Espié al maer por una brecha en el seto. Estaba sentado en un banco de piedra, a la sombra de un árbol del jardín; se le veía todo un caballero, con la camisa de mangas holgadas y el chaleco en los colores de la casa de Alveron, azul zafiro y marfil. Aunque era ropa elegante, no parecía ostentosa. Lucía una única joya, un anillo de sello de oro. Comparado con otros miembros de su corte, el maer vestía casi con sencillez.
Al principio pensé que Alveron desdeñaba las modas de la corte, pero al cabo de un rato comprendí la verdad. El marfil de su camisa era cremoso e impecable, y el azul zafiro de su chaleco, vibrante; me habría jugado los pulgares a que no se los había puesto más de media docena de veces.
Como exhibición de riqueza, era sutil y admirable. Una cosa era poder permitirse trajes elegantes, pero ¿cuánto dinero hacía falta para mantener un guardarropa que jamás mostrara la menor rozadura? Recordé la expresión que había utilizado el conde Threpe para referirse a Alveron: «más rico que el rey de Vint».
Al propio maer, le vi como en la ocasión anterior. Alto y delgado. Entrecano e inmaculadamente acicalado. Reparé en las arrugas de cansancio de su rostro, en el ligero temblor de sus manos, en su postura. «Parece viejo -me dije-, pero no lo es.»
La campana de la torre empezó a dar la hora. Me aparté del seto y lo rodeé para salir al encuentro del maer.
Alveron me saludó con una cabezada; sus ojos fríos me examinaron atentamente.
– Kvothe, confiaba en que vendrías.
Hice una reverencia no excesivamente formal.
– Me complació mucho recibir su invitación, excelencia.
Alveron no me hizo ninguna indicación para que me sentara, de modo que permanecí de pie. Supuse que debía de estar poniendo a prueba mis modales.
– Espero que no te importe que nos veamos aquí fuera. ¿Has visto ya los jardines?
– Todavía no he tenido ocasión, excelencia. -Había estado atrapado en mis malditas habitaciones hasta que él me había mandado llamar.
– Pues debes dejar que te los enseñe. -Cogió un bastón de madera lustrada que estaba apoyado contra el tronco del árbol-. Siempre he pensado que tomar el aire es bueno para las dolencias del cuerpo, aunque haya quienes discrepen.
Se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse, pero una sombra de dolor pasó por su cara y el maer aspiró entre los dientes. «Enfermo -comprendí-. Viejo no, enfermo.»
Me puse a su lado en un santiamén y le ofrecí mi brazo.
– Permítame, excelencia.
El maer compuso una sonrisa rígida.
– Si fuera más joven, rechazaría tu ofrecimiento -dijo dando un suspiro-. Pero el orgullo es el lujo de los fuertes. -Puso una delgada mano sobre mi brazo y lo utilizó como punto de apoyo para ponerse en pie-. Yo debo optar por ser gentil.
– La gentileza es el lujo de los sabios -dije con soltura-. De modo que se puede afirmar que su sabiduría le aporta gentileza.
Alveron soltó una risita irónica y me dio unas palmaditas en el brazo.
– Supongo que eso hace que sea un poco más fácil soportarlo.
– ¿Quiere que le acerque el bastón, excelencia? -pregunté-. ¿O prefiere que caminemos juntos?
Volvió a soltar aquella risita.
– ¡Caminar juntos! Qué forma tan delicada de decirlo.
Cogió el bastón con la mano derecha mientras con la izquierda se sujetaba a mi brazo con una fuerza que me sorprendió.
– Divina pareja -murmuró-. No soporto que me vean tambaleándome como un viejo chocho. Pero prefiero apoyarme en el brazo de un joven que renquear por ahí yo solo; resulta menos mortificante. Es espantoso comprobar que te falla el cuerpo. Mientras eres joven nunca piensas en eso.
Empezamos a andar y dejamos de hablar para escuchar el sonido del agua que salpicaba en las fuentes y el de los pájaros que cantaban en los setos. De cuando en cuando el maer señalaba alguna estatua y me contaba cuál de sus antepasados la había encargado, fabricado o (eso lo dijo en voz más baja, con tono de disculpa) robado de tierras lejanas en tiempos de guerra.
Paseamos por los jardines durante una hora. El peso de Alveron en mi brazo fue aligerándose poco a poco, y al cabo de un rato ya no me utilizaba para apoyarse sino solo para mantener el equilibrio. Nos cruzamos con algunos nobles que saludaron al maer con reverencias o inclinaciones de cabeza. En cuanto nos alejábamos lo suficiente para que no pudieran oírnos, el maer mencionaba quiénes eran y qué posición detentaban en la corte, y me contaba algún que otro chisme divertido.
– Todos se preguntan quién eres -dijo después de que una de aquellas parejas pasara por detrás de un seto-. Esta noche no se hablará de otra cosa. ¿Eres un embajador de Renere? ¿Un joven noble en busca de un feudo fértil con esposa incluida? Tal vez seas el hijo perdido hace mucho tiempo, un vestigio de mi alocada juventud.
Rió para sí y me dio unas palmaditas en el brazo. Quizá hubiera continuado, pero tropezó con una losa que sobresalía y estuvo a punto de caerse. Lo ayudé a recuperar el equilibrio rápidamente y a sentarse en un banco de piedra que había junto al sendero.
– Maldita sea -blasfemó, avergonzado-. ¿Qué habría dicho la gente si hubiera visto al maer en el suelo, agitándose como un escarabajo panza arriba? -Miró alrededor con el ceño fruncido, pero por lo visto estábamos solos-. ¿Quieres hacerle un favor a un anciano?
– Estoy a su disposición, excelencia.
Alveron me miró con sagacidad.
– ¿De verdad? Bueno, es un favor pequeño. No le cuentes a nadie quién eres ni a qué has venido. Eso influirá positivamente en tu reputación. Cuanto menos les cuentes, más empeño pondrán en sonsacarte información.
– Seré discreto, excelencia. Pero me resultaría más fácil evitar el motivo de mi presencia aquí si supiera cuál es.
Alveron adoptó una expresión sagaz.
– Cierto. Pero este jardín es demasiado público. De momento has demostrado tener paciencia. Ejercítala un poco más. -Levantó la cabeza y me miró-. ¿Serías tan amable de acompañarme hasta mis aposentos?
– Por supuesto, excelencia -dije ofreciéndole el brazo.
Cuando volví a mis habitaciones, me quité la chaqueta bordada y la colgué en el armario de palisandro labrado. El enorme mueble, forrado con madera de cedro y sándalo, perfumaba la estancia. En la cara interna de las puertas había unas lunas sin mácula alguna.
Crucé la habitación con suelo de mármol pulido y me tendí en un diván de terciopelo rojo. Ni siquiera sabía recostarme indolente. No recordaba haberlo hecho nunca. Tras pensarlo un momento, llegué a la conclusión de que recostarse debía de parecerse a relajarse, pero con más dinero en los bolsillos.
Inquieto, me levanté y me paseé por el cuarto. Las paredes estaban decoradas con cuadros, retratos y escenas bucólicas hábilmente representados al óleo. En una pared colgaba un tapiz inmenso que representaba con asombroso detalle una gran batalla naval. Ese tapiz me tuvo ocupado durante casi media hora.
Echaba de menos mi laúd.
Me había dolido muchísimo empeñarlo; fue como si me cortaran una mano. Pensé que me pasaría los diez días siguientes muerto de preocupación, angustiado por si no podía recuperarlo.
Pero sin proponérselo, el maer me había tranquilizado. En mi ropero había colgados seis trajes, dignos de cualquier aristócrata. Cuando me los trajeron a mi habitación, noté que me relajaba. Lo primero que pensé al verlos no fue que ya podría mezclarme tranquilamente con la sociedad de la corte. Lo que pensé fue que si las cosas se ponían muy feas, podía robarlos, vendérselos a un vendedor de ropa usada y reunir suficiente dinero para recuperar mi laúd.
Si hacía eso, quemaría todos mis puentes con el maer, desde luego. El viaje a Severen no habría servido para nada, y haría quedar tan mal a Threpe que quizá no volviera a dirigirme la palabra. Con todo, saber que existía esa opción me permitía controlar la situación aunque solo fuera de forma precaria. Lo suficiente para no enloquecer por completo de preocupación.
Echaba de menos mi laúd, pero si conseguía ganarme el mecenazgo del maer, el camino de mi vida se volvería de pronto recto y llano. El maer tenía suficiente dinero para que yo continuara mi educación en la Universidad. Sus contactos podían ayudarme a extender mi investigación sobre los Amyr.
Quizá lo más importante fuera el poder de su apellido. Si el maer fuera mi mecenas, yo estaría bajo su protección. Puede que el padre de Ambrose fuera el barón más poderoso de toda Vintas, a solo doce pasos de la realeza. Pero Alveron era prácticamente un rey por derecho propio. ¡Cómo se simplificaría mi vida si no tuviera a Ambrose poniéndome continuamente palos en las ruedas! Era una idea que me producía vértigo.
Echaba de menos mi laúd, pero todo tiene su precio. Estaba dispuesto a apretar las mandíbulas y pasar un ciclo entero aburrido y nervioso, sin música, a cambio de la posibilidad de conseguir el mecenazgo del maer.
Resultó que Alveron tenía razón acerca de la curiosidad de los miembros de su corte. Después de que esa noche me llamara a sus aposentos, los rumores explotaron alrededor de mí como un incendio de maleza. Entendí por qué el maer disfrutaba con esas cosas. Era como ver cómo nacían las historias.