Della Lu se puso al corriente de los informes de situación mientras tomaba el desayuno. Llevaba un traje nuevo de paracaidista, y su pelo liso se veía limpio y brillante bajo las intensas luces fluorescentes del centro de mando. Se podría haber pensado que acababa de regresar de unas vacaciones de dos semanas y no de una noche de inspección por las colinas para localizar las posiciones de los guerrilleros.
Era un efecto calculado. Acababa de entrar el relevo de la mañana. Casi todos estaban descansados y no tenían en absoluto la cansada impaciencia de quienes finalizaban el servicio y no habían parado en toda la noche. Si debía ejercer el mando, o al menos influir sobre ellos, era necesario que apareciese fría y analítica. Y Della lo estaba, casi, por dentro. Se había tomado tiempo para lavarse, y hasta para dormitar un poco. Físicamente, las cosas habían sido mucho más duras en Mongolia. ¿Y mentalmente? Mentalmente, por primera vez en su vida, se sentía superada.
Della miró a lo largo de las consolas alineadas. Aquello era el corazón del mando de Livermore que, a su vez, era el centro de operaciones de todo el planeta. Jamás había estado en aquella habitación. En realidad, ella y muchos de sus ocupantes no sabían en dónde estaba exactamente. Una cosa era cierta. Estaba bajo tierra, a mucha profundidad, a prueba de proyectiles nucleares, de gases y de toda clase de peligros igualmente anticuados. Sabía también, casi con el mismo grado de certeza, que estaba a unas pocas docenas de metros del generador de burbujas de Livermore y su generador de energía nuclear de fusión. En alguno de los aparatos indicadores podía ver las instrucciones de mando para programar y disparar el generador. No había ninguna razón para que tal control estuviera en un lugar más o menos seguro que el mismo generador. Ambos debían estar en el agujero más profundo y más seguro de que se pudiera disponer.
Un tablero de situación cubría la mayor parte de la pared delantera. En aquel preciso momento mostraba la marcha de las operaciones en los alrededores de Livermore, según las informaciones recibidas desde los satélites de reconocimiento. Aparentemente, los mandos no estaban proyectados para recibir otras fuentes de información. Los partes de los hombres que estaban en el terreno entraban en el sistema mediante la intervención de ordenadores que trabajaban en los terminales conectados a la base de datos de la comandancia. Hasta aquel momento, la gráfica no mostraba ninguna discrepancia entre las dos fuentes de información. Los contactos con el enemigo habían sido prácticamente nulos durante la última hora.
En otras partes del mundo, la situación era distinta. Hacía días que no se advertía la presencia de la Autoridad en Europa ni en África. En Asia, los sucesos eran muy parecidos a los de América. El viejo Kim Tioulang era casi tan listo como Hamilton Avery, y tenía unos puntos críticos análogos. Su generador de burbujas estaba al norte de Beijing. Las pantallas menores mostraban cuál era la situación del conflicto en sus alrededores. Los Quincalleros chinos no habían construido tantos generadores pequeños como sus compinches americanos, y no habían penetrado tan profundamente en el corazón del complejo de Beijing. Pero allí era de noche y se estaba efectuando un ataque. El enemigo había sorprendido a K. T. de la misma manera que les había ocurrido a las fuerzas de Livermore. Los dos generadores de burbujas, los puntales del poder de la Paz, estaban siendo atacados. Estos ataques simultáneos parecían estar coordinados a propósito. Los Quincalleros tenían comunicaciones por lo menos tan buenas como las de la Autoridad. ¡Por lo menos!
De acuerdo con la pantalla grande, el Sol saldría dentro de quince minutos, y una niebla espesa cubría la mayor parte del valle. Existían algunos posibles emplazamientos enemigos, pero hasta entonces la Paz estaba rechazando todos los ataques. Las burbujas de los Quincalleros eran extremadamente eficaces a corta distancia y durante la noche la Autoridad había perdido más del veinte por ciento de sus tanques. Lo mejor sería esperar a tener más información sobre el enemigo. Lo mejor sería, también, esperar a que Avery les dejara utilizar su gran generador. Entonces podrían cogerles a docenas y a cualquier distancia.
Lu terminó de desayunar y se quedó sentada saboreando su café. Su mirada se paseó por la sala. Casi inconscientemente iba memorizando las caras, las pantallas, las salidas. Los que estaban en aquel bunker tan brillantemente iluminado, tan silencioso, con su aire acondicionado, vivían en un mundo de fantasía. Y ninguno de ellos lo sabía. Allí estaba el punto de destino de los megabytes de información que llegaban a la Autoridad desde todos los puntos del globo. Antes de que llegara hasta allí, toda la información era interpretada y seleccionada mediante procesadores remotos. Allí era finalmente integrada y pasada a los gráficos a disposición de los mandos más altos. Aquella gente creía que, con sus preciosos gráficos, estaban en posesión del más reciente resumen de la actualidad. Lu sabía que esto jamás había sido cierto y, después de la noche anterior, sabía que el sistema estaba plagado de mentiras.
Se abrió una puerta y Hamilton Avery entró en el puesto de mando del bunker. Detrás de él iba el general de la Paz, Bertram Maitland, el militar «calienta sillas» más importante del Directorio Americano. Era un típico aprietabotones. Tenía que buscar la manera de dejarle a un lado y convencer a Avery de que debían echar a la basura todos sus equipos de sensores remotos y luchar en aquella batalla con gente de verdad.
Maitland y Avery se acercaron a una fila más alta de terminales. Avery miró a Lu y le hizo señas de que se reuniera con ellos.
Cuando Della acudió, el general ya estaba ocupado en un terminal, un modelo de gran pantalla situado en una relumbrada cabina roja. No levantó la cabeza.
—Inteligencia predice que el enemigo volverá a atacar poco después de la salida del sol. Ya se pueden ver indicaciones de actividad térmica en el gráfico de situación. Resultan difíciles de ver porque no tienen vehículos a motor. Pero esta vez estamos preparados para recibirlas.
Tecleó una última instrucción en el terminal, y un suave zumbido les llegó a través de las paredes del bunker. Maitland señaló con un ademán hacia el tablero de situación.
—Vean. Acabamos de poner dentro de burbujas todas las supuestas concentraciones de enemigos.
Avery sonrió con su controlada sonrisa. Cada día parecía más pálido, más cansado. Vestía tan elegantemente como siempre, hablaba tan fríamente como siempre, pero Lu podía ver que Avery estaba llegando al final de sus fuerzas.
—Esto está bien. Sabía que si esperábamos a tener la carga completa podríamos nivelar nuestras pérdidas. ¿Cuántas burbujas podemos hacer?
El general Maitland reflexionó:
—Depende del tamaño que queramos que tengan. Pero por lo menos podremos hacer algunos miles, con velocidades de formación de, más o menos, una por segundo. Ahora lo tengo bajo un programa de control. Los satélites de reconocimiento o los jefes de campo nos dan la situación del enemigo y automáticamente provocamos su encierro en burbujas.
Un zumbido casi subsónico subrayó sus palabras.
—¡No! —los dos hombres la miraron, con más sorpresa que enfado—. No —repitió Della en voz más queda—. Ya es lo bastante malo confiar en estos sensores remotos para la información. Si ellos consiguen controlar nuestra generación de burbujas pudiera darse el caso de que gastásemos todas nuestras reservas a cambio de nada. O lo que es peor, que encerráramos en burbujas a los nuestros. —Aquel pensamiento no se le había ocurrido antes.
La expresión de Maitland se ensombreció. Su antagonista era joven, mujer y había sido ascendida con indecorosa velocidad, dejando atrás a sus favoritos. Si no fuera por Hamilton Avery estaría en un mando de batallón, y esto únicamente en concepto de premio a sus aparentes éxitos en Asia. Lu dirigió su atención hacia Avery.
—Por favor, director. Ya sé que es muy fantástico sospechar que el enemigo está interceptando nuestras comunicaciones por satélite. Pero usted mismo ha dicho que no hay nada que Hoehler no pueda hacer, y que lo más probable es que haga aquello que parezca más fantástico.
Había pulsado la cuerda precisa. Avery se amedrentó y sus ojos se volvieron hacia el tablero indicador. Aparentemente ya había empezado el ataque enemigo que Maitland había pronosticado. Unos pequeños puntos rojos, que representaban la guerrillas de Quincalleros, penetraban en el valle. De nuevo, el generador de la Autoridad había entrado en funciones varias veces gracias al control automático.
¿Qué pasaría si aquello fuera un fraude, aunque sólo lo fuera en parte? Debía haber Quincalleros en el valle, deslizándose por los barrancos profundos que se entrelazaban entre sí, acercándose cada vez más. Ahora que aquella posibilidad se había asociado a Hoehler, Della veía que se estaba convirtiendo en una certeza.
—Usted fue quien predijo que él iba a atacarnos aquí —dijo Avery, casi para sí mismo, y se volvió hacia el oficial—. General Maitland, suspenda la respuesta programada. Quiero un equipo de su personal que controle a nuestras fuerzas de tierra, sin retransmisiones por satélite. Este equipo habrá de decidir cómo y cuándo habrá que utilizar el generador.
Maitland dio una fuerte palmada sobre la mesa.
—¡Señor! Esto va a aumentar mucho nuestro tiempo de respuesta y va a permitirles llegar hasta los terrenos del interior.
Durante unos momentos, las facciones de Avery se quedaron inmóviles, como si las amenazas antagónicas le hubieran desquiciado. Pero cuando contestó su voz era firme y determinada:
—¿Y qué? Aún no tienen idea de donde está nuestro generador de burbujas. Y tenemos bastantes fuerzas convencionales para poder destruirles aunque fueran diez veces más. Mi orden es firme.
El otro le miró durante un instante. Pero Maitland había sido un individuo que siempre había obedecido órdenes. Si no hubiese sido así, Avery le habría destituido muchas décadas antes. Se volvió para encaminarse al terminal, canceló el programa, y luego habló por él a los analistas que se hallaban en la parte delantera de la sala, transmitiéndoles las directrices de Avery. El zumbido intermitente que llegaba desde detrás de la pared había cesado.
El director indicó a Lu que le siguiera.
—¿Algo más? —le preguntó en voz baja cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos de Maitland.
Della no vaciló.
—Sí, señor. Haga caso omiso de todos los informes automáticos remotos. En el área de Livermore utilice comunicaciones de alcance visual directo, sin retransmisiones. Tenemos mucha gente en tierra y muchos aviones. Es posible que perdamos parte de nuestro equipo al hacerlo, pero debemos tener un reconocimiento físico que pueda conocer el menor movimiento que tenga lugar. Para los sitios muy lejanos, Asia en especial, estamos obligados a utilizar los satélites, pero los vamos a usar sólo para comunicaciones de voz y de vídeo, no para datos ya procesados —lo dijo de un tirón, casi sin poder respirar.
—De acuerdo. Lo haré tal como usted dice. Quiero que usted permanezca aquí, pero no dé órdenes a Maitland.
Les costó casi veinte minutos pero, por fin, Maitland y sus analistas dispusieron de un sistema provisional de barridos visuales desde aviones, que les proporcionaba algo parecido a una completa supervisión del valle cada treinta minutos. Por desgracia, muchas de las aeronaves no iban equipadas con sensores sofisticados. En muchos casos, las observaciones se hacían a simple vista. Sin infrarrojos y sin radar de observación lateral, en los profundos barrancos se podía ocultar casi cualquier cosa. Por esta razón, Maitland y su gente estaban muy preocupados. Durante los años veinte, habían dejado que el antiguo sistema de observación desde el terreno cayera en el olvido y, para sustituirlo, se habían gastado inmensos recursos en el sistema de satélites, porque creían que les podía dar una protección más precisa y aplicable a toda la Tierra. Ahora, al no utilizar este sistema, era como si volviesen a luchar en la Segunda Guerra Mundial.
Maitland señaló hacia el tablero de situación, que sus hombres iban rellenando penosamente con los datos que recibían desde el terreno.
—¿Lo ve? La gente que está allí no ha visto la mayor parte de las concentraciones que veíamos desde los satélites. El enemigo está muy bien disimulado. Sin buenos sensores, nos vamos a quedar sin poder verles.
—De todas maneras, han visto algunas pequeñas escuadras.
Maitland se estremeció.
—Sí, señor. ¿Debo suponer que tenemos permiso para encerrarlas en burbujas?
Había una chispa en la mirada de Avery cuando respondió a su pregunta. Cualquiera que fuera el resultado de las teorías de Lu, los días de Maitland en su empleo estaban contados.
—Inmediatamente.
Una vocecita salió de la terminal del general.
—Señor, tengo algunas dificultades para actualizar el área del paso de la Misión. Dos A-57 han sobrevolado el paso. Ambos dicen que la burbuja que había allí ha desaparecido.
Los ojos de todos ellos se volvieron hacia la pantalla grande. El mapa estaba allí con precisión fotográfica. La burbuja del paso de la Misión, la burbuja de los Quincalleros que casi la había matado la noche anterior, relucía plateada y serena en la pantalla. El sistema de los satélites seguía viéndola o transmitía datos de que la veía.
Había desaparecido. Avery se puso todavía más pálido. Maitland lanzó su aliento a través de los dientes. Aquello era una evidencia directa, incontrovertible. Les habían engañado, les habían tomado el pelo. Y ahora sólo tenían una muy vaga idea de dónde estaba el enemigo en realidad.
—¡Dios mío! ¡Ella tenía razón! ¡La ha tenido durante todo este tiempo!
Della no estaba escuchando. No tenía la sensación de haber ganado. A ella también la habían engañado. Había creído la vanidosa aseveración de los técnicos de que el tiempo mínimo de duración teórica de una burbuja era de diez años. ¿Cómo era posible que se le hubiera escapado una cosa así? «Anoche, ya los tenía, me apostaría cualquier cosa. Tenía a Hoebler, a Wili, a Mike y a todos los importantes. Y he dejado que se escaparan a través del tiempo hasta hoy. Su mente consideraba frenéticamente todas las implicaciones que aquello tenía. Si se podían formar burbujas de veinticuatro horas, ¿por qué no iba a ser posible hacerlas de sesenta segundos, o de un segundo? ¿Qué ventaja podrían obtener los del otro lado con esto? Claro que sí, podrían…
—¿Señora? —alguien le estaba tocando el codo.
Su atención regresó a la brillantemente iluminada sala de mando. Era el ayudante de Maitland. El general le acababa de hablar. Los ojos de Della enfocaban a los dos ancianos.
—Lo siento. ¿Qué decía usted?
La voz del general era átona, pero no hostil. Hasta la sorpresa había desaparecido de él. Todo aquello en que había confiado, acababa de traicionarle.
—Acabamos de recibir una llamada por la red de los satélites. Máxima prioridad, y en clave de máxima seguridad.
Esto sólo podía proceder de un director, y no había más que otro director superviviente. K. T., en China.
—El que llama quiere hablar con usted. Dice que se llama Miguel Rosas.