Estaba sentado en el escalón de la chimenea de Anker's con el laúd en el regazo. La sala estaba caldeada y en silencio, atestada de gente que había ido a oírme tocar.
La de Abatida era mi noche fija en Anker's, y siempre había un público muy nutrido. Por muy mal tiempo que hiciera, nunca había sillas suficientes, y quienes llegaban tarde tenían que apiñarse alrededor de la barra o apoyarse contra las paredes. Recientemente, Anker había necesitado contratar a una camarera de refuerzo para esas noches en particular.
Fuera de la posada, el invierno seguía aferrándose a la Universidad, pero dentro se estaba caliente, y la atmósfera tenía un dulce olor a cerveza, pan y caldo. Con el paso de los meses, había entrenado poco a poco a mi público para que prestara la atención debida mientras tocaba, así que la sala estaba en silencio cuando empecé a desgranar las notas de la segunda estrofa de «Violeta espera».
Aquella noche estaba inspirado. Mi público me había invitado a media docena de copas, y, en un arranque de generosidad, un secretario piripi había tirado un penique duro en el estuche de mi laúd, donde brillaba entre las monedas mates de hierro y cobre. Había hecho llorar dos veces a Simmon, y la camarera nueva de Anker's me sonreía y se sonrojaba con tanta frecuencia que ni siquiera a mí podía pasarme desapercibida la señal. Tenía unos ojos preciosos.
Por primera vez que yo recordara, sentía que ejercía cierto control sobre mi vida. Tenía dinero en la bolsa. Me iban bien los estudios. Podía entrar en el Archivo, y aunque tenía que trabajar en Existencias, todos sabían que Kilvin estaba muy complacido conmigo.
Lo único que me faltaba era Denna.
Me miré las manos al atacar el estribillo final de «Violeta espera».
Había bebido unas cuantas copas más de lo habitual, y no quería meter la pata. Mientras me miraba los dedos, oí que se abría la puerta de la taberna y noté que un viento frío se colaba en la sala. Las llamas del fuego se agitaron, y oí pisadas de botas por el suelo de madera.
Todos me escuchaban en silencio, y canté:
Sentada junto a la ventana,
Violeta, paciente, espera.
Aguarda al amado
que el mar le ha robado.
Desfilan los pretendientes,
mas Violeta, paciente, espera
contemplando la marea.
Toqué el último acorde, pero en lugar de la ovación atronadora que esperaba, solo oí un silencio resonante. Levanté la cabeza y vi a cuatro hombres altos de pie ante la chimenea. La nieve derretida había empapado los hombros de sus gruesas capas. Tenían un semblante adusto.
Tres de ellos llevaban la gorra oscura y redonda que los identificaba como alguaciles. Y por si esa no fuera pista suficiente para adivinar a qué se dedicaban, cada uno empuñaba un largo garrote de roble forrado de hierro. Me miraban con ojos de halcón.
El cuarto hombre se mantenía un poco separado de los otros. No lucía la gorra de alguacil y no era tan alto ni tan ancho de hombros. Pese a eso, se comportaba con indudable autoridad, y su rostro enjuto denotaba severidad. Sacó un trozo de pergamino grueso, decorado con diversos sellos oficiales negros.
– Kvothe, hijo de Arliden -leyó en voz alta, con voz clara y potente-. En presencia de estos testigos te obligo a presentarte voluntariamente ante la ley del hierro. Se te acusa de Confraternización con Poderes Diabólicos, Uso Malintencionado de Artes No Naturales, Agresión No Provocada y Felonía.
No hará falta que diga que me cogieron completamente desprevenido.
– ¿Cómo dice? -fue lo único que se me ocurrió preguntar. Como ya he dicho, había bebido bastante.
El hombre de rostro severo me ignoró y se volvió hacia uno de los alguaciles.
– Prendedlo.
Uno de los alguaciles sacó una larga y tintineante cadena de hierro. Hasta ese momento, había estado demasiado estupefacto para sentir miedo, pero ver a aquel hombre de aspecto hosco extrayendo un par de esposas de hierro de un saco me produjo un miedo que hizo que me temblaran las rodillas.
Simmon se acercó a la chimenea y apartó a los alguaciles a empujones para plantarse ante el cuarto hombre.
– ¿Puede saberse qué está pasando aquí? -preguntó Sim con profundo enojo. Era la primera vez que le oía hablar como el hijo de un duque-. Haga el favor de explicarse.
El hombre que sostenía el pergamino miró a Simmon con serenidad, metió una mano dentro de su capa y extrajo una sólida barra de hierro con una franja de oro alrededor de cada extremo. Sim palideció un poco cuando el hombre la sostuvo en alto para que todos en la sala pudieran verla. Aquella barra, además de resultar tan amenazadora como los garrotes de los alguaciles, era un símbolo inequívoco de su autoridad. El hombre era un citador de los tribunales de la Mancomunidad. Y no era un citador ordinario, pues las franjas de oro significaban que podía ordenar a cualquiera que se presentara ante la ley del hierro: sacerdotes, funcionarios del gobierno, incluso miembros de la nobleza hasta el rango de barón.
Anker también se había abierto paso entre los parroquianos. Sim y él examinaron el documento del citador y comprobaron que era auténtico y oficial. Estaba firmado y sellado por todo tipo de personas importantes de Imre. No se podía hacer nada. Iban a llevarme ante la ley del hierro.
Los clientes de Anker's vieron cómo me ataban las manos y los pies con cadenas. Algunos parecían conmocionados; otros, confusos, pero la mayoría parecían sencillamente asustados. Cuando los alguaciles me arrastraron entre la multitud hacia la puerta, solo un puñado de espectadores osaron mirarme a los ojos.
Me llevaron a pie hasta Imre. Atravesamos el Puente de Piedra y recorrimos la llana extensión del Gran Camino de Piedra. El viento invernal enfriaba el hierro que me rodeaba las muñecas y los tobillos hasta quemarme, lacerarme y congelarme la piel.
A la mañana siguiente llegó Sim con Elxa Dal y poco a poco fue aclarándose todo. Habían pasado meses desde el día que pronunciara el nombre del viento en Imre después de que Ambrose me rompiera el laúd. Los maestros me habían condenado por felonía y me habían hecho azotar públicamente en la Universidad. Había pasado tanto tiempo que las marcas del látigo en la espalda no eran más que cicatrices plateadas. Creía que el asunto había quedado resuelto.
Pero por lo visto, estaba equivocado. Como el incidente se había producido en Imre, entraba en la jurisdicción de los tribunales de la Mancomunidad.
Vivimos en una era civilizada, y existen pocos lugares más civilizados que la Universidad y sus alrededores. Pero hay partes de la ley del hierro que persisten, vestigios de tiempos más oscuros. Hacía cien años que no quemaban a nadie por Confraternización o Artes No Naturales, pero las leyes seguían vigentes. La tinta se había desteñido, pero las palabras todavía se leían con claridad.
Ambrose no estaba implicado directamente, por descontado. Era demasiado listo para eso. Esa clase de juicios no eran beneficiosos para la reputación de la Universidad. Si Ambrose hubiera presentado esas acusaciones contra mí, los maestros se habrían enfurecido. Ellos se esforzaban mucho para proteger el buen nombre de la Universidad en general y del Arcano en particular.
Así pues, Ambrose no tenía ninguna relación con las acusaciones. Quienes presentaron los cargos ante los tribunales fueron un puñado de nobles influyentes de Imre. Sí, ellos conocían a Ambrose, desde luego, pero eso no era incriminatorio. Al fin y al cabo, Ambrose conocía a todas las personas con poder, sangre o dinero a ambos lados del río.
De modo que me presenté ante la ley del hierro. El proceso duró seis días, y fue una fuente de irritación y ansiedad extraordinarias. Interrumpió mis estudios y mi trabajo en la Factoría, y clavó el último clavo en el ataúd donde yo enterraba mis esperanzas de encontrar, algún día, un mecenas.
Lo que había empezado como una experiencia aterradora pronto se convirtió en un proceso tedioso cargado de pompa y ritual. Se leyeron en voz alta, confirmaron y copiaron en los archivos oficiales más de cuarenta cartas de testimonio. Había días dedicados por entero a largos discursos. Citas de la ley del hierro. Explicaciones del procedimiento. Fórmulas de tratamiento formales. Hombres ancianos que leían en libros antiguos.
Me defendí lo mejor que pude, primero en el tribunal de la Mancomunidad, y luego también en los tribunales eclesiásticos. Arwyl y Elxa Dal hablaron en mi defensa. O mejor dicho, escribieron cartas y luego las leyeron en voz alta ante el tribunal.
Al final me absolvieron de todas las acusaciones. Creí que quedaba vindicado. Creí que había ganado…
Pero en ciertos aspectos todavía era terriblemente ingenuo.