¿En qué estabas pensando? -me preguntó Tempi. Desilusión. Severa reprimenda-. ¿Qué loco deja su espada en el suelo?
– ¡Ella ha tirado la espada primero! -protesté.
– Solo para engañarte -repuso Tempi-. Solo era una trampa.
Estaba abrochándome la vaina de Cesura de modo que el puño sobresaliera por encima del hombro. Después del combate no había habido ninguna ceremonia especial. Magwyn se había limitado a devolverme la espada y me había sonreído al mismo tiempo que me daba unas palmaditas en la mano para reconfortarme.
Miré a la multitud, que poco a poco se dispersaba, y le hice el signo de educada incredulidad a Tempi.
– ¿Qué querías? ¿Que me quedara la espada cuando ella estaba desarmada?
– ¡Sí! -Acuerdo tajante-. Ella es cinco veces mejor luchadora que tú. ¡Si hubieras conservado la espada, tal vez habrías tenido una oportunidad!
– Tempi tiene razón -oí decir a Shehyn detrás de mí-. Conocer a tu enemigo es del Lethani. Cuando la pelea es inevitable, un luchador astuto aprovecha cualquier ventaja.
Me di la vuelta y la vi venir hacia mí por el sendero. Penthe iba a su lado. Hice el signo de educada certeza.
– Si hubiera conservado mi espada y hubiese ganado, todos habrían pensado que Carceret se había vuelto loca, y les habría molestado que yo alcanzase un rango que no merecía. Y si hubiera conservado mi espada y hubiese perdido, habría sido humillante. Ambas cosas me habrían perjudicado. -Miré a Shehyn y a Tempi-. ¿Me equivoco?
– No, no te equivocas -contestó Shehyn-. Pero Tempi tampoco se equivoca.
– Siempre hay que buscar la victoria -dijo Tempi. Firme.
Shehyn se volvió y lo miró.
– La clave es el éxito -dijo-. No siempre es necesaria la victoria para el éxito.
Tempi hizo el signo de desacuerdo respetuoso y fue a decir algo, pero Penthe se le adelantó:
– ¿Te has hecho daño al caer, Kvothe?
– No mucho -respondí arqueando la espalda con cuidado-. Algún cardenal, quizá.
– ¿Tienes algo para ponerte?
Negué con la cabeza.
Penthe se acercó a mí y me cogió por el brazo.
– Yo tengo cosas en mi casa. Que estos dos se queden hablando del Lethani. Alguien tiene que curarte las heridas. -Me sujetaba el brazo con la mano izquierda, y su comentario quedó extrañamente desprovisto de carga emocional.
– Por supuesto -dijo Shehyn al cabo de un momento, y Tempi se apresuró a hacer el signo de acuerdo. Pero Penthe ya me guiaba colina abajo.
Caminamos cerca de medio kilómetro; Penthe me sujetaba el brazo sin apretar. Al final dijo en atur, con aquel ligero acento suyo:
– ¿Estás lo bastante magullado para necesitar un bálsamo?
– La verdad es que no -admití.
– Ya me lo ha parecido -replicó-. Pero después de perder una pelea, no me gusta que los demás me expliquen cómo la he perdido. -Esbozó una sonrisa de complicidad, y yo se la devolví.
Seguimos andando; sin soltarme el brazo, Penthe me guió sutilmente por un bosquecillo, y luego por un empinado camino excavado en un risco no muy alto. Al final llegamos a una hondonada apartada con una alfombra de hierba salpicada de papáveras silvestres. Sus pétalos, sueltos y de color rojo sangre, eran casi del mismo color que el atuendo de mercenario de Penthe.
– Vashet me ha contado que los bárbaros tenéis extraños rituales para el sexo -dijo Penthe-. Me ha contado que si quisiera acostarme contigo, tendría que llevarte a las flores. -Abrió un brazo mostrándome el campo de papáveras-. Estas son las más bonitas que he encontrado en esta estación. -Me miró, expectante.
– Ah -dije-. Me temo que Vashet se estaba burlando de ti.
O quizá de mí. -Penthe arrugó el entrecejo, y me apresuré a añadir-: Pero es verdad que los bárbaros tenemos muchos rituales relacionados con el sexo. Allí las cosas son un poco más complicadas.
Penthe hizo el signo de seria irritación.
– No debería sorprenderme -dijo-. Todo el mundo cuenta historias sobre los bárbaros. Algunas forman parte del entrenamiento, para que pueda desenvolverme bien entre vosotros. -Sin embargo irónico-. Como todavía no he estado en vuestras tierras, también me cuentan historias para burlarse de mí.
– ¿Qué clase de historias? -pregunté, y pensé en todo lo que yo había oído acerca de los Adem y del Lethani antes de conocer a Tempi.
Penthe encogió los hombros. Ligero bochorno.
– Tonterías. Dicen que todos los bárbaros son enormes. -Levantó mucho la mano sobre su cabeza, mostrando una estatura de más de dos metros-. Naden me contó que fue a un pueblo donde los bárbaros comían una sopa hecha con barro. Dicen que los bárbaros nunca se bañan. Que se beben su propia orina, creyendo que los hará más longevos. -Meneó la cabeza, riendo y haciendo el signo de divertido y horrorizado.
– ¿Me estás diciendo -pregunté despacio- que vosotros no os la bebéis?
Penthe dejó de reír de golpe y me miró; su rostro y sus manos revelaban una mezcla de vergüenza, repugnancia e incredulidad envuelta en confusión y arrepentimiento. Era una combinación de emociones tan extraña que no pude por menos de reírme, y vi que se relajaba al comprender que era una broma.
– Lo entiendo -dije-. Nosotros contamos historias parecidas sobre los Adem.
– Tienes que contármelas, igual que yo te las he contado. Es justo. -Le chispeaban los ojos.
Dada la reacción de Tempi cuando le había contado lo del fuego de palabras y el Lethani, decidí compartir otra cosa.
– Dicen que los que visten el rojo nunca practican el sexo. Dicen que cogéis esa energía y la ponéis en vuestro Ketan, y que por eso sois tan buenos luchadores.
Penthe se rió con ganas.
– Si fuera así, yo nunca habría conseguido la tercera piedra -dijo. Diversión irónica-. Si obtuviera mi habilidad para luchar mediante la abstinencia sexual, habría días en que ni siquiera podría cerrar un puño.
Al oír eso, noté que se me aceleraba un poco el pulso.
– Pero ya sé de dónde proviene esa historia -continuó-. Deben de pensar que no practicamos el sexo porque ningún Adem se acostaría con un bárbaro.
– Ah -dije, un tanto contrariado-. Entonces, ¿por qué me has traído a las flores?
– Porque ahora formas parte de Ademre -contestó con naturalidad-. Supongo que ahora muchos querrán acostarse contigo. Tienes una cara dulce, y sería difícil no sentir curiosidad por tu ira.
Penthe hizo una pausa y echó un significativo vistazo hacia abajo.
– A menos que estés enfermo, claro.
– ¿Cómo? ¡No! ¡Claro que no! -Me ruboricé.
– ¿Estás seguro?
– He estudiado en la Clínica -dije con cierta rigidez-. La mayor escuela de medicina del mundo. Sé todas las enfermedades que se pueden coger, cómo detectarlas y cómo tratarlas.
Penthe me miró con escepticismo.
– No tengo dudas sobre ti. Pero ya se sabe que los bárbaros suelen tener enfermedades sexuales.
Negué con la cabeza.
– Eso solo es otra patraña absurda. Te aseguro que los bárbaros no padecen más enfermedades que los Adem. De hecho, es posible que padezcan menos.
Penthe sacudió la cabeza; tenía una mirada seria.
– No. En eso te equivocas. ¿Cuántos enfermos crees que podría haber entre cien bárbaros?
Aquella era una estadística fácil que yo había aprendido en la Clínica.
– ¿Entre cien? Quizá cinco. Más entre los que trabajan en burdeles o frecuentan esos lugares, desde luego.
Penthe puso cara de asco y se estremeció.
– Entre cien Adem, no hay ni uno solo afectado -dijo con firmeza. Incuestionable.
– Venga ya. -Levanté una mano e hice un círculo con los dedos-. ¿Ninguno?
– Ninguno -confirmó Penthe con vehemencia-. Solo podemos coger esas enfermedades de los bárbaros, y los que viajan están avisados.
– ¿Y si cogieras una enfermedad de esas de otro Adem que no hubiera tenido cuidado mientras viajaba? -pregunté.
La diminuta cara en forma de corazón de Penthe adoptó una seriedad inusitada. Infló las aletas de la nariz.
– ¿De uno de los míos? -Inmensa ira-. Si uno de Ademre me contagiara una enfermedad, me pondría furiosa. Me pondría a gritar desde lo alto de un precipicio para que todos supieran lo que había hecho. Haría que su vida fuera tan dolorosa como un hueso roto.
Hizo el signo de repugnancia sacudiéndose la pechera de la camisa, el primer signo del lenguaje de signos adem que me había enseñado Tempi.
– Luego haría el largo viaje a pie más allá de las montañas, hasta el Tahl, para curarme. Aunque el viaje me llevara dos años y en todo ese tiempo no pudiera aportar dinero a la escuela. Y nadie me lo reprocharía.
Asentí con la cabeza. Aquello parecía lógico. Dada la actitud de los Adem respecto al sexo, si fuera de otra forma, las enfermedades harían estragos entre la población.
Vi que Penthe me observaba expectante.
– Gracias por las flores -dije.
Penthe asintió, dio un paso hacia mí y alzó la vista. Sonrió con aquella sonrisa tímida suya. La emoción se reflejaba en sus ojos. De pronto se puso seria.
– ¿Son suficiente para satisfacer tus rituales bárbaros o tengo que hacer algo más?
Alargué una mano, le acaricié la suave piel del cuello y deslicé las yemas de los dedos bajo su larga trenza, hasta la nuca. Penthe cerró los ojos e inclinó la cara hacia mí.
– Son preciosas, y más que suficiente -dije, y me incliné para besarla.
– Tenía razón -dijo Penthe dando un suspiro de satisfacción. Estábamos tumbados desnudos entre las flores-. Tienes una ira muy bonita.
Estaba tendido boca arriba, con el menudo cuerpo de Penthe enroscado bajo mi brazo y la cara en forma de corazón apoyada en mi pecho.
– ¿Qué quieres decir con eso? -pregunté-. Me parece que «ira» no es la palabra adecuada.
– Quiero decir vaevin -respondió usando el término en adémico-. ¿Es lo mismo?
– No conozco esa palabra -admití.
– Creo que «ira» es la palabra correcta -dijo ella-. He hablado con Vashet en tu idioma, y ella no me corrigió.
– Pero ¿qué quieres decir con «ira»? No estoy enfadado, desde luego.
Penthe levantó la cabeza de mi pecho y me lanzó una perezosa sonrisa de satisfacción.
– Claro que no -dijo-. Te he quitado la ira. ¿Cómo ibas a estar enfadado?
– Entonces… ¿ahora tú estás enfadada? -pregunté, convencido de que había algo que se me escapaba.
Penthe rió y sacudió la cabeza. Se había soltado la trenza y el pelo de color miel colgaba suelto a un lado de su cara. Parecía otra persona completamente diferente. Por eso y porque no llevaba las ropas rojas de mercenario, supongo.
– No, no es esa clase de ira. Me alegro de tenerla.
– Sigo sin entenderlo -confesé-. Me parece que es una de esas cosas que los bárbaros no sabemos. Explícamelo como si fuera un niño.
Me observó un momento, seria; entonces se tumbó boca abajo para poder mirarme sin forzar el cuello.
– Esta ira no es un sentimiento. Es… -Vaciló y arrugó un poco la frente-. Es un deseo. Una creación. Una necesidad de vida.
Paseó la mirada alrededor y finalmente la clavó en la hierba que nos rodeaba.
– La ira es lo que hace que la hierba empuje hacia arriba desde el suelo para llegar al sol -dijo-. Todos los seres vivos tienen ira. El fuego que contienen es lo que les hace querer moverse, crecer, hacer. -Ladeó la cabeza-. ¿Eso lo entiendes?
– Creo que sí -respondí-. ¿Y las mujeres les quitan la ira a los hombres cuando practican el sexo?
Penthe sonrió y asintió con la cabeza.
– Por eso después un hombre está tan cansado. Entrega una parte de sí mismo. Se derrumba. Se duerme. -Miró hacia abajo-. O una parte de él se duerme.
– No por mucho tiempo -la previne.
– Eso es porque tú tienes una ira muy bonita y muy fuerte -dijo con orgullo-. Ya te lo he dicho. Lo sé porque te he quitado un trozo. Y sé que hay más esperando.
– Sí, hay más -admití-. Pero ¿qué hacen las mujeres con la ira?
– La utilizamos -contestó-. Por eso después una mujer no siempre se duerme como hace un hombre. Está más despierta. Necesita moverse. Desea más de eso que le dio la ira. -Acercó la cabeza a mi torso y me mordió juguetona, frotando su cuerpo desnudo contra el mío.
Era una distracción muy agradable.
– ¿Significa eso que las mujeres no tienen ira propia?
Penthe volvió a reír.
– No. Todas las cosas tienen ira. Pero las mujeres pueden utilizar su ira para muchas cosas. Y los hombres tienen más ira de la que pueden utilizar, demasiada ira para su propio bien.
– ¿Cómo puede uno tener demasiado deseo de vivir, crecer y hacer? -pregunté-. Cuanto más, mejor, ¿no?
Penthe sacudió la cabeza y se apartó el pelo con una mano.
– No. Es como la comida. Una comida te sienta bien. Dos comidas no te sientan mejor. -Volvió a arrugar la frente-. No. Es como el vino. Una copa de vino te sienta bien, dos pueden sentarte mejor, pero diez… -Asintió con la cabeza, muy seria-. Con la ira pasa algo muy parecido. Si un hombre acumula demasiada, se vuelve como un veneno para él. Quiere demasiadas cosas. Lo quiere todo. Su mente se vuelve extraña, violenta.
Asintió para sí.
– Sí. Creo que por eso «ira» es la palabra correcta. Se nota cuándo un hombre se ha guardado toda la ira. Se vuelve amarga en su interior. Se vuelve contra sí misma y le obliga a romper en lugar de hacer.
– Conozco a hombres así -dije-. Pero también a mujeres.
– Todas las cosas tienen ira -repitió encogiendo los hombros-. Una piedra no tiene mucha comparada con un árbol que está echando brotes. Con las personas pasa lo mismo. Unas tienen más y otras, menos. Unas la utilizan sabiamente, y otras no. -Esbozó una amplia sonrisa-. Yo tengo mucha, y por eso me gusta tanto el sexo y soy tan fiera peleando. -Volvió a morderme en el pecho, esa vez más en serio, y empezó a avanzar hacia mi cuello.
– Pero si le quitas la ira a un hombre practicando con él el sexo -dije esforzándome para concentrarme-, ¿no significa eso que cuanto más sexo practicas, más quieres?
– Es como el agua que usas para cebar una bomba -dijo con voz acalorada junto a mi oreja-. Ven, voy a quitártela toda, aunque nos lleve todo el día y parte de la noche.
Al final nos trasladamos del prado a los baños, y luego a la casa de Penthe, una vivienda de dos habitaciones cómodas y acogedoras construida contra la pared de un risco. La luna llevaba un rato observándonos a través de la ventana, aunque dudo que le mostrásemos algo que ella no hubiera visto ya.
– ¿Ya tienes suficiente? -dije con voz entrecortada. Estábamos tumbados lado a lado en su cama, ancha y cómoda, cubiertos de sudor-. Si me quitas mucha más, quizá no me quede ira para hablar ni para respirar.
Tenía una mano sobre la llana superficie de su vientre. Su piel era lisa y suave, pero cuando rió noté cómo se tensaban los músculos de su abdomen, que se pusieron duros como planchas de acero.
– Sí, de momento ya tengo suficiente -me respondió, y su voz reveló su agotamiento-. Si te dejo vacío como un fruto al que han extraído todo el jugo, Vashet se enfadara.
Pese a que había sido un largo día, estaba sorprendentemente despierto, y tenía la mente clara y despejada. Recordé algo que Penthe había dicho hacía un rato.
– Antes has mencionado que las mujeres utilizan la ira para muchas cosas. ¿Qué usos le dan ellas que no le den los hombres?
– Nosotras enseñamos -me contestó-. Damos nombres. Llevamos la cuenta de los días y nos encargamos de que todo fluya. Plantamos. Hacemos niños. -Encogió los hombros-. Muchas cosas.
– Pero los hombres también pueden hacer esas cosas -razoné.
– Te equivocas de palabra -dijo Penthe riendo. Me frotó la barbilla-. Los hombres pueden hacer una barba. Un niño es diferente, y en eso no participáis.
– Nosotros no llevamos dentro al niño -puntualicé, un poco ofendido-, pero sí participamos en hacerlo.
Penthe me miró con una sonrisa en los labios, como si yo acabara de soltar un chiste. Entonces se le fue borrando la sonrisa. Se incorporó apoyándose en un codo y se quedó mirándome.
– ¿Lo dices en serio?
Al ver mi cara de perplejidad, abrió mucho los ojos y se sentó en la cama.
– ¡Es verdad! -exclamó-. ¡Creéis en las madres varón! -Se puso a reír y se tapó la boca con ambas manos-. ¡Nunca creí que fuera verdad! -Bajó la mano izquierda revelando una sonrisa de excitación mientras hacía el signo de asombro y deleite.
Sentí que debía molestarme, pero no me quedaba suficiente energía. Quizá hubiera parte de verdad en aquello que Penthe había dicho de que los hombres perdían su ira.
– ¿Qué es una madre varón? -pregunté.
– ¿Seguro que no es ninguna broma? -dijo Penthe, que seguía tapándose la sonrisa con una mano-. ¿De verdad creéis que el hombre pone al niño dentro de la mujer?
– Pues… sí-contesté, un tanto incómodo-. Es una forma sencilla de expresarlo. Para hacer un niño hacen falta un hombre y una mujer. Un padre y una madre.
– ¡Pero si hasta tenéis una palabra para eso! -exclamó, encantada-. Eso también me lo habían contado. Como las historias de la sopa de barro. ¡Pero nunca creí que fuera verdad!
Llegados a ese punto, me incorporé. Empezaba a preocuparme.
– A ver, pero tú sabes cómo se hacen los niños, ¿no? -pregunté, e hice el signo de gravedad-. Los niños vienen haciendo esto que llevamos haciendo casi todo el día.
Penthe me observó un momento atónita, y a continuación soltó una carcajada; intentó hablar varias veces, pero cada vez que me miraba y veía la expresión de mi cara, la risa volvía a impedírselo.
Entonces se puso las manos sobre el abdomen y empezó a palpárselo fingiendo desconcierto.
– ¿Dónde está mi niño? Debo de haber practicado mal el sexo todos estos años. -Volvió a reír, y los músculos de su abdomen oscilaron dibujando un relieve parecido al del caparazón de una tortuga-. Si lo que dices fuera cierto, yo ya tendría cien hijos. ¡Quinientos hijos!
– No pasa todas las veces que practicas el sexo -expliqué-. La mujer solo está madura para hacer un hijo en determinados momentos.
– Y tú, ¿lo has hecho? -me preguntó mirándome con fingida seriedad, mientras una sonrisa asomaba a la comisura de sus labios-. ¿Has hecho algún niño con una mujer?
– He tomado medidas para no hacerlo -contesté-. Hay una hierba llamada silphium. La mastico todos los días, y evita que le ponga el niño dentro a la mujer.
Penthe sacudió la cabeza.
– Eso es otro ritual de sexo de los bárbaros -dijo-. Y de donde tú vienes, ¿llevar a un hombre a las flores también hace niños?
Decidí cambiar de táctica.
– Si los hombres no participan en hacer los niños, ¿cómo explicas que los niños se parezcan a sus padres?
– Los recién nacidos parecen ancianos enojados -respondió Penthe-. Son calvos y tienen… -titubeó, tocándose la mejilla- rayas en la cara. ¿Quiere eso decir que los ancianos son los únicos que hacen niños? -Sonrió con ironía.
– ¿Y los gatitos? -pregunté-. Habrás visto una carnada de garitos. Cuando un gato blanco y un gato negro se aparean, nacen gatitos blancos y negros. Y algunos de los dos colores.
– ¿Siempre?
– No, no siempre -admití-. Pero sí la mayoría de las veces.
– ¿Y si hay un gatito rubio? -me preguntó.
Antes de que pudiera responder, Penthe descartó la pregunta con un ademán.
– Los gatitos no tienen nada que ver -dijo-. Nosotros no somos como los animales. No nos ponemos en celo. No ponemos huevos. No hacemos capullos, ni frutos, ni semillas. No somos perros, ni ranas, ni árboles.
»Te estás equivocando -continuó, mirándome con seriedad-. También podrías decir que dos piedras hacen piedrecitas golpeándose una contra otra hasta que se desprende un trozo. Y que las personas hacen lo mismo para hacer niños.
Estaba que echaba chispas, pero Penthe tenía razón. Estaba cometiendo una falacia por analogía. Era lógica incorrecta.
Seguimos hablando un rato de lo mismo. Le pregunté si conocía a alguna mujer que se hubiera quedado embarazada sin haber tenido relaciones sexuales en los meses anteriores. Penthe me contestó que no conocía a ninguna mujer que hubiera pasado tres meses sin tener relaciones sexuales voluntariamente, salvo que hubieran viajado a tierras bárbaras, o estuvieran muy enfermas, o fueran muy viejas.
Al final, Penthe agitó una mano para hacerme callar e hizo el signo de exasperación.
– ¿No ves que solo das excusas? Practicando el sexo se hacen bebés, pero no siempre. Los bebés se parecen a las madres varón, pero no siempre. El sexo debe practicarse en el momento correcto, pero no siempre. Hay plantas que ayudan a hacer niños, y otras que ayudan a evitarlo. -Sacudió la cabeza-. ¿No te das cuenta de que lo que dices es fino como una red? Sigues tejiendo hilos con la esperanza de que la red retenga el agua. Pero la esperanza no hace que sea cierto.
Al ver que fruncía el entrecejo, me cogió una mano e hizo en ella el signo de consuelo, como había hecho en el comedor. Había dejado de reír.
– Ya veo que crees en eso. Entiendo por qué los varones bárbaros quieren creerlo. Debe de ser reconfortante pensar que sois importantes para algo. Pero no es verdad, sencillamente.
Penthe me miró con algo parecido a la lástima y continuó:
– A veces, una mujer madura. Eso es algo natural en lo que los hombres no participan. Por eso muchas mujeres maduran en otoño, como los frutos. Por eso muchas mujeres maduran aquí, en Haert, que es un buen sitio para tener niños.
Busqué algún otro argumento convincente, pero no se me ocurrió ninguno. Era frustrante.
Al ver mi expresión, Penthe me apretó la mano e hizo el signo de concesión.
– Quizá las mujeres bárbaras sean diferentes -apuntó.
– Eso solo lo dices para que me sienta mejor -repliqué sombríamente, y de pronto abrí la boca en un bostezo enorme.
– Sí -admitió Penthe. Me besó suavemente y me empujó por los hombros para tumbarme de nuevo en la cama.
Me tumbé, y Penthe volvió a acurrucarse bajo mi brazo, apoyando la cabeza en mi hombro.
– Debe de resultar duro ser hombre -dijo en voz baja-. Las mujeres sabemos que formamos parte del mundo. Estamos llenas de vida. Las mujeres somos la flor y el fruto. Recorremos el tiempo como parte de nuestros hijos. Pero los hombres… -Giró la cabeza y me miró; la lástima se reflejaba en sus ojos-. Vosotros sois una rama desnuda. Sabéis que cuando muráis, no dejaréis nada importante atrás.
Penthe me acarició el pecho con ternura.
– Creo que por eso estáis tan llenos de ira. Quizá no tengáis más ira que las mujeres. Quizá la ira dentro de vosotros no tenga ningún sitio adónde ir, sencillamente. Quizá esté desesperada por dejar alguna huella. Golpea el mundo. Os hace actuar con precipitación. Os hace discutir, enfureceros. Pintáis y construís y peleáis y contáis historias que son mayores que la verdad.
Dio un suspiro de satisfacción y apoyó la cabeza en mi hombro, arrimándose más a la curva de mi brazo.
– Siento tener que decirte estas cosas. Eres un buen hombre, y muy guapo. Pero no dejas de ser un hombre. Tu ira es lo único que puedes ofrecerle al mundo.