17

Paul Naismith estaba agradecido por el hecho de que en aquellos tiempos, normalmente plácidos, todavía anduvieran sueltos algunos paranoicos, además de él, naturalmente. En algunos aspectos Kolya Kaladze era peor que él. El anciano ruso había dedicado una parte importante del presupuesto de su «granja» a construir un maravilloso sistema de pasadizos secretos, caminos disimulados, pequeños depósitos de armas y reductos fortificados. Naismith había podido viajar más de diez kilómetros por la finca, dando toda la vuelta a Salsipuedes, sin tener que estar expuesto a la vista desde el cielo, o a las miradas de los mal recibidos visitantes que estaban al acecho de todo cuanto sucedía en la granja.

Entonces estaba en las colinas y se sentía relativamente a salvo. No tenía la menor duda de que la Autoridad había observado el mismo suceso que él. Más pronto o más tarde desviarían algunos de sus recursos, de las diversas emergencias con que se enfrentaban, e investigarían aquel penacho de humo rojo tan especial. Paul esperaba poder estar muy lejos cuando aquello sucediera. Entretanto, iba a aprovecharse de su increíble buena suerte. La venganza había esperado durante cincuenta años, pero ya había llegado su hora.

Naismith arreó al caballo. El carro y el caballo no eran los mismos con los que habían llegado a la granja. Kolya se lo había suministrado todo, incluido un disfraz tonto, de anciana, que él sospechaba era más molesto que eficaz.

Nicolai no se había opuesto, pero tampoco había estado contento con su partida. Naismith se arrellanó en el asiento almohadillado y estuvo pensando tristemente en su última discusión. Estaban sentados en el porche de la casa principal. Las persianas estaban levantadas, y una ligera vibración en el aire permitió a Naismith saber que los cristales eran incapaces de oponerse a una sonda acústica transmitida por un láser. Los «bandidos» (¡qué nombre más apropiado!) de la Autoridad de la Paz, no habían hecho ninguna maniobra. A excepción de lo que se recibía por la radio, y de lo que Paul había visto, no aparecía el menor indicio de que el mundo estaba siendo puesto patas arriba.

Kaladze comprendió la situación (o pensó que la había comprendido), y no quiso saber nada del proyecto de Naismith.

—Te lo digo sinceramente, Paul. No te entiendo. Aquí estarnos, relativamente, a salvo. No me importa lo que digan los de la Paz. No pueden actuar contra todos a la vez. Por este motivo se apoderaron de nuestros amigos en el torneo. Para tenerlos como rehenes.

Hizo una pausa, muy probablemente se acordaba de tres rehenes en especial. Hasta entonces no habían podido saber si Jeremy, Wili y Mike estaban vivos o muertos, presos o libres. El haber tomado rehenes podía resultar una estrategia efectiva, desde luego.

—Si nos mantenemos con la cabeza gacha, no hay ninguna razón para creer que van a invadir la granja Flecha Roja. Podrás estar tan a salvo aquí, como en cualquier otra parte. Pero —Nicolai empezó a hablar más aprisa como para evitar que el otro le diera una respuesta inmediata—, si te vas ahora, estarás solo y a la vista. Quieres ir a uno de los sitios de Norteamérica donde, con toda seguridad, habrá muchos de los de la Paz, como un enjambre. Y, a cambio de este tremendo riesgo, no vas a conseguir nada.

—Te has equivocado en tres cosas, querido amigo —le contestó en voz baja Paul, que apenas si podía contener su impaciencia por marcharse. Y le fue señalando los puntos—. Primero, tu segundo alegato. Si me marcho ahora mismo puedo llegar allí muy probablemente antes que los de la Autoridad, porque tienen muchas otras cosas de que preocuparse, puesto que ya tenemos operando el invento de Wili. Yo y mis programas hemos estado recibiendo constantemente datos de los satélites de reconocimiento de la Paz, buscando evidencias de la degeneración de las burbujas. Estoy seguro que la misma Autoridad no tiene la capacidad de seguimiento que tengo yo. Es posible que no sepan todavía que una burbuja ha estallado esta mañana en estas colinas.

»En cuanto a tu tercer punto, el riesgo merece la pena. Voy a conseguir el mayor de todos los premios: el método para destruir a la Autoridad. Algo o alguien logra hacer que las burbujas estallen. Así pues, hay algún tipo de defensa contra las burbujas. Si puedo descubrir el secreto…

Kaladze se encogió de hombros.

—¿Y qué? Aunque sepas cómo hacerlo, siempre vas a necesitar un generador de energía nuclear para llevarlo a cabo.

—Tal vez. Finalmente, mi respuesta a tu primer punto. Yo, nosotros, no estamos seguros, en lo más mínimo, disimulados en la granja. Llevo años intentando convencerte de que la Autoridad es mortal de necesidad si te clasifica como un peligro. Van a utilizar los rehenes de La Jolla para identificarte y sacarte de aquí. Incluso suponiendo que no hayan cogido a Mike y a los muchachos, la granja Flecha Roja debe ocupar un lugar prominente en su lista. Y si llegan a sospechar que estoy aquí, van a venir por todos nosotros en cuanto dispongan de suficientes fuerzas en el área. Tienen razones para temerme.

—¿Quieren apoderarse de ti? —preguntó Kaladze—. Entonces, ¿por qué no nos han encerrado ya en una burbuja, sin más historias?

Paul sonrió.

—Lo más probable es que en el reconocimiento de los «bandidos» no me identificaran, o quizá quieran estar seguros de que cuando cierren la jaula yo esté dentro. Ya me escapé de Avery una vez. No puede permitirse quedar en la duda. Y ésta es la última línea de defensa, Kolya: la Autoridad de la Paz se ha puesto en marcha para cogernos. Debemos presentarles batalla lo mejor que podamos. Si descubrimos lo que hace explotar las burbujas, vamos a ganarles la partida.

No había necesidad de contarle a Kolya que igualmente lo hubiera hecho, aunque los de la Paz no hubieran intervenido en las detenciones de La Jolla. Al igual que muchos Quincalleros, Nicolai Kaladze nunca había estado en conflicto abierto con la Autoridad. Aunque era tan viejo como Naismith, no se había enterado de primera mano de la traición que había llevado a la Autoridad al poder. Incluso la denegación de bioproductos a chiquillos como Wili no era conceptuado, por la gente de entonces, como una verdadera tiranía. Pero, por fin, existía la oportunidad técnica y también política, si la Autoridad cometía la tontería de seguir presionando a los que eran como Kaladze, de destronar a los de la Paz.

La discusión continuó durante unos treinta minutos y, poco a poco, los argumentos de Naismith fueron prevaleciendo. El verdadero problema para conseguir la ayuda de Kolya era convencerle de que Paul tenía la oportunidad de descubrir algo con la simple inspección de aquel último estallido de una burbuja. Al final, Naismith tuvo éxito, aunque tuvo que revelarle algunos secretos de su pasado, cosa que más tarde podría acarrearle muchas dificultades.


El camino que seguía Naismith se niveló un poco al discurrir por una cresta. Si no hubiera sido por el bosque, desde allí habría podido ver el cráter. Entonces abandonó sus meditaciones para decidir la mejor manera de acercarse. Todavía no se veían señales de la gente de la Paz, pero si le atrapaban tan cerca de aquel lugar el disfraz de anciana iba a servirle de muy poco.

Guió a su caballo fuera del camino y entró unos mil metros en el cráter. Cuando ya se encontró entre los arbustos, bajó del carro. En circunstancias ordinarias la maleza hubiera sido protección más que suficiente para ocultar el caballo y el carro. Pero entonces y allí, no podía ser tan confiado.

Era un riesgo que debía correr. Durante cincuenta años, las burbujas (y especialmente aquellas que tenía delante) le habían obsesionado. Durante cincuenta años había tratado de convencerse de que todo aquello no era culpa suya. Durante cincuenta años había tenido la esperanza de poder deshacer lo que sus antiguos jefes realizaron con su invento.

Sacó su mochila del carro y se la ajustó a la espalda. El resto del viaje tendría que hacerse a pie. Naismith ascendió penosamente por la ladera cubierta de árboles. Mientras avanzaba, se preguntaba cuánto tiempo faltaba para que el arnés de la mochila empezara a cortarle o si, antes de que ocurriera aquello, se iba a quedar sin aliento. Lo que hubiera sido un saludable paseo para un hombre de sesenta años, podía amenazar la vida de uno de su edad. Intentó olvidarse de la rodilla que le fallaba y de su entrecortado aliento.

¡Aviones! El sonido pasó por encima de él, pero no se apagó en la distancia. Luego se escuchó otro y otro. ¡Maldición!

Naismith sacó algunos aparatos y empezó a controlar los visores remotos que Jeremy había distribuido por allí la noche de la emboscada. Estaba todavía unos trescientos metros lejos del cráter, pero algunas de las pastillas podían recibir suficiente luz del Sol.

Buscó metódicamente por todo el espacio que podían cubrir los transmisores de sus microcámaras. Las más próximas al cráter se habían perdido o estaban tan metidas en el suelo del bosque que sólo se podía ver el cielo que tenían encima de ellas. Se había producido un fuego y quizás hasta una pequeña explosión cuando aquella burbuja se desvaneció. Pero ningún fuego normal podía haber ardido dentro de la burbuja durante cincuenta años. Si una explosión nuclear hubiera quedado atrapada dentro, al estallar la burbuja se hubiera producido algo mucho más espectacular. (Y Naismith sabía muy bien que allí no había existido ninguna carga nuclear.) Esto era lo especial de aquella burbuja, lo que podría explicar todo el misterio.

Percibía vistas fragmentarias de uniformes. Tropas de la Paz. Habían abandonado sus naves aéreas y se estaban desparramando por el cráter. Naismith conectó el audio a su aparato de sordera. Estaba demasiado cerca. Y sería una locura acercarse más todavía. Tal vez, si no quedaban allí muchas tropas, a la mañana siguiente podría llegar hasta el cráter sin ser visto. Había llegado demasiado tarde para ganarles la partida y demasiado pronto para eludirles. Mientras lanzaba juramentos en voz baja, Naismith desempaquetó el ligero saco de dormir que Kaladze le había dado. Miraba continuamente hacia la pantalla que permanecía apoyada en el tronco de un árbol próximo. El programa que la controlaba variaba la escena entre las cinco mejores vistas que había logrado en su inspección inicial. Además, le avisaría si alguien empezaba a dirigirse hacia él.

Naismith se instaló e intentó relajarse. Podía escuchar los sonidos de una gran actividad, pero debía ser precisamente dentro del cráter, ya que no podía ver nada.

El Sol derivó lentamente hacia el oeste. En otra ocasión distinta, Naismith habría admirado aquel día tan hermoso. La temperatura era superior a los veinte grados, muy cerca de los treinta, y los pájaros trinaban. Los extraños bosques que crecían cerca de Vandenberg debían ser únicos. Allí donde existía una vegetación de clima seco, se habían producido de repente las condiciones climatológicas propias de los lluviosos trópicos. Sólo Dios sabía la flora que podría llegar a desarrollarse allí.

En aquellos momentos, no podía pensar más que en la forma de llegar al cráter situado a unos trescientos metros al norte.

Con todo, estaba casi dormitando cuando un distante tiro de rifle le hizo volver a su plena conciencia. Echó una mirada a la pantalla un instante y tuvo suerte. Vio un hombre vestido de color gris y plata, que corría en dirección contraria a la cámara. Naismith se estiró para acercarse más a la pantalla, boquiabierto. Más tiros. Aplicó el zoom a la imagen. Gris y plata. No había visto esta combinación de colores desde antes de la Guerra. Durante unos momentos, su mente no le pudo dar ninguna explicación, no era más que un desconcertado observador. Tres soldados pasaron corriendo cerca de la cámara. Debían ser los que habían disparado por encima de la cabeza del primer individuo, que no se había parado. Entonces, el trío disparó de nuevo. El hombre vestido de gris dio una vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo. Durante unos instantes, los perseguidos parecieron mantenerse tan inmóviles como su blanco. Luego echaron a correr hacia adelante, recriminándose unos a otros.

La pantalla estaba llena de uniformes. Se produjo un repentino silencio cuando llegó un personaje en traje de paisano. Era el responsable de la operación. Según Naismith pudo deducir de sus chillonas reconvenciones, no estaba muy contento con lo sucedido. Se acercaron con una camilla, cargaron en ella el cuerpo inmóvil y se lo llevaron. Naismith cambió la fase de su cámara y siguió visualmente a la víctima por el camino que, en dirección norte, llevaba hasta el cráter.

Los pájaros y los insectos permanecieron en un silencio total durante los siguientes minutos, casi tan callados y pasmados como la misma imaginación de Paul ¡Ahora lo sabía! Las burbujas no reventaban a causa de la degeneración cuántica. Las explosiones de las burbujas no eran el resultado de los esfuerzos de algún grupo clandestino enemigo de la Paz. Luchó por reprimir una risa histérica. El mismo había inventado aquellas cosas malditas y proporcionado a sus jefes cincuenta años de imperio, pero ni él, ni ellos, se habían dado cuenta de que, aunque el invento funcionaba magníficamente, su teoría no era más que un cúmulo de basura de pies a cabeza.

Ahora lo sabía. Los de la Paz lo sabrían al cabo de unas horas, si no lo habían supuesto ya. Llevarían allí una división entera, con sus equipos de científicos. Lo más probable era que él muriera con su secreto, a menos que se escapara de allí en seguida y se marchara hacia el este, hacia su casa de la montaña.

Sin embargo, cuando Naismith se puso en marcha, no fue para retroceder hasta donde estaba su caballo. Fue hacia el norte. Con mucho cuidado, en silencio, se dirigió hacia el cráter, porque su descubrimiento tenía un corolario, y éste era más importante que su propia vida, quizá más importante incluso que su odio hacia la Autoridad de la Paz.

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