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El ambiente de un torneo abierto de ajedrez no había cambiado mucho en los últimos cien años. Un visitante que llegara del año 1948, quizá se extrañaría de las elegantes vestimentas hechas a mano y de los cortes de pelo insólitos. Pero las cosas realmente importantes —la familiaridad mezclada con una intensa concentración, la amplia gama de edades, el silencio durante las partidas, las largas mesas y las filas de jugadores—las reconocería inmediatamente.

Sólo una cosa importante había cambiado, y ésta, a nuestro hipotético viajero del tiempo, le iba a costar un poco descubrirla: los contrincantes no jugaban solos. No estaban autorizados los equipos, pero prácticamente todos los jugadores serios tenían asistencia, generalmente en forma de una pequeña caja gris dispuesta al lado del tablero, o junto a sus pies. Los jugadores más conservadores utilizaban diminutos teclados para comunicarse con sus programas. Otros, parecían estar desconectados de cualquier ayuda, pero de vez en cuando se quedaban con la mirada fija en la distancia, absortos en su concentración. Algunos de éstos eran jugadores en el sentido antiguo de la palabra, y desdeñaban la magia de los ordenadores.

Wili era el que tenía más éxitos, de entre todos estos jugadores atávicos. Sus ojos brillaban mirando toda la fila de tableros, tratando de decidir cuáles eran los jugadores verdaderamente humanos y cuáles eran los farsantes. Hacia el final de la mesa, el océano Pacífico era una banda azul que se divisaba por las ventanas abiertas del pabellón.

Wili fijó su atención en su propio juego, intentando olvidarse de la muchedumbre de espectadores. Aunque no había hecho más que acabar una apertura de Ruy López (éste es el nombre que Jeremy le había dado unas noches antes), Wili tenía una buena impresión referente a la partida. Ahora era posible un potente ataque por la banda del rey, a menos que su oponente se sacara una verdadera sorpresa de su manga. Ésta sería su quinta victoria consecutiva. Esto explicaba la afluencia de público. Era el único jugador, estrictamente humano, imbatido. Wili se sonrió a sí mismo. Éste era un subproducto de la expedición totalmente inesperado, pero muy agradable. Nunca había sido causa de admiración (aunque su reputación entre los Ndelante se podría calificar de admirable). Sería un verdadero placer para él poder demostrar a aquella gente lo inútiles que eran sus máquinas, en realidad. De momento, se había olvidado de que toda la atención suplementaria que recibiera haría más difícil su eclipse cuando llegara el momento.

Wili se fijó en el tablero un segundo más, entonces desplazó su peón de alfil, iniciando una secuencia de acontecimientos que debería ser imparable. Paró su reloj, y por fin levantó los ojos para mirar a su oponente.

Unos ojos de color pardo oscuro le devolvieron la mirada. La muchacha, la mujer (estaría en los veinte años) sonrió a Wili como si acusara recibo de su jugada. Ella se inclinó hacia adelante y sostuvo junto a su sien una banda que contenía un dispositivo de entrada y salida de datos. Un suave mechón de cabello negro cubrió su mano.

Casi transcurrieron diez minutos. Algunos de los espectadores empezaron a dispersarse. Wili no hacía otra cosa que permanecer sentado y simular que no estaba mirando a la muchacha. Ésta no tenía más de un metro cincuenta de estatura, un poco más aira que él. Y era la criatura más hermosa que jamás había visto. Podía estar sentado tan cerca de ella, sin tener que decir nada, sin tener que entablar conversación, que Wili hubiera preferido que aquella partida no acabara nunca.

Cuando por fin ella movió, hizo otro movimiento de peón. Muy raro, muy arriesgado. Decididamente, era una jugadora muy floja. En los últimos tres días, Wili había jugado más al ajedrez que en los tres meses anteriores. Casi todas sus partidas habían sido contra jugadores que tenían ayuda. Algunos de ellos eran tan sólo servidores de sus máquinas. Se podía estar seguro de que no iban a cometer el más mínimo error y que se aprovecharían de los que pudiera cometer su antagonista. Jugar con ellos era como torear a un toro, imposible si vas a acometerle de frente, pero fácil si sabes encontrar sus puntos flacos. Otros jugadores, como Jeremy, eran flojos, se equivocaban más veces, pero estaban llenos de sorpresas rebuscadas. Jeremy decía que su programa se acoplaba a su propia creatividad. Aseguraba que, con su ayuda, él era mejor que cualquier máquina o que cualquier humano, por separado. Wili sólo estaba de acuerdo en que esto era mejor que ser sólo el esclavo de un procesador.

El juego de Della Lu era tan atractivo como su presencia. Su última jugada estaba llena de riesgos y (ahora lo veía) llena de posibilidades. Una máquina por sí sola nunca habría hecho aquella jugada.

Rosas y Jeremy aparecieron detrás de ella. Rosas no participaba en el campeonato. Jeremy y su Flecha Roja especial iban bien, pero no jugaba en aquella ronda. Jeremy le miró a los ojos. Querían que saliera al exterior. Wili notó una punzada de irritación.


Por fin decidió cuál iba a ser su mejor ataque. Su alfil salió de la tercera línea, y se colocó delante de los peones. Paró su reloj. Pasaron algunos minutos. La muchacha cogió su rey y ¡lo hizo caer! Se levantó y extendió su mano a Wili por encima de la mesa.

—Un juego muy bonito. Muchas gracias.

Hablaba en inglés con un ligero acento del Área de la Bahía.

Wili trató de ocultar su sorpresa. Ella ya no hubiera podido ganar, estaba seguro de esto. Pero si lo había visto tan pronto era porque debía de ser, por lo menos, tan inteligente como él. Wili sostuvo la fría mano de ella durante un momento, y luego recordó que debía apretarla. Se puso en pie y murmuró algo ininteligible, pero ya era demasiado tarde. Los espectadores le rodeaban felicitándole. Wili se encontró apretando manos que se le ofrecían por todos lados, y algunas de aquellas manos iban enjoyadas, pertenecían a aristócratas Jonques. Le decían que era la primera vez en cinco años que un jugador sin ayudas había podido llegar a las finales. Algunos opinaban que tenía la posibilidad de ganar a todos los finalistas, y se preguntaban cuánto tiempo hacía que un simple humano no había sido campeón de Norteamérica.

Cuando pudo salir del cerco de sus admiradores, Della Lu se había retirado del lugar de su derrota. De todas maneras, Miguel Rosas y Jeremy Sergeivich estaban esperando para recogerle.

—Una buena victoria —dijo Mike echando su brazo por encima de los hombros del muchacho—. Apuesto a que te gustará respirar algo de aire fresco, después de tanta concentración.

Wili asintió sin demasiadas ganas y dejó que le llevaran hasta el exterior. Por lo menos, así pudieron esquivar a los dos periodistas de Paz que cubrían el acontecimiento.

Los pabellones de la Fonda La Jolla se habían edificado en una de las más bellas playas de Aztlán. Enfrente de la bahía, a unos dos mil metros, los viñedos verdes y grises llegaban hasta la parte alta de los acantilados. Wili podía seguir con la vista aquellos acantilados y el romper de las olas hasta que se desvanecían entre la bruma, en alguna zona próxima a Los Ángeles.

Subieron por el césped hasta el restaurante. Detrás de él estaban las ruinas de la antigua La Jolla. Allí había más piedras labradas que en Pasadena. Aquello era más seco y pálido, sin la vida oculta de la cuenca de Los Ángeles. No era de extrañar que los señores Jonques hubieran escogido La Jolla para su lugar de recreo. El sitio estaba alejado, tanto de los barrios bajos como de las grandes propiedades. Los señores se podían reunir allí en una especie de tregua, olvidando sus rivalidades. Wili se preguntaba qué habrían hecho los de la Autoridad para convencerles de que el campeonato de ajedrez se celebrara allí, aunque era muy probable que la misma popularidad del juego pudiera explicarlo.

—He encontrado a los amigos de Paul —dijo Rosas.

Volvió a sus verdaderos problemas con un gesto de desagrado.

—¿Cuándo tenemos que irnos?

—Esta tarde, después de tu próxima partida. Tienes que perderla.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Mira. —Mike le hablaba con dureza—. Nos arriesgamos mucho por tu causa. Danos una excusa para que podarnos abandonar este proyecto y lo haremos.

Wili se mordió los labios. Jeremy iba detrás en silencio, y Wili se dio cuenta de que, por una vez, Rosas tenía razón. Ambos habían arriesgado su libertad, quizás hasta sus vidas, por él, o ¿era por Paul? No importaba. Dejando aparte la investigación sobre las burbujas, la biociencia era el crimen más funesto en la lista de la Autoridad. Y se habían enredado en todo esto para que él pudiera curarse.

Rosas interpretó el silencio de Wili como la aquiescencia que en realidad era.

—Entonces, de acuerdo. Dije que tenías que perder la próxima vez. Haz mucho teatro, algo que justifique el que te saquemos fuera de la sala y lejos de todos.

Dirigió una mirada de soslayo al muchacho.

—No va a ser demasiado difícil para ti, ¿verdad?

—¿Dónde hemos… de ir? —preguntó Jeremy.

Pero Rosas sólo movió la cabeza, y una vez entraron en el restaurante no tuvieron oportunidad para seguir con aquella conversación.


Roberto Richardson, así estaba escrito en la lista. Éste era su próximo contrincante, frente a quien debía perder. «Esto va a ser más difícil de lo que creía», pensó Wili, y observó que su obeso oponente atravesaba el pabellón y se dirigía hacia la mesa de juego. Richardson pertenecía al tipo más repugnante de los Jonques: el Anglo. Y peor todavía, por el dibujo de su chaqueta se veía que era de los estados que estaban por encima de Pasadena. Había muy pocos Anglos en la nobleza de Aztlán. Richardson era tan pálido como Jeremy Sergeivich, y Wili se estremecía al pensar lo asqueroso que debía ser por dentro para compensar tanta blancura. Probablemente tenía los equipos de trabajadores peor tratados de Pasadena. Esta clase de tipos siempre abusaba de sus siervos, intentando convencer, a los de su categoría social, de que eran tan señores como ellos.

En el pabellón, muchos Jonques tenían tan sólo un guardia personal. Richardson estaba rodeado por cuatro.

El hombre gordo sonrió a Wili mientras ponía su equipo sobre la mesa y se colocaba un conector en el cuero cabelludo. Extendió una gruesa mano blanca y Wili la estrechó.

—Me han dicho que usted era paisano mío, en otro tiempo. De Pasadena, nada menos —estaba usando el formal «usted».

Wili asintió. En el rostro del otro no había más que buena camaradería, como si las diferencias sociales fuesen una rareza histórica.

—Pero ahora vivo en California Central.

—¡Ah!, sí. Difícilmente podría haber desarrollado sus talentos en Los Ángeles, ¿verdad hijo?

Se sentó y se puso en marcha el reloj. Muy adecuadamente, Richardson tenía las blancas.

La partida empezó muy rápida, al principio, pero Wili estaba fastidiado por la charla del otro. El Jonque era casi demasiado amistoso, le preguntaba si le gustaba California Central, y afirmaba lo bonito que debería ser haberse podido alejar de las «desventajosas condiciones» de la Cuenca. En otras circunstancias Wili le hubiera dicho al otro que se callara (probablemente no sería demasiado peligroso en aquel área de tregua). Pero Rosas le había dicho que dejara durar la partida por lo menos una hora, antes de iniciar la discusión.

Diez jugadas después de empezar la partida, Wili se dio cuenta de que su enfado le hacía jugar mal. Vio que el ala de dama de Richardson se abría y que la ventaja posicional estaba claramente en las manos de su oponente. La conversación no había distraído a Richardson en lo más mínimo. Wili miró hacia el océano por encima del hombro del otro. En el horizonte, y muy lejos, un buque cisterna de la Autoridad se desplazaba lentamente hacia el norte. Más próximos, dos veleros de carga de Aztlán navegaban en sentido contrario. Se concentró en su silencioso y pacífico desplazamiento hasta que los comentarios de Richardson se redujeron en su conciencia a ininteligibles susurros. Entonces volvió a mirar el tablero y puso toda su atención en recuperarse.

El parloteo de Richardson continuó por algunos momentos, pero luego se fue apagando por completo. El pálido aristócrata miró a Wili con una expresión vagamente confusa, pero no se enfadó. Wili ni siquiera se dio cuenta. Para él la única evidencia de su oponente eran las jugadas de la partida. Incluso cuando Jeremy y Rosas se acercaron, incluso cuando su anterior oponente, Della Lu, se paró junto a la mesa, Wili siguió sin enterarse.

Porque Wili estaba en apuros. Ésta había sido su apertura más débil de todo el campeonato y, dejando aparte la guerra psicológica, éste era su oponente más fuerte. Richardson jugaba a la vez fuerte y blando. No cometía errores y había imaginación en todo lo que hacía. Jeremy había dicho algo sobre el hecho de que Richardson era un adversario muy fuerte, que tenía una máquina rápida, unos soberbios programas interactivos y la adecuada inteligencia para utilizar ambas cosas. Esto se lo había dicho algunos días atrás, y Wili lo había olvidado. Ahora se estaba enterando de nuevo.

El ataque fue madurando en los cinco movimientos siguientes. Era un nudo corredizo que se iba cerrando sobre el campo de juego de Wili. El enemigo (Wili ya no pensaba en él como un nombre, ni siquiera como una persona) podía ver varias jugadas futuras, y podía descubrir una estrategia incluso más allá. Wili casi había encontrado a su verdadero contrincante.

Cada movimiento les iba costando más tiempo que el anterior y los jugadores se quedaban en un estado catatónico, evaluando su próxima jugada. Finalmente, ya a la vista del fin de la partida, Wili realizó la más aguda filigrana de su corta carrera. Su enemigo se había quedado con dos torres, contra un caballo, un alfil y tres peones bien colocados. Para ganar necesitaba alguna combinación genial, algo tan inteligente como su descubrimiento del invierno anterior. Pero sólo disponía de veinte minutos y no de veinte semanas.

Con cada uno de los movimientos, la presión dentro de su cabeza iba en aumento. Tenía la impresión que era un corredor pedestre que persiguiese a un automóvil, o como el John Henry de los discos de historia de Naismith. Su desnuda inteligencia estaba luchando con un monstruo artificial, una máquina que analizaba un millón de combinaciones durante el tiempo que él empleaba en analizar una.

El dolor se trasladaba de sus sienes a su nariz y a sus ojos. Era una sensación punzante que le hizo salir a la superficie del mundo real desde las profundidades.

¡Humo! Richardson había encendido un enorme puro. El humo alquitranado fue a parar a la cara de Wili.

—¡Tire eso! —la voz de Wili era casi inarticulada, con la rabia apenas controlada.

Los ojos de Richardson se ensancharon denotando una inocente sorpresa. Aplastó el caro cigarro.

—Lo siento. Sabía que los del norte no están cómodos con esto, pero ustedes los negros ya tienen bastante humo en los ojos.

Sonrió. Wili se levantó a medias, con las manos convertidas en puños. Alguien le empujó para obligarle a sentarse de nuevo.

Richardson le miró con una altiva tolerancia, como si dijera «la carrera ya se ha terminado».

Wili intentó olvidarse de aquella mirada y del público que estaba cerca de la mesa. ¡Ahora tenía que ganarle!

Miró fijamente al tablero y lo volvió a mirar otra vez. Estaba seguro de que, si los movía bien, aquellos peones podrían sortear el fuego enemigo.

Pero el tiempo se estaba acabando y no podía volver a capturar su anterior estado mental.

Su enemigo seguía sin cometer errores, su juego era tan diabólicamente profundo como antes.

Tres movimientos más. Los peones de Wili iban a morir. Todos. Tal vez los espectadores no lo veían todavía, pero Wili sí, y también Richardson.

Wili tragó saliva intentando dominar las náuseas. Cogió a su rey, para tumbarlo y así abandonar. Sin quererlo, sus ojos se encontraron con los de Richardson.

—Ha jugado muy bien, hijo. Es el mejor juego que he visto jugar sin ayudas.

No había una aparente burla en la voz del otro, pero ahora Wili ya lo conocía bien. Se lanzó por encima de la mesa, agarrando a Richardson por la garganta. Los guardias intervinieron rápidamente. Wili se encontró izado sobre la mesa, sostenido por media docena de manos no demasiado delicadas. Le chilló a Richardson las más expertas y obscenas maldiciones en españolnegro.

El Jonque se apartó de la mesa e indicó con un gesto a sus guardias que dejaran a Wili en el suelo. Buscó la mirada de Rosas y le dijo suavemente:

—¿Por qué no se lleva a su pequeño Alekhine para que se enfríe?

Rosas hizo un gesto afirmativo. Entre él y Jeremy se llevaron hasta la puerta al perdedor que todavía luchaba. Wili oyó, detrás de ellos, que Richardson intentaba convencer a los directores del campeonato (con aparente sinceridad) para que permitieran que Wili siguiera en el torneo.

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