería injusto que me atribuyera ni un pelo del mérito por su confección. Felurian fue quien recogió la sombra y la tejió con la luz de la luna y del fuego y del día. Mi contribución más importante fue la sugerencia de que debería tener numerosos bolsillitos.

Cuando nos llevamos el shaed hasta la luz del día, pensé que el trabajo ya estaba terminado. Mis sospechas parecieron confirmarse cuando pasamos un largo periodo nadando, cantando y disfrutando de la mutua compañía por otros medios.

Pero Felurian evitaba hablar del shaed siempre que yo se lo proponía. A mí no me importaba, pues todas sus tácticas evasivas eran maravillosas. Pero por ese motivo tenía la impresión de que una parte del shaed estaba inacabada.

Una mañana despertamos abrazados, y pasamos quizá una hora besándonos para abrirnos el apetito; luego devoramos nuestro desayuno de fruta, pan blanco, panal de miel y aceitunas.

Entonces Felurian se puso seria y me pidió un trozo de hierro.

Me sorprendió su petición. Hacía un tiempo se me había ocurrido retomar algunos de mis hábitos rutinarios. Utilizando la superficie de la laguna como espejo, me afeité con mi pequeña navaja. Al principio Felurian parecía complacida con lo suaves que me habían quedado las mejillas y la barbilla, pero cuando fui a besarla, me apartó y se puso a resoplar como si quisiera limpiarse la nariz. Me dijo que apestaba a hierro; me mandó al bosque y me ordenó que no regresara hasta que me hubiese quitado aquel hedor acre de la cara.

Así pues, sintiendo bastante curiosidad, rescaté un trozo de hebilla de hierro rota del interior de mi macuto. Se la entregué a Felurian, nervioso. Como le daríais un cuchillo afilado a un niño.

«¿Para qué lo quieres?», pregunté tratando de disimular mi interés.

Felurian no dijo nada. Lo sostuvo apretándolo entre el pulgar y dos dedos, como si fuera una serpiente que intentara retorcerse y morderla. Sus labios dibujaban una línea delgada, y sus ojos empezaron a iluminarse y pasaron del morado crepuscular al azul marino.

«¿Quieres que te ayude?», pregunté.

Ella rió. No fue aquella risa aguda y cantarina que yo tantas veces le había oído, sino una carcajada salvaje y feroz, «¿de verdad quieres ayudarme?», preguntó. La mano con que sujetaba el trozo de hierro le temblaba ligeramente.

Asentí con la cabeza, un poco asustado.

«pues vete.» Sus ojos seguían cambiando, iluminándose hasta alcanzar un blanco azulado, «ahora no necesito llama, ni canciones, ni preguntas.» Como no me movía, Felurian me ahuyentó con una mano, «vete al bosque, no te alejes mucho, pero no me molestes durante el tiempo que se tarda en amar cuatro veces.» Su voz también había cambiado un poco. Seguía siendo suave, pero había adquirido un tono crispado que me alarmó.

Iba a protestar, pero Felurian me lanzó una mirada terrible que me hizo escabullirme mecánicamente hacia los árboles.

Paseé un rato sin rumbo fijo tratando de serenarme. No era fácil, pues estaba desnudo como un recién nacido y me habían echado para que no presenciara un acto mágico, como cuando una madre echa a un niño pesado de la cocina.

Sin embargo, sabía que no podía volver al claro hasta pasado un rato. De modo que me orienté Hacia el Día y me fui a explorar.

No sabría explicar por qué me alejé tanto aquel día. Felurian me había advertido que me quedara cerca, y yo sabía que era un buen consejo. Todas las historias que había oído de niño me prevenían del Peligro que suponía pasear por Fata. Y aunque no las tuviera en cuenta, las historias que me había contado Felurian deberían haber bastado para que no me alejara de la seguridad del claro crepuscular.

Supongo que parte de la culpa la tiene mi curiosidad innata. Pero otra parte mayor la tiene mi orgullo herido. El orgullo y el delirio siempre van juntos de la mano.

Caminé durante casi una hora; poco a poco el cielo fue iluminándose hasta hacerse plenamente de día. Encontré una especie de sendero, pero no vi ningún ser vivo, aparte de alguna mariposa y alguna ardilla.

Vacilaba entre el aburrimiento y la ansiedad. Al fin y al cabo estaba en Fata, y debería estar viendo cosas maravillosas. Castillos de cristal. Fuentes de fuego. Trolls ávidos de sangre. Hombres descalzos dispuestos a darme consejos…

Los árboles dejaron paso a una gran pradera cubierta de hierba. Todas las partes de Fata que me había enseñado Felurian hasta ese momento eran boscosas. Aquella pradera parecía una señal clara de que me encontraba más allá de los límites de donde debería estar.

No obstante continué, deleitándome con la luz del sol en la piel tras tanto tiempo en la tenue penumbra del claro del bosque de Felurian. El sendero por el que iba parecía conducir a un árbol solitario que se alzaba en medio de aquel prado. Decidí que llegaría hasta el árbol y daría media vuelta.

Sin embargo, tras caminar largo rato me pareció que no me estaba acercando mucho al árbol. Al principio creí que aquello era otra singularidad de Fata, pero al seguir avanzando con tenacidad por el sendero, comprendí qué pasaba: aquel árbol era más grande de lo que yo creía, sencillamente. Mucho más grande, y estaba mucho más lejos.

Resultó que el sendero no conducía hasta el árbol. De hecho, describía una curva alejándose y esquivándolo por una distancia de un kilómetro. Me estaba planteando dar media vuelta cuando me llamó la atención un brillante aleteo de color bajo la copa del árbol. Tras una breve lucha interna, venció mi curiosidad; dejé el sendero y continué por la alta hierba.

Jamás había visto ningún árbol parecido, y me acerqué a él lentamente. Parecía un sauce inmenso, pero con las hojas más anchas y de un verde más oscuro. El árbol tenía un follaje denso y colgante, salpicado de flores de color azul pastel.

Sopló una ráfaga de viento, y al moverse las hojas percibí un olor extraño y dulzón. Olía a humo, a especias, a cuero, a limón. Un olor cautivador. No era atrayente, como el olor a comida. No me hizo salivar, ni hizo que me rugiera el estómago. Y sin embargo, si hubiera visto algo encima de una mesa que oliera así, aunque fuera una piedra o un trozo de madera, me lo habría metido en la boca. No porque sintiera hambre, sino por pura curiosidad, como habría hecho un niño.

Al acercarme más me impresionó la belleza de la escena: el verde oscuro de las hojas contrastaba con las mariposas que revoloteaban de rama en rama, sorbiendo las flores de color azul pálido del árbol. Lo que en un principio me había parecido un lecho de flores al pie del árbol resultó ser una alfombra de mariposas que cubría el suelo casi por completo. Era una escena tan impresionante que me paré a cierta distancia del árbol para no ahuyentar las mariposas.

Muchas de las mariposas que revoloteaban entre las flores eran moradas y negras, o azules y negras, como las que había en el claro de Felurian. Otras eran de un verde intenso, o grises y amarillas, o plateadas y azules. Pero me llamó la atención la única de color rojo, el carmesí roto por tenues tracerías de un dorado metálico. Sus alas eran más grandes que mi mano abierta, y mientras la observaba se sumergió en el follaje en busca de otra flor sobre la que posarse.

De repente dejó de batir las alas armónicamente. Se le desprendieron y revolotearon por separado hasta posarse en el suelo, como las hojas caídas en otoño.

Cuando mi mirada las siguió hasta el pie del árbol lo entendí. El suelo no era donde las mariposas se posaban para descansar… estaba tapizado de alas inertes. Miles de alas cubrían la hierba bajo el árbol, como una manta de piedras preciosas.

– Las rojas me ofenden la vista -afirmó una voz fría y seca desde la copa del árbol.

Di un paso atrás e intenté escudriñar el denso toldo de hojas colgantes.

– Menudos modales -dijo aquella voz seca-. ¿No te presentas? ¿Solo miras?

– Le ruego que me disculpe, señor -dije con seriedad. Entonces recordé las flores del árbol y me corregí-: Señora. Pero es la primera vez que hablo con un árbol, y estoy un poco desconcertado.

– Me lo imagino. No soy ningún árbol. Soy tan árbol como silla es un hombre. Soy el Cthaeh. Has tenido suerte encontrándome. Muchos te envidiarían por esta oportunidad.

– ¿Oportunidad? -repetí tratando de ver qué era aquello que me hablaba desde las ramas del árbol. Un fragmento de una vieja historia parpadeó en mi memoria: un cuento folclórico que había leído mientras buscaba información sobre los Chandrian-. Usted es… un oráculo -dije.

– Oráculo. Qué curioso. No intentes ponerme etiquetas. Soy Cthaeh. Soy. Veo. Sé. -Dos alas de color negro azulado, irisadas, que hasta ese momento habían formado una mariposa revolotearon por separado-. A veces hablo.

– ¿No eran las rojas las que le ofendían la vista?

– Ya no quedan rojas -dijo la voz con indiferencia-. Y las azules son ligeramente dulces. -Sentí un movimiento, y otro par de alas de color zafiro empezaron a caer lentamente en espiral-. Tú eres el nuevo hombrecito de Felurian, ¿verdad? -Vacilé, pero la voz continuó como si yo le hubiera contestado-. Eso me había parecido. Puedo oler el hierro en ti. Solo un ligero rastro. Sin embargo, me pregunto cómo lo soporta ella.

Una pausa. Algo borroso. La leve alteración de una docena de hojas. Dos alas más se sacudieron y cayeron en espiral.

– Adelante -continuó la voz, que ahora provenía de otra parte del árbol, aunque seguía oculta por las hojas colgantes-. Seguro que un muchacho curioso como tú tendrá un par de preguntas. Adelante. Pregúntame. Tu silencio me ofende.

Titubeé y dije:

– Supongo que podría hacerle un par de preguntas.

– ¡Aaahhh! -Un sonido lento y satisfecho-. Me lo imaginaba.

– ¿Qué puede decirme sobre los Amyr?

– Kyxxs -me espetó el Cthaeh. El sonido denotaba irritación-. ¿Qué es esto? ¿Por qué tan cauto? ¿A qué viene este juego? Ve al grano y pregúntame por los Chandrian.

Me quedé inmóvil y en silencio.

– ¿Sorprendido? ¿Por qué? Pero si eres como una laguna transparente, chico. Veo tres metros más allá de tu superficie, y no tienes ni un metro de profundidad.

Volví a detectar algo borroso, un movimiento, y dos pares de alas descendieron hasta el suelo. Uno era azul; el otro, morado.

Me pareció entrever un movimiento sinuoso entre las ramas, pero quedó oculto por la continua oscilación del árbol, que se mecía al viento.

– ¿Por qué la morada? -pregunté por decir algo.

– Por pura maldad -respondió el Cthaeh-. Envidiaba su inocencia, su despreocupación. Además, el exceso de dulzura me empalaga. Igual que la ignorancia intencionada. -Una pausa-. Quieres preguntarme sobre los Chandrian, ¿no es eso?

No tuve más remedio que asentir con la cabeza.

– La verdad es que no hay mucho que contar -dijo el Cthaeh con ligereza-. Pero será mejor que los llames los Siete. Después de tantos años, «Chandrian» suena demasiado folclórico. Antes los nombres eran intercambiables, pero hoy en día, si dices «Chandrian» la gente piensa en ogros y descalandrajos y escavos. Menuda tontería.

Hubo una larga pausa. Me quedé inmóvil hasta que comprendí que aquella criatura esperaba una respuesta.

– Cuénteme algo más -dije. Mi propia voz me sonó terriblemente débil.

– ¿Por qué? -Me pareció detectar un deje bromista en su voz.

– Porque necesito saberlo -respondí tratando de imprimirle algo de fuerza a la mía.

– ¿Necesitas? -preguntó el Cthaeh con escepticismo-. ¿A qué viene esa repentina necesidad? Los maestros de la Universidad quizá tengan las respuestas que buscas. Pero ellos no te las darían aunque se lo preguntaras, lo que de todas formas no harás. Eres demasiado orgulloso. Demasiado listo para pedir ayuda. Demasiado consciente de tu reputación.

Intenté decir algo, pero solo conseguí articular un chasquido seco. Tragué saliva y volví a intentarlo.

– Por favor, necesito saberlo. Mataron a mis padres.

– ¿Acaso piensas matar a los Chandrian? -La voz parecía fascinada, casi conmocionada-. ¿Vas a buscarlos y matarlos tú mismo? Caramba, ¿cómo piensas hacerlo? Haliax lleva cinco mil años vivo. Cinco mil años sin dormir ni un solo segundo.

»Supongo que eso de buscar a los Amyr es buena idea. Hasta una persona tan orgullosa como tú sabe reconocer que necesita ayuda. La Orden quizá te la dé. Lo malo es que ellos son tan difíciles de encontrar como los Siete. Ay, qué pena. ¿Qué puede hacer un muchacho valiente como tú?

– ¡Dígamelo! -Había querido gritar, pero me salió una súplica.

– Supongo que sería frustrante -continuó el Cthaeh sin alterarse-. Las pocas personas que creen en los Chandrian tienen demasiado miedo para hablar, y los demás se reirán de ti si les preguntas. -Se oyó un exagerado suspiro que parecía provenir de varios rincones del follaje a la vez-. Pero ese es el precio que pagas por la civilización.

– ¿Qué precio? -pregunté.

– La arrogancia -contestó el Cthaeh-. Das por hecho que lo sabes todo. Te reías de las hadas hasta que viste una. No me extraña que todos tus vecinos civilizados también desechen la existencia de los Chandrian. Tendrías que dejar muy lejos tus preciosos rincones para encontrar a alguien dispuesto a tomarte en serio. No tendrías ninguna esperanza hasta que llegaras a la sierra de Borrasca.

Hubo una pausa, y otro par de alas moradas cayeron al suelo. Tenía la boca seca, y tragué saliva mientras trataba de decidir qué podía preguntar para obtener más información.

– Comprenderás que muy pocos se tomarían en serio tu investigación sobre los Amyr -continuó el Cthaeh pausadamente-. El maer, sin embargo, es un hombre excepcional. Él ya se ha acercado a ellos, aunque no lo sepa. No te separes del maer, y él te conducirá hasta su puerta.

El Cthaeh dio un débil y seco chasquido.

– Sangre, helechos y hueso, qué lástima que las criaturas como tú no tengáis inteligencia para apreciarme. Aunque olvides todo lo demás, recuerda lo que acabo de decir. Al final entenderás el chiste. Te lo garantizo. Cuando llegue el momento, te reirás.

– ¿Qué puede decirme sobre los Chandrian? -pregunté.

– Ya que me lo preguntas con tanta delicadeza, te diré que Ceniza es al que buscas. ¿Te acuerdas de él? ¿Pelo blanco? ¿Ojos oscuros? Le hizo cosas a tu madre, ¿lo sabías? Cosas terribles. Pero ella lo soportó bien. Laurian siempre fue una artista, si no te importa que lo diga así. Mucho mejor que tu padre, que no paraba de suplicar y lloriquear.

En mi mente destellaron imágenes de cosas que durante años había intentado olvidar. Mi madre, con el pelo empapado de sangre, los brazos retorcidos, rotos por las muñecas y los codos. Mi padre, con un corte en el vientre, había dejado un rastro de sangre de seis metros. Se había arrastrado para estar más cerca de mi madre. Intenté hablar, pero tenía la boca seca.

– ¿Por qué? -conseguí articular con voz ronca.

– ¿Por qué? -repitió el Cthaeh-. Qué buena pregunta. Sé tantos porqués. ¿Por qué le hicieron cosas tan crueles a tu pobre familia? Pues porque les dio la gana, y porque podían, y porque tenían un motivo.

»¿Por qué te dejaron vivo? Pues porque fueron descuidados, y porque tú tuviste suerte, y porque algo los asustó.

«¿Qué los asustó?», pensé, aturdido. Pero era demasiado. Los recuerdos, las cosas que decía la voz. Moví los labios en silencio, preguntando.

– ¿Qué? -preguntó el Cthaeh-. ¿Buscas otro porqué? ¿Te preguntas por qué te digo estas cosas? ¿De qué sirven? Tal vez ese Ceniza me haya jugado una mala pasada. Quizá me divierta enviar a un joven cachorro como tú a morderle los tobillos. Quizá el débil crujido de tus tendones cuando aprietas los puños sea como una dulce sinfonía para mí. Sí, claro que lo es. Puedes estar seguro.

»¿Por qué no encuentras a ese Ceniza? Ese es un porqué interesante. Podrías pensar que un hombre con los ojos negros como el carbón dejaría huella cuando parara a tomarse una copa. ¿Cómo es posible que hasta ahora nunca hayas oído hablar de él?

Sacudí la cabeza y traté de ahuyentar el olor a sangre y a pelo quemado.

El Cthaeh lo interpretó como una seña.

– Exacto, supongo que no necesitas que te diga qué aspecto tiene. Acabas de verlo, hace un día o tres.

De pronto lo comprendí, horrorizado. El jefe de los bandidos. Aquel tipo elegante de la cota de malla. Ceniza. El que me había hablado cuando yo era pequeño. El hombre de la sonrisa terrible y la espada como el hielo invernal.

– Lástima que escapara -continuó el Cthaeh-. Aun así, debes admitir que has tenido un poco de suerte. Yo diría que la posibilidad de que volvieras a encontrarte con él solo pasa dos veces en la vida. Lástima que desaprovecharas esa. No te reproches no haberlo reconocido. Son muy hábiles ocultando esas señales reveladoras. No es culpa tuya, ni mucho menos. Hace mucho tiempo. Años. Además, has estado muy ocupado: tratando de ganarte favores, retozando en los almohadones con una duendecilla, saciando tus deseos más bajos.

Tres mariposas verdes se estremecieron a la vez. Sus alas parecían hojas mientras caían al suelo.

– Y hablando de deseos, ¿qué pensará tu Denna? Ay, ay, ay. Imagínate que ella pudiera verte aquí. Esa duendecilla y tú bien enredados, haciéndolo como conejos. Él la pega, lo sabes. Su mecenas. No siempre, pero a menudo. De cuando en cuando porque se enfada, pero la mayoría de las veces para él solo es un juego. ¿Hasta dónde puede llegar antes de hacerla llorar? ¿Hasta dónde antes de que ella intente marcharse y él tenga que convencerla para que vuelva? Bueno, no llega a ser atroz. Nada de quemaduras. Nada que pueda dejarle cicatrices. Todavía no.

»Hace un par de días la pegó con el bastón. Fue una novedad. Verdugones del grosor de tu pulgar bajo la ropa. Cardenales por todo el cuerpo. Está temblando en el suelo, con sangre en la boca, y ¿sabes en qué piensa antes de hundirse en la negrura? En ti. Piensa en ti. Tú también pensabas en ella, supongo. Entre baño en la laguna, atracón de fresas y lo otro.

El Cthaeh hizo un ruido parecido a un suspiro.

– Pobre chica, está tan atada a él. Cree que no sirve para nada más. No lo abandonaría aunque tú se lo pidieras. Lo que tú no harás. Tú, tan discreto. Te da tanto miedo asustarla. Y haces bien. Esa mujer es una fugitiva. Ahora que se ha marchado de Severen, ¿cómo vas a encontrarla?

»Es una pena que te largaras sin dejar aviso, ¿sabes? Antes de que te fueras, ella estaba empezando a confiar en ti. Antes de que te enfadaras. Antes de que huyeras. Como hacen todos los hombres de su vida. Como hacen todos los hombres. La acosan, la colman de palabras dulces, y luego desaparecen. Dejándola sola. Menos mal que ya está acostumbrada, ¿no? Si no, quizá le habrías hecho daño. Si no, quizá le hubieras partido el corazón a esa pobre chica.

Era demasiado. Me giré en redondo y eché a correr como un poseso, de vuelta por donde había venido. De vuelta al sereno crepúsculo del claro de Felurian. Lejos, lejos, lejos.

Y mientras corría, oía al Cthaeh hablando detrás de mí. Su voz áspera me siguió hasta donde yo no habría creído posible.

– Vuelve. Vuelve. Tengo más cosas que contarte. Tengo muchísimas más cosas que contarte. ¿No quieres quedarte?

Tardé horas en llegar al claro de Felurian. No estoy seguro de cómo encontré el camino. Solo recuerdo que me sorprendí al ver su pabellón entre los árboles. Al tenerlo ante la vista, se ralentizaron mis enloquecidos pensamientos hasta que pude empezar a razonar de nuevo.

Fui a la laguna y di un trago largo y profundo, y luego me mojé la cara para despejarme y disimular el rastro de las lágrimas. Tras unos momentos de tranquila reflexión, me levanté y fui hasta el pabellón. Entonces me di cuenta de que no había mariposas. Normalmente al menos un puñado revoloteaban por allí, pero en ese momento no divisé ni una sola.

Felurian estaba en el pabellón, pero verla allí no hizo sino inquietarme aún más. Era la primera vez que no me parecía de una hermosura perfecta. Estaba tumbada entre los almohadones, y su cara mostraba huellas de un profundo cansancio. Como si yo no me hubiera ausentado unas horas, sino varios días, y ella no hubiese comido ni dormido en todo ese tiempo.

Al oír que me acercaba, Felurian levantó la cabeza con esfuerzo, «ya está acabado», anunció, pero cuando me vio, abrió mucho los ojos con expresión de sorpresa.

Miré hacia abajo y descubrí que estaba cubierto de arañazos y sangre. Tenía todo el costado izquierdo salpicado de barro y manchado de hierba. Debí de caerme al huir precipitadamente del Cthaeh.

Felurian se incorporó, «¿qué te ha pasado?»

Me sacudí, distraídamente, un poco de sangre seca que tenía en el codo. «Yo podría hacerte la misma pregunta.» Mi voz sonaba pastosa y ronca, como si hubiera estado gritando. Cuando levanté la cabeza, vi que Felurian me miraba con sincera preocupación. «He ido a pasear Hacia el Día. He encontrado una cosa en un árbol. Se hacía llamar Cthaeh.»

Al oír ese nombre, Felurian se quedó inmóvil, «¿el Cthaeh? ¿has hablado?»

Asentí con la cabeza.

«¿le has preguntado algo?» Pero antes de que le contestara, Felurian dio un grito de desconsuelo y vino hacia mí corriendo. Empezó a pasarme las manos por todo el cuerpo, como si buscara heridas. Al cabo de un minuto, me sujetó la cara con las manos y me miró a los ojos como con miedo de lo que pudiera encontrar en ellos, «¿estás bien?»

Su preocupación me arrancó una sonrisa débil. Quise asegurarle que no me pasaba nada, pero entonces recordé las cosas que había dicho el Cthaeh. Recordé los fuegos y al hombre de los ojos negros como la tinta. Pensé en Denna tendida en el suelo con la boca llena de sangre. Se me empañaron los ojos y se me atragantó un sollozo. Me di la vuelta y sacudí la cabeza, con los ojos fuertemente cerrados y sin poder hablar.

Felurian me acarició la nuca y dijo: «no pasa nada, el dolor desaparecerá. no te ha mordido, y tienes los ojos claros, así que no pasa nada».

Me separé de ella lo suficiente para mirarla a la cara. «¿Los ojos?»

«las cosas que dice el Cthaeh pueden destrozar la mente de los hombres. pero si fuera así, yo lo vería, tú todavía eres mi kvothe, mi dulce Poeta.» Se inclinó hacia delante, y tras un extraño titubeo, me dio un beso en la frente.

«¿Miente a los hombres y los hace enloquecer?» Felurian sacudió suavemente la cabeza, «el Cthaeh no miente, tiene el don de ver, pero solo dice cosas para hacer daño a los hombres, solo un resinillo hablaría con el Cthaeh.» Me acarició un lado del cuello para suavizar sus palabras.

Asentí: tenía que reconocer que era verdad. Y rompí a llorar.

Загрузка...