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Era de noche y había una triple luz lunar. Wili yacía en la trasera del vehículo, envuelto en abundantes mantas. Los blandos muelles absorbían muchos de los golpes y sacudidas causados por el paso del carro sobre el roto pavimento de cemento. Los únicos sonidos que Wili oía eran los que el frío viento producía al pasar entre los árboles, el rítmico sonido de las herraduras cauchutadas del caballo, o su ocasional relincho en la oscuridad. Todavía no habían llegado al gran bosque negro que se extendía de norte a sur; era como si toda la California Central se extendiera delante de él. La niebla marítima, que con gran frecuencia hacía que las noches fueran oscuras, estaba ausente, y la luz de la Luna daba al aire un tono azul casi luminoso. Directamente hacia el oeste, la dirección hacia la que Wili estaba encarado, estaba Santa Inés que parecía helada, vista bajo aquella luz silenciosa. Había pocas luces visibles, pero la forma de las calles se veía claramente y había un suave tinte anaranjado y violeta que procedía del recinto del bazar.

Wili se movió arrebujándose más entre las mantas, la hormigueante parálisis de sus extremidades casi había desaparecido, el calor en sus piernas y brazos, el aire frío que le daba en la cara y la visión panorámica que tenía delante de él, eran mucho más eficaces que cualquier medicina que hubiera podido robar en Pasadena. La tierra era hermosa, pero no había resultado ser tan fácil de recolectar como se había figurado cuando se había escapado de Ndelante encaminándose hacia el norte. Había muchas ruinas deshabitadas, esto era cierto.

Podía ver lo que debió haber sido la Santa Inés de antes del Estallido, trazos rectangulares recubiertos de malezas y ninguna luz.

Las ruinas eran mucho más extensas que la moderna versión de la ciudad, pero nada que pudiera compararse con la promesa de la Cuenca de Los Ángeles, donde kilómetros y kilómetros de ruinas —muchas de ellas sin saquearse extendían tan lejos como un hombre podía andar en una semana. Y si uno quería algo más excitante, un modo más provechoso de hacerse rico, allí estaban las mansiones Jonque en las colinas que dominaban la bahía. Desde aquellos puntos de observación privilegiados, Los Ángeles presentaba su aspecto de país de las hadas: de horizonte a horizonte había destellos de pequeños fuegos que señalaban la localización de ciudades entre las ruinas. Aquí y allá brillaban las luces incandescentes de los puestos avanzados de los Jonque. Y, en el centro, como un luminoso desarrollo cristalino, estaban las torres del Enclave de la Autoridad de la Paz. Wili suspiró. Todo había sucedido antes de que su mundo en Ndelante Ali se hubiera roto, antes de que descubriera lo de Oíd Ebenezer… Si alguna vez regresaba allí, habría una pelea entre los Ndelante y los Jonque para decidir entre ellos quién iba a despellejarle primero.

Wili no podía regresar.

Pero durante su viaje hacia el norte, había visto una cosa que bien merecía la pena de que le hubieran perseguido. Esta cosa hacía el paisaje mucho más espectacular que el de Los Ángeles. Miraba sobre Santa Inés hacia el objeto de su admiración.

La cúpula plateada salía del mar y se dirigía hacia la luz de la Luna. Incluso a la distancia y a la altitud en que él se encontraba, todavía parecía estar por encima. La gente la llamaba de muchas maneras, e incluso en Pasadena había oído hablar de ello, aunque nunca había podido creer aquellas historias. Larry Faulk la llamaba el Monte Vandenberg. El anciano Naismith, el mismo que ahora silbaba algo inconcreto mientras su criado guiaba su carromato hacia las colinas, la llamaba la Burbuja de Vandenberg. Pero la llamaran como la llamaran, su concepto iba mucho más allá del nombre.

Por su tamaño y por su perfección parecía rebasar a la propia naturaleza. Desde Santa Bárbara ya la había podido ver.

Era una semiesfera que medía más de veinte kilómetros de un lado, al otro. Allí donde caía al Pacífico, Wili podía ver muchas líneas de rompientes iluminadas por la Luna que batían silenciosamente contra su curvado arco. Por el lado de tierra, el lago que llamaban Lompoc estaba negro y en silencio.

Perfecta, perfecta. Su forma era una abstracción más allá de la realidad. Su perfecta superficie especular cogía la Luna y formaba una segunda imagen tan brillante como la primera. Y así, la noche tenía dos lunas, una muy alta en el cielo y la otra que lucía desde la cúpula. A lo lejos, en el mar, la más normal reflexión formaba una barra de plata que estaba acostada sobre el horizonte del mar. ¡Era el equivalente de tres lunas! Durante el día, el gran espejo capturaba el sol de una manera similar. Larry Faulk aseguraba que los granjeros sembraban en sus tierras para sacar partido de la doble luz solar.

¿Quién había hecho la Cúpula Vandenberg? ¿El Único Dios Verdadero? ¿Algún dios Jonque o Anglo? Y si era de origen humano, ¿cómo se había podido hacer tal cosa?, ¿qué era lo que había debajo de ella? Wili dormitaba, imaginando el mayor robo de todos los robos. ¡Meterse dentro y robar todos los tesoros que podían estar ocultos por algo tan valioso como aquella Cúpula!

Cuando se despertó, estaban en el bosque, desplazándose colina arriba, los árboles eran abundantes y a su alrededor había muchas zonas oscuras. Los pinos más altos se movían y hablaban sin cesar con el viento. Era el bosque mayor que jamás había visto. Ahora, la verdadera Luna estaba baja; un eventual destello plateado se colaba por entre las ramas y alcanzaba a los árboles que había detrás, haciendo relucir sus agujas. Sobre su cabeza, era visible una franja de noche, con más luz que entre los árboles. Las estrellas estaban allí.

El sirviente anglo había moderado la marcha del caballo. La vieja carretera de cemento se había acabado, y el camino sólo tenía la anchura justa para que pasara el carro. Wili intentó mirar hacia adelante, pero las mantas y los efectos residuales del inmovilizador se lo impidieron. Ahora el viejo habló en voz baja hacia la oscuridad. ¡Una contraseña! Wili se dobló para comprobar si el guardia había encontrado su otro cuchillo. No. Estaba todavía allí, sujeto a la parte interior de su pantorrilla. Sabía mucho, desde Los Ángeles, sobre los hombres viejos que cultivaban campos. Pero él era un esclavo del que el viejo no podría aprovecharse.

Un momento después, una voz de mujer les dijo alegremente que siguieran adelante. El caballo volvió a coger su paso normal. Wili no vio ninguna señal de quién había hablado. El carro cogió la primera desviación que encontró. El sonido de los neumáticos era casi imperceptible porque iban por encima de una capa de agujas de pino que recubría el camino. Otros cien metros, otro giro, y…

¡Aquello era un palacio! Árboles y enredaderas cerraban el paso por todos los lados de la estructura, pero aquello era claramente un palacio, aunque fuera mucho más abierto que las fortalezas de los Jonque en Los Ángeles. Estos personajes generalmente reconstruían mansiones del tiempo de antes del Estallido, instalaban rejas electrificadas y nidos de ametralladoras para su seguridad. Este lugar era también viejo, pero además era extraño por otros motivos. No se veía señal de defensas de primera línea, lo que no podía significar más que el propietario controlaba el territorio de muchos kilómetros a la redonda.

Pero Wili no había visto fuertes protectores en su viaje hasta allí. Era imposible que estos norteños fueran tan estúpidos e indefensos como aparentaban.

El carro marchó paralelo a la mansión, hasta que el camino se ensanchó, formando un claro delante de la entrada, y Wili pudo verlo todo mucho mejor. Era menor que los palacios de Los Ángeles. Si el patio interior tenía un tamaño razonable, allí no había sitio suficiente para el alojamiento de los sirvientes de un gran jefe y de sus familias. Pero el edificio era grande, y con la madera y la piedra sabiamente armonizados. La luz lunar que llegaba hasta allí hacía destacar los perfiles metálicos y daba imágenes vaporosas de la Luna que relucían en el pulimento de la madera. El techo era más oscuro y casi no producía reflejos. Había tejados a dos aguas y una torre muy rara que tenía unas esferas oscuras, de diámetros que variaban desde cinco centímetros a casi dos metros, empaladas en una centelleante aguja.

—Despiértate. Ya hemos llegado —unas manos desataron las mantas, y el anciano le sacudió suavemente por el hombro.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a dar cuchilladas. Gruñó suavemente, y simuló que estaba despertándose poco a poco.

—Estamos llegando, chico —dijo el sirviente Morales.

Wili dejó que le ayudaran a bajar del carro. La verdad era que todavía se sostenía algo inseguro sobre sus pies, pero cuanto menos supieran de sus facultades, tanto mejor. Iba a dejarles que creyeran que estaba débil y que desconocía su idioma.

Llegó uno de los sirvientes corriendo desde la entrada principal, ¿o acaso la entrada de sirvientes podía ser tan grande? No apareció nadie más, pero Wili había decidido ser dócil hasta que pudiera saber más cosas. La mujer, que al igual que Morales era de mediana edad, recibió calurosamente a los dos hombres y después condujo a Wili a través de un camino de piedra hasta la entrada.

El muchacho mantuvo los ojos bajos como si estuviera atontado. Por el rabillo del ojo pudo ver, sin embargo, una red plateada, parecida a una tela de araña, que iba desde un árbol a la pared de la mansión.

Después de pasar por las enormes puertas labradas, se veía el suave brillo de una luz, y Wili vio que aquel palacio no tenía igual en Pasadena, aunque allí no había ostentación de tesoros o de estatuas doradas. Le condujeron hasta arriba (¡No hacia abajo! ¿Qué clase de jefe era aquel que ponía a sus sirvientes en un piso superior?), por una amplia escalera hasta una buhardilla.

La única luz que llegaba allí era la de la Luna, que penetraba por una ventana lo bastante grande como para escaparse por ella.

—¿Tienes hambre? —le preguntó la mujer.

Wili movió negativamente la cabeza, sorprendido de sí mismo. En realidad no tenía hambre, podía ser un efecto residual del inmovilizador.

Ella le enseñó una habitación vecina que era el cuarto de aseo y le dijo que intentara dormirse.

¡Y le dejaron solo!

Wili estaba tumbado en la cama y miraba hacia el bosque. Pensó que podía ver un destello de la Cúpula de Vandenberg. Su suerte era tal que decir que le maravillaba era poco.

Dio gracias al Único Dios por no haberse revelado en la entrada de la mansión. Quienquiera que fuera el dueño de allí, no sabía nada sobre seguridad y había dado empleo a unos sirvientes tontos. Le bastaría una semana para saber todo lo que valía la pena robar. Después de una semana se marcharía con un tesoro suficiente para vivir durante mucho, mucho tiempo.

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