Aztlán abarcaba mucho de lo que antes había sido California del Sur y California Baja. Además, reclamaba una gran parte de Arizona, aunque tal exigencia era fuertemente contestada por la República de Nuevo México. De hecho, Aztlán era una confederación muy relativa de caciques locales, cada uno de los cuales dominaba sobre una enorme extensión de terreno.
Tal vez debido a la proximidad del Enclave en la vieja Downtown, en ninguna parte de Aztlán los castillos eran tan magníficos como en el norte de Los Ángeles. Y, de todos aquellos castillos, el del alcalde de El Norte era el gigante entre los gigantes.
La carroza y su guardia de honor corrían rápidamente por la bien cuidada carretera, que había formado parte del antiguo mundo y que llevaba a la entrada principal de El Norte. En su interior, tenuemente iluminado, había un solo pasajero, un tal Wili Wáchendon, que iba sentado sobre almohadones de terciopelo y escuchaba el ruido que producían los caballos que tiraban del carruaje y los que montaba la escolta. Le trataban como si fuera un señor. Bueno, no exactamente, porque le costaba mucho hacerse el desentendido cuando veía la expresión de estupefacción en las caras de las tropas de Aztlán cuando miraban a aquel muchacho negro y sucio del viaje, a quien debían escoltar desde Ojal hasta Los Ángeles. Él iba mirando a través de los oscurecidos cristales a prueba de bala, cosas que jamás se había imaginado que podría ver, por lo menos a la luz del día. A su derecha, se elevaba una colina escarpada que, cada pocos metros, había sido excavada para formar nidos de ametralladora. A su izquierda vio una valla de estacas, semiescondida entre las palmas. Se acordaba de estacas como aquéllas y de lo que les ocurría a los ladrones que no tenían suerte.
Por detrás de las palmas, podía ver gran parte de la Cuenca. Era tan grande como varias regiones y, sin contar al personal de la Autoridad en el Enclave, vivían allí más de ochenta mil personas, lo que la convertía en una de las mayores capitales del mundo. A aquella hora, ya mediada la tarde, las cocinas de madera y de petróleo de toda aquella gente originaban una columna de humo oscuro que se había quedado detenida por una inversión de temperatura e impedía ver las distantes colinas.
Llegaron a las rampas del lado sur y cruzaron el perímetro enlosado que rodeaba la mansión del alcalde. Luego pasaron por delante de un gran edificio cuya fachada estaba formada por un increíble alarde de láminas de cristal perfectamente iguales. No se podía ver el menor agujero de bala, ni la menor rotura. Durante muchos años ningún enemigo había podido llegar hasta allí. El alcalde tenía un control muy firme de la tierra que se extendía a varios kilómetros a la redonda. El carruaje giró para entrar, y los criados corrieron a abrir las puertas de cristal. La carroza, los caballos y la guardia atravesaron los gruesos muros; el encuentro debía tener lugar fuera de la vista de posibles ojos espías. Wili preparó el equipo. Se puso el conector de cuero cabelludo, aunque ahora le resultaba menos confortable. Su procesador se había programado para una tarea, y la interfase no le daba la omnisciencia que sentía otras veces, cuando notaba que trabajaba con Jill.
Wili se sentía como una gallina en una reunión de coyotes. Pero se decía a sí mismo que había una diferencia. Sonrió en atención a los coyotes allí reunidos y dejó en el brillante suelo sus empolvados aparatos: aquella gallina ponía burbujas.
Estaba de pie, en el centro de la sala de audiencias del alcalde y completamente solo, si se exceptuaba a los dos lacayos que le habían acompañado hasta allí desde la carroza. Cuatro Jonques estaban sentados sobre un estrado situado a unos cinco metros de distancia. Aunque no eran los nobles de más alto título de Aztlán, si bien uno de ellos era el alcalde, Wili pudo reconocer los bordados de sus chaquetas. Eran hombres a quienes los Ndelante Ali jamás se habrían atrevido a robar.
A un lado, subordinados pero no serviles, estaban de pie tres negros muy ancianos. Wili reconoció a Ebenezer, Sabio de los Ndelante de Pasadena, un hombre tan viejo y tan apegado a lo suyo que ni siquiera había aprendido a hablar en español. Necesitaba intérpretes para comunicar su voluntad a su pueblo. Desde luego, aquello hacía aumentar su apariencia de sabiduría. Hasta donde era posible en un área tan dilatada, aquellos siete hombres eran los que gobernaban en la Cuenca y en las tierras del este, lo gobernaban todo excepto Downtown y el Enclave de la Autoridad.
El descaro de Wili no pasó desapercibido a los coyotes. El más joven de los señores Jonques se inclinó hacia adelante para poderle mirar de arriba abajo.
—¿Éste es el emisario de Naismith? ¿Con «esto» hemos de encerrar a Downtown en una burbuja y rescatar a nuestros hermanos? Debe ser una broma.
El negro más joven, un hombre de unos setenta años, cuchicheaba en el oído de Ebenezer. Probablemente le estaba traduciendo al inglés los comentarios del Jonque. La mirada del anciano era fría y penetrante, y Wili se preguntaba si Ebenezer podía acordarse de todos los disgustos que un escuálido ladrón había causado a los Ndelante.
Wili se inclinó respetuosamente delante de los nobles que estaban sentados. Cuando habló, lo hizo en un español correcto, con lo que confiaba sería el acento de la California Central. Deseaba convencerles de que no era un nativo de Aztlán.
—Mis señores y sabios, es muy cierto que no soy más que un mensajero, un simple técnico. Pero he traído y tengo aquí el invento de Naismith. Sé cómo hay que manejarlo, y sé de qué manera puede usarse para liberar a los prisioneros de la Autoridad.
El alcalde, un hombre que parecía agradable y que tendría unos cincuenta años, alzó una ceja y dijo suavemente:
—¿Quiere usted decir acaso, que sus compañeros van a traerlo, desarmado tal vez?
—¿Mis compañeros? No, mi señor —se agachó, abrió su paquete y sacó de él el generador y su procesador—. Esto es el generador. Con los planos que Naismith ha transmitido por radio, los Quincalleros, dentro de seis semanas, serán capaces de fabricarlos a centenares. Por ahora, éste es el único que puede funcionar.
Mostró a todos el procesador, aparentemente poco diferente a cualquier otro. Pocas cosas podrían parecerse menos a un arma que aquello, y Wili pudo ver claramente que la incredulidad se reflejaba en sus facciones. Era necesario hacer una demostración. Se concentró brevemente para dar los parámetros a la interfase.
Pasaron cinco segundos, y apareció en el aire una esfera perfecta, justo delante de la cara de Wili. La burbuja no medía más de diez centímetros de diámetro, pero, dada la reacción de la audiencia, igual podría haber sido de diez kilómetros. Wili le dio un suave empujón y la esfera, que pesaba exactamente igual que su volumen equivalente de aire, salió disparada hacia donde estaban los nobles. Antes de que se hubiera desplazado un metro, las corrientes de aire ya la habían desviado. El Jonque más joven olvidó su dignidad y saltó desde el estrado para coger la burbuja.
—¡Por Dios, es de verdad! —dijo al tocar su superficie.
Wili no hizo más que sonreír y formular, luego, otra secuencia de órdenes. Una segunda, y después una tercera esfera aparecieron flotando en el salón. Para unas burbujas de este tamaño, donde el objetivo estaba cerca y era homogéneo, los cálculos eran tan sencillos que casi podía generarlas en un chorro continuo. Durante algunos momentos, la audiencia perdió parte de su dignidad.
Por fin, Ebenezer alzó una mano y dijo a Wili en inglés:
—Es decir, muchacho, que tú tienes todo lo que la Autoridad tiene. Puedes encerrar en burbujas a todo Downtown, para que nosotros vayamos después allí y recojamos los trozos. Sus ejércitos no van a permitírnoslo.
Las cabezas de los Jonques se movieron, y Wili sabía que habían comprendido la pregunta. Muchos de ellos entendían el inglés y el españolnegro, a pesar de que muchas veces fingían no comprenderlos. Podía casi ver cómo sus mentes calculadoras hacían funcionar sus procesadores. Con un arma así, podían conseguir mucho más que la liberación de los prisioneros. Podían echar a la Autoridad de Aztlán, arrojarla de allí a patadas. Si la Autoridad era derrotada, ¿por qué no iban ellos a sustituirla? Y, tal como Wili había admitido, tenían una ventaja de seis semanas sobre el resto del mundo.
Wili negó con la cabeza.
—No, sabio. Para ello se necesitará mucha más energía, aunque no se requiera la de fusión que utiliza la Autoridad. Pero, y esto es más importante, este generador no es lo suficientemente rápido. Su capacidad máxima corresponde a una burbuja de unos cuatrocientos metros de diámetro, y para ello necesita unas condiciones especiales y un tiempo de preparación de varios minutos.
—¡Bah! Entonces es un juguete. Tal vez con esto pueda usted decapitar a algunos soldados de la Autoridad, pero cuando saquen sus ametralladoras y sus aviones será usted un hombre muerto.
El señor Bocazas estaba de nuevo en forma. A Wili le recordaba a Roberto Richardson. Era una pena que todo aquello fuera a favorecer a individuos como aquéllos.
—No es ningún juguete, mi señor. Si ustedes siguen el plan que Paul Naismith ha preparado, todos los rehenes podrán ser liberados.
En realidad se trataba de un plan que se le había ocurrido al mismo Wili durante el primer experimento, cuando había cogido con sus brazos la burbuja que había hecho Jill. Pero no funcionaría si no decía que era idea de Paul.
—Hay cosas que pueden hacer las burbujas y que ni ustedes, ni nadie, ni la misma Autoridad, conocen todavía.
—¿Y qué cosas son éstas, señor? —en la voz del alcalde había una cortesía totalmente desprovista de sarcasmo.
Una pareja acababa de entrar por el otro lado de la sala. Durante unos instantes lo único que pudo ver Wili fueron sus siluetas delante de la luz que entraba por las ventanas. Pero esto bastó.
—¡Vosotros dos!
Mike parecía tan sorprendido como Wili, pero Lu sonreía.
—Son los representantes de Kaladze —aclaró el alcalde.
—¡Por el Único Dios! ¡Estos son los representantes de la Autoridad!
—Veamos —dijo el Bocazas—. Éstos dos vienen avalados por los Kaladze, que son los que han organizado todo esto.
—No voy a decir nada, si ellos están aquí.
Un silencio de muerte recibió su negativa, y de repente Wili tuvo miedo, miedo físico. Los señores Jonque tenían ciertas habitaciones muy interesantes en los sótanos de sus castillos provistas de aparatos muy eficaces para persuadir a la gente de que hablara. Esto iba a ser como la confrontación con los Kaladze, sólo que más sangriento.
El alcalde dijo:
—No le creo. Hemos hecho comprobaciones de los Kaladze con todo cuidado. Hemos hecho salir incluso a nuestra propia corte, para que esta reunión se haga tan sólo con los que han de estar enterados. Pero —suspiró y Wili vio que en algunos aspectos era más flexible (o más desconfiado) que Nicolai Sergeivich— tal vez sería más seguro si usted sólo nos dice lo que hay que hacer, y no todos los secretos que haya detrás. Juzgaremos los riesgos y decidiremos si es imprescindible o no que tengamos más información ahora.
Wili miró a Rosas y a Lu. ¿Sería posible hacerlo sin dar a conocer el secreto, por lo menos hasta que a la Autoridad le resultara imposible contrarrestarlo? Tal vez sí.
—Los rehenes, ¿están todavía detenidos en la Torre de Contrataciones?
—En los dos pisos de arriba. Incluso desde el aire, el asalto sería suicida.
—Sí, mi señor. Pero hay otra manera. Voy a necesitar cuarenta contenedores Julián 33 (otras marcas también podrían ser útiles pero estaba seguro de que aquéllas, de fabricación Aztlán, serían fáciles de conseguir) y acceso a su servicio meteorológico. Esto es lo que tienen ustedes que hacer…
Hasta algunas horas después Wili no cayó en la cuenta de que él, el muchacho casi inválido de Glendora, estaba dando órdenes a los gobernantes de Aztlán y a los hombres sabios de los Ndelante Ali. Ojalá lo hubiera podido ver el Tío Sly.
A primeras horas de la tarde del día siguiente, Wili estaba agachado en las ruinas de unas casas situadas precisamente al este de Downtown, y estudiaba su pantalla. Ésta, se encontraba conectada a un telescopio que los Ndelante habían colocado en el terrado. El día era tan claro que la vista de que disponía podría haber sido la de un halcón que sobrevolara en círculos los aledaños del Enclave. Mirando entre los edificios, Wili podía ver las calles llenas de docenas de automóviles que trasladaban a los empleados de la Autoridad. Centenares de bicicletas, propiedad de los funcionarios de menor categoría, circulaban lentamente por los bordes de la calle. Y peatones. Éstos se aglomeraban en las proximidades de los grandes edificios. Ocasionalmente, algún helicóptero zumbaba en las alturas. Era como una visión sacada de un videodisco antiguo, pero aquello era real, estaba sucediendo en aquellos momentos y en aquel lugar, uno de los pocos que quedaban en la Tierra donde el ajetreado pasado vivía todavía.
Wili apagó la pantalla y miró hacia las caras, tanto Jonques como negras, de los que le rodeaban.
—No se necesita mucha ayuda para esta operación. El éxito depende de lo buenos que sean sus espías.
—Son lo bastante buenos —aseguró el malencarado ayudante de Ebenezer.
Los Ndelante Ali constituían una organización muy importante, pero Wili tenía la sospecha de que aquel individuo le conocía de antes. Volver a casa, con Paul, podía depender de que aquellos «amigos» siguieran intimidados por la reputación y los aparatos de Naismith.
—A los de la Paz les gusta que les sirvan personas, además de las máquinas. Los creyentes han estado esta misma mañana en la Torre. Todos los rehenes están en los dos pisos de arriba. Los dos pisos siguientes están vacíos y cargados de alarmas y, más abajo, hay por lo menos un piso lleno de soldados de la Paz. La zona de servicio también está ocupada y puede usted ver que hay una patrulla con un helicóptero y otros aviones de ala fija. Casi se podría suponer que esperan un asalto armado como los del siglo veinte y no…
Y no a un escuálido adolescente con su generador en miniatura. Wili completó silenciosamente la severa implicación del otro. Se miró las manos. Escuálido, tal vez. Pero si seguía ganando peso, como iba haciendo durante las últimas semanas, pronto iba a dejar de serlo.
Y se sentía capaz de habérselas con la Autoridad, los Jonques y los Ndelante Ali, todos juntos. Wili sonrió al sabio.
—Lo que yo tengo es más efectivo que los tanques y las bombas. Si ustedes están completamente seguros de dónde están los prisioneros, por la noche estarán en mi poder.
Se volvió hacia el ayudante del alcalde, que era un anciano le buen ver, que rara vez hablaba pero que conseguía una obediencia ciega y absoluta de sus hombres.
—¿Ha podido usted hacer que suban mi equipo hasta arriba? —Sí, señor.
—Pues si es así, vayamos arriba.
Retrocedieron hasta la parte principal de las ruinas, manteniéndose cuidadosamente en la sombra y fuera de la vista de las naves que sobrevolaban el lugar. El edificio original había ceñido treinta metros de altura, con hileras de balcones que miraban hacia el oeste. Gran parte de la fachada se había derrumbado, y las escaleras se habían quedado al aire, pero el hombre del alcalde era sagaz y había ordenado que dos jóvenes Jonques treparan por el hueco de un montacargas interior y prepararan un cabestrante para subir el equipo y a las personas mayores hasta el cuarto piso, el punto estratégico que Wili necesitaba.
Uno tras otro, los Jonques y Ndelante fueron subiendo. Wili sabía que una tan íntima colaboración entre aquellos enemigos de sangre habría sido un shock tremendo para muchos de los creyentes. Aquellos grupos luchaban y se mataban entre ellos en otras circunstancias, y cada uno utilizaba a los otros para justificar toda suerte de sacrificios por parte de su propia gente. Estas luchas eran reales y sangrientas, pero la cooperación secreta también era real. Dos años atrás, Wili había apostado a que existía este secreto, y era aquello lo que finalmente le había hecho ponerse en contra de los Ndelante. El pasillo del cuarto piso crujía amenazadoramente bajo sus pies. En el exterior hacía calor, pero aquello era como el interior de un horno. A través de algunos agujeros en el suelo, Wili podía ver las ruinas de las habitaciones de los pasillos de los pisos inferiores. Unos agujeros similares en el techo permitían el paso de la única luz de que disponían. Uno de los Jonques abrió una puerta lateral y se mantuvo cuidadosamente alejado cuando entraron Wili y la gente de Ndelante.
Más de media tonelada de contenedores Julián 33 estaban ordenados junto a una pared interior. El lado correspondiente a los balcones de aquella habitación oscilaba precariamente. Wili desempaquetó el procesador y el generador de burbujas y empezó a conectarlos a los Julián. Los otros se repartieron a lo largo de la pared y por el pasillo que había detrás. Rosas y Lu estaban allí. Como representantes de los Kaldaze no se les podía negar la asistencia, aunque Wili se las había arreglado para persuadir al hombre del alcalde para que les mantuviera, en especial a Della, alejados del equipo y apartados de las ventanas.
Della le miró y le sonrió. Su sonrisa era extraña y amistosa. Extraña, sobre todo, porque no había nadie más que estuviera mirando y pudiera ser engañado. ¿Cuándo iba a hacer su jugada? ¿Trataría de avisar a sus jefes o intentaría robar el equipo ella misma? Durante la noche anterior, Wili había pensando intensa y largamente en cómo podría derrotarla. Tenía incluso preparados los parámetros para encerrarse en una burbuja. Meterse dentro de una burbuja junto con su equipo tendría que ser un último recurso, puesto que el modelo actual de burbuja no tenía mucha flexibilidad, y se vería obligado a estar fuera del juego por lo menos durante un año. Mucho más probable era que uno de los dos acabara muerto al finalizar el día, y ninguna sonrisita podía cambiar aquello.
Arrastró el generador y sus cables de alimentación, así como su bolsa de camuflaje, hasta cerca del deteriorado borde del balcón. Debajo de él, el piso de cemento se movía como si fuera una barca. Parecía que sólo se sostuviera por una sola varilla del forjado. ¡Maravilloso! Concentró su equipo sobre la hipotética varilla y calibró los sensores de masa y distancia. Los siguientes minutos iban a ser críticos. Para conseguir que los cálculos fueran más sencillos, el generador debía estar despejado de obstáculos. Y, por lo tanto, obligaba a que la operación fuese relativamente más visible. Si la Autoridad disponía de un equipo de observación parecido al de Paul, el plan no tendría posibilidad alguna de éxito.
Wili se mojó un dedo y lo mantuvo en alto en el aire. Incluso allí, casi en el exterior, la temperatura era bochornosa. La brisa que venía del oeste apenas si enfrió su dedo.
—¿A qué temperatura estamos? —preguntó innecesariamente, puesto que era evidente que hacía suficiente calor.
—En el exterior la temperatura es de treinta y siete grados. Es casi la mayor que hemos tenido en Los Ángeles y, desde luego, es la máxima de hoy.
Wili asintió. Perfecto. Volvió a comprobar el centro y las coordenadas polares, conectó el procesador del generador y se arrastró para regresar junto a los demás, que permanecían pegados a la pared interior.
—Es cuestión de cinco minutos. El generar una burbuja grande desde doscientos metros de distancia es casi demasiado para este procesador.
—Entonces —el hombre de Ebenezer le dirigió una sonrisa agria—, usted va a encerrar algo en una burbuja. ¿Está dispuesto a compartir el secreto? ¿O debemos simplemente mirar y aprender?
En el lado opuesto de la habitación el hombre del alcalde estaba callado, pero Wili tenía conciencia de su atención. Ni ellos ni sus jefes se podían figurar que las burbujas se pudieran usar más que como un arma ofensiva. Desconocían un hecho crítico, un hecho que muy pronto iba a ser del dominio de todos, incluso de la Autoridad.
Wili miró su reloj. Faltaban todavía dos minutos. No se podía imaginar que Della pudiera evitar el rescate de ninguna manera. Y él debería dar muchas explicaciones inmediatas o, en caso contrario, cuando sus aliados vieran lo que había hecho, podía tener problemas mortales.
—Muy bien —dijo por fin—. Dentro de noventa segundos, mi aparato hará una burbuja alrededor de los pisos de arriba de la Torre de Contrataciones.
—¿Qué? —la pregunta salió simultáneamente de cuatro bocas, en dos idiomas.
El hombre del alcalde, que parecía tan suave y respetuoso, le apretó el cuello inmediatamente. Levantó brevemente una mano mientras sus hombres empezaban a acercarse al equipo que estaba en el balcón. La otra mano iba apretando el cuello de Wili, hasta casi hacerle daño, y Wili se dio cuenta de que tenía escasos segundos para convencerle de que no debían arrojar sus aparatos a la calle.
—La burbuja… se… destruirá… luego. El tiempo… se detiene… dentro —dijo Wili, ahogándose.
La presión en su cuello se aflojó, y los hombres retrocedieron. Wili vio que los Jonque y el sabio intercambiaban miradas. Tendría que dar muchas explicaciones luego, pero, de momento, iban a cooperar.
Un ruido súbito y apagado marcó la descarga. Todas las miradas se dirigieron hacia el oeste a través de una abertura que en tiempos pasados había sido una puerta corredera. Algunas débiles exclamaciones se escaparon de varios labios.
La parte superior de la Torre de Contrataciones estaba en sombra, rematada y disminuida, a la vez, por una esfera de cuatrocientos metros de diámetro.
—El edificio, se derrumbará —dijo alguien.
Pero no sucedió nada de esto. La masa de la burbuja era la misma de lo que contenía, y aquélla contenía primordialmente aire. Hubo unos largos momentos de silencio, roto por el lejano sonido de las sirenas. Wili ya sabía lo que iba a pasar pero, a pesar de ello, le costó trabajo apartar la vista del cielo para fijarla disimuladamente en los demás.
Lu permanecía con los ojos tan abiertos como el que más. Pero Rosas, el ayudante del sheriff, miraba a Wili con otra clase de asombro, el de un hombre que, de pronto, descubre que algunas de sus culpas no han sido más que una pesadilla. Wili le hizo señas afirmativas con la cabeza. «Sí. Jeremy está vivo todavía, o por lo menos algún día volverá a vivir. Mike, tú no le mataste.»
En el cielo, alrededor de la Torre de Contrataciones, los helicópteros pasaban rozando la curva plateada de la burbuja. Más arriba podía oírse el ruido de los aviones de ala fija que patrullaban en círculos cada vez mayores alrededor del Enclave. Habían pisado un avispero, y las avispas estaban intentando decidir qué había pasado y lo que debían hacer. Finalmente el jefe Jonque se volvió hacia el sabio Ndelante.
—¿Su gente puede sacarnos de aquí?
El negro agachó la cabeza, para escuchar mejor por su audífono, y contestó:
—No, hasta que se haga de noche. Tenemos una boca de túnel a unos doscientos metros de aquí, pero tal como están patrullando ahora posiblemente no podríamos llegar sin ser descubiertos. Justo después de la puesta de sol, antes de que las cosas se enfríen lo suficiente para que sus sensores térmicos puedan trabajar bien, será el momento más oportuno para escabullirnos. Hasta entonces procuren apartarse de las ventanas y mantenerse en silencio. En los últimos meses han mejorado. Sus detectores son casi tan buenos como los nuestros.
Todos ellos: negros, Jonques y Lu, se trasladaron al pasillo con toda clase de precauciones. Wili dejó su equipo donde estaba, cerca del balcón, porque era demasiado arriesgado recuperarlo en aquellos momentos. Afortunadamente la bolsa que lo enmascaraba tenía un aspecto muy similar al de las ruinas que estaban a su alrededor.
Wili se sentó con la espalda apoyada en la puerta. Nadie iba a acercarse al generador sin que él se enterase.
A partir de aquel momento, los sonidos del Enclave se fueron apagando, pero pronto pudieron oír uno nuevo y amenazador: el ruido de los vehículos oruga.
Cuando todos estuvieron sentados y se hubo dispuesto vigías en los más próximos agujeros, el sabio se aposentó al lado de Wili y sonrió.
—Y ahora, querido y joven amigo, como debemos estar sentados aquí durante horas, tendrá usted tiempo sobrado para contarnos lo que quería decir exactamente con aquello de que la burbuja se iba a romper y de que el tiempo se detiene dentro de ella.
Hablaba en voz baja, y, considerando la situación en que estaban, era una petición más que razonable. Pero Wili reconoció el tono de voz. En el otro lado del pasillo, el hombre del alcalde se inclinó hacia adelante para poder oír mejor. Había poca luz, pero Wili pudo ver una débil sonrisa en la cara de Lu.
Tendría que mezclar verdades con mentiras. Iba a ser una tarde muy larga.