A la mañana siguiente fui a Bajo Severen antes de que saliera el sol.
Desayuné huevos con patatas mientras esperaba a que abriera alguna botica. Cuando terminé, compré un litro más de aceite de hígado de bacalao y unas cuantas cosas más en las que no había caído el día anterior.
Luego recorrí toda la calle de los Hojalateros con la esperanza de tropezarme con Denna, pese a que era demasiado temprano para que ella estuviera levantada y paseando. Los carromatos y los carros de los granjeros competían por el espacio en las calles adoquinadas. Los mendigos ambiciosos trataban de apoderarse de las esquinas más concurridas mientras los tenderos abrían los postigos de sus tiendas y colgaban sus letreros.
Conté veintitrés posadas y pensiones en la calle de los Hojalateros. Tras tomar nota de las que me pareció que Denna encontraría más atractivas, volví al palacio del maer. Esa vez subí en el montacargas, en parte para confundir a cualquiera que me estuviera siguiendo, pero también porque la bolsa que me había dado el maer estaba casi vacía.
Como necesitaba aparentar normalidad, me quedé en mis habitaciones esperando a que el maer me llamara. Le envié mi tarjeta y mi anillo a Bredon, y al poco rato lo tenía sentado enfrente de mí, dándome una paliza en una partida de tak y contándome historias.
– … y el maer lo hizo colgar en una jaula. Junto a la puerta Este. Se pasó días allí colgado, aullando y maldiciendo. Decía que era inocente. Decía que no era justo y que quería un juicio.
– ¿En una jaula? -dije sin poder dar crédito a lo que oía.
– Sí, una jaula de hierro -confirmó Bredon-. Quién sabe dónde la encontraría en estos tiempos. Parecía sacada de una obra de teatro.
Pensé qué podía decir sin comprometerme. Pese a que sonaba grotesco, no quería criticar abiertamente al maer.
– Bueno -dije-, el bandidaje es algo terrible.
Bredon fue a poner una piedra sobre el tablero, pero se lo pensó mejor.
– Hubo mucha gente que pensó que todo aquello era… -carraspeó- de mal gusto. Pero nadie lo dijo en voz alta, no sé si me explico. Fue muy truculento. Pero el maer consiguió lo que quería.
Decidió, por fin, dónde quería colocar su piedra, y seguimos jugando un rato en silencio.
– Qué raro -comenté-. El otro día me encontré a una persona que no sabía qué categoría tenía Caudicus en la corte.
– Pues a mí no me sorprende mucho -repuso Bredon. Señaló el tablero-. El intercambio de anillos se parece mucho al tak. Aparentemente, las reglas son sencillas. En la práctica, resultan bastante complicadas. -Colocó otra piedra y sonrió; alrededor de sus oscuros ojos aparecieron pequeñas arrugas-. De hecho, el otro día tuve que explicarle las complejidades de esa costumbre a un extranjero que no estaba familiarizado con ella.
– Fue usted muy amable.
– A simple vista parece sencillo -dijo Bredon tras aceptar mi agradecimiento con una inclinación de cabeza-. Un barón está por encima de un baronet. Pero a veces, el dinero joven vale más que la sangre vieja. A veces, el control de un río es más importante que el número de soldados que puedas llevar a la batalla. A veces una persona es, en realidad, más que una persona, técnicamente hablando. El conde de Svanis también es, gracias a una extraña herencia, el vizconde de Tevn. Un solo hombre, pero dos entidades políticas diferentes.
– Una vez mi madre me contó que conocía a un hombre que se debía fidelidad a sí mismo -dije sonriendo-. Tenía que pagarse una parte de sus propios impuestos todos los años, y en caso de que se sintiera amenazado, había tratados vigentes que exigían que se proporcionara a sí mismo apoyo militar urgente e incondicional.
– Sí, ocurre más a menudo de lo que la gente cree -dijo Bredon-. Sobre todo en el seno de las familias más antiguas. Stapes, por ejemplo, tiene diversas calidades.
– ¿Stapes? Pero si solo es un valet, ¿no?
– Sí, es un valet -dijo Bredon lentamente-. Pero no es solo un valet. Su familia es muy antigua, pero él no tiene ningún título propio. Técnicamente, no tiene más categoría que un cocinero. Pero posee tierras. Tiene dinero. Y es el valet del maer. Se conocen desde que eran unos críos. Todo el mundo sabe que goza de la confianza de Alveron.
Bredon me escudriñó con la mirada.
– ¿Quién se atrevería a insultar a un hombre así con un anillo de hierro? Si vas a su habitación, lo comprobarás: en su cuenco solo hay oro.
Al poco rato de terminar nuestra partida, Bredon se disculpó alegando un compromiso previo. Por suerte, ya tenía mi laúd para distraerme. Me puse a afinarlo, revisando los trastes y mimando la clavija que se aflojaba continuamente. Habíamos pasado mucho tiempo separados, y necesitábamos tiempo para volver a intimar.
Pasaban las horas. Me sorprendí tocando «El lamento de Ortiga Muerta» y me obligué a parar. Llegó el mediodía. Me trajeron la comida y me recogieron los platos. Volví a afinar el laúd y toqué unas cuantas escalas. Sin darme cuenta, me puse a tocar «Vete de la ciudad, calderero». Entonces comprendí qué era eso que mis manos trataban de decirme. Si el maer siguiera con vida, ya me habría llamado.
Dejé de tocar y me puse a pensar a toda velocidad. Tenía que marcharme. Cuanto antes. Stapes había visto cómo le llevaba medicinas al maer. Hasta podrían acusarme de manipular el frasco que le había llevado de las habitaciones de Caudicus.
Poco a poco, el miedo empezó a atenazarme el estómago y me di cuenta de que mi situación era desesperada. No conocía el palacio del maer lo suficiente para huir de allí de forma inteligente. Esa mañana, de camino a Bajo Severen, me había despistado y había tenido que detenerme para que me indicaran el camino.
Llamaron a mi puerta. Los golpes fueron más fuertes de lo normal, más vehementes que los del mensajero que normalmente venía a traerme la invitación del maer. Guardias. Me quedé paralizado. ¿Qué sería mejor, abrir la puerta y decir la verdad, o saltar por la ventana al jardín y huir a la desesperada?
Volvieron a llamar, más fuerte.
– ¿Señor? ¿Señor?
La voz llegaba amortiguada desde el otro lado de la puerta, pero no era una voz de guardia. Abrí la puerta y vi a un joven que llevaba una bandeja con una tarjeta y el anillo de hierro del maer.
Los cogí. En la tarjeta había una sola palabra escrita con caligrafía temblorosa: «Inmediatamente».
Stapes estaba inusitadamente desgreñado, y me recibió con una mirada gélida. El día anterior me había dado la impresión de que le habría gustado verme muerto y enterrado. Ese día, su mirada insinuaba que se habría contentado con verme enterrado.
El dormitorio del maer estaba decorado con abundantes flores de selas. Su delicado perfume casi lograba encubrir los olores que sin duda se habían propuesto disimular con ellas. Ese detalle, combinado con la actitud de Stapes, me confirmó que mis predicciones sobre las molestias de la noche pasada habían sido acertadas.
Alveron, incorporado en la cama, estaba tal como yo esperaba encontrarlo: exhausto, pero sin sudores y sin dolores atroces. De hecho, tenía un aspecto casi angelical. El sol entraba por la ventana y lo cubría con un rectángulo de luz que aportaba a su piel una frágil transparencia y hacía que su despeinado cabello brillara como una corona de plata alrededor de su cabeza.
Al acercarme, Alveron abrió los ojos, y aquella beatífica ilusión se descompuso. No podía haber ningún ángel con unos ojos tan astutos como los de Alveron.
– ¿Cómo se encuentra, excelencia? -pregunté educadamente.
– Bastante bien -me contestó. Pero no era más que un formulismo que no me indicaba nada.
– ¿Cómo se siente? -insistí adoptando un tono más serio.
Alveron me dirigió una larga mirada para hacerme saber que no aprobaba que me dirigiera a él en un tono tan informal, y dijo:
– Viejo. Me siento viejo y débil. -Inspiró hondo-. Pero aparte de eso, me siento mejor que los últimos días. Tengo un poco de dolor, y estoy agotado. Pero me siento… limpio. Creo que he superado la crisis.
No le pregunté cómo había pasado la noche.
– ¿Quiere que le prepare más infusión?
– Sí, por favor. -Hablaba con comedimiento y educación.
Incapaz de adivinar de qué humor estaba, me apresuré a prepararle la infusión y le acerqué una taza.
– Esta sabe diferente -dijo el maer después de probarla.
– Tiene menos láudano -expliqué-. No le conviene tomarlo en exceso, excelencia. Su cuerpo empezaría a depender de él del mismo modo que dependía del ófalo.
– Te habrás fijado en lo hermosos que están mis pájaros -dijo con un tono exageradamente desenfadado.
Giré la cabeza y vi a los sorbicuelos en la otra habitación, revoloteando en su jaula dorada, más animados que nunca. Sentí un escalofrío al comprender el significado de aquel comentario. Alveron seguía sin creer que Caudicus lo estaba envenenando.
Estaba demasiado aturdido para replicar con agilidad, pero tras respirar un par de veces, conseguí decir:
– La salud de sus pájaros no me preocupa tanto como la suya, excelencia. Se encuentra mejor, ¿verdad?
– Así es esta enfermedad mía. Viene y va. -El maer dejó su taza de infusión, todavía casi llena-. Al final desaparece por completo, y Caudicus es libre de ausentarse meses seguidos, y recoger ingredientes para sus pociones y amuletos. Por cierto -dijo entrelazando las manos sobre el regazo-, ¿serías tan amable de ir a las habitaciones de Caudicus a buscarme la medicina?
– Por supuesto, excelencia.
Logré esbozar una sonrisa y traté de ignorar el desasosiego que invadía mi pecho. Recogí los utensilios que había empleado para preparar la infusión y me guardé varios paquetes de hierbas en los bolsillos de la capa granate.
El maer dio una cabezada con cortesía, cerró los ojos y, bañado por el sol, pareció sumirse de nuevo en un sereno sueño.
– ¡Nuestro historiador en ciernes! -exclamó Caudicus al tiempo que me invitaba a entrar y me ofrecía un asiento-. Discúlpame un momento. Volveré enseguida.
Me senté en la butaca y solo entonces me fijé en el despliegue de anillos expuestos en una mesita cercana. Caudicus hasta se había tomado la molestia de construir un expositor donde colocarlos. Todos mostraban la parte donde estaba grabado el nombre. Había muchísimos, de plata, hierro y oro.
Mi anillo de oro y el anillo de hierro de Alveron reposaban en una bandejita sobre la mesa. Los recuperé, y tome nota de esa elegante forma de ofrecerse, sin decirlo, a devolver un anillo.
Eché un vistazo a la gran habitación de la torre disimulando mi curiosidad. ¿Qué motivó podía tener Caudicus para envenenar al maer? Con excepción de la propia Universidad, aquel lugar era el sueño de todo arcanista.
Intrigado, me levanté y fui hasta las estanterías. Caudicus tenía una biblioteca muy respetable, con casi un centenar de libros que se amontonaban en los estantes. Reconocí muchos títulos. Algunos eran libros de consulta de química. Otros, de alquimia. Otros trataban sobre ciencias naturales, herbología, fisiología, bestiología. La gran mayoría parecía tener carácter histórico.
Entonces se me ocurrió una cosa. Quizá pudiera aprovecharme del carácter supersticioso de los vínticos. Si Caudicus era un erudito riguroso y medianamente supersticioso como cualquier víntico, quizá supiera algo sobre los Chandrian. Además, como me hacía pasar por un joven noble corto de luces, no tenía que preocuparme por si perjudicaba mi reputación.
Cuando regresó, Caudicus se mostró sorprendido de verme examinando los estantes de libros. Pero se recompuso enseguida y me sonrió con cordialidad.
– ¿Ves algo que te interese?
Me volví y sacudí la cabeza.
– No especialmente -dije-. ¿Sabe algo acerca de los Chandrian?
Caudicus me miró un momento sin comprender, y luego rompió a reír.
– Sé que no van a entrar en tu habitación por la noche y se te van a llevar de la cama -dijo agitando los dedos como si estuviera tomándole el pelo a un niño pequeño.
– Entonces, ¿no estudia mitología? -pregunté combatiendo una oleada de desilusión al ver su reacción. Intenté consolarme pensando que aquello consolidaría la imagen que estaba dando de joven noble corto de luces.
Caudicus resopló.
– Eso no puede llamarse mitología -dijo con desdén-. Ni siquiera merece llamarse folclore. No son más que bobadas supersticiosas, y yo no pierdo el tiempo con esas cosas. Ningún erudito que se precie lo haría.
Empezó a ir y venir por la habitación, poniendo tapones a las botellas y guardándolas en armarios, enderezando montones de papeles y devolviendo libros a los estantes.
– Hablando de erudición… Si no recuerdo mal, tenías cierto interés por la familia Lackless, ¿no es así?
Me quedé mirándolo fijamente. Con todo lo que había pasado desde entonces, me había olvidado por completo de la falsa genealogía anecdótica que me había inventado el día anterior.
– Si no es mucha molestia -me apresuré a decir-. Como ya le dije, no sé prácticamente nada de ellos.
– En ese caso -dijo Caudicus con seriedad-, te convendría analizar su apellido. -Ajustó la llama de una lámpara de alcohol bajo un alambique de cristal que hervía a fuego lento en medio de un despliegue impresionante de tubos de cobre. Fuera lo que fuese lo que estuviera destilando, seguro que no era licor de melocotón-. Los nombres pueden revelarte mucho sobre las cosas, ¿lo sabías?
Sus palabras me hicieron sonreír, pero hice un esfuerzo y controlé mi expresión.
– ¿En serio?
Caudicus se volvió para mirarme en el preciso instante en que yo conseguía contener la lengua.
– Sí, ya lo creo -dijo-. Verás, a veces los nombres se basan en otros más antiguos. Cuanto más antiguo es el nombre, más cerca está de la verdad. Lackless es un apellido relativamente nuevo; no debe de tener más de seiscientos años de antigüedad.
Por una vez, no tuve que fingir perplejidad.
– ¿Un apellido de seiscientos años se considera nuevo?
– La familia Lackless es muy antigua. -Caudicus dejó de pasearse y se sentó en una butaca raída-. Mucho más antigua que la casa de Alveron. Hace mil años, la familia Lackless detentaba un poder como mínimo tan grande como el de los Alveron. Parte de lo que ahora son Vintas, Modeg y los Pequeños Reinos fueron tierras de los Lackless en un momento u otro.
– Y ¿cómo se llamaban antes de llamarse Lackless? -pregunté.
Caudicus cogió un libro grueso y lo hojeó con impaciencia.
– Aquí está. La familia se llamaba Loeclos o Loklos, o Loeloes. Todo viene a ser lo mismo: Lockless, «sin candado». En esa época, la ortografía no tenía tanta importancia.
– ¿En qué época? -pregunté.
Caudicus volvió a consultar el libro.
– Hace unos novecientos años, pero he visto otras historias que mencionan a los Loeclos mil años antes de la caída de Atur.
Me quedé atónito. No era fácil imaginar que existiera una familia más antigua que los imperios.
– ¿Y los Lockless se convirtieron en los Lackless? ¿Qué motivos podía tener una familia para cambiarse el apellido?
– Algunos historiadores se cortarían la mano derecha por esa respuesta -dijo Caudicus-. La teoría más aceptada es que hubo algún tipo de pelea que dividió a la familia. Cada parte adoptó un apellido diferente. En Atur se convirtieron en la familia Lack-key. Eran numerosos, pero les tocó vivir tiempos difíciles. El nombre fue derivando, y de él procede la palabra «lacayo». Aquellos nobles venidos a menos no tuvieron más remedio que hacer economías y doblarse en reverencias para llegar a fin de mes.
»En el sur se convirtieron en los Laclith, que poco a poco se hundieron en la oscuridad. Lo mismo sucedió con los Kaepcaen en Modeg. La rama más numerosa de la familia estaba aquí, en Vintas, solo que entonces Vintas todavía no existía. -Cerró el libro y me lo ofreció-. Si quieres, te lo presto.
– Gracias. -Cogí el libro-. Es usted muy amable.
Se oyó el lejano sonido de una campana.
– Hablo demasiado -dijo Caudicus-. He consumido todo el tiempo que teníamos y no te he dado ningún dato útil que puedas utilizar.
– Nada de eso. Me interesa mucho todo lo que me ha contado -dije, agradecido.
– ¿Estás seguro de que no te interesa que te cuente alguna historia de otras familias? -insistió Caudicus mientras se acercaba a una mesa-. Hace poco pasé un invierno con la familia Anso. El barón es viudo, ¿sabes? Muy rico, y un tanto excéntrico. -Arqueó las cejas, y en su mirada insinuaba escándalos-. Estoy seguro de que si me garantizaran el anonimato recordaría unos cuantos detalles interesantes.
Estuve tentado de abandonar mi personaje para oír aquello, pero negué con la cabeza.
– Tal vez cuando haya acabado de trabajar en el capítulo sobre los Lackless -dije con toda la autosuficiencia de alguien entregado a un proyecto completamente inútil-. Mi investigación es muy delicada. No quiero hacerme un taco.
Caudicus frunció ligeramente el ceño, pero decidió no darle más vueltas; se arremangó y empezó a preparar la medicina del maer.
Volví a fijarme en cómo realizaba los preparativos. No era alquimia: eso lo sabía porque había visto trabajar a Simmon. Aquello ni siquiera podía llamarse química. Su forma de mezclar los ingredientes se parecía, más que a ninguna otra cosa, a seguir los pasos de una receta de cocina. Pero ¿cuáles eran los ingredientes?
Observé cómo trabajaba, paso a paso. La hoja seca debía de ser bitófola. El líquido del frasco cerrado con un tapón tenía que ser muratum o aqua fortis, pero sin duda algún tipo de ácido. Cuando burbujeaba y humeaba en el cuenco de plomo disolvía una pequeña cantidad de plomo, quizá solo un cuarto de escrúpulo. Seguramente, el polvo blanco era el ófalo.
Añadió un pellizco del último ingrediente; ese no tenía ni idea de qué podía ser. Parecía sal, pero claro, casi todo parece sal.
Mientras hacía su trabajo, Caudicus no paraba de hablar sobre los nobles de la corte. El hijo mayor de DeFerre se había roto una pierna al saltar desde la ventana de un burdel. El último amante de lady Hesua era de Yll y no hablaba ni una sola palabra de atur. Se rumoreaba que había salteadores de caminos al norte del camino real, pero siempre se rumorea que hay bandidos, de modo que eso no era ninguna novedad.
A mí no me interesan lo más mínimo las habladurías, pero sé fingir interés cuando me conviene. Entretanto, observaba atentamente a Caudicus en busca de alguna señal reveladora. Un susurro de nerviosismo, una gota de sudor, una breve vacilación. Pero no percibí nada, ni la menor indicación de que estuviera preparando un veneno para el maer. Se encontraba perfectamente cómodo y relajado.
¿Y si estaba envenenando al maer sin saberlo? Imposible. Cualquier arcanista digno de su florín sabía suficiente química para…
Entonces caí. Quizá Caudicus no fuera arcanista. Quizá fuera simplemente un hombre con una túnica negra que no sabía distinguir un caimán de un cocodrilo. Quizá solo fuera un farsante avispado que estaba envenenando al maer por pura ignorancia.
Quizá eso que había en su destilería sí era licor de melocotón.
Caudicus tapó el frasco de líquido ambarino con el tapón de corcho y me lo entregó.
– Aquí tienes -dijo-. Llévaselo enseguida. Conviene que se lo tome cuando todavía está caliente.
La temperatura de un medicamento no tiene ninguna importancia. Eso lo sabe cualquier fisiólogo.
Cogí el frasco y apunté a Caudicus en el pecho como si acabara de fijarme en algo.
– ¿Qué es eso? ¿Un amuleto?
Al principio, Caudicus se mostró confuso, pero entonces sacó el cordón de cuero de debajo de la túnica.
– Algo así -dijo esbozando una sonrisa tolerante. A simple vista, el trozo de plomo que llevaba colgado del cuello parecía un florín del Arcano.
– ¿Lo protege de los espíritus? -pregunté en voz baja.
– Sí, claro -respondió Caudicus con ligereza-. De toda clase de espíritus.
Tragué saliva, nervioso.
– ¿Me deja tocarlo?
Se encogió de hombros y se inclinó hacia delante, acercándome el colgante.
Lo cogí tímidamente entre el pulgar y el índice, y rápidamente di un paso hacia atrás.
– ¡Me ha mordido! -exclamé modulando la voz entre la indignación y la ansiedad mientras me retorcía la mano.
Vi que Caudicus reprimía una sonrisa.
– Ah, sí. Creo que tengo que darle de comer. -Se lo guardó entre los pliegues de la túnica-. Vete ya. -Hizo un ademán señalando la puerta.
Volví a los aposentos del maer, y por el camino me masajeé los dedos entumecidos tratando de devolverles la sensibilidad. Era un florín del Arcano, auténtico. Caudicus era un verdadero arcanista. Sabía exactamente qué estaba haciendo.
En los aposentos del maer, mantuve con él cinco minutos de charla insustancial, dolorosamente formal, mientras rellenaba los bebederos de los zunzunes con la medicina, todavía caliente. Los pájaros gorjeaban y trinaban alegremente exhibiendo una energía que me desconcertaba.
El maer se bebió una taza de infusión mientras charlábamos, mirándome en silencio desde la cama. Cuando hube terminado con los pájaros, me despedí y salí del dormitorio tan aprisa como me lo permitía el decoro.
Pese a que nuestra conversación no había versado sobre nada más serio que el tiempo, yo había podido leer el mensaje subyacente de Alveron como si me lo hubiera escrito en una hoja para que lo leyese. Él controlaba la situación. Estaba dejando varias opciones abiertas. No confiaba en mí.