El supervisor retrocedió, bajando los escalones, y el hombre apareció por la escalera.
—¿Qué? ¿Por qué no nos han avisado antes? Bueno, no se preocupe. Ya lo sé. ¿Se ha desconectado todo el equipo Prohibido?
El hombre contestó afirmativamente.
—¿Donde está la jefe?
—Se ha quedado en la oficina principal. Como los demás. Va a intentar salir del paso representando su papel.
—Humm —el supervisor dudó un momento—. En realidad es lo único que se puede hacer. Nuestra cobertura debería ser eficaz. Pueden registrar la habitación de los barriles tanto como quieran.
Miró a los tres norteños.
—Nosotros dos, vamos a ir arriba a saludar a las fuerzas de la ley y el orden mundial. Si nos preguntan por ustedes, les diremos que se han marchado por la ruta de la playa.
La curación de Wili podía aún ser posible.
El supervisor hizo algunos rápidos ajustes en un panel de la pared. Las lámparas fueron reduciendo su actividad gradualmente hasta dejar sólo una línea de luz apenas perceptible. Pero que parecía señalar un camino.
—Sigan el resplandor y podrán llegar hasta la playa, señor Rosas. Confío en que aprecie usted el riesgo que corremos al dejarles marchar. Espero que, si sobrevivimos, mantendrán ustedes su parte del trato.
Rosas asintió y, algo violento, aceptó la linterna que el otro le ofrecía. Se dio la vuelta e hizo que Jeremy y Wili se apresuraran a internarse en la oscuridad. Wili alcanzó a oír que los dos biocientíficos subían por la escalera para enfrentarse a su destino.
La estrecha faja de luz se desvió dos veces, y el corredor se fue estrechando hasta llegar a tener la anchura de sus hombros. La piedra era irregular y estaba húmeda bajo la mano de Wili. Entonces, el túnel empezó a descender y quedó completamente a oscuras. Mike encendió la linterna y les hizo ir más aprisa, casi corriendo.
—¿Sabéis lo que la Autoridad hará con el laboratorio?
Jeremy iba pegado a los talones de Wili, y a veces chocaba con el muchacho, aunque nunca con bastante fuerza para hacerle perder el equilibrio. ¿Qué iba a hacer la Autoridad? La respuesta de Wili fue más un jadeo que otra cosa:
—¿Encerrarlo en una burbuja?
¡Desde luego! ¿Por qué iban a correr los riesgos de un asalto convencional? Cuando tenían sospechas bien fundadas, lo más seguro era encerrarlo todo en una burbuja, matando a todos los científicos y al mismo tiempo aislando toda semilla de mal que pudiera haber allí. Aunque sólo sirviera para confirmar la reputación que tenía la Autoridad de castigar duramente la investigación Prohibida, tal actitud tendría sentido. A partir de entonces, en cualquier momento podían encontrarse dentro de un gran esfera plateada. ¡Dentro!
¡Dios!, tal vez ya había sucedido. Wili casi dio un traspié al pensarlo y casi se le cayó el tarro que había sido la causa de aquella aventura. Lo sabrían seguro cuando fueran a dar contra la misma pared de la burbuja. Podrían vivir durante horas, quizá días, pero cuando se acabara el aire morirían como todos los miles que antes de ellos habían muerto, en Vandenberg, en Punta Loma, en Huachuca, en tantos sitios.
El techo del túnel se fue haciendo más bajo hasta que sólo quedaba a escasos centímetros por encima de la cabeza de Wili. Jeremy y Mike seguían hacia adelante, agachados pero intentando correr a la máxima velocidad posible. Las luces y las sombras danzaban irregularmente alrededor de ellos.
Wili miraba hacia adelante esperando ver tres figuras corriendo. El primer síntoma, si estaban en una burbuja, sería su propia reflexión, que verían delante de ellos. Y allí cerca había algo que se movía. Muy cerca.
—¡Esperad! ¡Esperad! —chilló.
Los tres se detuvieron en seco, delante de una puerta, una puerta casi normal. Su superficie era metálica, lo que explicaba lo de la reflexión. Descorrió el cerrojo, la puerta se abrió hacia afuera y pudieron oír el ruido de las olas. Mike apagó la luz.
Empezaron a bajar por una escalera, pero lo hicieron demasiado de prisa. Wili oyó que alguien tropezaba e instantes después fue golpeado desde atrás. Los tres rodaron por la escalera. Las piedras hirieron salvajemente sus brazos y su espalda. Los dedos de Wili se abrieron espasmódicamente y su frasco voló por los aires. Su caída fue acompañada por el ruido del vidrio cuando se rompe.
Su posibilidad de vivir estaba desperdigada por la escalera.
Se dio cuenta de que Jeremy gateaba a su lado…
—La linterna, Mike, rápido.
Al cabo de un segundo, la luz bañaba la escalera. Algún guardia de la Paz podía estar mirando desde la playa hacia aquel lugar y podía ver el resplandor.
Era un riesgo que debían correr.
Jeremy y Wili recogieron todo lo que había por los escalones, sin preocuparse de los posibles cortes con los trozos de cristal. En unos pocos segundos habían recogido las tabletas y una considerable cantidad de suciedad y cristales. Lo metieron todo revuelto en la mochila impermeable de Jeremy. El muchacho metió también un pedazo de papel.
—Serán las instrucciones, supongo.
La cerró y la entregó a Wili.
Rosas mantuvo la luz encendida un segundo más para que todos pudieran memorizar el camino que iban a seguir. Los escalones eran apenas algo más que unas ondulaciones desbastadas por el agua. En la cueva no se apreciaba ninguna otra intervención humana.
Otra vez la oscuridad. Los tres empezaron a descender cuidadosamente, aunque todavía demasiado aprisa para que resultara fácil. ¡Si hubieran podido contar con un visor de noche! Esta clase de equipo no estaba Prohibido, pero los Quincalleros no disponían de ellos. La única cosa de alta tecnología que habían llevado a La Jolla era el procesador de ajedrez Flecha Roja.
Wili creyó ver una luz delante de ellos. Dominando el ruido de las olas pudo oír un sonido de hélices que primero era fuerte y que luego se fue apagando. Un helicóptero.
Después de un recodo final, vieron el mundo exterior a través de una grieta vertical que constituía la entrada de la cueva. Había niebla, pero no era tan espesa como antes. Una raya horizontal de color gris pálido estaba suspendida a la altura de sus ojos. Después de unos momentos, Wili vio que aquello estaba a treinta o cuarenta metros y que era la línea de los rompientes. Cada pocos segundos algo brillante se reflejaba sobre el agua.
Rosas, que iba detrás de él, susurró:
—Son los haces de los reflectores que han puesto encima del acantilado. Quizá tengamos suerte.
Se adelantó a Jeremy y les condujo hasta la abertura. Se escondieron allí unos segundos y miraron arriba y abajo de la playa, tan lejos como pudieron. No se veía a nadie, pero había un cierto número de naves aéreas que sobrevolaban el lugar. Debajo de la entrada había un montón de cantos rodados, lo bastante alto para que pudiera ocultarles.
Sucedió en el preciso momento en que salían por la abertura. Un profundo sonido, como el tañido de una campana. Fue seguido por el de choques y roturas de rocas que se acababan de liberar de los estratos donde estaban. La avalancha continuó a su alrededor, miles de toneladas de rocas se añadieron a los escombros naturales de la línea costera. Se acurrucaron, esperando ser aplastados de un momento a otro.
Pero nada cayó cerca de ellos, y cuando al fin Wili se atrevió a mirar hacia arriba, vio el motivo. Frente a la niebla y las estrellas se veía la silueta de una esfera perfecta. La burbuja debía tener unos doscientos o trescientos metros de diámetro, y se extendía, desde la más inferior de las cuevas de la bodega, hasta mucho más allá de la parte más alta del acantilado, y desde las viñas de tierra adentro hasta el mismo borde de las rocas.
—Lo han hecho. Es verdad, lo han hecho —murmuró Rosas para sí mismo.
Wili estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio. Unos pocos centímetros más atrás y habrían quedado sepultados.
¡Jeremy!
Wili corrió hasta el borde de la esfera. El otro muchacho iba un poco detrás de ellos dos, probablemente lo bastante cerca para haber quedado a salvo. Pero, ¿dónde estaba? Wili golpeó con el puño cerrado la superficie de la burbuja que estaba caliente como la sangre. Una mano de Rosas le tapó la boca y notó que le levantaba del suelo. Wili luchó durante un momento, en obligado silencio, y luego se quedó inerte. Rosas le dejó en el suelo.
—Ya lo sé —la voz de Mike era un susurro reprimido—. Debe haberse quedado al otro lado. Pero vamos a asegurarnos.
Encendió la luz, casi a la misma intensidad a que se había atrevido antes en la cueva, y anduvieron varios pasos arriba y abajo a lo largo de la línea que la burbuja marcaba entre las piedras. No encontraron a Jeremy, pero…
El haz de la lámpara de Mike se detuvo un momento sobre un pequeño trozo del suelo. Entonces se apagó, pero no sin que antes Wili pudiera ver dos pequeñas manchas rojas, Eran dos… puntas de dedo… sobre el polvo.
Sólo unos centímetros hacia dentro, Jeremy debía estar retorciéndose de dolor, mirando en la oscuridad, percibiendo la sangre en sus manos. La herida no podía ser fatal. Seguramente el muchacho tardaría horas en morir. Tal vez intentaría regresar al laboratorio y acompañar a los otros mientras esperaban a que se terminara el aire. La incomunicación final.
—¿Tienes la mochila? —la voz de Rosas temblaba.
La pregunta sorprendió a Wili cuando iba a recoger los restos de los dedos. Se detuvo, se enderezó.
—Sí.
—Bien. Entonces, vámonos —las palabras salían entrecortadas. El tono dejaba traslucir la histeria apenas controlada.
El ayudante del sheriff cogió por el hombro a Wili y le obligó a pasar por entre el laberinto de rocas que apenas podían ver. El aire estaba lleno de polvo y de la fría humedad de la niebla. Las superficies de las rocas que se acababan de romper ya estaban húmedas y resultaban resbaladizas. Andaban pegados a las rocas, temiendo tanto a los deslizamientos de tierras, como a ser vistos desde el aire. La burbuja y los montones de piedras creaban una zona de sombras en el resplandor de los haces de luz que barrían el terreno. Oían el ruido de los camiones y de los aviones.
Pero en la playa no había nadie. A medida que se arrastraban y trepaban por entre las rocas, Wili pensaba. ¿Podría ser que la Autoridad no conociera la existencia de las cuevas?
No hablaron durante mucho tiempo. Rosas iba delante, lentamente, intentando regresar al hotel. Podría salirles bien. Acabarían el campeonato, subirían a un autobús y regresarían a California Central como si nada hubiera sucedido. Como si Jeremy no hubiera existido jamás.
Les costó casi dos horas llegar a la playa del hotel. La niebla era ahora mucho más ligera. La marea había avanzado y las fosforescentes olas batían muy cerca de ellos, haciendo llegar casi hasta sus pies las guirnaldas de espuma.
El hotel estaba iluminado brillantemente, más de lo que había estado los días anteriores. Había también muchas luces en las zonas de aparcamiento. Se agazaparon entre dos grandes piedras e inspeccionaron la escena. Demasiadas luces. Las zonas de aparcamiento se habían convertido en una especie de hormigueros de vehículos y hombres que llevaban los uniformes verdes de Paz. En uno de los lados aparecía una formación de civiles andrajosos (¿Prisioneros?). Estaban de pie, bajo el resplandor de las luces de los camiones, con las manos enlazadas sobre sus cabezas. Un continuo desfile de soldados llevaban cajas y pantallas, las ayudas técnicas de los jugadores de ajedrez, que habían recogido del hotel. Estaban demasiado lejos para poder reconocer las caras, pero Wili creyó reconocer entre los prisioneros a Roberto Richardson por su forma y por su chaqueta deslumbrante. Le produjo un cierto estremecimiento ver así al Jonque, como si fuera un esclavo recapturado.
—Han detenido a todo el mundo. Tal como Paul dijo que harían. Al fin han decidido librarse de todos nosotros —había cólera en las palabras de Mike.
¿Dónde estaba la chica, Della Lu? Intentó localizarla entre los prisioneros. ¡Era tan menuda! O bien estaba de pie detrás de los demás o no estaba allí. Algunos de los autobuses ya se marchaban. Tal vez iba en uno de ellos.
Habían tenido una suerte excepcional al poder evitar la burbuja, al poder llegar hasta allí sin que les descubrieran y, ahora, al evitar también las detenciones del hotel. Pero la suerte se acababa allí. Habían perdido a Jeremy. Habían perdido su equipaje en el hotel. El territorio Aztlán se extendía más de trescientos kilómetros al norte. Tendrían que andar más de cien klicks por el desierto sólo para poder llegar a la Cuenca. Suponiendo que la Autoridad no los estuviera persiguiendo, no podrían evitar a los barones Jonque, que confundirían a Wili con un esclavo fugitivo y a Rosas con un labrador, hasta que le oyeran hablar, porque entonces creerían que era un espía.
Y si por algún milagro conseguían llegar a California Central, ¿entonces qué? Este pensamiento era el que más les deprimía. Paul Naismith había hablado con frecuencia de lo que pasaría cuando llegara un día en que, al fin, la Autoridad considerara a los Quincalleros como enemigos. Al parecer, ya había llegado este día. A lo largo y a lo ancho de todo el continente (¿o tal vez de todo el mundo? Wili recordó que algunos de los mejores grabadores de chips estaban en Francia y en China) la Autoridad había empezado a golpear. Tal vez la granja de los Kaladze era ya una humeante ruina, y sus habitantes habrían sido puestos en fila, con las manos sobre su cabeza aguardando para ser enviados al olvido.
Y era posible que Paul fuese uno de ellos, o que ya hubiese muerto.
Estuvieron sentados durante mucho tiempo en los montones de piedras, de donde sólo se movían para que no les alcanzara la marea. Disminuyó el ruido de los soldados y de los vehículos. Uno tras otro se fueron apagando los reflectores. Uno tras otro se fueron marchando los autobuses, los mismos que pocos días antes les habían parecido maravillosas carrozas con velocidad y confort y que ahora ya no eran más que transporte de ganado.
Si eran tan idiotas como para no registrar la playa, él y Rosas tendrían que ir andando hacia el norte, después de todo.
Debían ser las tres de la madrugada. La marea ya había llegado a su máximo alcance y empezaba a retroceder. Todavía quedaban guardias en la colina próxima al hotel, pero no parecía que se dedicaran demasiado a vigilar. Rosas empezó a hablar de irse hacia el norte mientras todavía estaba oscuro.
Oyeron un ruido regular, de roce contra las rocas, a unos pocos metros de donde estaban ellos. Los dos fugitivos se asomaron ligeramente desde su escondite. Alguien estaba en el agua y empujaba una pequeña embarcación para intentar situarse detrás de las rompientes.
—Creo que a esta chica le vendría muy bien algo de ayuda —comentó Mike.
Wili se acercó más para asegurarse. Era una muchacha, mojada y con la ropa rota, que le resultaba familiar. Después de todo, no habían capturado a Della Lu.