Unos momentos después estaban en el exterior y libres de los curiosos. Los pies de Wili se afirmaron en el césped y ya pudo andar, más o menos voluntariamente, entre Rosas y Jeremy.
Era la primera vez en muchos años, la primera desde que perdió a Tío Sly, que Wili lloraba. Se tapaba la cara con las manos, intentando aislarse del mundo exterior. No podía haber humillación más punzante que aquélla.
—Podemos llevarle hasta detrás de los coches, Jeremy. Un paseo le sentará bien.
—Fue una partida muy buena, de verdad, Wili —dijo Jeremy—. Ya te había dicho que Richardson estaba clasificado como Experto. Te faltó muy poco para ganarle.
Wili apenas si le oía.
—Ya lo tenía, ya tenía a aquel bastardo Jonque. Cuando encendió aquel puro, me hizo perder la concentración. Os lo aseguro. Si no hubiera hecho trampas, le hubiera hecho jaque mate.
Anduvieron unos treinta metros, y Wili se fue calmando gradualmente. Entonces se dio cuenta de que nadie le había contestado dándole ánimos. Dejó caer los brazos y miró a Jeremy.
—¿Es que no lo crees así?
Jeremy estaba afectado, y su honestidad luchaba con su amistad.
—Richardson es un bocazas, tienes razón. Siempre hace lo mismo; parece como si pensara que esto entra en el juego.
Te diste cuenta de que nada podía influir en su concentración. Mientras habla está comprobando sus programas, y así siempre puede volver fácilmente a su estado mental previo. Nunca da un traspié, ni pierde la onda.
—Aun así, yo hubiera podido ganarle.
Wili no iba a permitir que el otro se fuera del asunto.
—Bueno, Wili, mira: tú eres el mejor jugador sin ayudas que he visto. Has aguantado mucho más que cualquiera de los otros jugadores estrictamente humanos. Pero sé sincero: ¿No notaste algo diferente de los demás cuando jugaste contra él? Quiero decir, aparte de su labia. ¿No era más astuto que los otros jugadores de antes… un poco más mortífero?
Wili recordó la imagen de John Henry y la perforadora de vapor, de pronto recordó que la de Experto era la categoría inferior en los campeonatos. Empezó a ver el punto de vista de Jeremy.
—Así pues, ¿crees que las máquinas y sus conexiones al cuero cabelludo pueden representar tanta diferencia?
Jeremy asintió. Era igual que en la contabilidad o que en el refuerzo de memoria, pero si podían convertir a un Roberto Richardson en un genio, ¿qué no podrían hacer por…? Wili recordó la irónica sonrisa de Paul, cuando Wili desdeñaba las ayudas mecánicas. Recordó las horas que Paul se pasaba conectado a un procesador.
—¿Puedes enseñarme a usar estas cosas, Jeremy? ¿Y para otras cosas distintas del ajedrez?
—Desde luego que sí. Requerirá algún tiempo. Hay que hacer un programa a medida del usuario y, además, el aprendizaje para interpretar una conexión al cuero cabelludo es algo laborioso. Pero cuando se haga el próximo campeonato, vas a derrotar a cualquier cosa animal, vegetal o mineral —se rió.
—Muy bien —intervino Rosas, inesperadamente—. Ahora ya podemos hablar.
Wili miró a su alrededor. Ya habían rebasado la zona de los aparcamientos. Iban andando por un camino polvoriento que se dirigía hacia al norte, hacia los viñedos circunvalando la bahía. El hotel se había perdido de vista. Era como salir de un sueño, de golpe, para darse cuenta de que la partida y la discusión sólo habían sido una argucia.
—Lo has hecho muy bien, Wili, una actuación perfecta. Éste era el incidente que necesitábamos, y ocurrió en el momento adecuado.
Al Sol le quedaban todavía unos veinte minutos antes de hundirse en el horizonte, aunque su luz ya se iba velando. Se iniciaba el crepúsculo de color naranja. Una niebla espesa se concentraba sobre la playa, como un ejército silencioso que se preparaba para ir al asalto, tierra adentro.
Wili se secó la cara con su manga.
—No era ninguna actuación.
—Mejor. No podría haber salido mejor. No creo que nadie vaya a sorprenderse si no te ve hasta mañana.
—Magnífico.
El camino iba bajando. La única vegetación que había allí eran unos arbustos aromáticos, con unas pequeñas flores de color púrpura, que crecían escuálidos entre los cimientos y las paredes derruidas.
La niebla cubrió la costa, con sucios jirones de bruma, muy diferentes a una niebla de tierra adentro y que daban la sensación de verdaderas nubes que se hubieran acercado al suelo. El Sol brillaba a su través. Los acantilados eran aún visibles, y su color se iba volviendo más dorado: un color seco que contrastaba con la humedad del aire.
Cuando llegaron al nivel de la playa, el Sol se escondió detrás de una densa masa de nubes que estaba frente al horizonte y, en su lugar, apareció una franja de color naranja. Los colores se fueron apagando y la niebla empezó a tomar más cuerpo. Tan sólo una estrella, casi en la vertical, seguía siendo visible a través suyo.
El camino se estrechó. El borde del mar estaba delineado con eucaliptus, cuyas ramas se agitaban con la brisa. Llegaron hasta un gran letrero donde se anunciaba que la carretera estatal (aquel sucio camino) cruzaba por Viñas Scripps. Detrás de los árboles, Wili alcanzó a ver unas líneas regulares de estacas clavadas verticalmente. Las parras eran unas borrosas gárgolas apoyadas en las estacas. Ascendieron, andando sin parar, pero la niebla que iba invadiendo la zona corría más que ellos y se hacía más espesa. Se oía el romper de las olas incluso desde sesenta metros por encima de la playa.
—Creo que aquí estamos completamente solos —dijo Jeremy en voz baja.
—Desde luego que, si no hubiera esta niebla, desde el hotel nos podrían ver tan bien como a Vandenberg.
—Este es uno de los motivos por el cual lo hacemos esta noche.
De vez en cuando encontraban algún carro, usado, sin duda, para llevar las uvas al lagar. El camino se hizo más ancho hacia la izquierda y se bifurcó. Tomaron la desviación y vieron un resplandor de color naranja que flotaba en la oscuridad. Era un farol de aceite que estaba colgado en la entrada de un blanco edificio de adobe. Un letrero, que probablemente de día era grande y coloreado, anunciaba en español y en inglés que aquélla era la bodega central de Viñas Scripps y que las visitas de las señoras y los caballeros deberían efectuarse durante las horas diurnas. En el solar que estaba delante del edificio sólo había unos carros vacíos.
Los tres llegaron casi tímidamente hasta la entrada. Rosas dio unos golpes en la puerta. La abrió una mujer Anglo, de unos treinta años. Iban a entrar, pero ella dijo inmediatamente:
—Las visitas han de ser durante las horas del día, caballeros.
La última palabra tenía un cierto deje cansino, dejaba muy claro que no eran ni siquiera aristócratas de menor grado. Wili se extrañó de que se hubiera molestado en abrir la puerta.
Mike le contestó que habían dejado el campeonato de La Jolla cuando todavía era de día y no sabían que la caminata era tan larga.
—Hemos venido desde Santa Inés, en parte para ver su famosa bodega y sus instalaciones…
—Desde Santa Inés —repitió la mujer y pareció apiadarse de ellos.
Vista a la luz, parecía más joven, pero no era tan hermosa como Della Lu. La atención de Wili se centró en los carteles que cubrían las paredes de la entrada. Ilustraban las diferentes fases del cultivo de las vides y de la elaboración del vino.
—Déjenme consultarlo con el supervisor. Tal vez esté todavía arriba, en cuyo caso tal vez… —y se encogió de hombros.
Les dejó solos. Rosas hizo un signo afirmativo con la cabeza destinado a Jeremy y a Wili. Entonces, aquél era el laboratorio secreto que Paul había descubierto. Wili lo sospechaba desde que los autobuses habían llegado a La Jolla. Aquella parte del condado estaba tan vacía que ofrecía las máximas posibilidades.
Por fin un hombre (¿el supervisor?) apareció por la puerta.
—¿Señor Rosas? —dijo en inglés—. Por favor, vengan por aquí.
Jeremy y Wili se miraron uno al otro. Al parecer habían pasado la inspección.
Detrás de la puerta había una amplia escalera. A la luz de la linterna eléctrica de su guía, Wili vio que las paredes eran de piedra natural. Éste era el sistema de bodegas de cava que se anunciaba en los letreros con orgullo. Llegaron al fondo y atravesaron una habitación llena de enormes barriles de madera. Un olor a levadura, no desagradable, impregnaba toda la caverna. Tres trabajadores jóvenes les saludaron con una inclinación de cabeza, pero no les hablaron. El supervisor se encaminó hacia la parte trasera de uno de los toneles. Este se abrió silenciosamente y apareció una escalera de caracol. Era tan estrecha que Jeremy pasaba de lado con cierta dificultad.
—Siento que el paso sea tan estrecho —dijo el supervisor—. Pero, así, en caso de necesidad, podemos tirar de la escalera desde debajo sacándola del tonel. De esta manera ni el registro más cuidadoso podría dar con la entrada.
Oprimió un botón de la pared, y un resplandor verde se extendió a lo largo de la escalera. Jeremy lo miraba con sorpresa.
—Bioluz hecha a la medida —explicó el hombre—. El dispositivo utiliza el dióxido de carbono que exhalamos. ¿Pueden imaginarse lo que representaría este sistema para la iluminación interior, si nos permitieran lanzarlo al mercado?
Siguió de esta guisa mientras iban descendiendo, hablándoles de las inocuas invenciones de la biociencia que podrían hacer un mundo tan diferente, si no estuvieran Prohibidas.
En el fondo, había otra caverna. El techo de ésta estaba recubierto de resplandor verde. Daba una luz lo suficientemente intensa hasta para poder leer, por lo menos allí donde se concentraba, o sea encima de las mesas y en los cuadros de instrumentos. Bajo aquella luz, todo el mundo tenía un color de cara como si llevaran cinco días muertos. Todo estaba silencioso; ni siquiera el ruido del oleaje podía atravesar la roca. No había nadie más en la habitación.
Les condujo hasta una mesa cubierta con sábanas muy usadas. Dio unos golpecitos en la mesa y miró a Wili.
—Nos han contratado para que curemos a un amigo. ¿Es usted?
—Es correcto —dijo Rosas porque Wili solamente se había encogido de hombros.
—Bien. Siéntese sobre la mesa y vamos a ver qué le pasa.
Wili obedeció, con precaución. No se olía a antiséptico, ni se veían agujas. Esperaba que el hombre le dijera que se desnudara, pero no sucedió nada de eso. El supervisor no tenía ni la arrogante indiferencia del veterinario de una cuadrilla de esclavos, ni las solícitas maneras del doctor que Paul había llamado durante el pasado invierno.
—Antes de todo, quiero ver si hay algún problema estructural… Déjeme ver. Debo tener mi endoscopio por aquí —dijo revolviendo en un viejo armario metálico.
Rosas preguntó muy serio:
—¿No tiene usted ayudantes?
—¡Oh no! Pobre de mí —contestó el otro sin dejar de buscar—. Aquí sólo estamos cinco a la vez. Antes de la Guerra había docenas de biocientíficos en La Jolla. Pero cuando nos volvimos clandestinos las cosas cambiaron. Al principio, queríamos desarrollar una industria farmacéutica que fuese la tapadera. La Autoridad no las ha Prohibido, ya deben saberlo ustedes. Pero era demasiado arriesgado. Naturalmente, sospecharían de cualquiera que estuviera en el negocio de las drogas.
Por esto fundamos la Bodega Scripps. Casi es perfecto. Podemos recibir y expedir abiertamente materiales biológicos activos. Y muchas de las actividades que hemos desarrollado pueden tener lugar en nuestros propios campos. El emplazamiento es también muy bueno. No distamos más de cinco kilómetros de la carretera Oíd 5. Las cuevas de la playa se usaban para el contrabando mucho antes de la Guerra, incluso antes de que los Estados Unidos… ¡aja!, aquí está.
Sacó a la luz un cilindro de plástico. Se fue a otro armario y volvió con uno de metal de unos 150 centímetros de diámetro. Hizo un ruido seco cuando lo deslizó en la base del cilindro. Parecía algo loco, era como un cazamariposas, pero sin la red.
—Pero —continuó mientras se acercaba a Wili—, el inconveniente es que sólo podemos mantener unos pocos «técnicos bodegueros» a la vez. Es una pena. ¡Hay tanto que aprender! ¡Es tanto el bien que podríamos hacer a la gente!
Paseó el cerco de metal alrededor de la mesa y del cuerpo de Wili, al mismo tiempo que vigilaba la pantalla situada a los pies de la mesa.
—Sí, seguro. Igual que el bien que hicieron con la plaga… —dijo Rosas.
Se interrumpió cuando la pantalla empezó a animarse. Los colores eran intensos, brillaban con luz propia. Parecían ser lo más vivo de todo el laboratorio pintado de verde. Por unos momentos se parecían a los dibujos abstractos que tan fáciles son de hacer. Después, Wili percibió movimientos y asimetrías. Cuando el supervisor volvió a pasar el aro por encima del pecho de Wili, la forma elíptica se encogió dramáticamente, y luego volvió a ensancharse cuando el aro se aproximó a su cabeza. Wili se alzó sobre sus codos, sorprendido, y la imagen se ensanchó más.
—Procure estar tumbado, aunque no es necesario que esté inmóvil, pero déjeme buscar el ángulo de observación.
Wili se tumbó y se sintió casi violado. Estaban viendo una sección transversal de sus mismas tripas, ¡tomada en el plano del aro! El supervisor lo volvió a pasar por encima del pecho de Wili. Veían las contracciones de su corazón. El biocientífico hizo un ajuste, y la imagen se aumentó hasta que el corazón ocupó toda la pantalla. Se podía ver cómo la sangre corría dentro y fuera de cada una de las cámaras. Una segunda pantalla, al lado de la primera, se llenaba de números de significado desconocido para él.
El supervisor prosiguió durante diez o quince minutos, examinando todo el torso de Wili. Finalmente, apartó el aro y estudió en las pantallas el resumen de los datos.
—Se ha acabado la función. No tengo necesidad de hacerle una genopsia, muchacho. Está muy claro que su problema es algo que ya hemos curado otras veces.
Miró a Rosas, contestando por fin a la hostilidad que manifestaba.
—¿No está contento con nuestro precio, señor Rosas?
El ayudante del sheriff iba a contestar, pero el supervisor le hizo callar con un ademán.
—El precio es elevado. Necesitamos tener el último equipo electrónico que exista. Durante los últimos cincuenta años, la Autoridad ha permitido que ustedes, los Quincalleros, florecieran. Me atrevo a decir que la tecnología de ustedes va muy por delante de la de la Autoridad. Por otra parte, nosotros los pocos y pobres que nos dedicamos a la bioinvestigación, hemos tenido que vivir con miedo y nos hemos tenido que ocultar en cuevas para continuar nuestro trabajo. Y puesto que la Autoridad les ha convencido a ustedes de que somos unos monstruos, la mayoría de ustedes ni siquiera nos quieren vender nada. A pesar de todo, en estos cincuenta años hemos realizado muchos milagros, señor Rosas. Si hubiésemos tenido la misma libertad que ustedes, habríamos logrado hacer más que milagros. La Tierra sería ahora un Edén.
—O un osario —repuso Rosas.
El supervisor movió la cabeza, y pareció que estaba sólo un poco enfadado.
—Usted dice esto incluso cuando tiene necesidad de nosotros. Las plagas han deformado la verdad, tanto para ustedes como para la Autoridad. Si no hubiese sido por estos extraños accidentes, las cosas podrían haber sido muy diferentes. De hecho, si nos hubiesen dejado las manos libres, hubiéramos podido salvar a gente como este muchacho, y hasta evitar que estuviera enfermo.
—¿Como? —preguntó Wili.
—Pues, con otra plaga —contestó el otro con sencillez.
Esta respuesta le hizo recordar a Wili los viejos programas de televisión que Irma y Bill veían, en los que aparecían los «científicos locos».
—Si lo he entendido bien, ¿usted sugiere otra plaga, después de todo lo que las plagas hicieron?
—Sí, otra plaga. Verá usted. Su problema fue debido a una lesión genética causada a sus padres. La contramedida más elegante hubiera sido hacer un virus a la medida que se transmitiera a toda la población, corrigiendo precisamente aquellos genotipos que eran la causa del problema.
La fascinación por la experimentación se percibía claramente en sus palabras. Wili no sabía qué pensar de su salvador, aquel hombre de buena voluntad que podía llegar a ser más peligroso que toda la Autoridad de la Paz y todos los Jonques juntos.
El supervisor suspiró y apagó las pantallas.
—Sí, supongo que estamos aún más locos que antes, y quizá también somos menos responsables. Después de todo, nos jugamos nuestras vidas por nuestras creencias, mientras que ustedes pueden navegar a plena luz sin temer a la Autoridad. De todas maneras, hay otros procedimientos para curar su enfermedad, y los conocemos desde hace décadas —miró a Rosas—. Y son procedimientos más seguros.
Se aproximó a un armario que estaba a mitad del corredor y miró el letrero que había en su puerta.
—Me parece que tendremos bastante —llenó una botella de vidrio ordinario con algo que sacó del armario y regresó—. No se preocupe, no se trata de nada relacionado con la plaga. Se puede decir que es un parásito, o mejor diría un simbionte —se rió brevemente—. La verdad es que es una especie de levadura. Si toma cinco tabletas cada día, mientras queden en la botella, establecerá un cultivo estable en sus intestinos. Empezará a notar la mejoría dentro de diez días.
Puso el frasco en las manos de Wili. El muchacho lo miraba fijamente. Sólo: «Ten, toma esto, y todos tus problemas se habrán solucionado mañana por la mañana», o dentro de diez días, o los que sean. ¿Dónde estaba el sacrificio, el dolor? La salvación sólo llegaba, así de rápido, en los sueños.
Rosas no parecía estar impresionado.
—Muy bien. Flecha Roja y los otros le pagarán lo prometido: programas y hardware según sus especificaciones, durante tres años.
Estas palabras habían sido pronunciadas con algún esfuerzo, y Wili se dio cuenta de la repugnancia de Rosas a ser su guía y de lo importantes que eran los deseos de Paul para los Quincalleros.
El supervisor asintió y, por primera vez pareció acobardado ante la hostilidad de Rosas. Por primera vez se dio cuenta que en aquel negocio no iba a haber ni gratitud, ni amistad.
Wili se bajó de la mesa, saltando, y todos se dirigieron a la escalera. No habían dado ni diez pasos, cuando Jeremy dijo:
—Señor, ¿ha dicho antes que la Tierra hubiera podido ser un Edén?
En su voz se apreciaba timidez, casi miedo, pero mucha curiosidad. Hay que tener en cuenta que Jeremy era el que se atrevía a desafiar a la Autoridad con sus vehículos autopropulsados.
Jeremy era el que siempre hablaba de que la ciencia habría de reconstruir el mundo.
—Usted dijo el Edén. ¿Qué pueden hacer, además de curar unas pocas enfermedades?
El supervisor se dio cuenta de que no había rastro de burla en la pregunta. Se detuvo debajo de un panel luminoso del techo e indicó a Jeremy Sergeivich que se acercara.
—Hay muchas cosas, hijo. Pero aquí tienes una… ¿Qué edad crees que tengo? ¿Qué edad crees que tienen los demás de la bodega?
Sin tomar en consideración la luz verdosa que hacía parecer que todos estaban muertos, intentó adivinarla. Su piel era suave y tersa, con sólo un inicio de arrugas alrededor de los ojos. El cabello pareció ser natural y abundante. Antes había supuesto que debería tener unos cuarenta años. Ahora quizá diría que era más joven.
¿Y los otros que había visto? Casi igual. Pero en cualquier grupo normal de adultos, más de la mitad estaban por encima de los cincuenta años. Y entonces el muchacho recordó que cuando el supervisor había hablado de la Guerra, lo había hecho como un veterano, como si lo de aquel tiempo correspondiera a su memoria personal. «Nosotros» decidimos esto y «nosotros» hicimos aquello.
¡Era ya un adulto cuando estalló la Guerra! Era tan viejo como Naismith o Kaladze.
La mandíbula inferior de Jeremy se abrió, y después de un momento movió la cabeza afirmativamente. Su pregunta ya había obtenido una respuesta.
El supervisor sonrió al muchacho.
—Ya lo ves. El señor Rosas habla de riesgos, y puede ser que sean tan grandes como dice. Pero lo que se puede ganar es también algo grande.
Se dio la vuelta y anduvo la corta distancia que le separaba de la puerta de la escalera…
…que se abrió en su misma cara. Quien entró era uno de los trabajadores de la habitación del barril.
—Juan —el hombre empezó a hablar muy de prisa—. Este sitio está siendo analizado con sondas de profundidad. Hay helicópteros volando sobre los campos, y luces por todas partes.