23

Existían muy pocos sitios en la Tierra que fueran más activos y populosos que antes de la Guerra. Livermore era uno de éstos. Cuando se hallaba en su apogeo, antes de la Guerra. Junto a la ciudad, y desparramados por sus colinas se había construido un gran número de laboratorios comerciales y federales. Aquéllos eran tiempos de esplendor, con los antiguos Laboratorios de Energía de Livermore que poseían docenas de grandes empresas, y trabajaban con centenares de compañías contratadas, desde su gigantesca sede en las afueras de la ciudad. Y una de estas empresas contratadas, desconocidas para el resto de ellas, había sido la llave de su futuro. Su director, el padre de Hamilton Avery, había sido lo suficientemente listo para comprender lo que se podía conseguir con el invento de determinado científico de la plantilla, y había cambiado el curso de la historia.

De esta manera, cuando el antiguo mundo desapareció dentro de unas burbujas de plata, después de ser arrasado por los hongos de fuego nuclear y desangrado por las plagas, Livermore había seguido creciendo. Al principio desde todo el continente y luego desde todo el planeta, los nuevos gobernantes habían concentrado allí su gente mejor y más brillante. Con excepción de un breve período durante la peor etapa de las plagas, el crecimiento había sido casi exponencial. Y la Paz había gobernado el nuevo mundo.

El corazón de la Autoridad cubría mil kilómetros cuadrados, a lo largo de una franja que se extendía hacia las pequeñas ciudades de Berkeley y Oakland, al oeste de la Bahía. Ni los Enclaves de Beijing y París podían compararse con el de Livermore. Hamilton Avery había querido que aquello fuera un edén. Habían dispuesto de cuarenta años, además de la riqueza y los genios de todo el planeta, para conseguirlo.

Pero, todavía, en el centro del corazón se encontraba la Milla Cuadrada, los primitivos laboratorios federales y la Universidad de California, con su arquitectura de cien años atrás, en medio de las burbujas de mil metros de diámetro, de las torres de obsidiana y de los parques forestales.

«Si los tres nos hemos de reunir —pensó Avery—, ¿dónde mejor que aquí?» Había abandonado su séquito acostumbrado, en el césped que bordeaba la Milla Cuadrada. Él y un simple ayudante iban andando por la vetusta acera de cemento hacia el edificio gris de ventanas alargadas, donde en otros tiempos estaban ubicadas las oficinas centrales.

A cierta distancia de las zonas de césped cuidadosamente regadas y de los bosques ornamentales, el aire era cálido, muy en consonancia con el habitual clima de verano del valle de Livermore. La camisa blanca de Avery se le pegaba ya a la espalda.

En el interior, el aire acondicionado era ruidoso y antiguo, pero todavía resultaba eficaz. Caminó por encima de un antiguo suelo de linóleo, y pareció como si sus pisadas pudieran tener un eco del pasado. Su ayudante se adelantó para abrirle las puertas, y Hamilton Avery avanzó unos pasos para saludar (o enfrentarse) a sus iguales.


—Caballeros…

Alargó su brazo por encima de la mesa para dar un apretón de manos, primero a Kim Tioulang y, después, a Christian Gerrault. Ninguno de los dos estaba contento. Avery les había hecho esperar, pese a que no quería llegar tarde. En las últimas horas se había presentado una crisis tras otra hasta el punto de que la experiencia de toda una vida de actividad política y diplomática no le servía apenas para nada.

Por otra parte, Christian Gerrault nunca había tenido mucho tiempo para la diplomacia. Sus ojos porcinos estaban todavía más hundidos en su cara de lo que parecían estarlo en el vídeo. Tal vez era debido a su enfado.

—Usted tiene que explicar muchas cosas, monsieur. No somos sus sirvientes para que nos haga venir desde el otro extremo del mundo.

«Entonces, ¿por qué has venido, loco gordo?», pensó. Pero en voz alta dijo:

—Christian, monsieur le Directeur, nos hemos reunido aquí precisamente porque somos los hombres que cuentan.

Gerrault levantó un robusto brazo:

—¡Bah! Con la televisión siempre nos habíamos arreglado hasta ahora.

—La «televisión», monsieur, ya no funciona.

El centroafricano le lanzó una mirada de incredulidad, pero Avery sabía que la gente de Gerrault en París era lo bastante lista para descubrir que el satélite de comunicaciones del Atlántico no funcionaba desde hacía más de veinticuatro horas. No había sido un fallo parcial ni gradual, sino un cese total en la retransmisión de comunicaciones.

Pero Gerrault no hizo más que encogerse de hombros, y sus tres guardias personales se movieron, inquietos, detrás de él, Avery desvió su mirada hacia Tioulang. El anciano camboyano, el director en Asia, no estaba tan claramente trastornado. K. T. era uno de los originales. Antes de la guerra era estudiante graduado en Livermore. Él, Hamilton y algunos centenares más, escogidos por el padre de Avery, habían sido los fundadores del nuevo mundo. Entonces ya quedaban pocos. Cada año tenía que elegir a nuevos sucesores. Gerrault había sido el primer director que no formaba parte del grupo original. ¿Es esto el futuro? Adivinó la misma pregunta en los ojos de Tioulang. Christian era mucho más capaz de lo que aparentaba, pero a medida que pasaban los años, se hacía más difícil ignorar sus joyas, sus harenes, sus excesos. Cuando se hubiesen muerto todos los antiguos, ¿iba él mismo a proclamarse emperador?, ¿o solamente dios?

—K. T., Christian. Han recibido ustedes mis informes. Ya saben que tenemos aquí lo que podría llamarse una insurrección. Pero todavía no les he comunicado todo lo que está sucediendo. Han ocurrido cosas que difícilmente podían creer.

—Esto es algo perfectamente posible —dijo Gerrault.

Avery fingió ignorar la interrupción.

—Caballeros, nuestro enemigo ha conseguido hacer vuelos espaciales.

Durante unos momentos, sólo se oyó el ruido del acondicionador de aire. El sarcasmo de Gerrault se había esfumado, y fue Tioulang quien empezó a protestar:

—Pero, Hamilton, ¡piense en la base industrial que esto supondría! La Paz misma no tiene más que un pequeño programa no tripulado. En su día, durante la Guerra, nos cuidamos de que no quedara ninguna de las bases de lanzamiento sin destruir.

Advirtió que estaba diciendo cosas que los demás ya sabían, y esperó a que Avery continuara.

Avery indicó por señas a su ayudante que dejara las fotografías sobre la mesa.

—Ya lo sé, K. T. Parece algo imposible. Pero, mire: esto es una nave espacial, completamente funcional, del tipo que las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos tenían poco antes de la Guerra. Se ha estrellado cerca de la frontera entre California y Aztlán. No es un modelo ni una simulación. Resultó completamente destruida en el incendio que siguió a su caída, pero mi gente me asegura que acababa de regresar de un vuelo orbital.

Los dos directores se inclinaron sobre la mesa para mirar los holos. Tioulang dijo:

—Creo en su palabra, Hamilton, pero queda todavía la posibilidad de que sea un engaño. Yo estaba convencido de que se habían destruido todos estos vehículos, pero quizá quedó uno almacenado durante todos estos años. No hay duda, es algo que intimida, aunque no sea más que un engaño, pero…

—Pudiera ser como usted dice. Pero no hay ninguna evidencia de que el vehículo fuera llevado hasta allí a remolque. Hay un bosque muy espeso alrededor del lugar de la caída. Estamos recogiendo y trasladando aquí todos los restos que podemos para examinarlos a fondo. Podremos saber si fue construido durante la Guerra o si se trata de la reconstrucción de un modelo de aquella época. Estamos también ejerciendo presión sobre los de Alburquerque para que busquen en los archivos antiguos evidencias de algún lugar secreto de lanzamientos.

Gerrault inclinó su pesada mole hacia atrás para mirar a sus guardias personales. Avery podía imaginar lo que estaba sospechando. Al cabo de un tiempo, el africano pareció que llegaba a tomar una decisión. Se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja:

—Supervivientes. ¿Hubo alguno a quien se pudiera interrogar?

Avery movió la cabeza negativamente.

—Había por lo menos dos personas a bordo. Una resultó muerta en el impacto. La otra resultó muerta por uno de nuestros hombres del equipo investigador. Fue un accidente.

La cara del otro se retorció, y Avery pudo imaginarse la muerte lenta que Christian habría dado a los responsables de un accidente parecido. Avery había actuado de forma rápida y muy dura con los incompetentes involucrados, pero no había sentido ningún placer al hacerlo.

—La tripulación no llevaba la menor señal de identificación, aparte de un nombre bordado en una etiqueta. Su traje de vuelo era uno de los usados antaño por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.

Tioulang juntó sus manos en forma de capilla.

—Aceptando lo imposible, ¿qué intentaban?

—Al parecer, era una misión de reconocimiento. Estamos trasladando los restos hasta los laboratorios, pero todavía hay algunos aparatos que no hemos podido identificar.

Tioulang estudió una de las fotos aéreas.

—Probablemente venía del norte, tal vez hasta llegó a sobrevolar Livermore —sonrió tristemente—. La historia se repite. ¿Recuerdan aquel orbitador de las Fuerzas Aéreas que encerramos en una burbuja? Si hubiesen llegado a transmitir lo que habían descubierto, lo que estábamos haciendo en aquel momento crítico, el mundo de hoy podría ser muy diferente de lo que es.

(Algunos días después, Avery se preguntaría cómo había sido posible que el comentario de Tioulang no le hubiera hecho darse cuenta de la verdad. Tal vez fue la interrupción de Gerrault; el hombre era más joven y no estaba interesado en viejos recuerdos.)

—Entonces ésta debe ser la explicación al hecho de que nuestros satélites de comunicaciones no funcionen.

—También nosotros pensamos así. Estamos intentando poner a punto las viejas instalaciones de radar de vigilancia que teníamos en los años veinte. Y sería de mucha ayuda que ustedes hicieran lo mismo.

—Píntelo cómo quiera, pero parece ser que tenemos la primera oposición efectiva en casi treinta años. Personalmente, pienso que han estado presentes durante mucho tiempo. Siempre hemos ignorado a estos Quincalleros, convencidos de que su tecnología no podía representar una amenaza para nosotros ya que no disponían de suficiente energía. «La industria de la casita de campo», decíamos. Cuando les hice ver a ustedes lo avanzada que estaba su electrónica en comparación con la nuestra, ustedes parecían creer que sólo representaban una amenaza para mis posesiones de la Costa Oeste.

—Ahora está claro que disponen de una operatividad de ámbito mundial que, en algunos aspectos, es igual a la nuestra. Me consta que hay Quincalleros en Europa y en China. Hay muchos sitios en donde, antes de la Guerra, existía una importante industria electrónica. Creo que ustedes deberían considerarles como una amenaza real, tal como hago con los de aquí.

—Sí, y podemos coger a los más importantes y… —Gerrault estaba ahora en su elemento. Las visiones de las torturas bailaban ya en sus ojos.

—Al mismo tiempo —dijo Tioulang—, hemos de convencer al resto del mundo de que los Quincalleros son una amenaza directa para su seguridad. Recuerden que todos nosotros necesitamos la buena voluntad de la gente. Tengo un control militar directo sobre la mayor parte de China, pero nunca podré mantener a raya a India, Indonesia y Japón si la gente del pueblo no tiene más confianza en mí que en sus gobiernos. Hay más de veinte millones de personas en estas posesiones.

—¡Ah!, éste es su problema. Usted es como la cigarra que se pasa todo el verano recreándose en la aprobación general. Yo soy la industriosa hormiga —Gerrault miró su enorme torso y se rió de la metáfora—que, con toda diligencia, ha mantenido guarniciones desde Oslo a Ciudad del Cabo. Si esto de ahora es «el invierno que llega», no necesito la aprobación de nadie —sus ojos se hicieron más estrechos—. Pero necesito saber más sobre este nuevo enemigo.

Miró a Avery.

—Creo que Avery ha sido muy inteligente al darnos un punto de partida para luchar contra ellos. Me preguntaba el motivo de que patrocinara su tonto campeonato de ajedrez en Aztlán, y de que utilizara su flota aérea para transportar sus equipos de todo el continente. Ahora ya lo sé. Cuando usted intervino con las tropas en el campeonato, pudo detener a algunos de los mejores Quincalleros del mundo. ¡Oh!, está claro que sólo unos pocos de ellos tenían conocimiento de la conspiración contra nosotros, pero también es verdad que tendrán amigos y familiares que les quieran, y algunos de éstos forzosamente han de conocer algo. Si juzgamos a los prisioneros, de uno en uno, acusándoles de traición a la Paz, estoy seguro de que encontraremos a más de uno que quiera hablar.

Avery estaba de acuerdo. No obtendría un placer especial en la operación, como haría Christian. Sólo haría cuanto fuera necesario para salvar la Paz.

—Y no se preocupe usted, K.T., podemos hacerlo sin enemistarnos con el resto de nuestro pueblo.

—Verá, los Quincalleros utilizan mucha litografía de rayos X y rayos gamma, ya que la necesitan para fabricar microcircuitos. Ahora bien, mi gente de relaciones públicas ha preparado una noticia sobre el descubrimiento de que los Quincalleros están potenciando estos equipos de láser para grabado a fin de usarlos como armas láser, tal como hacían los gobiernos de antes de la Guerra.

Tioulang sonrió:

—¡Ah Este tipo de amenaza directa es la que puede darnos un mayor apoyo. Será casi tan efectivo como si dijéramos que se dedican a la investigación biocientífica.

—Pues ya está —Gerrault alzó las manos como si fuera a bendecir a sus amigos directores—. Ya podemos ser felices. Su pueblo se quedará apaciguado y podremos dedicarnos al enemigo con todas nuestras fuerzas. Hizo bien al llamarnos, Avery. Este es un asunto que requiere nuestra atención personal e inmediata.

Avery sintió un placer morboso al contestar:

—Además hay otro asunto, Christian, por lo menos de importancia semejante. Paul Hoehler está vivo.

—¿El matemático de antaño, sobre el que usted siempre ha tenido una idea fija? Sí, lo sé. Nos lo avisó usted hace unas semanas, con un tono secreto y aterrorizado.

—Una de mis mejores agentes se ha infiltrado entre los Quincalleros de la California Central. Me ha informado de que Hoehler ha logrado construir un generador, o está a punto de lograrlo, de burbujas.

Aquélla era la segunda bomba que hacía explotar delante de ellos, y en cierto modo, la mayor. Los vuelos espaciales eran una cosa. Algunos gobiernos los habían realizado antes de la Guerra. Pero la burbuja era algo muy distinto. Que un enemigo pudiera tenerla era tan mal recibido e increíble como si el demonio instalara una capilla. Gerrault fue tajante:

—Absurdo. ¿Cómo es posible que un anciano haya descubierto un secreto que hemos guardado tan celosamente durante todos estos años?

—¡Usted se olvida, Christian, de que fue este anciano quien, en primer lugar, inventó la burbuja! Durante diez años, después de la Guerra, fue de laboratorio en laboratorio, siempre un paso delante de nosotros y siempre buscando la manera de echarnos abajo. Entonces, desapareció de una manera tan absoluta que sólo yo, de entre todos los originales, estaba convencido de que se escondía en algún lugar mientras trabajaba contra nosotros. Y yo tenía razón. Tiene una increíble habilidad para sobrevivir.

—Lo siento, Hamilton, pero a mí también me cuesta creerlo. No tiene usted una evidencia consistente; aparentemente se basa sólo en la palabra de una mujer. Creo que siempre se ha alterado demasiado cuando se trataba de Hoehler. Puede que hubiera tenido alguna de las ideas originales, pero fue el trabajo del resto del equipo de su padre lo que hizo realmente posible el invento. Además se requiere una planta de fusión y algunos condensadores enormemente grandes para alimentar a un generador de burbujas. Los Quincalleros jamás podrían…

La voz de Tioulang se fue apagando cuando se dio cuenta de que si se podía esconder una instalación para vuelos espaciales, era mucho más probable que se pudiera esconder un reactor de fusión nuclear.

—¿Lo ve usted? —dijo Avery.

Tioulang no había intervenido en el grupo de investigación de su padre, y no podía darse cuenta del talento matemático de Hoehler. Otros habían participado en el proyecto, pero Hoehler había estado detrás de todos los aspectos eminentemente teóricos. Por descontado, la historia no se había escrito así. Pero a pesar de los muchos años transcurridos, Avery recordaba la cólera de Hoehler cuando se dio cuenta de que el desarrollo no se hubiera podido mantener en secreto si él, además de inventar «el monstruo» (como lo llamaba), no hubiera realizado personalmente el trabajo de todo un laboratorio de investigación. Había resultado evidente que les iba a denunciar, y su padre confió en su hijo Hamilton Avery para hacer callar al matemático. Avery había fracasado en el cargo. Este había sido su primer fracaso, y el último, en este tipo de operaciones durante todos aquellos años, pero era un fracaso que no podía olvidar.

—Está aquí fuera, K. T. Es cierto, créame. Y mi agente es Della Lu, la que realizó esa misión de Mongolia que ninguno de los suyos podía hacer. Puede usted creer lo que ella diga. ¿No ve usted lo que va a ocurrir si no hacemos nada? Si tienen capacidad para realizar vuelos espaciales y además poseen la burbuja, son superiores a nosotros. Nos van a barrer tan fácilmente como nosotros barrimos a los gobiernos de los viejos tiempos.

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