Ya era tarde cuando Denna y yo salimos del Eolio, y las calles estaban vacías. A lo lejos se oía música de violín y el ruido hueco de cascos de caballo sobre los adoquines.
– Bueno, y ¿debajo de qué roca te escondías? -me preguntó.
– De la roca de siempre -contesté, y entonces se me ocurrió una cosa-. ¿Fuiste a buscarme a la Universidad? ¿A ese edificio grande y cuadrado que huele a humo de carbón?
– No sabría por dónde empezar a buscarte -dijo Denna sacudiendo la cabeza-. Es como un laberinto. Si no te encuentro tocando en Anker's, sé que tengo las de perder. -Me miró con curiosidad-. ¿Por qué lo dices?
– Porque una joven estuvo preguntando por mí -respondí quitándole importancia con un ademán-. Dijo que le había vendido un encanto o un amuleto. Pensé que quizá hubieras sido tú.
– Sí, quizá te busqué alguna vez allí, hace ya tiempo -dijo ella-. Sin embargo no mencioné tu desbordante encanto.
La conversación se extinguió, y fue como si el silencio se hinchara entre nosotros. No pude evitar imaginarme a Denna paseando del brazo de Ambrose. No quería saber nada más de aquello, pero al mismo tiempo, era lo único en que podía pensar.
– Fui a verte al Hombre de Gris -dije para llenar el espacio que nos separaba-. Pero ya te habías marchado.
– Kellin y yo nos peleamos -repuso ella asintiendo con la cabeza.
– Espero que no fuera muy grave. -Señalé su cuello-. Veo que todavía llevas puesto el collar.
Denna acarició distraídamente la lágrima de esmeralda.
– No, no fue nada muy terrible. Tengo que reconocer que Kellin es muy tradicional. Cuando te regala algo, te lo regala para siempre. Me dijo que el color me favorecía, y que debía quedarme también los pendientes. -Suspiró-. Me sentiría mejor si él no hubiera sido tan gentil. Pero me alegro de tenerlos. Es una especie de red de seguridad. Si no tengo pronto noticias de mi mecenas, estas joyas me harán la vida más fácil.
– ¿Es que aún sigues esperando noticias suyas? -pregunté-. ¿Después de lo que pasó en Trebon? ¿Después de no haber sabido nada de él durante más de un mes?
– El es así -dijo Denna encogiéndose de hombros-. Ya te lo dije, es muy reservado. No es nada raro en él que desaparezca durante largos periodos.
– Tengo un amigo que me está buscando un mecenas -dije-. Podría pedirle que te buscara uno a ti también.
Denna me miró con unos ojos insondables.
– Es enternecedor que pienses que merezco algo mejor, pero no lo merezco. Solo tengo buena voz, nada más. ¿Tú contratarías a un músico medianamente entrenado que ni siquiera tuviera instrumento propio?
– Yo y cualquiera con oídos para oírte -afirmé-. Cualquiera con ojos para verte.
Denna agachó la cabeza, y el cabello le tapó la cara como una cortina.
– Eres muy amable -dijo en voz baja, e hizo un extraño movimiento con las manos.
– Dime, ¿qué estropeó las cosas con Kellin? -pregunté para dirigir la conversación a terreno más seguro.
– Que recibía demasiadas visitas de caballeros -dijo ella con aspereza.
– Deberías haberle explicado que no soy nada ni remotamente parecido a un caballero -dije-. Quizá eso lo habría tranquilizado. -Pero sabía que el problema no podía ser yo. Solo había conseguido ir a verla una vez. ¿Habría sido Ambrose el que iba a visitarla? No me costó nada imaginármelo en aquel fastuoso salón. Su maldito sombrero colgado en la esquina del respaldo de una butaca mientras él bebía chocolate caliente y contaba chistes.
Denna hizo una mueca burlona.
– El que más le molestaba era Geoffrey -me contó-. Por lo visto, se suponía que tenía que quedarme sentada, sola y en silencio en mi cajita, hasta que él viniera a verme.
– ¿Cómo está Geoffrey? -pregunté por educación-. ¿Ya ha conseguido meter alguna otra idea en su cabeza?
Esperaba que Denna se riera, pero se limitó a dar un suspiro.
– Sí, pero ninguna buena. -Sacudió la cabeza-. Vino a Imre a hacerse un nombre con su poesía, pero perdió hasta la camisa apostando.
– No es la primera vez que oigo esa historia -repliqué-. En la Universidad pasa continuamente.
– Eso solo fue el principio -dijo ella-. Creyó que podría recuperar su dinero, claro. Primero fue a una casa de empeños. Luego pidió prestado dinero y también lo perdió. -Hizo un gesto conciliador-. Aunque ese no lo apostó, todo hay que decirlo. Lo estafó una mala mujer. Lo engañó con la viuda llorosa, imagínate.
– ¿Con qué? -pregunté, extrañado.
Denna me miró de reojo y se encogió de hombros.
– Es un timo muy sencillo -dijo-. Una joven se pone delante de una casa de empeños, muy aturullada y llorosa, y cuando pasa algún rico caballero, le explica que ha ido a la ciudad a vender su anillo de boda. Necesita dinero para pagar los impuestos, o para saldar su deuda con un prestamista. -Agitó las manos con impaciencia-. Los detalles son lo de menos.
»E1 caso es que cuando llegó a la ciudad le pidió a alguien que empeñara el anillo por ella. Porque ella no sabía regatear, claro.
Denna se paró delante del escaparate de una casa de empeños; fingiendo una profunda aflicción, exclamó:
– ¡Pensé que podía confiar en él! ¡Pero empeñó mi anillo y salió corriendo con el dinero! ¡Mire, es ese anillo de ahí!
Señaló a través del cristal del escaparate con gesto teatral.
– Pero -continuó Denna levantando un dedo-, afortunadamente, vendió el anillo por una pequeña parte de su valor real. Es una reliquia de la familia valorada en cuarenta talentos, pero la casa de empeños lo vende por cuatro. -Se acercó más a mí y me puso una mano en el pecho, mirándome con ojos suplicantes-. Si usted comprase el anillo, podríamos venderlo al menos por veinte talentos. Y yo le devolvería sus cuatro talentos de inmediato.
Se retiró y encogió los hombros.
– Algo así.
– ¿Y eso es un timo? -dije frunciendo el entrecejo-. Descubriría el engaño en cuanto fuéramos a ver a un tasador.
Denna puso los ojos en blanco.
– No funciona así. Acordamos encontrarnos mañana a mediodía. Pero cuando llego, tú ya has comprado el anillo y te has largado con él.
De pronto lo entendí.
– ¿Y tú te repartes el dinero con el dueño de la casa de empeños?
Me dio unas palmaditas en el hombro.
– Sabía que tarde o temprano lo entenderías.
Me pareció casi infalible, salvo por un detalle.
– Pero el dueño de la casa de empeños, tu compinche, tendría que ser una persona digna de confianza y, al mismo tiempo, deshonesta. Una extraña combinación.
– Cierto -admitió ella-. Pero normalmente las casas de empeño están marcadas. -Señaló la parte superior del marco de la puerta de la casa de empeños. La pintura tenía una serie de marcas que habrían podido confundirse fácilmente con arañazos.
– Ah. -Vacilé un momento antes de añadir-: En Tarbean, esas señales significaban que aquel era un lugar seguro donde vender… -busqué un eufemismo adecuado- mercancías adquiridas por medios cuestionables.
Si a Denna le sorprendió mi confesión, lo disimuló muy bien. Se limitó a menear la cabeza y señalar las marcas con mayor precisión, desplazando el dedo por encima y diciendo:
– Aquí pone: «Propietario de fiar. Abierto a estafas sencillas. Reparto equitativo». -Examinó el resto del marco y el letrero de la tienda-. No dice nada de compra-venta de joyas de tu tía abuela.
– Nunca supe cómo se leían -admití. La miré de reojo y, con cuidado de borrar toda crítica de mi voz, añadí-: Y tú sabes cómo funcionan estas cosas porque…
– Lo leí en un libro -contestó ella con sarcasmo-. Si no, ¿cómo quieres que lo sepa?
Siguió caminando por la calle, y yo la seguí.
– Yo no suelo hacerme pasar por una viuda -dijo Denna como de pasada-. Soy demasiado joven. Prefiero decir que es el anillo de mi madre. O de mi abuela. -Se encogió de hombros-. Puedes cambiar el guión en función de las circunstancias.
– ¿Y si el caballero es honrado? -pregunté-. ¿Y si se presenta a mediodía dispuesto a ayudar?
– No suele pasar -dijo ella con una sonrisita irónica-. A mí solo me ha ocurrido una vez. Me pilló completamente desprevenida. Ahora lo arreglo de antemano con el dueño, por si acaso. No me importa estafar a algún canalla dispuesto a aprovecharse de una muchacha indefensa. Pero no me gusta robar a alguien que intenta ayudar. -Su semblante se endureció-. No como esa zorra que engañó a Geoffrey.
– Geoffrey se presentó a mediodía, ¿no?
– Claro -confirmó Denna-. Y le dio el dinero. «No hace falta que me devuelva lo mío, señorita. Usted tiene que salvar la granja de su familia.» -Denna se pasó las manos por el pelo y miró al cielo-. ¡Una granja! ¡Eso no tiene ningún sentido! ¿Cómo iba a tener la mujer de un granjero un collar de diamantes? -Me miró y agregó-: ¿Por qué los hombres buenos son tan idiotas con las mujeres?
– Geoffrey es noble -dije-. ¿Por qué no escribía a su familia?
– Nunca se ha llevado bien con su familia -me explicó Denna-. Y ahora, menos. En la última carta no le enviaban dinero, solo la noticia de que su madre está enferma.
Su voz tenía un deje que me llamó la atención.
– ¿Muy enferma? -pregunté.
– Enferma. -Denna no levantó la vista-. Muy enferma. Y Geoffrey ya ha vendido su caballo, claro, y no puede pagarse un pasaje de barco. -Volvió a suspirar-. Es como uno de esos horripilantes dramas tehlinos. El mal camino, o algo por el estilo.
– Si es así, lo único que tiene que hacer es entrar en una iglesia al final del cuarto acto -razoné-. Rezará, aprenderá la lección y será un muchacho recto y virtuoso el resto de su vida.
– Si hubiera venido a pedirme consejo, no habría pasado nada. -Hizo un gesto de frustración-. Pero no, vino a verme después para contarme cómo lo había arreglado. Como el prestamista del gremio le había cortado el crédito, ¿sabes qué hizo?
– Fue a ver a un renovero -dije, y noté que se me encogía el estómago. +
– ¡Y no sabes lo contento que estaba cuando vino a decírmelo! -Denna me miró con gesto de desesperación-. Como si por fin hubiera encontrado la manera de salir de este lío. -Se estremeció-. Entremos ahí. -Señaló un pequeño jardín-. Hoy hace más viento del que creía.
Dejé el estuche de mi laúd en el suelo y me quité la capa.
– Toma, yo no tengo frío.
Denna iba a rechazar mi ofrecimiento, pero al final se puso mi capa.
– Y luego dices que no eres un caballero -bromeó.
– No lo soy -dije-. Lo que pasa es que sé que olerá mejor después de que tú te la hayas puesto.
– Ah, ya -replicó ella, ingeniosa-. Y luego se la venderás a un perfumero y ganarás una fortuna.
– Sí, ese era mi plan desde el principio -admití-. Un plan astuto y elaborado. Ya lo ves, tengo más de ladrón que de caballero.
Nos sentamos en un banco, protegidos del viento.
– Me parece que has perdido una hebilla -comentó Denna.
Miré el estuche de laúd. El extremo más estrecho estaba abierto, y la hebilla de hierro había desaparecido.
Suspiré y, distraído, metí la mano en uno de los bolsillos interiores de mi capa.
Denna soltó una exclamación -no muy fuerte, solo una inspiración brusca- y de pronto me miró con los ojos muy abiertos y oscuros bajo la luz de la luna.
Retiré la mano como si me hubiera quemado y balbuceé una disculpa.
Denna se echó a reír.
– Qué situación tan violenta -dijo en voz baja, para sí.
– Lo siento -me apresuré a decir-. Ha sido sin querer. Tengo un poco de alambre ahí dentro que podría usar para cerrar el estuche, de momento.
– Ah. Claro. -Metió las manos debajo de la capa, rebuscó un poco y sacó el trozo de alambre.
– Lo siento -volví a decir.
– Es que no lo esperaba -explicó-. No creía que fueras de esos hombres que se le tiran encima a una mujer sin previo aviso.
Miré el laúd, avergonzado, y me entretuve pasando el alambre por el agujero que había dejado la hebilla y enroscando bien los extremos.
– Es un laúd muy bonito -dijo Denna tras un largo silencio-. Pero ese estuche se cae a pedazos.
– Cuando compré el laúd me quedé desplumado -expliqué, y levanté la cabeza como si de pronto se me hubiera ocurrido una idea-. ¡Ya lo sé! ¡Le pediré a Geoffrey que me diga cómo se llama su renovero! ¡Así podré comprarme dos estuches!
Denna me dio un cachete juguetón, y me arrimé a ella en el banco.
Nos quedamos callados un momento, y entonces Denna se miró las manos y volvió a hacer aquel gesto extraño que ya había hecho varias veces durante nuestro paseo. Entonces comprendí qué era lo que hacía.
– ¿Y tu anillo? -pregunté-. ¿Qué le ha pasado?
Denna me lanzó una mirada extraña.
– Tenías un anillo. Siempre te he visto con él, desde que te conozco -expliqué-. De plata, con una piedra azul claro.
– Ya sé cómo era -dijo arrugando la frente-. Pero tú ¿cómo lo sabes?
– Siempre lo llevas -dije fingiendo desinterés, como si no me fijara en todos sus detalles. Como si no supiera que siempre lo hacía girar en el dedo cuando estaba nerviosa o ensimismada-. ¿Qué le ha pasado?
Denna se miró las manos.
– Lo tiene un joven caballero.
– Ah -dije. No pude contenerme y añadí-: ¿Quién?
– Dudo que… -Hizo una pausa y me miró-. Bueno, quizá lo conozcas. También estudia en la Universidad. Se llama Ambrose Anso.
De pronto se me llenó el estómago de hielo y ácido.
Denna desvió la mirada.
– Tiene un brusco encanto -explicó-. Más brusco que encanto, la verdad. Pero… -Encogió los hombros sin terminar la frase.
– Ya veo -dije. Y añadí-: La cosa debe de ir en serio.
Denna me miró con gesto de extrañeza, y entonces comprendió y rompió a reír. Negó enérgicamente con la cabeza, agitando las manos para enfatizar la negación.
– No, no. No, por Dios. No hay nada de eso. Vino a visitarme unas cuantas veces. Fuimos a ver una obra de teatro. Me invitó a bailar. Baila bastante bien.
Inspiró hondo y soltó el aire con un suspiro.
– La primera noche fue muy educado. Hasta gracioso. La segunda noche, lo fue un poco menos. -Entrecerró los ojos-. La tercera noche empezó a avasallarme. Después, las cosas se pusieron feas. Tuve que dejar mis habitaciones en La Cabeza de Jabalí porque no paraba de presentarse con chucherías y poemas.
Me invadió una sensación de inmenso alivio. Por primera vez desde hacía varios días notaba que podía llenar los pulmones de aire por completo. Noté que una sonrisa amenazaba con apoderarse de mi cara y la reprimí, porque habría sido tan radiante que me habría hecho parecer loco de remate.
Denna me lanzó una mirada irónica.
– No sabes cómo se parecen la arrogancia y la seguridad a simple vista. Y era generoso y rico, y esa es una buena combinación. -Levantó una mano desnuda-. El engaste de mi anillo estaba suelto y él dijo que lo llevaría a reparar.
– Pero después de que las cosas se pusieron feas, ya no se mostró tan generoso, ¿verdad?
Sus labios rojos dibujaron otra sonrisa irónica.
– No tanto.
– Quizá pueda hacer algo -dije-. Si ese anillo es importante para ti.
– Era importante -dijo Denna, y me miró con franqueza-. Pero ¿qué vas a hacer exactamente? ¿Recordarle, de caballero a caballero, que debería tratar a las mujeres con dignidad y respeto? -Alzó los ojos al cielo-. Te deseo suerte.
Me limité a dedicarle mi más encantadora sonrisa. Ya le había dicho la verdad: yo no era un caballero, sino un ladrón.