Capítulo 14

La ciudad escondida

Si bien las horas que había perdido de caza y captura buscando los libros de Elodin me habían dejado profundamente irritado, la experiencia me proporcionó un sólido conocimiento sobre el funcionamiento del Archivo. Lo más importante que aprendí fue que no era un mero almacén lleno de libros. El Archivo era una auténtica ciudad. Tenía calles y callejones tortuosos. Tenía pasajes y atajos.

Como en cualquier ciudad, algunas partes del Archivo eran un hervidero de actividad. En el Scriptorium había hileras de mesas donde los secretarios se afanaban con traducciones o copiaban textos desvaídos en libros nuevos con tinta negra y fresca. En la Sala de Clasificación los secretarios pasaban los libros por la criba y los colocaban de nuevo en los estantes.

La Sala de Descocados no era lo que había imaginado. Allí se desparasitaban los libros nuevos antes de añadirlos a la colección. Por lo visto, hay un sinfín de bicharracos que adoran los libros: unos devoran el pergamino y el cuero, y otros tienen afición al papel o la cola. Las lepismas eran solo un ejemplo, y después de que Wilem me contara unas cuantas historias, me dieron ganas de ir corriendo a lavarme las manos.

La Jaula del Catalogador, el Taller de Encuadernación, Rollos, Palimpsestos… En todas esas salas, llenas de silenciosos y laboriosos secretarios, se vivía el ajetreo de una colmena.

Pero en otras partes del Archivo ocurría todo lo contrario. La Oficina de Adquisiciones, por ejemplo, era muy pequeña y estaba permanentemente a oscuras. A través de la ventana vi que toda una pared de la oficina estaba ocupada por un mapa inmenso, con las ciudades y los caminos marcados con tanto detalle que parecía un telar enmarañado. El mapa estaba recubierto con una capa de laca alquímica transparente, y en varios puntos había notas escritas con lápiz rojo que localizaban rumores de libros atractivos y las últimas posiciones conocidas de los diferentes equipos de adquisición.

Volúmenes era como un gran parque público. Todos los estudiantes tenían libertad para entrar allí y leer los libros de los anaqueles. También podían presentar una solicitud a los secretarios, que de mala gana iban a Estanterías para encontrar, si no el libro exacto que les habían pedido, al menos algún otro relacionado.

Pero en Estanterías era donde se concentraba el grueso del Archivo. Allí era donde vivían los libros. Y como en cualquier ciudad, había barrios buenos y barrios malos.

En los barrios buenos todo estaba debidamente organizado y catalogado. Allí, la referencia del catálogo te guiaba hasta un libro con extrema precisión, como si alguien te lo señalara con un dedo.

Luego estaban los barrios malos. Secciones de! Archivo olvidadas, abandonadas o simplemente demasiado problemáticas para que se ocuparan de ellas de momento. Allí los libros estaban organizados según catálogos viejos, o no obedecían a catálogo alguno.

Había paredes de estantes que parecían bocas donde faltaban dientes, allí donde, en el pasado, los secretarios habían canibalizado un catálogo viejo para ordenar los libros según el sistema que estuviera de moda en ese momento. Treinta años atrás, habían trasladado dos pisos enteros de libros de un barrio bueno a otro malo cuando una facción rival de secretarios quemó los catálogos de Larkin.

Y estaba, por supuesto, la puerta de las cuatro placas. El secreto del corazón de la ciudad.

Era agradable pasear por los barrios buenos. Era gratificante ir a buscar un libro y encontrarlo exactamente donde debía estar. Era fácil. Reconfortante. Rápido.

Pero los barrios malos eran fascinantes. Los libros guardados allí estaban abandonados y polvorientos. Cuando abrías uno, quizá leyeras palabras que ningunos ojos habían tocado durante centenares de años. Allí, entre la basura, había auténticos tesoros.

Era allí donde yo buscaba información sobre los Chandrian.

Me pasé horas, días enteros buscando. Una de las razones por las que había ido a la Universidad era mi obsesión por descubrir la verdad sobre ellos. Ahora que por fin tenía fácil acceso al Archivo, me propuse recuperar el tiempo perdido.

Pero pese a mis largas horas de exploración, no encontré prácticamente nada. En varias antologías de cuentos para niños aparecían los Chandrian haciendo pequeñas travesuras como robar tartas o agriar la leche. En otros, regateaban como demonios en dramas morales atures.

Esparcidos por esas historias había unos pocos y delgados hilos de realidad, pero nada que yo no supiera ya. Los Chandrian estaban malditos. Había señales que anunciaban su presencia: fuego azul, herrumbre y putrefacción, una sensación de frío.

Mi cacería se hacía más difícil al no poder pedirle ayuda a nadie. Si corriese la voz de que me pasaba horas leyendo cuentos para niños, mi reputación no mejoraría mucho.

Y lo más importante: una de las pocas cosas que sabía sobre los Chandrian era que se esforzaban brutalmente para reprimir cualquier conocimiento de su existencia. Habían matado a mi troupe porque mi padre había compuesto una canción sobre ellos. En Trebon habían matado a todos los invitados de una boda porque algunos los habían visto representados en una pieza de cerámica antigua.

Dadas las circunstancias, hablar de los Chandrian no parecía lo más prudente ni sabio.

Así que seguí buscando yo solo. Al cabo de unos días, perdí la esperanza de hallar algo tan útil como un libro sobre los Chandrian, o incluso algo tan sustancioso como una monografía. Sin embargo, seguí leyendo con la esperanza de dar con un retazo de verdad oculto en algún rincón. Un solo hecho. Una pista. Algo.

Pero los cuentos para niños no abundan en detalles, y los pocos que encontré eran a todas luces descabellados. ¿Dónde vivían los Chandrian? En las nubes. En los sueños. En un castillo de caramelo. ¿Cuáles eran sus señales? Truenos. El oscurecimiento de la luna. En un relato hasta mencionaban los arcos iris. ¿A quién se le ocurriría escribir eso? ¿Por qué hacer que los niños le tuvieran miedo al arco iris?

Encontrar los nombres resultó más sencillo, pero era evidente que estaban todos robados de otras fuentes. Casi todos eran nombres de demonios mencionados en el Libro del camino, o de alguna obra de teatro, sobre todo de Daeonica. Una historia alegórica penosa nombraba a los Chandrian como a siete famosos emperadores de los días del imperio de Atur. Al menos eso me arrancó una breve y amarga risotada.

Al final descubrí un delgado volumen, titulado El libro de los secretos, enterrado en lo más profundo de Catálogos Muertos. Era un libro extraño: estaba organizado como un bestiario, pero escrito como un abecedario para niños. Tenía ilustraciones en que aparecían seres de cuentos de hadas como ogros, troles y resinillos. Cada entrada tenía una ilustración acompañada de un poema breve e insípido.

La entrada de los Chandrian era la única que no llevaba ilustración, por supuesto. En su lugar solo había una página vacía enmarcada con volutas decorativas. El poema no aportaba absolutamente nada:

De un sitio a otro los Chandrian van,

pero nunca dejan rastro ni sabes dónde están.

Guardan sus secretos con mucho cuidado,

pero nunca te arañan ni te pegan un bocado.

No montan peleas ni arman jaleos.

De hecho con nosotros son bastante buenos.

Llegan y se van, te vuelves y se han ido,

como un rayo en el cielo, como un suspiro.

Pese a lo irritante que resultaba un texto tan superficial, al menos dejaba algo muy claro: para el resto de la gente, los Chandrian no eran más que cuentos de hadas infantiles. Tan irreales como los engendros o los unicornios.

Yo sabía otra cosa, por supuesto. Los había visto con mis propios ojos. Había hablado con Ceniza, el de los ojos negros. Había visto a Haliax, envuelto en un manto de sombra.

Continué mi infructuosa búsqueda. No me importaba lo que creyera el resto de la gente. Yo sabía la verdad, y no soy de los que se rinden fácilmente.

Me acomodé al ritmo del nuevo bimestre. Como antes, asistía a las clases y tocaba el laúd en Anker's, pero pasaba la mayor parte del tiempo en el Archivo. Lo había deseado tanto que poder entrar por la puerta principal siempre que quisiera me parecía casi un sueño.

Ni siquiera mi continuado fracaso en la búsqueda de algún dato objetivo sobre los Chandrian me amargaba la experiencia. Mientras iba a la caza y captura, cada vez me distraían más otros libros que encontraba. Un herbario medicinal escrito a mano con ilustraciones a la acuarela de varias plantas. Un pequeño libro en cuarto con cuatro obras de teatro que jamás había oído mencionar. Una biografía considerablemente amena de Hevred el Precavido.

Pasaba tardes enteras en los rincones de lectura, saltándome las comidas y descuidando a mis amigos. Más de una vez fui el último alumno que salió del Archivo por la noche, antes de que los secretarios cerraran las puertas con llave. Si hubiera estado permitido, habría dormido allí.

Algunos días, cuando tenía el horario demasiado apretado para quedarme mucho rato seguido leyendo, me limitaba a pasearme por Estanterías unos minutos entre clase y clase.

Estaba tan encaprichado con mis recientes libertades que pasé varios días sin ir a Imre. Cuando volví al Hombre de Gris, llevé una tarjeta de visita que había hecho con un trozo de pergamino. Pensé que Denna la encontraría graciosa.

Pero cuando llegué, el entrometido portero del Hombre de Gris me dijo que no, no podía entregar mi tarjeta. No, la joven dama ya no se alojaba allí. No, no podía dejarle ningún mensaje. No, no sabía adónde había ido.

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