22

Estaba atrapada en alguna clase de novela gótica. Y éste no era el menor de sus problemas.

Allison Parker estaba sentada junto a un afloramiento de aguas y miraba hacia el norte. Se había alejado de la Cúpula pero el tiempo era como antes, tal vez un poco más lluvioso. Si no miraba hacia la derecha ni hacia la izquierda podía imaginar que estaba en una acampada, descansando al fresco de la mañana. Podía imaginar que Angus Quiller y Fred Torres todavía estaban vivos, y que cuando regresara a Vandenberg, Paul Hoehler habría ido hasta allí, desde Livermore, porque estaban citados.

Pero le bastaba una mirada hacia la izquierda para poder ver la mansión de quien la había rescatado, escondida en un lugar oscuro y profundo entre los árboles. Aunque fuese de día, había algo fantasmal y extraño en el edificio. Tal vez se tratara de su propietario. El anciano, Naismith, parecía tan furtivo, tan aparentemente amable y, al mismo tiempo, tan capaz de esconder algún secreto o deseo terrible. Y, como en las novelas góticas, sus sirvientes, que tenían unos cincuenta años de edad, eran igualmente furtivos y callados.

Desde luego, muchos eran los misterios que se habían desvelado en los últimos días, y el mayor de ellos durante la primera noche. Cuando llegó, llevando al anciano consigo, los criados se habían sorprendido mucho al verla. Todo lo que podía decir era «el amo le explicará todo lo que necesite ser explicado». Entonces «el amo» estaba inconsciente, o sea que resultaba de poca ayuda. Por otra parte, le habían tratado bien, le habían dado alimentos y ropa limpia, aunque no era de su talla. Su dormitorio era casi una buhardilla, con su ventana en mitad del tejado. Los muebles eran sencillos, pero elegantes. Sólo la cómoda con espejo podría valer muchos miles allí donde ella vivía. Se había sentado en la colcha y estaba pensando que, con toda seguridad, a la mañana siguiente le darían algunas explicaciones o, en caso contrario, se marcharía andando hasta la costa, hubiera o no ejércitos poco amistosos.

La enorme casa permanecía silenciosa y muerta cuando el crepúsculo se hizo más negro. Débilmente, pero destacando sobre el silencio, Allison pudo oír el ruido de gente que reía y aplaudía. Le costó cierto tiempo darse cuenta de que alguien había conectado una televisión, a pesar de que no había visto ningún aparato durante el día. ¡Ah! Quince minutos de programa podrían decirle mucho más sobre aquel nuevo universo—, que un mes de charla con «Bill» e «Irma». Abrió la puerta de su habitación y escuchó aquellos débiles sonidos.

El programa le resultaba extrañamente familiar y hacía surgir en ella recuerdos de cuando era una niña tan pequeña que apenas alcanzaba para conectar la televisión de su madre. ¿Sábado noche? Se trataba de este programa o de alguno parecido. Escuchó unos momentos más, oyó referencias a actores y políticos que ya habían muerto cuando ella ingresó en la universidad. Bajó las escaleras y estuvo sentada junto a los Morales viendo unas horas de antiguos programas de televisión.

No se habían opuesto y, con el transcurrir de los días, incluso se habían abierto un poco acerca de algunas cosas. Estaba en el futuro, aproximadamente medio siglo más allá de su presente. Le hablaron de la Guerra y de las plagas que habían acabado con su mundo, y de los campos de fuerza, las «burbujas» que habían iniciado el mundo actual.

Pero si bien le explicaron algunas cosas, otras se convirtieron por sí solas en misterios. El anciano no hacía vida social, pero los Morales decían que ya se encontraba bien. La casa era grande y tenía muchas habitaciones cuyas puertas permanecían cerradas. Él, y cualquier otro que pudiera hallarse en la casa, la evitaban. Misterio. No había sido bien recibida. Los Morales eran un poco amistosos y le permitían tomar parte en muchos de los quehaceres de la casa, pero percibía que, detrás de ellos, el anciano deseaba que se marchara. Al mismo tiempo, no podían permitir que lo hiciera. Temían al ejército de ocupación, la Autoridad de la Paz, tanto o más que ella misma. Si resultase capturada, aquel escondite sería descubierto. O sea que seguían siendo sus disgustados anfitriones.

Apenas si había podido ver al anciano un puñado de veces, después de la primera tarde, y nunca había vuelto a hablar con él. Pero estaba en la casa. Ella había oído su voz, detrás de puertas cerradas, alguna vez hablaba con una mujer que no era Irma Morales. Aquella voz femenina le resultaba algo familiar.

¡Dios! Lo que daría por ver ahora una cara conocida. Alguien con quien poder hablar. Angus, Fred, Paul Hoehler.

Allison bajó, deslizándose, de su elevado mirador rocoso y se paseó, enfadada, de un lado a otro. En la costa, las nubes matutinas todavía cubrían las tierras bajas. El arco de plata que encerraba a Vandenberg y a Lompoc parecía flotar hasta medio camino del cielo. No podía existir una estructura de sostén tan grande. Las montañas, por lo menos, tenían la decencia de anunciarse con laderas y estribaciones. La Burbuja de Vandenberg simplemente estaba allí, perpendicular e inmaterial como un sueño. Sabía que aquella semiesfera contenía muchas cosas de su mundo, y a muchos de sus amigos. Estaban atrapados allí, sin que para ellos corriera el tiempo, tal como le había sucedido a ella, a Angus y a Fred cuando habían sido atrapados en la burbuja proyectada alrededor de su nave de reentrada. Y un día cualquiera la Burbuja de Vandenberg podía reventar.

Entre los árboles, fuera de su área de visión, se oyó un graznido; un cuervo se elevó por encima de los pinos y voló en círculos para cambiar de sitio. Sobre el murmullo de los insectos, Allison escuchó un ruido apagado de cascos. Se acercaba un caballo por el estrecho sendero situado detrás del mantón de rocas. Allison se retiró entre la sombra y esperó.

Pasaron tres minutos y apareció un jinete solitario. Era un negro, tan delgado que resultaba difícil saber su edad, aunque se podía asegurar que era joven. Iba vestido de verde oscuro, casi un uniforme de camuflaje, y su cabello era corto y encrespado. Parecía cansado, pero sus ojos no cesaban de inspeccionar a ambos lados del camino que tenía por delante. Sus ojos pardos la vieron.

—Jill! ¿Qué haces tan lejos de la terraza?

Las palabras tenían un marcado acento español; su significado era algo incongruente y que estaba fuera de su alcance. Una ancha sonrisa apareció en la cara del muchacho, que se apeó y se apresuró a reunirse con ella, sorteando las rocas situadas entre ambos.

—Naismith dice que… —el muchacho y las palabras se detuvieron a la vez. Estaba a la distancia de su brazo, y su boca entreabierta era señal de incredulidad—. Jill, ¿eres tú, de verdad?

Su mano describió un arco horizontal en dirección a la cintura de Allison. El gesto era demasiado lento para ser un golpe, pero ella no iba a correr riesgos. Le agarró la muñeca.

El muchacho lanzó un chillido, pero era a causa de la sorpresa y no del dolor. Era como si no pudiera creer que le hubiera tocado. Ella le obligó a regresar al camino y luego los dos se dirigieron hacia la casa, mientras la joven le sujetaba un brazo detrás de la espalda. El muchacho no luchó, aunque tampoco estaba acobardado. En su mirada se percibía más sorpresa que miedo.

Ahora que ya no era ella, sino el otro quien estaba en desventaja, tal vez podría obtener algunas respuestas.

—Ni tú, ni Naismith me habíais visto antes, pero parece ser que todos me conocéis. Quiero saber por qué.

Ella le dobló el brazo un poco más, aunque no lo bastante para que le doliera. La violencia estaba en su voz.

—Pero es que yo te he visto —hizo una pausa breve, y luego añadió—: en fotografías, quiero decir.

Quizá no fuera toda la verdad, pero… Tal vez las cosas fueran como en aquellas fantasías que Angus acostumbraba leer. A lo mejor ella era importante y el mundo había estado esperando a que salieran de su sueño intemporal. En este caso sus fotografías deberían haber sido difundidas ampliamente.

Dieron una docena de pasos más por el blando camino cubierto de agujas de pino. No. Debía haber algo más. Aquellas gentes actuaban como si la hubieran conocido en persona. ¿Era posible esto? No lo era en cuanto al muchacho, pero Bill e Irma, y aún más Naismith, tenían edad suficiente para que ella les hubiera conocido antes. Intentó imaginarse aquellas caras cincuenta años más jóvenes. Los sirvientes no podían ser más que niños muy pequeños, pero el anciano debía tener la misma edad que ella tenía ahora.

Dejó que el muchacho fuera delante. Ahora le cogía la mano en vez de torcerle el brazo y pensaba en la lápida funeraria que llevaba su nombre, lo cual representaba que alguien se había preocupado mucho por ella. Pasaron andando por delante de la entrada de la casa y bajaron por la rampa que llevaba hasta una entrada situada bajo el nivel del suelo. La puerta estaba abierta, tal vez para dejar entrar los frescos aromas de la mañana. Naismith se encontraba sentado, dándoles la espalda, y muy atento a los mecanismos con los que estaba jugando. El muchacho, que todavía sostenía las riendas de su caballo, atravesó la puerta y dijo:

—¿Paul?

Allison miró por encima del hombro del anciano la pantalla que éste contemplaba. Un caballo y un muchacho, y una mujer estaban mirando por la abertura de una puerta a un anciano que estaba mirando a una pantalla que… Allison, como un eco del muchacho, pero en un tono mucho más suave, más amargo y más interrogativo, preguntó:

—¿Paul?

El anciano, que un mes antes había sido joven, se volvió, al fin, para reunirse con ella.

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