26

La lluvia era intensa y muy, muy, caliente. Arriba, en las nubes, los relámpagos parecían que se perseguían unos a otros alrededor de la Cúpula de Vandenberg, sin caer nunca a tierra. Los truenos seguían a los arqueados chispazos manchados de nubes.

En las últimas dos semanas, Della Lu había visto más lluvia que la que pudiera caer en Beijing durante todo un año normal. Era un telón de fondo muy apropiado a la aburrida rutina con que transcurría la vida allí. Si Avery no se hubiera pronunciado, al final, para realizar los juicios de los espías, ella se habría planteado seriamente el escapar de la hospitalidad de la Flecha Roja, tuviera o no que descubrir su identidad real.

—¡Eh! ¿Te has cansado ya? ¿O es que te has quedado en Babia?

Mike se había detenido y miraba hacia atrás para verla. Estaba de pie y con las manos en la cintura, aparentemente disgustado. El impermeable transparente con que se cubría hacía centellear metálicamente la camisa y los pantalones oscuros que llevaba debajo.

Della apretó el paso para poder alcanzarle. Continuaron unos doscientos metros en silencio. Sin duda, hacían una pareja divertida. Dos figuras, envueltas en equipo de lluvia, una muy alta y la otra muy baja. Desde que se habían cumplido los diez días del «período de arresto» de Wili, ambos habían salido a pasear todos los días. Era algo en lo que ella había insistido y, para variar, Rosas no se había opuesto. Ya había podido explorar hasta el lago Lompoc, por el norte, y hasta el desembarcadero del transbordador, por el este.

Si no hubiese sido por Mike, sus paseos debería haberlos dado con las mujeres. Y esto habría podido resultar arriesgado. Las mujeres estaban protegidas, y tenían muy pocas libertades y responsabilidades. Se pasaba muchas horas del día con ellas, haciendo las tareas manuales ligeras que se consideraban apropiadas a su sexo. Había procurado hacerse popular entre ellas, y se había enterado de muchas cosas, pero todo se reducía a chismorreo local. Igual que pasaba en las familias de San Francisco, las mujeres no estaban enteradas de lo que ocurría en el mundo. Se las apreciaba, pero eran ciudadanos de segunda clase. Aunque, a pesar de todo, eran muy listas y le habría resultado difícil mirar aquello que realmente le interesaba sin despertar sus sospechas.

El de aquel día era el paseo más largo, hasta las tierras altas desde donde se podía ver el pequeño trozo de playa que era la salida al mar de la Flecha Roja. A pesar de los engaños pasivos de Mike, Della se había podido hacer una idea bastante aproximada del sistema de escape del viejo Kaladze. Por lo menos, conocía su magnitud y su técnica. Era una pequeña compensación a su aburrimiento y al sentimiento de que estaba siendo detenida como rehén durante el desarrollo de unos acontecimientos que ella debería estar dirigiendo.

Todo esto iba a cambiar con el juicio de los espías. Le hubiera gustado encender un fuego debajo de la gente que lo merecía.

Subieron a una colina por senderos ocultos entre los árboles. Se podían ver reparaciones viales, y algunas parecían muy recientes, pero había muchos sitios en donde las aguas habían hecho desaparecer casi por completo el camino. Esto era como otras muchas cosas relacionadas con los Quincalleros. Sus dispositivos electrónicos eran superlativos (aunque ahora sabía perfectamente que los encontrados por Avery eran objetos demasiado caros y raros para ser de los Quincalleros, que normalmente no se espiaban unos a otros), pero andaban muy escasos de mano de obra y carecían de equipos de gran potencia, lo que equivalía a decir que cosas como las reparaciones de caminos o como la colada se hicieran igual que en el siglo diecinueve. Y las durezas en las manos de Della podían dar fe de ello.

Por fin llegaron al mirador. Una brisa continua, que barría la colina, les lanzó la lluvia a la cara. En la cima sólo había un árbol, una magnífica conífera de gran envergadura, enraizada en el punto más elevado. Hacia la mitad de su altura, podía distinguirse una especie de plataforma.

Rosas le echó un brazo por encima de los hombros para empujarla hacia el árbol.

—Cuando yo era un muchacho, en lo alto del árbol había una casa. Desde allí arriba deben contemplarse unas vistas muy buenas.

En el tronco se habían esculpido unos escalones de madera. Della vio también un grueso cable metálico que bajaba desde arriba, siguiendo los escalones. ¿Habría allí algo electrónico? Luego descubrió que se trataba de la conexión a tierra de un pararrayos. Los Quincalleros cuidaban muy bien de sus niños.

Unos segundos después ya estaban sobre la plataforma. La cabina estaba limpia y seca, con un alfombrado blando en el suelo. Desde ella se obtenía una panorámica muy buena hacia el sur y el oeste, pese a que, de alguna manera, se había conseguido que no entraran el viento ni la lluvia. Se despojaron de sus impermeables y se sentaron para disfrutar del sonido de la lluvia desde aquel refugio cómodo y seco. Mike se arrastró a gatas hasta la ventana que miraba al sur.

—Por si te sirve de algo, aquí lo tienes.

Las colinas llenas de árboles descendían bajo sus pies. La costa estaba aproximadamente a cuatro kilómetros, pero la lluvia era tan intensa que no podía distinguir más que una vaga silueta de dunas de arena y del movimiento de las olas. Parecía existir un rompeolas pequeño, sin ninguna embarcación fondeada en el mismo. En realidad el embarcadero no estaba en la propiedad de Flecha Roja, pero lo utilizaban ellos más que nadie. Mike aseguraba que llegaba más gente a la granja desde el mar que desde tierra. Della tenía dudas. Se inclinaba a pensar que Mike trataba de engañarla una vez más.

El ayudante de sheriff se apartó del agujero de observación y se sentó al lado de ella.

—¿Valía la pena, realmente, Della?

Había un cierto antagonismo en el tono de la voz de Mike. Ya había quedado probado que no tenía intención de denunciarla, para no comprometerse él mismo a su vez. Pero no era de los suyos. Ella había tratado con muchos traidores, hombres a los que su propio interés les volvía fáciles de convertir en instrumentos de confianza. Rosas no era de éstos. Esperaba para actuar a que llegara el momento en que pudiera hacerle más daño. Y hasta que llegara este momento, asumiría el papel de aliado poco dispuesto a serlo.

Tenía razón. ¿Valía la pena? Mike sonrió casi triunfalmente.

—Estás atascada aquí desde hace más de dos semanas. Has aprendido algo acerca de un pequeño rincón de las tierras que no tienen gobierno, y de un pequeño grupo de Quincalleros. Creo que eres mucho más importante para los de la Paz que todo esto. Eres como una valiosa pieza que voluntariamente quedara fuera de juego.

Della le devolvió la sonrisa. Mike no hacía más que decir en voz alta algo que ella pensaba con enfado. La única cosa que la retenía allí era la suposición de que, con un poco más de investigación, podría llegar a localizar a Paul Hoehler/ Naismith. Al principio le había parecido que sería muy fácil. Pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que Mike, y casi todos los demás, no tenían idea de su paradero. Tal vez Kaladze lo sabía, pero ella necesitaría una sala de interrogatorios para poder arrancarle aquella información. Lo único que había hecho bien en relación a este problema había sido al principio, cuando había situado un localizador en el caballo del muchacho negro.

Pero afortunadamente todo había terminado. Ahora tenía una oportunidad para situarse en la mejor de las posiciones estratégicas.

Los ojos de Mike se hicieron pequeños, y Della supo que él había captado algo de su sensación de triunfo. ¡Maldición! Habían estado demasiado tiempo juntos, habían sostenido conversaciones nada superficiales. Mike la hizo acercarse a él cogiéndola fuertemente de un brazo, hasta que sus caras quedaron muy próximas.

—Dime, ¿qué pasa? ¿Qué vas a hacer? —apretó su brazo hasta que a ella le dolió como si se lo apretaran con un torniquete.

Della contuvo los reflejos que le habrían llevado a dejar a Mike ahogándose a causa de la tráquea rota. Era preferible dejarle creer que tenía la ventaja ancestral del macho. Fingió sentirse sobrecogida y sin palabras. ¿Cuánto le debía explicar? Cuando estaban a solas Mike hablaba con frecuencia de los propósitos reales de ella, en relación a Flecha Rota. Ella ya sabía que no iba a intentar comprometerla por medio de testigos escondidos. Lo podía hacer directamente siempre que quisiera. Y él conocía tan a la perfección el Flecha Rota, que era muy poco probable que pudieran estar escuchándoles con aparatos ocultos. O sea que el único peligro estaba en decirle demasiado y darle motivos para que descubriera el juego de ambos. Tal vez sería mejor decirle algo. Si se enteraba de todo de golpe, la sorpresa le resultaría difícil de controlar. Intentó encogerse de hombros.

—Tengo un par de «tal vez» que creo me ayudarán. Tu amigo Hoehler, o Naismith, dice que tiene el prototipo de un generador de burbujas. Tal vez sea verdad que lo tiene. En todo caso deberá pasar cierto tiempo antes de que podáis construiros uno. Si entretanto la Paz puede desequilibraros, haciendo que vosotros y Naismith tengáis que intervenir antes de lo conveniente…

—Los juicios.

—Has acertado.

Ella se preguntaba cuál sería la reacción de Mike si supiera que ella había recomendado los juicios inmediatos de los rehenes de La Jolla. Mike se había asegurado de que alguno de los Kaladzes pudieran oírla cuando llamó a sus familiares de San Francisco. Había hablado con aparente inocencia diciendo sólo que estaba a salvo entre los Quincalleros de la California Central, a pesar de que no podía decirles exactamente dónde. Sin duda, Rosas suponía que debía haber una especie de código, pero nunca hubiera podido figurarse lo complejo que era. Los códigos de tono de voz se adecuaban muy bien a los que tenían el inglés como lengua nativa.

—Los juicios. Si los podemos usar para provocar pánico en Kaladze y sus amigos, tal vez podríamos echar un vistazo a los aparatos de Naismith, antes de que puedan causar algún daño importante a la Paz.

Mike se rió y aflojó un tanto la fuerza de su mano.

—¿Provocar pánico en Nicolai Sergeivich? Te sería más fácil provocarlo en un oso enfurecido.

Della no tenía previsto hacer lo que hizo a continuación, y que era poco frecuente en ella. La mano que le quedaba libre se deslizó hasta la nuca de él, acariciándole el cabello. Se puso de puntillas para poder besarle. Al principio Rosas se apartó un poco, pero luego le correspondió. Unos instantes después ella notó el peso de él mientras ambos se dejaban deslizar hasta caer sobre el blando recubrimiento del suelo de la casa del árbol. Los brazos de ella le rodeaban el cuello y los hombros, y el beso continuaba.

Hasta entonces, Della nunca había usado su cuerpo para asegurarse una lealtad. Nunca había sido necesario. Y en realidad nunca había encontrado un individuo tan atractivo. Y era muy dudoso que en aquel caso el resultado pudiera ser positivo. Mike había caído en sus manos a causa de lo que creía su deber; no podía racionalizar las muertes que había ocasionado. Y en este sentido, era tan inmutable como ella.

Con uno de sus brazos la tenía enlazada por la cintura, mientras con la mano que le quedaba libre tiraba de su blusa. La mano se deslizó por debajo de la ropa, por encima de su suave piel, hasta sus pechos. Las caricias eran impacientes, brutales. Había rabia y algo más. Della se apretó contra él, forzando una de sus piernas entre las de él. Durante mucho tiempo se olvidaron del mundo y dejaron que su pasión hablara por sí misma.

Los relámpagos bailaban su danza sobre la Cúpula que se cernía sobre ellos desde lo alto. Cuando los truenos cesaban, momentáneamente, podían oír el ruido que hacía la incesante lluvia.

Rosas la sostenía, ahora ya amablemente, y con sus dedos iba recorriendo las curvas de su cadera y de su cintura.

—¿Qué sacas de ser un agente secreto, Della? Si fueras alguien como estos que, seguros y cómodos en sus sillones de Livermore, no hacen más que apretar botones, lo podría entender. Pero arriesgas tu vida espiando en favor de una tiranía, y convirtiéndome a mí en algo que nunca había pensado que llegaría a ser. ¿Por qué?

Della miró los relámpagos que brillaban entre la lluvia. Suspiró.

—Mike, yo soy partidaria de la Paz. Mira, tenemos algo parecido a la paz en todo el mundo. Su precio es una tiranía, una de las más suaves tiranías de toda la historia. Su precio es un puñado de personas semejantes a la del siglo veinte, como yo, que vendería a su propia abuela por un ideal. El siglo pasado produjo armas nucleares, burbujas y plagas de guerra. A ti mismo te han afectado las plagas; fueron ellas las que te convirtieron en «algo que nunca habías pensado que llegarías a ser». Pero los otros son igualmente malos. Hacia finales del siglo, estas armas eran cada vez más baratas. Las pequeñas naciones iban adquiriéndolas. Si no hubiera llegado la Guerra, estoy convencida de que los guerrilleros, los terroristas y los delincuentes habrían llegado a disponer de ellas. La raza humana no hubiera podido sobrevivir a una tecnología de matanzas en masa tan ampliamente extendida. La Paz ha representado el fin de las naciones soberanas y de su control sobre las tecnologías que hubieran podido matarnos a todos. Nuestro único error ha consistido en no haber llegado lo bastante lejos. No nos preocupamos de regular la alta tecnología electrónica, y lo estamos pagando.

Mike estaba callado, pero la ira había desaparecido de su semblante. Della se puso de rodillas y miró a su alrededor. Le faltó muy poco para empezar a reír desaforadamente. Parecía como si una pequeña bomba hubiera explotado en la casita del árbol. Todas sus ropas estaban desparramadas por el suelo. Empezó a vestirse y, un instante después, Mike hizo lo mismo.

No habló hasta que se hubieron puesto los impermeables y levantado la trampilla de salida.

Sonrió de lado y ofreció su mano a Della.

—¿Enemigos? —dijo Mike.

—Claro que sí —le devolvió la sonrisa y estrechó su mano.

Mientras bajaban del árbol, ella iba pensando en lo que podría hacer reaccionar al viejo Kaladze. Desde luego, no sería el pánico. Mike tenía razón en esto. ¿Tal vez la vergüenza? ¿O la ira?


La ocasión de Della se presentó al día siguiente. El clan Kaladze se había reunido para comer. Era la comida principal del día. Tal como cabía esperar de una mujer, Lu había ayudado en la cocina, a poner la mesa y a servir la comida. Incluso cuando ya estaba sentada a la larga mesa, se obligaba a levantarse para ir a buscar algún cubierto o traer más comida.

Los canales de la Autoridad se dedicaban casi exclusivamente a los juicios por «traición a la Paz» que Avery estaba montando en Los Ángeles. Ya se habían pronunciado varias sentencias de muerte. Della sabía que los Quincalleros de todo el continente estaban en contacto constante y que el terror crecía sin cesar. Hasta las mujeres lo notaban. Naismith había anunciado que tenía el prototipo de generador de burbujas. Además, había mandado los planos. Por desgracia, el único modelo que funcionaba requería unas redes de procesadores y programas que el resto del mundo tardaría algunas semanas en poner a punto. Además de esto, algunos de los problemas que presentaba el proyecto todavía necesitarían más tiempo para su resolución.

Los hombres, a partir de estas dos noticias, iniciaron un debate. Era la primera vez que ella asistía a una conversación de tipo político durante la comida. Aquello demostraba lo crítica que era la situación. En principio, los Quincalleros disponían del arma más eficaz de la Autoridad. Pero el arma no estaba todavía a punto. La verdad era que, si la Autoridad se enteraba de ello antes de que los Quincalleros tuvieran en marcha la fabricación de generadores, se podría precipitar el ataque militar que todos temían.

En este caso, ¿qué se podía hacer por los prisioneros de Los Ángeles?

Lu estuvo callada durante unos quince minutos, mientras hablaban de todo aquello, hasta que resultó evidente que los Kaladze iban a permanecer agazapados a la espera de poder utilizar con ventaja la invención de Naismith/Hoehler. Entonces se puso en pie y soltó un estridente chillido inarticulado. El comedor se quedó inmediatamente en silencio. Los Kaladze la miraron con gran sorpresa. La mujer que estaba a su lado le hizo frenéticas señas para que se sentara. En vez de ello, Della les gritó a todos:

—¡Sois unos locos cobardes! Sois capaces de quedaros aquí indecisos mientras van matando uno a uno a todos los prisioneros de Los Ángeles. Ahora tenéis un arma: el generador de burbujas. Y si vosotros no estáis dispuestos a jugaros el cuello, hay muchísimas casas en Aztlán que sí lo están. Por lo menos una docena de sus primogénitos fueron hechos prisioneros en La Jolla.

En el otro extremo de la mesa. Nicolai Sergeivich se puso de pie lentamente. Incluso a aquella distancia, parecía mirar desde gran altura a la diminuta Della.

—Señorita Lu, no somos nosotros los que tenemos el generador de burbujas, sino Paul Naismith. Usted ya sabe que él sólo tiene un aparato, y que éste no está completamente terminado. No quiere darnos…

Della golpeó la mesa con la palma de su mano. El ruido, que sonó como un pistoletazo, interrumpió al otro y atrajo la atención de todos hacia ella.

—¡Pues oblíguenle! Él no puede existir sin el apoyo de ustedes. Hay que hacerle comprender que son nuestras propias carne y sangre las que están en juego allí —se apartó de la mesa y les miró de arriba abajo con un tremendo desprecio en la mirada—. Pero esto no tiene que ver nada con vosotros, ¿verdad? Mi propio hermano es uno de los rehenes. Pero, para todos vosotros, ellos no son más que unos Quincalleros desconocidos.

Kaladze palideció bajo su corta barba. Della estaba corriendo un albur. Las mujeres capaces de faltar al respeto en público eran rarísimas y, si aparecía alguna, incluso como huésped, no cabía esperar otra cosa sino que fuera expulsada inmediatamente. Pero Della había ido hasta un punto calculado, más allá de la falta de respeto.

Había atacado su valor, su hombría.

Confiaba haber expuesto, en voz alta, la sensación de culpa que todos ellos escondían detrás de las precauciones.

Kaladze recobró la voz y dijo:

—Está usted equivocada, señora. Son algo más que unos Quincalleros desconocidos. Son nuestros hermanos.

Y Della supo que había ganado. La Autoridad iba a enterarse de la existencia del generador de burbujas cuando aún era un asunto de poca monta.

Se sentó con gran humildad, con la mirada tímidamente fija en la mesa. Dos lagrimones empezaron a correr por sus mejillas. Pero no dijo nada más. Por dentro, una sonrisa felina iba de oreja a oreja. Se sentía feliz por su victoria y por la revancha que acababa de tomarse a cuenta de todos aquellos días de servilismo. Vio de soslayo la mirada de sorpresa de Mike. Aquí también había atinado. Permaneció callado. Comprendía que ella estaba mintiendo, pero aquellas mentiras eran una excusa válida para hacer un llamamiento al honor. Estaba cogido, y lo sabía, en la misma trampa que los otros.

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