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—Caballeros de la Autoridad de la Paz: Gran Tucson ha sido destruido.

El general de la Fuerza Aérea de Nuevo México golpeó con su fusta el mapa topográfico para dar más énfasis a sus palabras. Un pulido disco rojo se había colocado sobre el distrito del centro de la ciudad y una zona rosa señalaba la zona afectada por la lluvia radioactiva. Aquello parecía muy real aunque Hamilton Avery suponía que, en conjunto, era más teatro que otra cosa. El gobierno de Alburquerque tenía un equipo de comunicaciones casi igual al de la Autoridad, pero habría sido necesario un reconocimiento aéreo o por satélite para haber conseguido tan pronto un informe detallado sobre una de las ciudades del este. La detonación había ocurrido hacía menos de diez horas.

El general (Avery no podía ver su nombre en la tarjeta, y probablemente no tenía la menor importancia), prosiguió:

—Esto representa la muerte inmediata de tres mil hombres, mujeres y niños, y sólo Dios puede saber cuántos centenares más van a morir a causa de la radiación venenosa en los meses venideros.

Miró a través de la mesa a Avery y a los ayudantes que éste había traído para dar a su delegación una debida imagen de importancia.

Durante unos momentos pareció que el oficial había terminado de hablar, pero sólo estaba recuperando su aliento. Hamilton Avery se apoyó contra su respaldo y dejó que siguiera intentando apabullarle.

—Ustedes, los de la Autoridad de la Paz, nos niegan los aviones y los tanques. Ustedes han debilitado todo lo que quedaba de la nación que les vio nacer, hasta el punto de que sólo podemos utilizar la fuerza para proteger nuestras fronteras de los estados que antaño fueran nuestros amigos. ¿Y qué nos han dado a cambio?

La cara del hombre se iba poniendo roja. Las implicaciones habían estado allí, pero aquel loco intentaba deletrear todas sus letras. Si la Autoridad de la Paz no podía proteger a la República frente a las armas nucleares, entonces sería muy difícil que fuera la organización que pretendía ser. Y el general proclamaba que la explosión de Tucson era la prueba indiscutible de que alguna nación poseía armas nucleares y las estaba usando, a pesar de la Autoridad, de todos sus satélites, de todos sus aviones y de todos sus generadores de burbujas.

En un lado de la mesa, el de la República, algunas pocas cabezas hacían gestos afirmativos, pero aquellos individuos eran demasiado cautelosos para decir en voz alta lo que su chivo expiatorio gritaba a las cuatro paredes. Hamilton aparentaba escuchar y dejaba que aquel sujeto se ahorcara él mismo. Los subordinados de Avery siguieron su pauta, aunque a algunos les resultó difícil hacerlo. Después de tres generaciones de mando indiscutido, muchos miembros de la Autoridad creían que su poder lo habían recibido de Dios. Hamilton conocía mucho mejor el tema.

Estudió a los que estaban sentados al lado del general. Algunos de ellos eran generales de la Armada, uno de ellos acababa de llegar de Colorado. Los demás eran civiles. Hamilton conocía a los de este último grupo. En los primeros años, había pensado que la República de Nuevo México era la amenaza mayor para la Autoridad de la Paz en Norteamérica, y en consecuencia la había vigilado. Este grupo era el Comité de Estudios Estratégicos. Su rango era mayor, en el gobierno de Nuevo México, que el del Grupo de los Cuarenta del Consejo de la Seguridad Nacional, y desde luego mucho más alto que el Gabinete. En cada generación, los gobiernos parecían crear un nuevo círculo interno a partir del anterior, quedando éste como una simple forma de satisfacer a un número mucho mayor de gente de menor influencia. Aquellos hombres, junto con el presidente, eran el verdadero poder de la República. Sus «estudios estratégicos» se extendían desde Colorado al Mississippi. Nuevo México era una nación poderosa. Podrían volver a inventar la burbuja y las armas atómicas si se les dejara.

No obstante, era fácil asustarles. El general de la Fuerza Aérea no podía ser un miembro de hecho y derecho del grupo. La Fuerza Aérea de Nuevo México sólo tenía unos cuantos globos de aire caliente y soñaba con los buenos viejos tiempos. Lo más cerca que podían estar de un avión moderno, era en un vuelo de cortesía en un aparato de la Autoridad. Estaba allí, sólo para decir las cosas que los de su gobierno querían que se dijesen, pero que no tenían el valor de decir directamente.

Por fin el oficial dejó de hablar y se sentó. Hamilton recogió sus papeles y se fue a la tribuna. Miró blandamente a los oficiales de Nuevo México y dejó que el silencio se alargara y adquiriera significación.

Era probable que el haber ido allí personalmente hubiese sido un error. Las conversaciones con los gobiernos se efectuaban normalmente por funcionarios de graduación inferior, en dos grados, a la que él tenía en la Autoridad de la Paz. Su aparición personal podía fácilmente dar a aquellos hombres una idea sobre la verdadera importancia del incidente. De todas maneras había querido ver de cerca a aquellos hombres. Había una lejana posibilidad de que estuvieran involucrados en una amenaza a la Autoridad que habían descubierto hacía pocos meses.

Finalmente, empezó:

—Gracias, general Halberstamm. Comprendemos su ansiedad, pero queremos subrayar la promesa que la Autoridad de la Paz hizo hace ya mucho tiempo. Ningún artefacto nuclear ha hecho explosión en los casi cincuenta años pasados, y ninguno explosionó ayer en Gran Tucson.

El general balbuceó:

—¡Señor! ¡La radiación! ¡La explosión! ¿Cómo puede usted decir que…?

Avery levantó la mano y sonrió pidiendo silencio. Había en su gesto un sentido de nobleza obliga y una ligera amenaza.

—Dentro de un momento, general. Sea indulgente conmigo, permítame. Es cierto, hubo una explosión y cierta cantidad de radiación. Pero le aseguro que nadie, aparte de la Autoridad, tiene armas nucleares. Si alguien las tuviera, nos ocuparíamos de él con los métodos que todos ustedes conocen.

»En realidad, si ustedes consultan sus archivos, comprobarán que el centro del área de la explosión coincide con la esfera de confinamiento de diez metros generada el… (simuló consultar sus notas)… el 5 de julio de 1997.

Vio varios grados de sorpresa, pero ni una sola palabra rompió el silencio. Se preguntaba si realmente estaban sorprendidos. Desde el principio había sabido que no tenía objeto el intentar esconder el origen de la explosión. El viejo Alex Schelling, el consejero técnico del presidente, hubiera sacado inmediatamente la conclusión correcta.

—Sé que varios de ustedes han estudiado la literatura no reservada que trata de los confinamientos, y también sé que usted, Schelling, ha malgastado muchas miles de horas—hombre en las ruinas de Sandia, intentando repetir el efecto pero será oportuno que hagamos un resumen.

»Las esferas de confinamiento, las burbujas, no son sólo campos de fuerza, sino que, además, son separaciones de lo que está fuera y de lo que está dentro de su superficie, colocándolos en universos distintos. Únicamente puede penetrar la gravedad. La burbuja de Tucson se generó alrededor de un proyectil ICBM cuando cruzaba sobre el ártico. Cayó al suelo cerca de su objetivo, los campos de misiles de Tucson. La bomba infernal que transportaba explosionó sin causar daños, porque lo hizo en el otro universo, el del interior de la burbuja.

»Como todos ustedes saben, es necesario un consumo enorme de energía del generador que la Autoridad tiene en Livermore para crear la menor de las esferas de confinamiento. De hecho, éste es el motivo por el cual la Autoridad ha prohibido todas las actividades que requieran gran cantidad de energía y guarda el secreto sobre la forma que utilizamos para mantener la Paz. Pero, una vez establecida, una burbuja no requiere ya ningún consumo de energía para mantenerse estable.

—Y dura para siempre —añadió el viejo Schelling; y no era una pregunta.

—Esto es lo que todos nosotros creíamos, señor. Pero no hay nada que dure para siempre. Hasta los agujeros negros sufren una degradación cuántica. Incluso a la materia normal le puede suceder esto finalmente, aunque en una escala temporal que escapa a la imaginación. Hasta ahora no se había hecho un estudio y un análisis sobre la posible degeneración de las esferas de confinamiento.

Hizo una seña a un ayudante para que pusiera tres pesados manuscritos al alcance de los funcionarios de Nuevo México. Schelling apenas si pudo ocultar su impaciencia por hacer saltar el sello de los secretos de la Autoridad de la Paz (la más alta clasificación que un funcionario de un gobierno había podido ver jamás) y empezó a leer.

—Así pues, caballeros, parece ser que, al igual que todas las demás cosas, las burbujas decaen. La constante de tiempo depende del radio de la esfera y de la masa que engloban. La explosión de Tucson ha sido un trágico accidente debido al azar.

—¿Y está usted diciéndonos que cada vez que alguna de estas condenadas cosas se suelte, va a haber una explosión tan terrible como las bombas de las que se supone nos están protegiendo?

Avery se permitió mirar ferozmente al general.

—No. Yo no he dicho esto. Pensaba que mi descripción del accidente de Tucson había sido lo suficiente clara. Allí había un arma nuclear, que ya había explotado, encerrada dentro de la esfera de confinamiento.

—Cincuenta años atrás, señor Avery, cincuenta años atrás.

Hamilton abandonó el podio.

—Señor Halberstamm, ¿puede usted imaginarse lo que es el interior de una burbuja de diez metros de diámetro? Nada entra ni nada sale. Si usted hace explotar una cabeza nuclear en un sitio como aquél, no se puede enfriar. En cuestión de milisegundos se alcanza el equilibrio termodinámico, pero a una temperatura de algunos millones de grados. La burbuja aparentemente inofensiva, enterrada en Tucson durante todas estas décadas, contenía el corazón de una gran bola de fuego. Cuando la burbuja degeneró, quedó liberada la explosión.

Hubo unos movimientos de incomodidad entre los miembros del Comité de Estudios Estratégicos, mientras aquellos caballeros consideraban los miles de burbujas que polucionaban Norteamérica. Gerardo Álvarez, un hombre de confianza del presidente, con tanto poder que nunca tomaba una posición declarada, levantó una mano y preguntó tímidamente:

—¿Y con qué frecuencia cree la Autoridad que esto va a suceder?

—El doctor Schelling podrá explicarle con detalle las estadísticas pero, en principio, la degeneración es exactamente igual que la de los otros procesos cuánticos. Sólo podemos hablar de lo que sucederá en un conjunto muy grande de objetos. Puede transcurrir un siglo o dos sin que ocurra el menor accidente. Por otra parte, es perfectamente concebible que tres o cuatro puedan producirse en un solo año. Pero, incluso para las burbujas de menor tamaño, creemos que la constante temporal de degradación debe ser mayor que diez millones de años.

—¿O sea, que se desvanecerán como átomos, con una determinada vida media, en lugar de surgir a la vida simultáneamente como hacen los polluelos dentro de su cascarón?

—Exactamente, señor. Ésta es una buena analogía. Y mirándolo bien puedo ser más específico y animoso. Hay muchas burbujas que no contienen explosiones nucleares; y otras burbujas grandes, incluso si contienen explosiones «fósiles», pueden ser inofensivas. Por ejemplo, estimamos que la temperatura de equilibrio producida por una cabeza nuclear dentro de las burbujas de Vandenberg o de Langley, será inferior a los cien grados. Podría ocasionar algunos daños materiales cerca de su perímetro, pero nada que se pareciera a lo de Tucson.

—Y ahora, caballeros, voy a ceder mi puesto a los oficiales de enlace Rankin y Nakamura —dirigió una inclinación de cabeza a su gente de tercer nivel—. En particular, deben decidir con ellos el grado de atención pública que vamos a dar a este incidente ¡Y es mejor que no sea mucha! Debo volar a Los Ángeles. Aztlán ha detectado la explosión, y ellos también merecen una explicación.

Hizo una seña a su hombre principal en Alburquerque, que era el representante habitual de la Autoridad de la Paz en la República, para que le acompañara. Salieron, haciendo caso omiso de los labios apretados y de las caras enrojecidas que estaban al otro lado de la mesa. Era necesario poner a aquella gente en su sitio, y una de las mejores maneras de hacerlo era recalcar el hecho de que Nuevo México no era más que un pez, entre otros muchos de la pecera.

Unos minutos después estaban fuera del edificio y en la calle. Afortunadamente no había periodistas. La prensa de Nuevo México estaba bien controlada; además, la existencia del Comité de Estudios Estratégicos era un secreto.

Junto con Brent, el oficial de enlace principal, subió a un coche, y los caballos les condujeron por entre el tránsito de la tarde. Puesto que la visita de Avery no era oficial, usaba vehículos locales y no llevaba escolta. Tenía una visualidad muy buena. La distribución de la ciudad era parecida a la del Capitolio de los antiguos Estados Unidos, siempre que no se hiciera caso de las montañas peladas que se destacaban irregularmente. Pudo ver al menos una docena de vehículos en el amplio paseo. Alburquerque era casi tan cosmopolita y dinámica como un Enclave de la Autoridad. Pero una cosa era cierta: la República de Nuevo México era una de las más pobladas y poderosas de la Tierra.

Miró a Brent:

—¿Estamos limpios?

Durante unos momentos, el hombre joven se quedó intrigado, luego dijo:

—Sí, señor. Hemos revisado el coche con todos esos nuevos procedimientos.

—Muy bien. Quiero llevarme los informes detallados, pero hágame un resumen, ¿Schelling, Álvarez y compañía estaban tan inocentemente sorprendidos como aseguraban?

—Apostaría mi empleo en la Paz a que sí.

Por la expresión de la cara de Brent se podía ver que acababa de darse cuenta de cuánta verdad podía haber en sus propias palabras.

—No tienen nada que se parezca al equipo del que usted nos había puesto en guardia. Usted siempre ha tenido aquí un departamento muy eficaz de contrainteligencia. No le hemos dejado en la estacada. Nos habríamos dado cuenta, aunque fuera de lejos, si representaban una amenaza.

—Humm.

Aquella afirmación estaba de acuerdo con la intuición de Avery. El gobierno de la República haría todo aquello que pudiera hacer impunemente. Por este motivo los tenía sujetos a vigilancia especial desde hacía tantos años. Sabía que no tenían suficiente poder técnico para hallarse detrás de lo que estaba sucediendo.

Se recostó en el mullido asiento de cuero. Así pues, Schelling era «inocente». Bien, entonces ¿compraría la historia que Avery había intentado venderle? ¿En realidad era realmente un cuento? Cada una de las palabras que Avery había pronunciado en aquella reunión era estrictamente verdadera, ensayada una y otra vez por los equipos científicos de Livermore. Pero no era toda la verdad. Los oficiales de Nuevo México no sabían nada de la burbuja de diez metros que había explotado en Asia Central. Aquella teoría podía explicar también este incidente, pero ¿quién iba a creer que la degeneración de dos burbujas podía producirse en un solo año, después de cincuenta años de estabilidad?

Como polluelos saliendo a la vez de sus cascarones. Ésta fue la imagen que Álvarez había utilizado. El equipo científico estaba seguro de que, simplemente, era la degeneración de la vida media, pero ellos no habían podido ver el cuadro general, la evidencia que había estado latiendo allí durante un año. Como los huevos incubados… Cuando se trata de la supervivencia, las reglas de la evidencia se convierten en un arte, y Avery sentía con absoluta certeza que alguien, en alguna parte, había descubierto cómo anular las burbujas.

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