Desde los cinco metros de altura donde estaba parado, el helicóptero de rotores gemelos levantó una nube de polvo en el helipuerto de la Torre Comercial. Desde su puesto en la cabina principal, Della Lu veía cómo los presentes sujetaban sus sombreros y guiñaban los ojos. El viejo Hamilton Avery fue el único que conservó su aplomo.
Cuando el helicóptero se posó, uno de sus tripulantes abrió la compuerta delantera, y saludó agitando la mano a los personajes importantes que estaban esperando. Desde su ventanilla plateada vio cómo el director Avery asentía y se daba la vuelta para dar un apretón de manos a Smythe, el titular de la licencia para Los Ángeles. Luego Avery se dirigió solo hacia el miembro de la tripulación, que no se había apartado de la puerta.
Smythe era probablemente el personaje más poderoso de la Autoridad de la Paz en la California del Sur.
Della se preguntaba lo que habría pensado él, cuando su jefe se había resignado a ser recogido de semejante manera. Sonrió con la boca torcida. ¡Diablos! Ella estaba al mando de la operación y tampoco sabía de qué se trataba.
Cuando oyó que se cerraba la compuerta, aumentó la velocidad de los rotores. Su tripulación ya había recibido órdenes. El helipuerto pareció caer hacia abajo mientras el helicóptero se elevaba como si fuera uno de los ascensores mágicos de la Torre Comercial. Se alejaron de la azotea y miró a la calle, ochenta pisos más abajo.
Cuando el helicóptero se dirigió hacia LAX y Santa Mónica, Della se puso en pie porque un instante antes Avery había entrado en la cabina. Se le veía completamente relajado, pero también completamente formal; su traje era a la vez normal y caro. En teoría, en la Comisión de Directores de la Autoridad de la Paz, todos sus miembros eran de igual categoría. Pero, de hecho, Hamilton Avery había sido su fuerza motriz desde que Della Lu estaba al tanto de la política interna. Aunque no era un hombre famoso, sí era el hombre más poderoso del mundo.
—¡Querida! ¡Cuánto me alegro de verla!
Avery se acercó a ella y le dio la mano como si ella fuera su igual y no un oficial tres grados por debajo del suyo. Ella permitió que el canoso Director la cogiera por el codo y la acompañara hasta su asiento. Daba la sensación de que ella era su huésped.
Se sentaron, y el Director observó rápidamente toda la cabina. Era un cuarto de mando sólido y móvil. No tenía bar, ni alfombras. Dada su prioridad, ella habría podido tenerlas, pero Della no había alcanzado su puesto actual dando coba a sus jefes.
La nave se dirigía hacia el oeste, el batir de sus palas quedaba silenciado por el grueso aislamiento de la cabina. Debajo, Della podía ver los edificios de la Autoridad de la Paz. En realidad, el Enclave era un corredor que se extendía desde Santa Mónica y LAX que estaban en la costa, hasta tierra adentro, donde antes había estado el centro de Los Ángeles. Era el Enclave mayor del mundo. Allí vivían más de cincuenta mil personas, la mayoría cerca de los estudios del Servicio de Noticias. Y vivían bien. En las parcelas suburbanas de tres acres cada una que estaban sobrevolando podían verse piscinas y pistas de tenis.
Por el norte se veían los castillos y las rutas fortificadas de los aristócratas de Aztlán. Éstos tenían responsabilidad de gobierno, pero como no disponían de la Tecnología Prohibida, sus «palacios» no eran más que basureros medievales. Al igual que la República de Nuevo México, Aztlán miraba a la Autoridad con una importante envidia mientras seguían soñando con los antiguos tiempos de esplendor.
Avery levantó la vista.
—Veo que ha hecho borrar la bandera de Beijing.
—Sí, señor. En su mensaje se decía muy claro que no era conveniente que la gente supiera que utilizaba a personal que no procedía de Norteamérica.
Ésta era una de las pocas cosas que tenía claras. Tres días antes había estado en el Enclave de Beijing, cuando regresaba de hacer su última inspección sobre la situación en el Asia Central. Se había recibido vía satélite un megabyte de detalladas instrucciones procedentes de Livermore. Pero no iban dirigidas al propietario de la licencia en Beijing, sino a una tal Della Lu, agente de tercer nivel de la contraguerrilla y ejecutora general. Se le asignó un reactor de carga (la carga era aquel helicóptero) y se le ordenó que volara atravesando el Pacífico hasta LAX. Nadie debía asomarse fuera del transporte en las paradas intermedias. Cuando hubieran llegado a LAX, la tripulación del carguero debía dejar el helicóptero y a su gente y regresar inmediatamente.
Avery hizo señas de aprobación.
—Bien. Necesito alguien a quien no haya que decirle las cosas letra por letra. ¿Ha tenido usted ocasión de leer el informe de Nuevo México?
—Sí, señor.
Se había pasado todo el viaje estudiando el informe y poniéndose al día en la política de Norteamérica. Había estado ausente tres años, y andaba atrasada de noticias, aun sin contar con la crisis de Tucson.
—¿Cree usted que la República aceptó nuestra historia?
Pensó en los registros en cinta de la reunión y en los informes sobre la misma.
—Sí. Es una ironía, pero el que más sospechaba era también el más ignorante. Schelling se tragó el anzuelo, el hilo y el flotador. Tiene los suficientes conocimientos teóricos para ver que era razonable.
Avery estuvo de acuerdo.
—Pero sólo lo seguirá creyendo si no explotan más burbujas. Y entiendo que esto ha sucedido ya, al menos dos veces más, en las últimas semanas. No creo en la explicación de la degeneración cuántica. Los antiguos campos de misiles de USA están plagados de burbujas. Si las degeneraciones continúan ocurriendo, no podrán dejar de entenderse.
Avery volvió a asentir, y no parecía estar sorprendido por el análisis.
El helicóptero se ladeó ligeramente al pasar sobre Santa Mónica, permitiendo que ella viera las mayores mansiones del Enclave. Alcanzó a ver la playa de la Autoridad y la ruinosa línea de la costa de Aztlán más hacia el sur. Volaban ya sobre el mar. Recorrieron algunos kilómetros hacia el sur antes de volver a hallarse sobre tierra firme. Tenían que volar en amplios círculos hasta que se hubiera terminado aquella conferencia. Ni lo sucedido en Tucson podía explicar aquella misión. Della casi frunció el ceño.
Avery levantó una mano, muy bien cuidada.
—Lo que usted dice es correcto, pero puede que sea irrelevante. Todo depende de cuál resulte ser la verdadera explicación. ¿Ha tomado usted en consideración la posibilidad de que alguien haya descubierto la manera de destruir las burbujas, y que lo que estamos viendo sean sus experimentos?
—La elección de los lugares de los experimentos es muy extraña, señor: los campos de hielo de Ross, Tucson, Ulan Ude. Y no comprendo cómo una tal organización podría escapar sin ser descubierta.
Hace cincuenta y cinco años, antes de la Guerra, lo que luego habría de llegar a ser la Autoridad de la Paz, había sido un laboratorio contratado, una corporación, subvencionada por el Estado para hacer investigaciones secretas militarmente muy provechosas. Estas investigaciones habían producido las burbujas. Campos de fuerza, cuya generación requería la utilización de toda la energía de la mayor planta nuclear del laboratorio durante un mínimo de treinta minutos. El antiguo gobierno de los Estados Unidos no había sido informado del descubrimiento. El padre de Avery se había ocupado de ello. En su lugar, los directores del laboratorio jugaron su propia versión de la geopolítica. Incluso en las enrarecidas alturas burocráticas donde habitaba Della, no se tenía una evidencia sólida de que el laboratorio de Avery hubiera empezado la Guerra, pero ella tenía sus sospechas.
En los años que siguieron al gran colapso, la Autoridad había desposeído al resto del mundo de toda la tecnología de alta energía. Los gobiernos más peligrosos, tales como el de los Estados Unidos, fueron destruidos, y sus territorios quedaron en una situación que iba desde la anarquía de los villorrios de la California Central, hasta el fascismo de Nuevo México, pasando por el medievalismo de Aztlán. Donde existían gobiernos, tenían la fuerza justa para recaudar los impuestos de la Autoridad. Estas pequeñas naciones eran, de alguna manera, soberanas. Llegaban a tener sus propias guerras. Pero les faltaba la gran industria y las armas de alta potencia que hacían de la guerra una amenaza para la raza.
Della dudaba de que, fuera de los Enclaves, pudiera existir la pericia técnica suficiente para reproducir las invenciones antiguas, ni mucho menos efectuar mejoras en ellas. Y si alguien hubiera encontrado el secreto de las burbujas, los satélites de la Autoridad habrían descubierto la construcción de las plantas de energía y de las fábricas necesarias para llevar de nuevo a cabo la invención.
—Lo sé. Puede que parezca paranoico. Pero una cosa que ustedes los jóvenes no saben es cuan técnicamente ignorante es la Autoridad.
La miró, como si esperara que se lo discutiera.
—Tenemos todas las universidades y todos los grandes laboratorios. Controlamos a todas las personas altamente cualificadas de la Tierra. Pero, a pesar de todo, hacemos muy poca investigación. Lo sé porque puedo recordar cómo era el laboratorio de mi padre, antes de la Guerra; y más aún porque desde entonces me he asegurado de que no se iniciasen proyectos que fueran realmente imaginativos.
«Nuestras fábricas pueden producir casi todo lo que existía antes de la Guerra — golpeó con su mano la pared de la cabina—. Ésta es una nave buena y fiable, probablemente ha sido construida en los últimos cinco años. Pero los planos tienen más de sesenta.
Hizo una pausa y su tono de voz se hizo menos casual.
—A lo largo de los últimos seis meses, he llegado a la conclusión de que al actuar así hemos cometido un grave error. Hay gente que trabaja bajo nuestras propias narices y que tiene una tecnología que sustancialmente está por encima de los niveles de antes de la Guerra.
—Supongo que usted no estará pensando en los nacionalistas mongoles, señor. En mis informes intenté dejar muy claro que sus armas nucleares procedían de depósitos antiguos de los soviéticos. Muchas no se podían utilizar. Y sin estas bombas no eran más que…
—No, querida Della, no es esto en lo que estaba pensando.
Puso una caja de plástico sobre la mesa.
—Mire lo que hay dentro.
Sobre el forro de terciopelo había cinco pequeños objetos. Lu levantó uno y lo miró a la luz del sol.
—¿Es una bala?
Parecía un proyectil de 8 milímetros. No podía asegurar si había sido disparada. Había algunas señales, pero no eran del estriado de un cañón. Algo oscuro y pegajoso manchaba su punta.
—Sí, lo es. Pero una bala que tiene un cerebro. Permítame que le cuente cómo obtuvimos esta joya. Puesto que yo tenía sospechas acerca de estos científicos aficionados, de los Quincalleros, he intentado infiltrar a alguien entre ellos. No ha sido fácil. En la mayor parte de Norteamérica no hemos tolerado que existan gobiernos. Aunque la recaudación de impuestos se resienta, el riesgo de los nacionalismos parecía demasiado alto. Ahora me doy cuenta de que era un error. De una manera u otra han ido más lejos que los de las áreas que tienen alguna forma de gobierno, y no tenemos una manera fácil de vigilarles si no es desde una nave orbital.
»No obstante, mandé equipos a las tierras sin gobierno, usando cualquier tapadera que pareciera apropiada. En California Central, por ejemplo, lo más fácil fue pretender que eran descendientes de la antigua fuerza de invasión soviética. Tenían instrucciones para andar por las montañas y tender emboscadas a los que parecieran viajeros. Suponía que poco a poco iríamos acumulando información sin tener que hacer incursiones oficiales. La última semana, un equipo preparó una emboscada a tres hombres locales, en los bosques que hay al este de Vandenberg. La presa sólo tenía un fusil, un Nuevo México de ocho milímetros. Estaba casi oscuro, pero desde una distancia de más de cuarenta metros, el enemigo hirió a cada uno de los diez miembros del equipo, con una sola ráfaga del fusil.
—El Nuevo México de ocho milímetros sólo tiene un cargador de diez tiros. O sea que…
—Una puntuación de campeonato, querida. Y mis hombres juran que el arma fue disparada en posición automática.
Si no hubieran llevado armaduras corporales, o si los tiros hubieran llevado la velocidad normal, ninguno de ellos habría vivido para poder contar la historia. Diez hombres armados, muertos por un hombre con un fusil hecho a mano. Magia. Y usted está sosteniendo un trozo de esta magia. Otras personas se ha ocupado de hacer todos los ensayos y disecciones que eran posibles en los laboratorios de Livermore. ¿Ha oído usted hablar de bombas inteligentes? Claro que sí, sus unidades las usan en Mongolia. Pues bien, señorita Lu, esto son balas inteligentes.
»El proyectil lleva delante un ojo de vídeo, conectado a un procesador tan potente como el que nosotros somos capaces de introducir en una maleta, y nuestra versión «maleta» de este procesador nos costana unas cien mil monedas. Evidentemente, el cañón del fusil no está rayado; el proyectil puede cambiar de trayectoria cuando está en vuelo para ir hasta su objetivo.
Della hizo rodar la bala en la palma de su mano.
—¿Es decir que queda bajo el control del tirador?
—Sólo indirectamente, y sólo en el momento del «lanzamiento». Debe haber un procesador en el fusil que sigue la pista del objetivo y escoge el momento del disparo. El procesador del proyectil es lo bastante potente para dirigirse al blanco previsto. Muy interesante, ¿no es cierto?
Della estuvo de acuerdo. Estaba recordando lo delicado que era el mecanismo de ataque de los A551, y lo caro que costaban. Además, necesitaban un suministro constante de repuestos que les enviaban desde Beijing. Si aquellas cosas se podían hacer tan baratas para desecharlas después de usarlas…
Hamilton Avery sonrió un poco, aparentemente satisfecho de su reacción.
—Y esto no es todo. Eche un vistazo a las otras cosas que hay en la caja.
Della dejó caer la bala en el terciopelo de la cajita y tomó una bola de color pardo. Se adhería ligeramente a sus dedos. No se apreciaban marcas, ni variaciones en su superficie. Alzó sus cejas interrogativamente.
—Es un dispositivo de escucha, Della. Pero no es uno de nuestros sistemas normales de audio, sino que, además, es de vídeo, y suponemos que capta en todas direcciones. Algo que tiene que ver con la Óptica de Fourier, me dicen mis expertos. Puede grabar, o transmitir a una distancia muy corta. Todo esto lo hemos supuesto por las microfotografías de rayos X de su interior. Ni siquiera tenemos equipo que pueda enfrentarse a él.
—¿Está seguro de que ahora mismo no está grabando?
—¡Oh, sí! Destruyeron el interior antes de dármelo. Los microscopistas aseguran que no ha quedado ninguna conexión que pueda funcionar. De todas formas, creo que ahora podrá comprender el motivo de tantas precauciones.
Della asintió lentamente. Las explosiones de las burbujas no eran el verdadero motivo; él esperaba que sus verdaderos enemigos ya supieran todo lo que tenían que saber en relación a ellas. Sí. Avery era muy inteligente, y estaba tan asustado como su fría personalidad le permitía mostrar.
Permanecieron sentados durante unos treinta segundos. El helicóptero dio otra vuelta, y los rayos de sol iluminaron la cara de Della. Estaban volando hacia el este, sobre Long Beach y en dirección a Anaheim, por lo menos éstos eran los nombres que figuraban en los libros de historia. Las huellas de las calles se perdían a lo lejos, en medio de una neblina gris y anaranjada. Daba una falsa impresión de orden. En realidad eran kilómetros y más kilómetros de desierto quemado y abandonado. Era difícil creer que una amenaza como aquélla pudiera originarse en Norteamérica. Pero, después de los hechos, tenía sentido. Si a la gente se le niega la gran industria y la gran investigación, es seguro que buscará otros medios de conseguir lo que necesita.
Y si podían hacer aquellas cosas, quizá también era posible que pudiesen ir más allá de las teorías de la mecánica cuántica y encontrar la manera de hacer reventar las burbujas.
—¿Cree usted que se han infiltrado dentro de la Autoridad?
—Estoy seguro de que lo han hecho. Pasamos la escoba por nuestros laboratorios y salas de conferencias. Encontramos diecisiete de estos aparatos de escucha en la Costa Oeste, dos en China y unos pocos más en Europa. No había repetidores cerca de los que se encontraron más allá del océano, por lo que creemos que se trataba de exportaciones involuntarias. El mal parece que se extiende a partir de California.
—O sea que ya saben que andamos tras de ellos.
—Sí, pero muy poco más. Han cometido algunos errores grandes y nosotros hemos tenido un poco de buena suerte. Tenemos un informador en el grupo de California. Nos llegó, viniendo de la nada, hace menos de un par de semanas. Creo que es legítimo. Lo que nos ha contado se ajusta a nuestros descubrimientos, pero va mucho más lejos. Vamos a hacer que esta gente se ponga de rodillas, y lo haremos oficialmente. No hemos hecho un escarmiento desde hace mucho tiempo, desde el incidente de Yakima.
»Su papel en esto será crucial, Della. Usted es una mujer, y fuera de la Autoridad el sexo débil se mira con cierto desprecio.
«No es sólo fuera de la Autoridad», pensó Della.
—Usted será invisible para el enemigo, hasta que ya sea demasiado tarde.
—¿Se refiere usted a un trabajo de campo?
—Sí, sí, querida. Usted ha tenido misiones mucho más duras.
—Sí, pero… yo era director de campo en Mongolia.
Avery puso sus manos sobre las de Della.
—No es que le disminuya en su cargo. Usted sólo será responsable ante mí. Mientras las comunicaciones lo permitan, usted controlará la operación California. Pero necesitamos lo mejor que tenemos allí, en tierra, alguien que conozca el terreno y que pueda tener una cobertura verosímil.
Della había nacido y se había criado en San Francisco. Durante tres generaciones, sus familiares habían sido restauradores y confidentes de la Autoridad.
—Y hay una cosa muy especial que quiero que se haga. Esto puede ser más importante que todo el resto de la operación.
Avery dejó sobre la mesa una fotografía en color. La fotografía era muy granulada, ampliada hasta casi el límite de resolución. En ella vio un grupo de hombres que estaba delante de una cuadra. Eran granjeros del norte, exceptuando un niño negro que hablaba con un muchacho alto que llevaba un NM 8 mm. Pudo adivinar quiénes eran.
—Vea al individuo del medio, el que está al lado del de la barba de soldado.
La cara era poco más que una mancha, pero se veía perfectamente que debía tener setenta u ochenta años de edad. Della podría pasear entre la gente de cualquier enclave de Norteamérica y ver una docena de personas iguales que aquélla.
—Creemos que es Paul Hoehler —miró a su agente—. Este nombre no le dice nada, ¿verdad? Bueno, no lo encontrará en los libros de historia, pero yo lo recuerdo. Hace mucho tiempo en Livermore, un poco antes de la Guerra. Yo era sólo un muchacho. Estaba en el laboratorio de mi padre y es el hombre que inventó la burbuja.
La atención de Della se centró otra vez en la fotografía. Sabía que se le acababa de dar acceso a uno de aquellos secretos que se guardaban ignorados por todo el mundo, y que deberían haber muerto con el último de los viejos directores. Ella trató de ver algo remarcable en aquellas facciones borrosas.
—¡Oh! Schmidt, Kashihara y Bhadra convirtieron aquella cosa en algo que se pudiera proyectar y realizar. Pero era una de las brillantes ideas de Hoehler. Y lo peor de todo es que el hombre no era, ni siquiera es ahora, un físico.
»De todas maneras desapareció poco después de que empezara la Guerra. Muy inteligente. No esperó a tomar una postura moral, que nos permitiera deshacernos de él. Después de eliminar a los ejércitos nacionales, dábamos la mayor prioridad a poderle atrapar. Nunca lo logramos. Después de diez o quince años, cuando ya tuvimos el control de todos los laboratorios y reactores que quedaban, se terminó la búsqueda del doctor Hoehler. Pero ahora, después de todos estos años, cuando vemos burbujas que explotan, le descubrimos de nuevo… Ya puede usted comprender por qué la «degradación de las burbujas» no es natural.
Avery tecleó sobre la fotografía.
—Éste es el hombre, Della. En las próximas semanas, vamos a tomar acciones de Paz contra centenares de personas. Pero todo esto no servirá de nada si usted no puede atrapar a este hombre.