Después de aquella noche, muchas cosas siguieron como antes. En las cosas externas Wili trabajaba en los jardines casi tanto como antes. A pesar de los regalos de comida que habían traído los huéspedes, debían seguir cultivando para alimentarse. (El apetito de Wili era mayor que el de los demás, pero no parecía que el comer más ayudara en algo, parecía tan enclenque y mal alimentado como antes.) Pero durante la tarde y la noche trabajaba con las máquinas de Naismith.
Resultó que el fantasma era una de aquellas máquinas. Jill, así la llamaba el anciano, era en realidad un programa de interfase que se desarrollaba en un sistema informático especial. Era muy buena, casi como una persona. Con el equipo de proyección que Naismith había construido en las paredes de la terraza, podía hacerla aparecer hasta en el espacio libre. Jill era una tutora perfecta, infinitamente paciente, pero con la suficiente «humanidad» para lograr que Wili quisiera complacerla. Hora tras hora, iba preguntándole cosas del lenguaje. Era como un Celeste verbal. En cuestión de semanas, Wili había hecho muchos progresos y, de ser prácticamente iletrado, había pasado a tener un buen dominio del inglés técnico escrito.
Al mismo tiempo, Naismith había empezado a enseñarle matemáticas. Al principio, Wili se mostraba desdeñoso. Podía hacer los cálculos aritméticos tan aprisa como Naismith. Pero no tardó en ver que en las matemáticas había algo más que las cuatro operaciones aritméticas básicas. Existían las raíces y las funciones trascendentes, existían las relaciones que hacían funcionar tanto a Celeste como a los planetas.
Las máquinas de Naismith le mostraban las funciones en forma de gráficos así como las operaciones relacionadas con la obtención de los mismos. A medida que iban pasando los días, las funciones se hacían más específicas e interesantes. Una noche, Naismith se puso en los controles e hizo aparecer en la pantalla una sucesión de rectángulos de anchura variable que parecían una especie de almenas irregulares de un castillo. Debajo del primer dibujo, el anciano hizo aparecer un segundo y después un tercero, que se parecían al primero pero con más rectángulos y más estrechos. Las alturas iban variando arriba y abajo entre 1 y -1.
—Bien —dijo separándose de la pantalla—. ¿Cuál es la pauta de formación? ¿Puedes dibujar las tres gráficas siguientes en esta serie?
Este era un juego al que se dedicaban desde hacía algunos días. Desde luego se trataba de un asunto de opinión sobre cuál era la ley de formación y, en muchas ocasiones, existía más de una respuesta diferente que podía satisfacer el gusto de cada persona. Pero era curioso ver cómo, con frecuencia, Wili notaba instintivamente que una solución era más correcta, y que otras tenían algo antiestético. Miró la pantalla durante algunos segundos. Esto era más difícil que Celeste, donde sólo tenía que considerar las relaciones determinísticas. Hmmm. Los cuadriláteros se hacían menores pero las alturas permanecían invariables. La anchura de las figuras menores disminuía en un factor dos, cada vez que se cambiaba de línea. Alargó el brazo y con el índice fue marcando sobre la pantalla las tres gráficas de su respuesta.
—Bien —dijo Naismith—. Creo que ya ves cómo podrías seguir haciendo más dibujos hasta que los rectángulos fuesen tan estrechos que ya no pudieses señalarlos con el dedo, ni siquiera dibujarlos correctamente. Ahora mira esto.
Dibujó otra línea de almenas que evidentemente no pertenecía a la secuencia de las anteriores. Las alturas no quedaban restringidas entre 1 y -1.
—Escríbeme esto como la suma o diferencia de las funciones que ya hemos dibujado. O sea, descomponía en las otras funciones. —Wili arrugó el entrecejo. Esto era peor que el «busca la ley de formación». Casi en seguida lo vio: tres veces la primera gráfica, menos cuatro veces la segunda, más…
Su respuesta era la correcta, pero la satisfacción de Wili duró poco porque el viejo siguió con problemas de descomposiciones similares que cada vez le costaba más resolver… hasta que Naismith le enseñó un truco, algo que se llama descomposición ortogonal y que usaba una propiedad peculiar y maravillosa de aquellas gráficas, las llamadas «ondas de Valsh». Esta revelación le produjo un sentimiento de admiración, algo parecido a lo que le había sucedido cuando se enteró de la existencia de las estrellas móviles, al saber que escondidas entre las leyes de formación de aquellas series había realidades que le costaría muchos días llegar a descubrir por sí mismo.
Wili se pasó una semana inventando otras familias de gráficas ortogonales, y tuvo un desengaño cuando supo que muchas de ellas ya eran famosas: las ondas de Haar, las curvas trigonométricas… y que otras eran casos especiales de familias generales que se conocían desde más de doscientos años atrás. Ahora estaba preparado para los libros de Naismith. Se sumergió en ellos, leyó de corrido los primeros capítulos para poder llegar antes a las fronteras, allí donde se habían parado los exploradores que le habían precedido.
Los asuntos del mundo exterior, del campo y del bosque, constituían una parte muy pequeña de su vida consciente. Del verano se pasó al otoño. Trabajaron más horas para recoger las cosechas antes de que empezaran las heladas. Hasta Naismith hizo cuanto pudo para ayudar, aunque los otros intentaban impedírselo. El anciano no era débil, pero a su alrededor había un aura de fragilidad.
Desde el extremo más elevado de la parcela de las judías, Wili podía mirar por encima de los pinos. Los frondosos bosques habían cambiado de color y se veía una gama de tonos rojos y anaranjados, además del verde de las plantas perennes. La tierra que estaba al borde del mar permanecía cubierta de nubes, pero Wili sospechaba que allí la jungla era todavía húmeda y verde. La Cúpula de Vandenberg parecía estar suspendida en las nubes, tan pavorosa como siempre. Wili sabía ahora más cosas referente a ella, y algún día llegaría a descubrir todos sus secretos. Bastaría con formular las preguntas adecuadas, a sí mismo o a Paul Naismith.
Dentro de la casa, en su gran universo, Wili había completado su primer pasaje por el análisis funcional y ahora iba a emprender una expedición en las tres direcciones que Naismith le había fijado: en la teoría finita de Galois, en la estocástica y en el electromagnetismo. Tenía una meta a la vista, aunque Wili sabía, y su conocimiento le hacía feliz, que LIO habría jamás un final a lo que él podía aprender. Naismith tenía su proyecto, que pasaría a ser el de Wili, si llegaba a ser lo bastante inteligente.
Wili comprendió por qué Naismith era tan apreciado y se dio cuenta del peculiar servicio que rendía a la gente del continente. Naismith resolvía los problemas. Casi todos los días el anciano hablaba por teléfono, algunas veces con la gente de la localidad, como por ejemplo con Miguel Rosas que estaba en Santa Inés, pero muchas veces lo hacía con personas que estaban mucho más alejadas, en Fremont, e incluso en sitios tan lejanos que se veía en la pantalla que allí era de noche, mientras en la California Central era pleno día. Hablaba en inglés y en español, y en otros lenguajes que Wili no había oído hasta entonces. Hablaba con gentes que no eran Jonques, ni Anglos, ni negros.
Wili había aprendido lo suficiente para saber que aquellas comunicaciones no eran tan fáciles de establecer como las llamadas locales. Las comunicaciones entre las ciudades de la costa eran muy fáciles gracias a la fibra óptica, donde podía caber casi cualquier anchura de banda. Para distancias algo mayores, como, por ejemplo, desde el palacio de Naismith hasta la costa, era todavía fácil tener comunicación en vídeo. Las antenas radiantes coherentes que estaban en el tejado podían lanzar haces de microondas y de infrarrojos en cualquier dirección. En un día despejado, cuando se podía usar la antena de infrarrojos, era casi igual que con la fibra (incluso con todos los trucos que Naismith empleaba para disimular su localización). Pero cuando se trataba de hablar más allá de la curvatura de la Tierra, a través de bosques y de ríos donde no se había instalado la fibra y no había línea visual, la historia era muy diferente. Naismith usaba lo que él llamaba «ondas cortas» (pero que, en realidad, estaban en la zona de uno a diez metros). Estas eran inadecuadas para las comunicaciones de alta fidelidad. Para poder transmitir vídeo (incluso el parpadeante blanco y negro con figuras planas que Naismith usaba para sus comunicaciones intercontinentales) hacía falta una codificación terriblemente complicada y un tiempo de adaptación a las condiciones reales que hubiera en la alta atmósfera.
La gente que estaba al otro lado de la comunicación planteaba problemas a Naismith, y éste les daba la respuesta. Desde luego no en el acto. En ocasiones necesitaba semanas pero, al final, daba con ella. Sus interlocutores eran felices por fin. A pesar de que entonces Wili todavía no veía claro en qué forma la gratitud del otro lado del continente podía ser de utilidad para Naismith, empezaba a comprender cómo se había pagado el palacio y por qué Naismith podía permitirse proyectores holo de escala natural. Naismith había pasado uno de estos problemas a su aprendiz. Si tenía éxito, podrían ser capaces de captar las fotografías que hacían los satélites espías de la Autoridad.
Pero no eran únicamente personas lo que aparecía en las pantallas.
Una tarde, poco después de la primera nevada de la temporada, Wili llegó frente al establo y encontró a Naismith contemplando lo que parecía ser un sector de campo vacío cubierto de nieve. La imagen daba sacudidas cada pocos segundos, como si un borracho sostuviera la cámara. Wili se sentó junto al anciano. Su estómago estaba más alterado que otras veces y el balanceo de la imagen no ayudaba a mejorarlo, pero su curiosidad no descansaba nunca. La cámara, de repente, bajó su ángulo y enfocó una casa a través de los pinos, poco visible a causa de la poca luz del atardecer. Wili jadeó. Era la misma casa en donde ahora estaban.
Naismith apartó los ojos de la pantalla para mirarle a él y sonrió.
—Es un ciervo, creo. Está al sur de la casa. Lo he seguido durante las dos últimas noches.
Wili tardó un segundo en darse cuenta de que se refería a lo que sostenía la cámara. Wili trató de imaginar cómo alguien era capaz de coger un ciervo y montarle una cámara encima. Naismith pareció darse cuenta de su perplejidad.
—Espera un segundo.
Rebuscó en un cajón que tenía cerca y entregó a Wili una pequeña bola de color pardo.
—Esto es una cámara como la que lleva el animal. Es lo bastante ancha pata que pueda tener la misma resolución que el ojo humano. Y puedo hacer variar los parámetros del decodificador para que pueda «mirar» en diferentes direcciones sin necesidad de que el ciervo se mueva.
—Jill, mueve el eje de visión, ¿quieres?
—De acuerdo, Paul.
La imagen se desplazó hacia arriba hasta que pudieron ver las ramas que colgaban por encima del animal, y después hacia abajo por el otro lado. Wili y Naismith vieron un escuálido lomo y parte de una oreja peluda.
Wili miró el objeto que tenía en la palma de la mano. La «cámara» no tenía más de tres o cuatro milímetros de diámetro. En su mano parecía cálida y pegajosa. Estaba muy lejos de las complicadas cámaras de lentes que había visto en las villas de los Jonques.
—O sea que se ponen pegadas en el pelo, ¿verdad? —dijo Wili.
—Más fácil todavía —contestó Naismith—. Estas cámaras las puedo comprar, a cientos, a los Verdes de Norcross. Las distribuyo por el bosque, en las ramas y por ahí. Las recogen toda clase de animales. Esto nos proporciona una mayor seguridad. Ahora las colinas son más seguras que eran antes, pero todavía quedan allí algunos bandidos.
Si Naismith tuviera armas semejantes a sus aptitudes, la mansión estaría mejor protegida que cualquier castillo de Los Ángeles.
—La protección sería mucho mayor si hubiera gente que vigilara constantemente todas las imágenes.
Naismith sonrió y Wili se acordó de Jill. Ahora ya sabía que se podía hacer un programa que hiciera todo aquello.
Wili estuvo más de una hora viendo las escenas que le enseñaba Naismith desde muchas cámaras, incluyendo una que estaba en un pájaro. Con ésta podía obtener la misma panorámica que imaginaba se podía alcanzar desde una aeronave de la Autoridad de la Paz.
Cuando, por fin, Wili se retiró a su dormitorio, estuvo durante mucho tiempo encorvado, mirando por la ventana a los árboles cubiertos de nieve, mirando lo que había visto hacía poco rato, con la claridad que pudiera tener un dios que dispusiera de docenas de ojos. Finalmente se incorporó, intentando no hacer caso de los calambres de sus intestinos, los cuales se habían vuelto muy persistentes en los últimos días. Sacó sus ropas del armario y las dejó sobre la cama para poder inspeccionar cada centímetro cuadrado con sus dedos y sus ojos. Su chaqueta favorita y los pantalones de trabajo tenían pequeñas bolas pardas incrustadas en los puños o en las costuras. Wili las sacó. Parecían completamente inofensivas vistas a la pálida luz de la lámpara de la habitación.
Las guardó en un cajón, y devolvió sus ropas al armario.
Estuvo despierto algunos minutos, meditando sobre un lugar y un tiempo que había decidido olvidar. ¿Qué podían tener en común un tugurio en Glendora y un palacio en las montañas? Nada. Y todo. Allí había estado a salvo. Allí estaba el Tío Sylvester. Allí había podido aprender, también, aritmética y algo de lectura. Antes de los Jonques, antes de los Ndelante. Había sido su paraíso cuando era niño, un pasado perdido para siempre.
Wili se levantó sin hacer ruido y volvió a poner las cámaras en su ropa. Tal vez aquel pasado no estaba perdido para siempre.