37

Mike conducía. Cincuenta metros delante de él, casi tragado por la niebla, podía ver el otro vehículo oruga. En él iban Paul, Wili y Allison, ésta sentada frente a los mandos. Era muy fácil ir detrás, hasta que Allison se salió de la ancha carretera. Tuvo que bajar una colina demasiado aprisa y poco faltó para que perdiera el control.

—¿Está usted bien? —la voz de Paul sonaba con ansiedad en su oído. Había establecido el enlace por láser unos pocos segundos antes.

Mike invirtió los controles del comunicador.

—Sí. ¿Pero por qué hay que bajar la colina por la vía directa?

—Lo siento, Mike —parecía Jill, pero era Allison—. Habría sido mucho peor si hubiéramos bajado en diagonal. Las cadenas podrían haber patinado.

Corrían por el campo abierto. El anillo de periscopios no era tan bueno como hubiera sido un holo de visión circular, pero el conductor tenía la impresión de que asomaba su cabeza al exterior. El estruendo de su motor enmascaraba los ruidos normales de la mañana. Excepción hecha de sus bandas de rodaje y de un cuervo que pasó volando por la niebla, nada se movía. La hierba estaba marchita y tenía el color de oro. La tierra que había debajo de ella era blanca y arenosa. Algún que otro roble enano asomaba entre la niebla y obligaba a Allison, y luego a Mike, a desviarse. Debería haber podido oler el rocío de la mañana sobre la hierba, pero los únicos olores que percibía eran de gasoil y pintura.

Por fin, la niebla matutina empezó a levantar. El color azul empezaba a verse por arriba. Luego el color azul se transformó en cielo. Mike se sentía como el nadador que sale a la superficie de un mar de aguas turbias y que, al fin, puede ver las colinas lejanas que están más allá del agua.

Aquello era la guerra, y era mucho más fantástico que cualquier película antigua.

Esferas de plata flotaban, a docenas, por los cielos. A lo lejos, los reactores de la Paz eran como gusanos oscuros que dejaran un rastro de vapor sucio. Caían en picado y volvían a elevarse. Sus picados se remataban en destellos de color, cuando bombardeaban las infiltraciones de los Quincalleros en la parte más lejana del valle. Las bombas y el napalm ardían con colores naranja y negro en medio del mar de niebla. Vio cómo uno de los aviones que picaban se convertía en una esfera plateada, que continuó la trayectoria hasta el suelo. Tal vez el piloto se despertaría algunas décadas después, como le había sucedido a Allison, y se preguntaría qué había sido de su mundo. Éste fue un tiro de suerte. Mike sabía que los generadores de los Quincalleros eran pequeños, incluso menos potentes que aquel que Wili había llevado a Los Ángeles. Su alcance de precisión era de unos cien metros, y la burbuja mayor que podían generar era de cinco a diez metros de diámetro. Pero, por otra parte, podían usarse como armas defensivas. Según las últimas informaciones que había obtenido Mike, los Quincalleros del Área de la Bahía habían conseguido una duración mínima de quince segundos, si esto se mejoraba un poco más sería posible utilizar tácticas de «cámara lenta».

Aquí y allá, asomando entre la niebla, había burbujas clavadas en el suelo. Eran vehículos blindados de la Paz encerrados durante la lucha de la noche anterior, o eran Quincalleros que habían sido atrapados por el generador monstruo del valle. La única diferencia residía en el tamaño.

La parte delantera de su vehículo se inclinó peligrosamente hacia abajo. Mike lanzó un gruñido de sorpresa, y volvió a conducir con toda su atención. Cruzó el pequeño valle a velocidad mucho más lenta. El otro blindado ya estaba casi al otro lado, cuando el de Mike llegó a la hondonada, por donde corría una pequeña corriente de agua que tuvo que cruzar. Casi volcó al ascender por la ladera siguiente. Apretó el acelerador a tope. La potencia repentina hizo chirriar las bandas de oruga. El blindado llegó rápidamente hasta la cima, asomó la nariz y cayó estrepitosamente al otro lado.

—Atención a aquellos árboles que tenemos delante. Pararemos allí unos minutos —era la voz de Wili.

Mike siguió al otro vehículo hasta un grupo aislado de retorcidos robles. Muy lejos, por el valle de Livermore, dos oscuros mosquitos se separaron del enjambre general, que sobrevolaba a los Quincalleros, y se dirigían a cubierto. Tal vez era por este motivo que Wili quería ponerse a cubierto. Mike miró las poco tupidas ramas y se preguntó qué clase de protección les podrían dar en realidad. Incluso el sensor término de la clase más primitiva podría descubrir que estaban parados allí, con los motores calientes.

Los reactores pasaron rugiendo a unos dos mil metros hacia el oeste. Su atronador ruido se fue disipando hasta desaparecer. Mike volvió a mirar hacia el valle de Livermore.

En los sectores donde la lucha era más intensa, aparecían continuamente nuevas burbujas brillantes. Con los motores en ralentí, Mike creyó oír el tronar y retumbar de armas mucho más convencionales. Dos reactores se lanzaron en picado sobre un objetivo oculto y la niebla pareció entrecruzada por los rayos láser. Su objetivo probó algo nuevo. Una enorme cantidad de pequeñas burbujas, tan pequeñas que apenas podían ser vistas a tal distancia, aparecieron sobre los aviones y el suelo. Vio unos relámpagos llenos de estrellas rojas cuando los haces de energía se reflejaron repetidamente en las múltiples superficies especulares. Era muy difícil decidir si aquello podía ser un escudo eficaz. Pero entonces se dio cuenta de que los reactores empezaban a oscilar y se apartaban de su picado. Uno de ellos explotó. El otro fue dejando un rastro de humo y llamas que dibujó un arco hasta el suelo. Mike consideró entonces lo que le podía pasar a un reactor cuando aspiraba una docena de burbujas de dos centímetros.

La voz de Wili le habló nuevamente:

—Mike. Los de la Paz van a descubrir que hemos falseado los datos que reciben desde sus satélites.

—¿Cuándo? —preguntó Mike.

—De un momento a otro. Han empezado a hacer los reconocimientos con aviones.

Mike miró a su alrededor y, de pronto, deseó no estar motorizado. Sería mucho más fácil esconder una persona que a un vehículo acorazado.

—O sea que ya no podemos confiar en que seamos «invisibles».

—No es esto. Podemos quedar disimulados. También estoy hablando con el control de la Paz que está en la línea de visión directa.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con una voz profunda de hombre. Mike se sobresaltó, pero luego vio que no estaba hablando directamente con Wili. El simulador tenía un perfecto acento de Oregón, aunque el léxico era todavía el de Wili. Había que suponer que aquello no se iba a notar en el fragor del combate. Intentó imaginar las múltiples imágenes que Wili estaría lanzando a amigos y enemigos.

—Creen que somos parte de las fuerzas de reconocimiento de la Paz. Tienen otros catorce orugas distribuidos por la zona interior. Mientras sigamos sus instrucciones, no nos atacarán. Y quieren que nos acerquemos más.

Acercarse más. Si Wili conseguía acercarse otros cinco mil metros, ya podría rodear con una burbuja al generador de la Paz.

—Está bien. Sólo dime hacia dónde tengo que ir.

—Eso haré, Mike. Pero antes quiero que haga otra cosa.

—Cuenta con ello.

—Voy a darle una comunicación vía satélite con el alto mando de la Autoridad. Llámeles. Insista en hablar con Della Lu. Cuéntele todo lo que sabe de nuestros trucos.

Las manos de Mike se crisparon sobre las palancas de dirección.

—¡No!

—Excepto que estamos en estos dos blindados.

—Pero, ¿por qué?

—Hágalo, Mike. Si llama ahora, podrá descubrirle nuestro truco del satélite antes de que hayan conseguido la prueba de ello. Tal vez piensen que usted todavía les es fiel. Por lo menos les va a confundir. Cuénteles todo lo que quiera. Estaré a la escucha y podré saber lo que sucede en su centro. Por favor, Mike.

Mike apretó los dientes.

—De acuerdo, Wili. Pon la comunicación.

Allison Parker se sonreía interiormente. No había conducido uno de aquellos vehículos desde hacía tres años (cincuenta y tres, si contaba los años como lo hacía el resto del universo). En aquel tiempo, había considerado que era un despilfarro del dinero de los contribuyentes hacer que los especialistas en reconocimientos tuvieran que hacer práctica con un equipo de seguridad local. La justificación de aquello había sido que cualquiera que recogiera información debía estar familiarizado con la perspectiva desde el suelo de los problemas de seguridad y de ocultación. Llegar a ser un conductor de tanque le había resultado divertido, pero no había esperado estar de nuevo dentro de uno de aquellos artefactos.

Y, sin embargo, allí estaba. Allison aceleró los motores, y el carro blindado casi salió volando de su escondite. Recordaba aquellas colinas, a pesar de las esferas que estaban inmóviles en el aire y del napalm que se veía arder a lo lejos. Hay algunas cosas que el tiempo no puede cambiar. Su camino corría paralelamente a una alineación de estructuras de hormigón parecidas a montones de piedras. Eran las ruinas de las líneas de energía eléctrica que antes habían cruzado todo el valle. Y además, ella y Paul habían ido andando precisamente por allí, hacía mucho tiempo.

Intentó librarse de los recuerdos dolorosos que se estaban superponiendo a la realidad de aquellos momentos. El Sol acababa de eliminar la niebla de la mañana. Pronto, aquel escondite, que los Quincalleros estaban aprovechando con tan buenos resultados, habría dejado de serlo. Si para entonces los Quincalleros aún no habían ganado, ya no podrían hacerlo jamás.

En su auricular, Allison oía una voz extraña que estaba dando su posición al centro de mando de la Paz. Era fantástico. Sabía que, en último extremo, el mensaje salía de Wili. Pero éste estaba sentado exactamente detrás de ella y no había dicho ni palabra. La última vez que le había mirado parecía estar dormido.

El engaño funcionaba bien. Estaban haciendo lo que el control de la Paz les ordenaba hacer y, de esta forma, cada vez se iban acercando más y más al perímetro del área de seguridad interior.

—Paul, por lo que pude ver a través de los satélites, ha de estar a sólo unos seis mil metros al norte de aquí. Llegaremos allí dentro de un par de minutos. ¿Será suficiente? Paul tocó su conector de cuero cabelludo y pareció que estaba pensando.

—No. Tendríamos que estar parados durante casi una hora ara poder lanzar una burbuja desde esta distancia. La distancia óptima sigue siendo todavía la de cuatro mil metros. Yo, mejor dicho; Wili, ha escogido ya un sitio. Él y Jill están haciendo los cálculos preliminares suponiendo que podamos llevar hasta allí. Pero, incluso entonces, necesitará unos treinta segundos más cuando hayamos llegado. Después de unos instantes Paul añadió: —Dentro de un par de minutos abandonaremos nuestro engaño. Wili dejará de transmitir y tú deberás conducir a toda velocidad, directamente hacia el generador de la Paz. Allison miró a través de los periscopios de su torreta. El vehículo oruga estaba tan cerca al perímetro de seguridad que as torres y cúpulas del Enclave le impedían la visualidad hacia el norte. El Enclave era una ciudad, y su embestida final habría de llevarles hasta el interior de sus límites. —Seremos un blanco muy fácil para ellos. Su frase fue subrayada por el creciente rugido de un reactor le alas muy cortas que pasó por encima de ellos, casi rozándoles. No lo había visto ni oído hasta un instante antes. Pero:1 avión no estaba bombardeando, hacía un reconocimiento a baja altura, a menos de cien metros por segundo.

—Tenemos una buena oportunidad —dijo Paul—. Acabo de hablar con los Quincalleros que van a pie. Ahora todos conocen el emplazamiento del generador de la Paz. Algunos de ellos han llegado muy cerca, más cerca que nosotros mismos. No tienen nuestros aparatos, pero la Autoridad no puede saberlo con certeza. Cuando Wili dé la señal, saldrán de sus escondites y atacarán hacia el interior.

La guerra se había extendido mucho más allá de sus vehículos oruga, mucho más allá incluso del valle de Livermore. Paul anunció que una batalla muy parecida se estaba librando en China.

Pero a pesar de todo, la victoria o la derrota parecía depender de lo que iba a ocurrirle a aquel blindado en los siguientes minutos.

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